Al borde del infierno, De Edgar Allan Poe

A Arthur S. Norden el paisaje que se deslizaba ante sus ojos, enmarcándose en la ventanilla del carruaje, le pareció el más optimista que había contemplado a lo largo de su vida. Los últimos cinco años los acababa de pasar encerrado, y sus emociones se hallaban bajo un compás de espera. No contaría más de cuarenta años, había sido atractivo, vestía levita oscura, su cabello espeso se hallaba prematuramente encanecido y sus pupilas mostraban el plomo del intelectual que teme sus pasadas audacias mentales.

Su boca cerrada, en la que unos labios delgados revelaban la poca afición a las palabras, acusó un ligero temblor, debido a que el trote rítmico que el cochero estaba imponiendo a los dos caballos que tiraban de la berlina tendía a confabularse con la serena caída de la tarde, provocando que vibrasen de nuevo esas cuerdas que aún mantenían con vida sus recuerdos.

Durante unos segundos temió verla otra vez delante, amenazadora; pero la semi penumbra interna no fue quebrada por ninguna aparición fantasmal. Luego, siguiendo una inercia provocada por una somnolencia tenaz, incurable, en su cerebro fueron apareciendo las trágicas escenas de una etapa de su existencia, para siempre cercana, aunque la podía situar a unos veinticuatro años de distancia. La imposibilidad del olvido las traía a un nivel de presente, antes opresor y, en aquel preciso instante, convertido en una herida abierta a cuyo dolor se había acostumbrado.

Se dijo que había vivido dos veces: la primera, oscurecida y casi borrada de sus pensamientos, se refería a un joven estudiante permanentemente dispuesto a lo desconocido, y que terminó dejándose seducir por una mujer que vivía inmersa en el misticismo de los teólogos prohibidos, cuyos libros planteaban la supervivencia o la desintegración del yo y la individualidad humana a la hora de la muerte; y la segunda, tan sentida como el súbito deslumbramiento de un rayo que denuncia la más terrible de las amenazas sobrenaturales, se veía enlazada con la enfermedad de su esposa, en una larga agonía compartida cuando ella estaba embarazada, con su defunción y entierro después de dar a luz una niña, con los veinte años junto a una criatura que terminaría siendo igual que su madre, con el escalofriante descubrimiento de un ataúd vacío y, por último, con los cinco años de su internamiento en el manicomio.

Dando marcha en el tiempo, Arthur recordó que también iba en una berlina cuando hizo su entrada en el inmenso jardín del sanatorio mental. El día estaba nublado y la lluvia empapaba el césped, los parterres, los árboles y los escalones de la gran escalera que facilitaba el acceso al edificio principal. Sin embargo, no se encontraba solo, porque en aquella ocasión le acompañaba Morella, su difunta esposa, repitiendo maliciosamente esa frase que a él le había vuelto loco:

«Me muero, y sin embargo viviré».

En base a esta amenaza, el retorno de Arthur a la vida real, después de adquirir la certeza de que todos sus terrores supersticiosos habían sido fruto de una mente super excitada, se hallaba sobrecargado de la necesidad de resarcirse de todo lo perdido.

Este propósito se diría que era algo más que una ilusión, ya que su mente volvió a zambullirse en el pasado…

Se vio entrando totalmente destruido en el manicomio. Varios días le mantuvieron encerrado en una habitación-celda, suministrándole sueros y narcóticos, hasta que creyeron oportuno llevarle ante el director. Ninguna de las preguntas que este le hizo obtuvo una respuesta coherente, porque Arthur solo repetía:

—¡Morella no estaba en el ataúd… porque Morella se reencarnó nada más morir, para vengarse de mí a medida que crecía nuestra hija…! ¡Nuestra hija era Morella!

Sus exclamaciones resultaron tan incongruentes, tan absurdas, que el primer interrogatorio fue muy breve. Durante el transcurso de los siguientes meses, se vio sometido a un verdadero enclaustramiento en un cuarto de reducidas dimensiones, gélido, húmedo y oscuro y que había sido provisto de un camastro, una silla y una mesa desvencijada como únicos muebles.

