Volando, De Mo Yan
Tras mostrar sus respetos al Cielo y la Tierra, Hong Xi, un hombre corpulento y moreno, no podía contener su excitación. El rostro de su prometida, cubierto por el velo, estaba oculto para él, pero sus largos y hermosos brazos, así como su esbelta cintura, revelaban que era más bella que la mayoría de las chicas de la provincia norteña de Jiaozhou. Hong Xi, de cuarenta años de edad y con el rostro gravemente picado por la viruela, era uno de los solteros más destacados en el pueblo de Gaomi, al noreste. Su anciana madre había acordado que contrajera matrimonio con Yanyan a cambio de que su hija, Yanghua, una de las mujeres más hermosas de Gaomi, se casara con el hermano mayor de Yanyan, que era mudo. Profundamente conmovido por el sacrificio de su hermana, Hong Xi pensó en la confusión en la que crecerían los hijos de su hermana, y entre estos sentimientos entrelazados nació una hostilidad hacia su prometida.
—Mudo, si le haces algo a mi hermanita, lo pagaré con la tuya.
Era mediodía cuando la nueva esposa de Hong Xi atravesó la habitación nupcial. Unos niños traviesos habían hecho agujeros en el papel rosa que recubría las ventanas para observar boquiabiertos a la novia mientras se sentaba en el borde de la cama de piedra. Una vecina le dio una palmadita en el hombro a Hong Xi entre risas.
—Cariño, ¡eres un hombre afortunado! Tienes una flor de loto pequeña y sensible, de modo que debes tratarla con delicadeza.
Hong Xi jugueteó con sus pantalones y se rio en voz baja. Las marcas de su cara se pusieron rojas.
El sol colgaba inmóvil en el cielo, mientras Hong Xi paseaba de un lado a otro por el jardín, esperando a que llegara la noche. Su madre se acercó cojeando con su bastón.
—Xi, hay algo de mi nuera que me preocupa. Ten cuidado de que no se escape.
—No se preocupe Madre. Con Yanghua rondando por allí, no se irá a ninguna parte. Son como chicharras unidas por una cuerda. Ninguna puede huir sin la otra.
Mientras madre e hijo estaban hablando, la nuera entró en el jardín acompañada por dos damas de honor. La madre de Hong Xi farfulló molesta.
—¿Dónde se ha visto que una novia se levante de la cama antes del anochecer para orinar? Esto demuestra que el matrimonio no durará. Creo que está tramando algo.
Pero Hong Xi estaba demasiado absorto en la belleza de su mujer como para compartir la preocupación de su madre. Tenía la cara larga, unas cejas hermosas, la nariz elevada, y los ojos sesgados como los de un fénix. Sin embargo, en cuanto ella vislumbró las marcas de la cara de Hong Xi, se paró en seco y, después de un largo silencio, soltó un grito y salió corriendo. Las damas de honor trataron de sujetarla por los brazos, rasgando y arrancando su vestido rojo, exponiendo a la vista de todos, la piel blanca, nívea, de sus brazos, su esbelto cuello, así como la camisa roja que usaba como ropa interior.
Hong Xi estaba aturdido. Golpeándolo en la cabeza con su bastón, su madre le gritó:
—¡Ve tras ella, imbécil!
Eso hizo que espabilara y salió dando tumbos tras ella.
Yanyan se deslizó a la calle, arrastrando su cabello suelto como la cola de un pájaro.
—¡Deténganla! —gritó Hong Xi—. ¡Deténganla!
Sus gritos sacaron fuera de sus casas a un enjambre de personas a la calle, desatando frenéticos ladridos en una docena o más de perros feroces.
Yanyan dobló por una calle y se dirigió al sur, hacia un campo donde las espigas de trigo se inclinaban con el viento, sus puntas florecidas subiendo y bajando como las olas de un océano verde. Yanyan atravesó las olas de trigo, que le llegaban por la cintura, su verdor resaltando con la camisa roja y los brazos de un blanco lechoso, un cuadro encantador en movimiento.
Una novia huyendo de su boda era una vergüenza para el pueblo de Gaomi. De modo que los hombres del pueblo se unieron a la persecución con sed de venganza, yendo a por ella desde todas partes. Los perros también, saltando y dando brincos entre las olas verdes.