¡Qué cuatro larguísimos años permaneció en este amargo encierro!

Sus cabellos se fueron encaneciendo, sus ojos casi se secaron de tanto esperar, temiendo la aparición de su esposa. Y cada vez que el fantasma brotaba, en cualquier lugar, él terminaba cayendo en una especie de trance epiléptico, que le forzaba a intentar romperlo todo, ¡hasta su miserable existencia!

Si aún conservaba la vida debía agradecérselo a las camisas de fuerza, a las duchas de agua fría y a los hipnóticos que le suministraban por vía oral o intravenosa.

Porque durante todo el tiempo que estuvo encerrado no dejó de verse atormentado por Morella:

—¡Nunca me has amado, reconócelo! —insistió el fantasma, escrutándole con los enormes carbunclos que eran sus ojos. ¡Te casaste conmigo bajo la voluble fascinación que te ha hecho saltar de un capricho a otro! ¡Con qué facilidad te cansabas de todo…! Así llegaste a aborrecerme, a desear mi muerte mientras me veías languidecer, extinguirme. ¡En las mismas puertas de la muerte, que yo no temía, supe lo mucho que te había querido… y lo injustamente que tú me habías tratado! ¿Recuerdas mis palabras?

—¡No, no… no quiero oírlas…! Vete, bruja… ¡Márchate con los nigromantes que se apoderaron de tu espíritu endemoniándolo!

—¡Tu cólera y tu desesperación únicamente suponen un pequeño tributo frente al desengaño que me provocó la certeza de que tú me habías utilizado como otra de tus «cobayas intelectuales» …! ¿Cuántas veces te arrepentiste de haberte unido a mí, sin que ello te impidiese alimentar una pasión natural y espontánea, la que sentía yo hacia ti, con unos besos fingidos y con una sexualidad artificial? ¿Cómo pude tardar tanto tiempo en descubrir tu farsa?

—¡Calla… me niego a seguir escuchándote! ¡Ya estás muerta por segunda vez! ¡Nuestra… tu hija, que eras tú misma, maldita Morella, ocupó el ataúd vacío!

—Si lo dejé vacío una vez… ¿por qué no he de poder seguir ocupándolo siempre que se me antoje, estúpido racionalista?

Todas las batallas entre Arthur, el ser vivo, y Morella, el fantasma, acostumbraban a ser como esta. Y el desenlace estallaba con el arrebato demencial del primero, que solo podía ser aplacado con morfina, opio y otras drogas alucinógenas.

A los cuatro años de internamiento, después de un período de calma, Arthur fue conducido al despacho del director del manicomio. Se encontró frente a un caballero de unos cincuenta años, de aire escéptico, que llevaba anteojos y exhibía unas manos escrupulosamente limpias.

—Me congratulan sus progresos, amigo mío. ¿Le gustaría seguir avanzando por ese sendero que le conduciría a la total recuperación?

Arthur levantó la cabeza sin expresión alguna. Se hallaba sentado en un sillón de madera noble, tapizado con un cuero rojizo, y la falta de costumbre le obligó a tartamudear antes de formular las primeras palabras:

—¿Es… es posible lo que… que usted… me dice?

—En efecto, míster Norden. Todo es cuestión de que usted siga mis instrucciones al pie de la letra… ¿Quiere tomar una taza de té antes de que le exponga el nuevo tratamiento?

El mismo director se encargó de esta pequeña tarea social, que reunía un poder terapéutico al suponer un trato entre iguales —dos amigos preocupados por la resolución de un problema común—, cuando en los últimos cuatro años el paciente había sido considerado mentalmente como un prisionero.

—Me lo envían directamente de la India, donde tengo unos familiares en la embajada de Nueva Delhi… Me aficioné a esta infusión cuando estuve en Inglaterra buscando poder ampliar mis conocimientos sobre la mente humana.

—Para mi familia siempre ha sido una bebida corriente.

—Es lógico, porque usted proviene de Boston… Deme la taza, por favor. Yo la colocaré en la bandeja. ¿No le parece que el té posee un aroma especial y un sabor exquisito?

—Sí, me ha gustado.

—De acuerdo, amigo mío. Ahora vamos a centrarnos en el nuevo tratamiento que nos permitirá obtener su total curación.

—¿Cree usted, director, que ya no volveré a ser torturado… por mi esposa?

—Permítame que me reserve la respuesta. Voy a limitarme a ofrecerle la seguridad de que seguiremos avanzando de una forma positiva. Y ahora, sin más preámbulos, he de anticiparle que el tratamiento ya ha sido experimentado, con resultados óptimos, en otros establecimientos de las mismas características que este… Me refiero a que dos pacientes, que han venido siendo aquejados por idéntica dolencia, compartan la habitación durante una temporada. Por lo general, entre ellos se produce un primer contacto de curiosidad y, luego, surge la comunicación verbal y afectiva, en la que la similitud de los problemas origina unos estímulos muy ventajosos… Dado que en nuestra casa tenemos a un caballero que ha venido sufriendo unas alucinaciones similares a las suyas, he decidido que los dos ocupen la misma estancia. ¿Qué le parece nuestra idea, míster Norden?

—¿Ese caballero… se ha visto atacado por un… fantasma igual… al mío, igual a Morella?

—En efecto. Esas coincidencias suelen darse, aunque nos parezca que las dolencias mentales presentan una forma individualizada.

Repentinamente, una sospecha alimentada por el terror aún no superado, llevó a Arthur a formular esta pregunta:

—¿Y no me quedaré yo… con el fantasma de ese caballero y … con el de Morella?

El doctor esbozó una sonrisa paternal, se sirvió otra taza de té, sorbió una pequeña cantidad después de una ceremonia en la que jugó con la paciencia de su interlocutor, y contestó:

—No tema. Todas las posibilidades en contra han sido sopesadas, y no nos ofrece ningún temor. Precisamente el éxito de la terapia se basa en que ustedes se familiaricen con las alucinaciones del otro. En el momento que las consideren tan similares para entremezclarlas, habrán llegado a ese punto crítico en el que notarán cómo los «fantasmas» se debilitan, las amenazas pierden consistencia y sus propios razonamientos encontrarán la puerta por la cual lograrán que escapen todas las proyecciones mentales que han venido atormentándoles… En su caso, míster Norden, nada más que desaparezca de su cerebro la imagen de Morella, podrá olvidar en el acto la segunda visión, ya que solo lo considerará algo creado voluntariamente, con el fin de realizar el experimento clínico, y por sugestión, que es realmente lo que en la actualidad sucede.

La seguridad del director era tan sólida, que Arthur se dejó contagiar por la misma. Ya no fue necesario que los enfermeros le sujetasen para llevarle a su habitación-celda. Y al cerrarse la puerta detrás de él, solo, se tendió en la cama, algo relajado y mirando al techo.

De pronto, brotando del rincón más opuesto de la parte frontal de su cuerpo, reventó una carcajada posesiva y desgarradora. Se dio la vuelta en un escorzo violento, y allí, ante él, encontró la figura de Morella.

—¡Jamás te librarás de mí! ¡Te anuncié que tus días, a partir de mi muerte, serían de dolor! ¡Las horas de tu dicha se consumieron entonces! ¡Pero sigues jugando con el tiempo, creyendo que lo tendrás a tu favor si te proporcionan la ayuda necesaria! ¡Me llevarás como tu sudario mientras quede aliento vital en tu cuerpo!

Con la última amenaza se desvaneció en las sombras, dejando tras de sí una tromba de escalofríos y desesperaciones. De esta manera para Arthur se quebraron las esperanzas que acababa de hacerle conferir el director del manicomio.

Pasados unos minutos, ella regresó a ratificar su poderío: se recortó en la pared por medio de un resplandor fosforescente.