A medida que la red humana se cerraba en torno suyo, Yanyan se zambulló de cabeza en las olas de trigo.
Hong Xi suspiró aliviado. Los perseguidores aminoraron el paso, respirando con dificultad. Frotándose las manos, se movieron con sigilo, como pescadores tendiendo una red.
A medida que la ira se extendía por su corazón, todo lo que Hong Xi podía pensar era en la paliza que le iba a dar una vez que la cogieran.
De repente, un rayo de luz roja se alzó por encima del campo de trigo, dejando de piedra a la multitud que estaba debajo, que cayó fulminada al suelo. Entonces contemplaron a Yanyan, sus manos se agitaban en el aire y sus piernas estaban juntas, como una espléndida mariposa, mientras se elevaba con energía sobre el círculo de personas.
Todos se quedaron clavados como estatuas, pasmados mientras ella movía los brazos y planeaba sobre ellos; entonces comenzó a volar, lo suficientemente lento como para que ellos siguieran los pasos de su sombra si quisieran correr tras ellos. Apenas estaba a seis o siete metros sobre sus cabezas y, sin embargo, era tan grácil, tan adorable. Habían pasado cosas muy raras en el poblado de Gaomi, casi todo lo que puedas imaginar, pero era la primera vez que una mujer se elevaba por los aires.
Cuando el asombro desapareció, la gente retomó la caza. Algunos corrieron a sus casas y volvieron en bicicleta para continuar la persecución de su sombra, esperando a que aterrizara para poder atraparla.
La chica voladora y la gente por debajo eran actores de un apasionante drama de persecución y captura en medio de los gritos proferidos por los campos. Algunos forasteros se unieron a los transeúntes que estiraban el cuello para contemplar el extraño suceso del cielo. La mujer volaba con una elegancia cautivadora; sus perseguidores, debiendo siempre alzar la vista mientras corrían, se tropezaban con los surcos del campo, cayéndose y chocando los unos con los otros como un ejército en desbandada.
Finalmente, Yanyan se posó sobre un bosque de pinos que rodeaba el viejo cementerio al este, a las afueras del pueblo. Los pinos negros, que se extendían por media hectárea, vigilaban los cientos de túmulos bajo los que yacían los ancestros de Gaomi. Los árboles, muy antiguos, se alzaban derechos y altos, perforando con sus puntas las nubes más bajas. El viejo cementerio, unido al bosque de pinos negros, era el lugar más aterrador y sagrado del pueblo. Sagrado porque era el lugar donde reposaban los ancestros del pueblo; aterrador debido a todos los incidentes con fantasmas que habían ocurrido.
Yanyan se posó en la copa del pino más alto y más viejo, en el mismo centro del cementerio. La gente la siguió hasta ahí, y entonces se pararon y miraron hacia lo alto, donde ella descansaba suavemente sobre las ramas más altas y finas del árbol que soportaban con facilidad su peso, a pesar de que debía pesar más de cuarenta y cinco kilos; todo ello asombraba a las personas que miraban desde abajo.
Una docena de perros alzó sus cabezas y aulló hacia donde levitaba Yanyan.
—¡Baja, baja aquí ahora mismo! —gritó Hong Xi.
Los ladridos de los perros y los gritos de Hong Xi cayeron en saco roto. Yanyan permanecía sentada, indiferente, subiendo y bajando con cada golpe de la brisa.
La multitud pronto comenzó a cansarse de estar ahí sin hacer nada, a excepción de algunos niños que armaban jaleo y gritaban.
—¡Novia, la que está ahí arriba, novia, déjanos verte volar!
Yanyan levantó los brazos. «Vuela —gritaron los niños—, va a volar». Pero no lo hizo. En lugar de eso, se pasó los dedos por el pelo, como un pájaro cuando se arregla las plumas con su pico.
Hong Xi se arrodilló y comenzó a gemir.
—Amigos, hermanos, querido pueblo, ayudadme a encontrar un modo para bajarla. ¡Saben lo difícil que ha sido para mí encontrar una mujer!
En ese momento llegó la madre de Hong Xi en un burro. Se bajó del lomo del animal, quejándose de dolor al tropezarse contra el suelo.