Arthur cerró los párpados en un arrebato instintivo de supervivencia, y llevó su cabeza hacia otro lado. Sin embargo, un extraño escozor en los ojos y una enorme presión sobre su cuello le obligaron a mirarla: ¡era imposible resistirse!

—¡Aléjate de mí, maldita! —vociferó, rabiosamente, inundado de sudor y apretando sus dedos agarrotados en los bordes de la cama—. ¡Regresa a tu tumba, donde yo te deposité por segunda vez! ¡Estás muerta… Eres una proyección de mi mente… y te podré vencer si me lo propongo…!

Se repitieron las carcajadas burlonas, humillantes, que retumbaron en todos los ladrillos y baldosas, formando espirales de un sonido demoníaco que, durante unos segundos, pareció que nunca iba a desaparecer.

—¡Tardaste diez años en dar nombre a nuestra hija! ¿Por qué? ¡Estabas librando una batalla contra tu propia impotencia! ¿Quién te obligó a que la llamases Morella? ¡Contéstame si te atreves! ¡Contéstate a ti mismo, gusano!

Arthur ya no pudo aguantar ni un momento más aquel ataque despiadado. Se arrodilló en el suelo, destrozado, y empezó a suplicar:

—¡Por favor, márchate! Reconozco mi error al casarme contigo sin amor, y el desear tácitamente tu muerte. ¡Perdóname…! ¿Es que no te parece suficiente verme en este lamentable estado?

Las lágrimas del vencido se habían confundido con sus exclamaciones. Y cuando se quedó en silencio, comprobó que no parecía haber respuesta por parte de su enemiga. Mantuvo la cabeza agachada, sin incorporarse, y esperó el desenlace. Más tarde, buscó la imagen de Morella. La encontró en la pared, seria y pensativa… ¿Acaso la había convencido?

Todavía permanecieron unos segundos mirándose fijamente. De pronto, el rostro del espectro cambió de expresión y, nuevamente, compuso una terrible mueca irónica; al mismo tiempo, gritó:

—¡Cobarde! ¿Acaso creías que podías librarte de mí? Eres el más sibilino de los hombres… Un egoísta monstruoso que siempre ha pensado en su propio beneficio, sin importarle el daño que podía causar. Reconozco que todavía no has perdido tu habilidad, por lo que, durante unos instantes, casi has estado a punto de convencerme… ¡Pero tu representación no te ha servido de nada! ¡Y cómo te prometí en el lecho de muerte, al que me llevaste con tu desprecio y no queriendo mi salvación, me tendrás a tu lado… hasta que se consume tu total aniquilación!

Al escuchar estas terribles amenazas, la desesperación de Arthur llegó a tal punto, que comenzó a arrojar contra la alucinación todos los objetos que se hallaban a su alcance. Cuando ya no encontró ninguna otra arma para su arrebato demencial, se lanzó contra la pared, de la que ya había desaparecido la imagen de Morella, y golpeó sus puños contra los ladrillos, en un vano deseo de alcanzarla.

Organizó tan tremendo escándalo, al destrozarlo todo, que se hizo necesario que entraran dos enfermeros. Y tras muchos esfuerzos, lograron reducirle hasta colocarle la camisa de fuerza. Luego, le dejaron en el suelo, debido a que el camastro había quedado completamente deshecho de resultas del ataque furibundo que había desencadenado contra la culpable de sus desvaríos.

—¡No quiero verla! ¡Sé que continúa ahí… riéndose de mí…! ¡Atáquenla a ella… Fuera… Libérenme de su amenaza… o permítanme que me quite la vida…!

El hecho de que su voz siguiera evidenciando la explosión de locura, llevó a la pareja de vigilantes a amordazarle. Seguidamente, le inyectaron un calmante y le dejaron dormir unas horas.

A la mañana siguiente, en cuanto entraron con el desayuno, le encontraron en el suelo, pensativo y en calma. Pero no le liberaron de la camisa de fuerza, aunque sí le dejaron la boca sin tapaduras para poder alimentarle. Como esto pudieron realizarlo sin enfrentarse a ningún tipo de arrebato, se marcharon en busca del director.

—Sé que puede escucharme con toda su lucidez mental, míster Norden —dijo el responsable de la curación de aquel paciente que ofrecía el aspecto de un ser destruido—. Contésteme si mis palabras le llegan desde la lejanía o si se nota ajeno a mi presencia.

Arthur le miró con ojos acuosos, la boca torcida, despeinado y tan pálido como un cadáver. Pero terminó respondiendo en un susurro:

—Le oigo con toda claridad… Estoy muy cansado… Me duelen todos los huesos…

—Es lógico en una persona que acaba de sufrir un ataque de cólera. Quizá no sea el último. Amigo mío, con su decisión de combatir a Morella, se ha enfrentado a dos fuerzas antagónicas: la primera, se refiere a la esclavitud que le ha mantenido encadenado a las alucinaciones en las que aparece su esposa; y la segunda, afecta a la esperanza de que su mente había empezado a alimentar respecto a la recuperación de su equilibrio psíquico. ¿Alguna vez han dejado de cumplirse las promesas que yo le he venido haciendo?

—Nunca… Confío en usted, director… ¡Ayúdeme!

—Eso es lo que he pretendido desde que usted ingresó en este establecimiento. Tranquilícese. A medida que vaya progresando nuestro experimento, esas fuerzas de que le he hablado irán creciendo, y llegarán a oponerle una mayor resistencia que esta última noche… ¿Se encuentra dispuesto a conocer al caballero del que le hablé?

—¿Se refiere al que sufre alucinaciones similares a las mías?

—En efecto. Ya ve cómo su cerebro funciona perfectamente. —El director hizo una seña a los enfermeros, con el fin de que quitasen al paciente la camisa de fuerza; luego, prosiguió—: Ahora vaya a arreglarse, para que esté presentable en el momento que se encuentre con su compañero.

En aquel instante, Arthur se dio cuenta de que sus manos se hallaban completamente desolladas. Y la violencia del combate permanente que venía librando frente al espectro de su esposa, le convenció de que la necesidad de salvarse de la locura era consustancial con sus anhelos vitales.

En cuanto consideró que se hallaba restablecido, se vistió con otras ropas y abandonó la habitación-celda. Le acompañaban los dos enfermeros. Y a lo largo de aquellos minutos, su curiosidad fue ligeramente motivada por la tranquilidad y el orden que evidenciaban los largos pasillos que estaban recorriendo. Pero, al llegar ante la puerta de una estancia situada al otro lado del manicomio, le detuvo un amago de intranquilidad, acaso porque siempre le habían fastidiado los espejos: ¿no le estaban proponiendo que encontrase el sendero de su recuperación «mirándose» y escuchando a otro paciente al que se le consideraba «su igual»?

La discreta presión en su espalda de las manos de uno de los enfermeros, le decidió a entrar en aquel escenario, cuyas características eran muy distintas a las que él había venido ocupando durante los dos últimos años. En realidad, eran dos celdas, divididas por una pared central compuesta de dos filas de barrotes. Así se podía asegurar la comunicación verbal y emotiva, sin que se produjera el enfrentamiento físico, violento, que daría al traste con todas las posibilidades de curación. Las paredes y el suelo se hallaban cubiertos por un material acolchado, para impedir que los pacientes se dañaran al caer en alguno de sus frecuentes ataques epilépticos. Y las ventanas situadas a una altura considerable, eran mayores que la de su encierro anterior, y ofrecían las ventajas de dejar entrar a raudales los rayos reconfortantes del sol.

Repentinamente, acusó una morbosa curiosidad por conocer al caballero con el que se le había obligado a compartir su locura. No tardó mucho tiempo en ver satisfecho su vivo deseo. La puerta de la estancia contigua fue abierta, dando paso a un hombre bien vestido y mucho más joven que él, de gran estatura, extremada palidez, casi propia de un agonizante, muy delgado y de maneras pausadas. En su rostro destacaba, como primer motivo de interés, unos ojos hundidos rodeados de ojeras, y el hecho de que la piel de sus mejillas, parietales y mentón se vieran marcadas por unas cicatrices, extrañas y profundas, que parecían haber sido causadas por las garras afiladas de una bestia asesina, acaso un león o una pantera, que le daban un siniestro aspecto.