—¿Dónde está? —preguntó la anciana a Hong Xi—. ¿Dónde está?
Hong Xi señaló a la copa del árbol con la mano, y la anciana miró a su nuera, encaramada en lo alto del árbol.
—¡Demonio, es un demonio!
Montaña de Hierro, el jefe del pueblo, dijo:
—Debemos encontrar el modo para hacer que baje, sea un demonio o no. Esto tiene que acabarse, como todo lo demás.
—Anciano —dijo la mujer—, por favor hazte cargo de esto, te lo ruego.
A lo que replicó Montaña de Hierro:
—Esto es lo que haremos. Primero, enviaremos a alguien al poblado norteño de Jiaozhou para traer a su madre, a su hermano y a Yanghua. Entonces, si no baja, retendremos a Yanghua aquí y no la dejaremos volver. A continuación, enviaremos a gente a casa para que hagan arcos y flechas y corten grandes palos. Si nada de esto funciona, la bajaremos de malas maneras. E informaremos de esto al gobierno local. Dado que Hong Xi y ella son marido y mujer, el gobierno con toda seguridad tomará cartas en el asunto salvaguardando las leyes matrimoniales. Así sea entonces. Hong Xi, tú la vigilarás desde aquí abajo. Enviaremos a alguien de vuelta con un gong. Si pasa algo, golpéalo con todas tus fuerzas. Por el modo en que se está comportando, estoy completamente seguro de que está poseída. Tendremos que regresar al pueblo y matar un perro para poder tener un poco de sangre animal a mano por si la necesitáramos.
La multitud se dispersó y se dirigió a hacer los preparativos. La madre de Hong Xi insistió en quedarse con su hijo, pero Montaña de Hierro se mantuvo firme.
—No seas idiota. ¿Qué esperas conseguir quedándote aquí? Si la situación se pone fea, estarás en medio del meollo. Vete a casa.
Viendo que era inútil discutir, la anciana dejó que la subieran al lomo del burro y abandonó el lugar llorando y lamentándose.
Ahora que el tumulto había disminuido, Hong Xi, que era conocido como una de las almas más valientes del poblado de Gaomi, encontró desasosiego en la calma. Mientras el sol se ponía por el Oeste, los vientos se arremolinaban y gemían entre los árboles. Dejó caer la cabeza y masajeó su cuello dolorido, sentándose en una roca cercana. Se estaba encendiendo un cigarrillo cuando una risa siniestra descendió desde lo alto. Se le pusieron los pelos de punta, y sintió escalofríos en todo el cuerpo. La cerilla se apagó con rapidez, y se puso de pie para retroceder varios pasos y mirar hacia la copa del árbol.
—No intentes trucos espeluznantes conmigo. Espera a que te ponga las manos encima.
Con la puesta de sol como telón de fondo, la camiseta roja de Yanyan parecía estar en llamas, irradiando su rostro dorado. No había razón para pensar que la risa siniestra hubiera procedido de ella. Una bandada de cuervos que regresaba a sus nidos voló por encima, lanzando sus excrementos grises como si de gotas de lluvia se tratara. Muchas de ellas cayeron sobre su cabeza. Escupió en el suelo, sintiendo que le estaba persiguiendo la mala suerte. La copa del árbol continuaba radiante con la luz, a pesar de que el pinar se estaba volviendo negro y los murciélagos habían empezado a revolotear con destreza entre los árboles. Los zorros aullaban en el cementerio. Sus miedos regresaron.
Los espíritus estaban por todo el bosque, podía sentirles; sus oídos se inundaron con todo tipo de sonidos. La risa siniestra seguía apareciendo, y cada vez que irrumpía le provocaba sudores fríos. Recordó que morderse la punta del dedo corazón era la mejor manera de mantener alejados a los espíritus, de modo que así hizo, y el dolor punzante le despejó la mente. Ahora podía ver que el pinar no era tan oscuro como le parecía un momento antes. Filas de túmulos funerarios y lápidas adquirían forma. Era capaz de distinguir los troncos de los árboles, surcados por los últimos rayos de sol. Algunos cachorros de zorros estaban retozando entre las lápidas, vigilados por su madre, tumbada sobre la hierba, y cada cierto tiempo manifestaban su presencia aullando. Cuando miró de nuevo hacia el cielo vio a Yanyan, que no se había movido; alrededor de ella volaban cuervos.