En cuanto este personaje llegó al fondo de su habitación, se volvió y dedicó una tenue sonrisa a Arthur, consiguiendo que su iniciativa no pasara de ser una mueca estúpida. Pero esta fue su única intentona de comunicación, porque se mantuvo en silencio, acostado o sentado en su camastro a lo largo de toda una semana. Los enfermeros debían invitarle a que se aseara, y en las comidas se limitaba a picotear en los platos y a beber mucha agua. Su sed era algo muy singular por resultar casi obsesiva.

Y cuando Arthur se disponía a iniciar el primer diálogo junto a la doble fila de barrotes, se vio atacado por la aparición de Morella.

—¿Tan ilusa ha llegado a ser tu mente que te ha llevado a suponer que te habías librado de la hija del infierno y la muerte? —preguntó la alucinación, envolviendo cada una de sus palabras con una tromba de carcajadas—. ¡Vives sumergido en un terror perdurable porque yo así lo he deseado! ¡Miserable intelectual, rata de cloaca, nunca conseguirás arrancarme de tu cerebro! ¡Nunca!

—¡Déjame en paz, arpía! ¡No eres real, vete! ¡Yo no soy tu esclavo! ¡Conseguiré como sea que desaparezcas de mi mente!

La burla del fantasma que se proyectaba en la pared, rodeado de un deslumbrante círculo de luz, creció en volumen sonoro y se transformó en unas heridas mentales, tan dolorosas que Arthur se desplomó en el suelo, contorsionándose bajo un ataque nervioso. Su inmensa protesta terminó materializándose en una baba de saliva y mucosidad.

Este ataque se repitió sucesivamente, dos veces por día y durante unas tres semanas. No obstante, en los momentos de calma, maniatado con la camisa de fuerza y con la boca sellada con una fuerte mordaza, Arthur pudo comprobar que su vecino de habitación se hallaba a merced de similares ataques, porque, al no ser coincidentes con los suyos, le era posible contemplar una serie de reacciones, unidas a unos gritos, aullidos, golpes y convulsiones que terminó por deducir que eran idénticos a los que a él le atormentaban.

Así hizo eco en su cerebro el anuncio del director del manicomio: «A medida que vaya progresando nuestro experimento, esas fuerzas de que le he hablado irán creciendo, y llegarán a oponerle una mayor resistencia que esta última noche…».

No había duda de que se hallaban, aquel caballero y él mismo, soportando la etapa de horrores que se le pudo anticipar. Por eso se concentró en llenar su mente de operaciones matemáticas, de canciones infantiles y de sonsonetes monocordes tendentes a sumirle en una especie de letargo. Hasta que encontró el recurso de la oración. Nunca había sido un creyente, aunque sí estaba bautizado, lo mismo que su hija —«¡no quiero pensar en ella, porque es la reencarnación de Morella, su madre!»—; y en su vida todos los momentos importantes contaban con el respaldo religioso que imponía la sociedad en la que se habían desarrollado sus actividades profesionales.

Al cabo de un tiempo prudencial, empezó a creer que había alejado de sus pesadillas al fantasma de su esposa. Y una mañana que, por singular coincidencia, encontró a su compañero de habitación muy tranquilo, se atrevió a decirle:

—Mi nombre es Arthur S. Norden, soy filósofo y naturalista, y me encuentro aquí por haber sufrido el ataque de una mujer despiadada.

Siguió contando su historia de una forma pausada, emocionándose en algunos pasajes y sin contener su cólera en otros, hasta que, al finalizar, formuló la lógica invitación:

—¿Por qué no me confía el motivo de sus sufrimientos? Entiendo que, a usted, como me ha sucedido a mí en las cuatro semanas que llevamos compartiendo esta habitación doble, no le habrán pasado por alto que la coincidencia de nuestras reacciones es tan exacta, que se diría que nuestros enemigos son hermanos gemelos… ¿Qué responde a mi proposición, compañero?

Aquel hombre le miró fijamente y, después de unos segundos de indecisión, preguntó con un susurro:

—¿Por qué he de contarle mi vida cuando siempre he sido un devoto de la meditación, un voyeur de la atención pasiva? Una simple sombra o el aroma de una flor servían para entregarme, por espacio de muchas horas, a un soliloquio de cavilaciones que me conducían inevitablemente a la morbosidad y al horror… ¡Basta, he hablado demasiado! Seguro que «ella» estará disgustada por esta predisposición mía a aceptar la invitación del diálogo, ¡cuando me lo tiene prohibido!

—¿Cree posible llegar a sufrir mayor terror del que he venido yo soportando, compañero? Más de dos años llevo sumido en la inanición física y mental, como imagino que le habrá ocurrido a usted. La locura me ha abrazado en estos últimos años, pero me cabe la satisfacción de asegurar que no he sido poseído definitivamente por esa tiranía mental. Esta lucidez actual que puede advertir, tan distinta a mi reciente existencia de vegetal humano, me conduce a pedir su colaboración. Quiero sobrevivir. Ya he superado una larga etapa en la que el suicidio me parecía la única vía de escape frente a mis sufrimientos.

Todos estos razonamientos no fueron suficientes, en aquel momento; pero, al igual que el persistente ataque del ariete acaba por derribar el portón más sólido, la voluntad de aquel ser cadavérico se resquebrajó, quizá porque su antigua tendencia a la meditación le había llevado a aceptar un experimento que no le imponía una actividad corporal.

—Mi nombre de pila es Egaeus, provengo de una raza de visionarios y el entorno donde me eduqué se hallaba preñado de una melancolía contagiosa, de una invitación a la quietud, a la reflexión y al rechazo de la actividad física —comenzó a decir, en un tono de voz más bien bajo, que no dejaba vislumbrar ningún tipo de pasión, como si las consecuencias de sus actos ya las hubiera asumido, por lo que no le atemorizaban—. En ciertos momentos he lamentado el encierro a que me condujo mi personalidad: mientras que cualquier otro jovencito de mi edad era una ballesta proyectada por la elasticidad de los músculos en desarrollo, yo aprendí enseguida a leer y meditar, con el único propósito de familiarizarme con la enorme cantidad de libros que sobrecargaban los estantes de la biblioteca familiar. De esta forma, se produjo en mí como una especie de paralización: la realidad me parecía una ensoñación, a la vez que todo lo imaginado cobraba un obsesivo protagonismo…

» No sé decirle cuando advertí conscientemente la presencia de Berenice. Éramos primos y compartíamos la misma casa; sin embargo, ella obedecía a las tendencias más naturales de la raza humana: vitalidad, osadía y curiosidad, todo lo cual le empujaba fuera de la mansión. Quiero recordarla, las veces que sus silencios, tan escasos, me invitaban a observarla, siempre con las mejillas enrojecidas por una salud pletórica, con los ojos vivarachos y alegres, con sus cabellos largos y siempre libres de moños y coletas, y tan llena de vida… ¡Berenice! ¡Sílfide superior a cualquiera de los dibujos que las representan formando cenefas en algunos de los libros que yo había leído en mi juventud, o en esas otras que se convertían en el impulso romántico de los príncipes heroicos de las leyendas y fantasías imaginadas por los antiguos!

» Esto es lo único que puedo contarle de Berenice cuando se hallaba tan distante de mis aficiones. Sin embargo, en el momento que ella se vio aquejada por una fatal enfermedad, que la devoró de una manera progresiva, irreparable, me sentí invitado a convertirla en el motivo de mi interés. Todo en su persona cambiaba: la vitalidad se hizo reposo, su tez rosada se volvió más blanca que la cera, sus risas dieron paso a una respiración jadeante y sus gritos de júbilo fueron ahogados por sollozos y gemidos.