Un niño pequeño y pálido apareció de entre dos árboles y le entregó el gong y una maza, un hacha y una torta. El chico le contó que Montaña de Hierro estaba supervisando la fabricación de arcos y flechas, que se había enviado gente a Jiaozhou y que los líderes del pueblo se estaban tomando el incidente muy en serio; enviarían a alguien muy pronto. Hong Xi debía satisfacer su hambre con la torta y mantenerse alerta. Debía hacer sonar el gong si pasaba algo.
Una vez que el niño se marchó, Hong Xi dejó el gong en la lápida, colocó el hacha en su cinturón y comenzó a devorar la torta. Cuando la hubo acabado, sacó el hacha y gritó:
—¿Vas a bajar sí o no? Si no lo haces talaré el árbol.
Ninguna respuesta por parte de Yanyan.
Así que Hong Xi hundió el hacha en el árbol, que tembló del golpe. Yanyan seguía sin decir nada. El hacha estaba clavada tan profundo que no podía quitarla.
—¿Estará muerta? —se preguntó Hong Xi.
Ajustando su cinturón y quitándose los zapatos, Hong Xi comenzó a escalar. La corteza áspera hacía que fuera sencillo subir, y cuando había escalado la mitad del árbol, se paró para echar un vistazo. Todo lo que podía ver desde su perspectiva eran sus piernas colgando y sus nalgas descansando sobre la rama. «Deberíamos estar en la cama ahora mismo, pero en lugar de eso me tienes trepando por un árbol», pensó enfadado. Su rabia se transformó en energía, y a medida que el tronco se estrechaba, las ramas eran menos numerosas, haciéndole más fácil alzarse entre la enramada, en la que aseguró los pies para tratar de agarrarla con sigilo. Pero nada más tocar la punta de su pie, escuchó un largo suspiro y sintió las ramas crujir por debajo de él.
Motas de oro saltaron por los aires, como las escamas doradas de la carpa. Yanyan agitó los brazos y saltó desde las ramas. Entonces, con sus cuatro extremidades en acción y su pelo flotando en el aire, voló hasta la copa de otro árbol. Hong Xi estaba preocupado al notar que su capacidad de vuelo había mejorado sensiblemente desde el campo de trigo.
Ella se sentó en lo más alto del árbol con la misma postura que en el primero. Vuelta hacia el sonrosado atardecer, lanzó un suspiro tan conmovedor como una flor en primavera.
—Yanyan —la llamó Hong Xi entre lágrimas—, mi querida esposa, ven a casa y vive conmigo. Si no lo haces, no dejaré que Yanghua se acueste con tu hermano el Mudo…
Su lamento no se había extinguido aún en el aire cuando escuchó un aterrador crac debajo de él mientras la rama se partía y le enviaba al suelo, contra el que se estampó como un trozo de carne. Se quedó tendido un buen rato hasta que se puso de pie apoyándose en la alfombra de las hojas descompuestas del pino, para después dar un par de pasos ayudándose del tronco. Con excepción de los lógicos dolores, parecía estar intacto: ningún hueso roto. Miró al cielo buscando a Yanyan y todo lo que vio fue la luna, cuyos rayos acuosos se filtraban por entre las ramas de los pinos para herir la superficie de una lápida aquí, la esquina de un túmulo ahí, o bien sobre el musgo. Yanyan estaba bañada por la luz de la luna, un pájaro grande y hermoso posado en mitad de la noche en lo más alto de un árbol.
Alguien más allá del pinar gritó su nombre. Él respondió con otro grito. Recordó el gong que estaba sobre la piedra y lo cogió, pero no encontraba por ningún lado la maza.
Una muchedumbre muy ruidosa entró en el bosque con antorchas, faroles y linternas, dirigiendo los haces de luz hacia los espacios entre los árboles, disipando los rayos de la luna.
Entre ella se encontraba la anciana madre de Yanyan, el hermano mudo, mayor que ella, y la hermana de Hong Xi, Yanghua. También vio a Montaña de Hierro y a siete u ocho hombres del pueblo sanos, con arcos y flechas a su espalda. Otros venían ataviados con largos troncos, o escopetas de caza, e incluso redes para pájaros. Un hombre joven y atractivo con un uniforme color verde militar sostenía un revólver. Se trataba de un policía local.
Percatándose de los moratones y arañazos del rostro de Hong Xi, Montaña de Hierro preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—No es nada —contestó.
—¿Dónde está? —inquirió la madre de Yanyan en voz alta.
Alguien apuntó con la linterna a la copa del árbol, alumbrando directamente la cara de Yanyan. La gente escuchó cómo crujían las ramas superiores, y vieron cómo una sombra oscura se desplazaba en silencio hacia la copa de otro árbol.
—¡Cabrones! —maldijo la madre de Yanyan—. Sé que habéis matado a mi hija y habéis inventado una historia para engañar a esta vieja viuda y a su hijo huérfano. ¿Cómo puede una chica volar como un búho?
—Cálmese Tía —dijo Montaña de Hierro—. Nosotros tampoco lo habríamos creído si no lo hubiéramos visto con nuestros propios ojos. Déjeme preguntarle, ¿estudió su hija en alguna ocasión con algún maestro? ¿Aprendió alguna destreza extraña? ¿Se juntaba con brujas? ¿Hechiceros?
—Mi hija nunca ha estudiado con un maestro —dijo la madre de Yanyan—, ni ha aprendido destrezas extrañas. Y por supuesto que no se ha juntado con brujas o hechiceros. Nunca permití que estuviera lejos de mi vista mientras crecía, y ella hacía lo que le decía. Los vecinos decían que tenía una niña muy buena. Y ahora está jovencita pasa un día en vuestra casa y se convierte en un águila sobre un árbol. ¿Cómo ha pasado? No descansaré hasta descubrir qué le han hecho. ¡Devuélvanme a mi Yanyan o jamás tendrán a Yanghua!
—Basta ya de discusiones, Vieja Tía —dijo el policía—. Mantén los ojos fijos en el árbol.
Apuntó con la linterna a la sombra del árbol, y entonces la encendió, dirigiendo la luz a la cara de Yanyan. Con un batir de sus brazos, se alzó en el aire y voló hacia la copa de otro árbol.
—¿Has visto eso, Tía? —preguntó el policía.
—Sí —contestó la madre de Yanyan.
—¿Es tu hija?
—Es mi hija.
—No queremos tomar medidas drásticas a menos que nos veamos obligados a ello —dijo el policía—. Ella te escuchará si le pides que baje.
Justo en ese momento el hermano mudo de Yanyan comenzó a gruñir excitado y a agitar los brazos, como si tratara de imitar el vuelo de su hermana.
La madre de Yanyan se echó a llorar.
—¿Qué he hecho en otra vida como para merecer esto?
—Trate de no llorar, Tía —dijo el policía—. Concéntrese en bajar a su hija de ahí.
—Siempre ha sido una chica con mucho carácter. Tal vez no me escuche —admitió con tristeza la madre de Yanyan.
—No es momento para la timidez, Tía —dijo el policía—. Llámela.
Con pasos remilgados sobre sus pies diminutos, la madre de Yanyan caminó hacia el árbol sobre el que se había posado su hija, inclinó la cabeza y comenzó a llamarla entre lágrimas.
—Yanyan, sé una buena chica y escucha a tu madre. Por favor, ven aquí abajo… Sé que te han tratado mal, pero esto no ayuda nada. Si no bajas, no podremos retener a Yanghua, y si eso sucede, nuestra familia está acabada.
En ese momento la anciana se vino abajo y comenzó a gemir mientras apoyaba su cabeza contra el tronco del árbol. Un sonido áspero descendió desde la copa, el tipo de sonido que se escucha cuando un pájaro agita sus plumas.
—Sigue hablando —le instó el policía.
El mudo agitó sus brazos y gruñó en voz alta a su hermana, encima de él.
—Yanyan —gritó Hong Xi—, sigues siendo humana, ¿no es así? Si todavía hay un resquicio de humanidad en ti, bajarás con nosotros.
Yanghua se unió al lamento.
—Cuñada, te lo ruego baja. Tú y yo somos dos sufridoras en este mundo. Mi hermano es feo, pero al menos puede hablar. Sin embargo, tu hermano… por favor, ven aquí… es nuestro destino…
Yanyan alzó el vuelo otra vez y trazó círculos por el cielo encima de la gente. Gotas heladas de rocío cayeron sobre la superficie: tal vez se trataba de sus lágrimas.
—Apartaos a un lado, denle un poco de espacio para que pueda posarse en el suelo —ordenó Montaña de Hierro a la multitud.
Todos excepto la anciana y Yanghua retrocedieron unos pasos.
Sin embargo, las cosas no salieron como Montaña de Hierro esperaba, ya que después de trazar varios círculos por encima de ellos, Yanyan se posó en una rama.
La luna se había deslizado hacia el oeste; estaba anocheciendo. El cansancio y el frío comenzaron a poseer a la multitud.
—Imagino que tendremos que hacerlo por las malas —dijo el policía.
Montaña de Hierro añadió:
—Me preocupa que la gente pueda empujarla fuera del bosque, y si no la cazamos aquí esta noche, será mucho más difícil después.
—Tal y como yo lo veo —dijo el policía— carece de la habilidad para volar distancias largas, lo que significa que en realidad será más sencillo cogerla si abandona el bosque.
—¿Pero y si a su familia no le parece bien ese plan? —preguntó Montaña de Hierro.
—Déjame que me encargue yo de eso —le pidió el policía.
Regresó y le dijo a alguno de los más jóvenes que escoltaran al mudo y a su madre fuera del bosque. La anciana, que del llanto había pasado a un estado catatónico, no ofreció resistencia. El Mudo, por otro lado, gruñó en señal de desacuerdo, pero en cuanto el policía le mostró su revólver, se marchó con docilidad. Ahora las únicas personas que permanecían allí eran el policía, Montaña de Hierro, Hong Xi y dos hombres jóvenes, uno con un tronco y el otro sujetando la red.
—Un disparo podría alarmar a la población —dijo el policía—. Usemos el arco y la flecha.
—Con mi vista tan deteriorada no soy el más indicado —afirmó Montaña de Hierro—. Si le apunto y me desvío, aunque solo sea un poquito, podría matarla. Hong Xi debe hacerlo.
Le pasó el arco de bambú y una flecha afilada, con una pluma. Hong Xi los cogió, pero permaneció de pie, absorto en sus pensamientos.
—No puedo hacerlo —dijo, dándose cuenta de pronto de lo que le estaban pidiendo—. No puedo, no lo haré. Es mi mujer, ¿no? Mi mujer.
—Hong Xi —dijo Montaña de Hierro—, ¡no seas idiota! En tus brazos es tu esposa, pero posada en lo alto de un árbol no deja de ser un tipo de pájaro extraño.
—Ustedes dos —dijo el policía molesto—, ¿no van a hacer nada? Si van a quedarse de pie dudando y vacilando, pasanme el arco y la flecha.
Enfundó el revólver, cogió el arco y la flecha, apuntó a la figura posada en lo alto del árbol y disparó una flecha. Un ruido sordo demostró que había dado en el blanco. Las ramas crujieron, y los hombres vieron cómo Yanyan, con una flecha hundida en su tripa, se levantó a la luz de la luna para estrellarse contra la copa de un pequeño árbol cercano. Obviamente, era incapaz de mantener el equilibrio. El policía colocó otra flecha en el arco, apuntó a Yanyan, que estaba posada en un pino no muy alto, y gritó:
—¡Baja aquí!
La segunda flecha salió disparada antes de que su grito se apagara; se escuchó un lamento de dolor, y Yanyan cayó de cabeza en el suelo.
—Maldito cabrón —chilló Hong Xi—, has matado a mi mujer…
La gente que se había retirado del bosque acudió con sus faroles y sus antorchas.
—¿Está muerta? —preguntaban ansiosos—. ¿Tiene plumas en el cuerpo?
Sin articular palabra, Montaña de Hierro cogió el cubo con la sangre del perro y volcó el contenido sobre el cuerpo de Yanyan.