» Además de todas las anomalías físicas que le he enumerado, Berenice empezó a verse asaltada por unos ataques de epilepsia, que llegaban a ser tan prolongados e intensivos que, algunas veces, degeneraban en unos terroríficos estados de catalepsia. Las dos primeras veces se llegó a instalar la capilla mortuoria, y se cubrió de luto toda la casa. Pero, inesperadamente y siempre de una forma violenta, retornaba a la vida, dejando a todos sus familiares sin saber si se hallaban ante un fantasma o una resurrección milagrosa. La explicación médica terminó consiguiendo que fuesen aceptadas estas detenciones de sus mecanismos vitales, aunque no se comprendieran…

» Por otra parte, mi enfermedad se iba transformando en una monomanía por la meditación prolongada. Los motivos más insignificantes, según la valoración de las gentes normales, me empujaban a morbosas deducciones, que finalizaban con un interés sobrenatural por el objeto que había provocado mi interés primitivo. No sé si usted me entenderá… Quizá le resulte de más fácil comprensión, si le digo que los escasos objetos o hechos que provocaban mi atención, acababan por generar una obsesiva necesidad de posesión mental. Al mismo tiempo, mis lecturas actuaban de cultivo de todas mis inclinaciones perversas: si por un lado las alteraciones de la constitución física de Berenice me producían una gran piedad, por otro me enamoré de su desgracia, debido a que mi pasión provenía de la inteligencia y no de los sentimientos. La veía como la protagonista de un sueño, idéntica a una abstracción y merecedora de mis especulaciones mentales. Y así le fui proponiendo el matrimonio, seguro de que me aceptaría, porque ella llevaba mucho tiempo deseándolo.

» Recuerdo que una tarde de invierno, cuando se hallaba muy cercana la fecha de nuestras nupcias, me encontraba sentado en el gabinete interior de la biblioteca. De pronto, levanté los ojos y encontré, ante mí, a Berenice… ¿Qué influencias atmosféricas, ambientales y psíquicas actuaron sobre mi voluntad? No sabría contestarle. Ella permanecía callada, y por nada del mundo me hubiese atrevido yo a romper el silencio que nos rodeaba. Sentí que un escalofrío de hielo recorría todo mi ser, y cómo me oprimía una angustiosa combinación de ansiedad y de curiosidad…

» Por eso me recliné en el asiento, apoyé mis manos en la mesa escritorio y me quedé contemplándola, igual que si la estuviera viendo por primera vez: su delgadez resultaba excesiva, su frente muy alta, su cabello anteriormente de una tonalidad azabache se había vuelto de un rubio reluciente, sus ojos carecían de brillo y parecían haberse desprovisto de las pupilas, y sus labios finos y contraídos semejaban… ¡De pronto, se entreabrieron para formar una sonrisa extraña! ¿Por qué me dejaría Berenice ver sus dientes?

» El golpe de una puerta me distrajo unos instantes y, al levantar la cabeza, advertí que ella acababa de abandonar la biblioteca… ¡Dejándome el espectro de sus dientes! ¡La belleza de su esmalte, la inmaculada blancura y la perfección de su simetría me obsesionaron! ¡Me sentí dominado por mi monomanía y, aunque luché contra su irresistible influencia, lo único que conseguí fue que los dientes de Berenice me enloqueciesen! ¡Los deseé con una pasión frenética! ¡Ya nada me importaba, porque el objetivo que acababa de encontrar se me hizo demencialmente prioritario!».

Egaeus guardó silencio. Estaba excitado, sin que ello alterase demasiado sus facciones, y en sus manos se evidenciaba un leve temblor; mientras, su mirada se hallaba perdida en un rincón de la estancia. Arthur le escuchaba atentamente, completamente absorto en aquella historia que presentaba tantos puntos de contacto con la suya.

—Los dientes se me hicieron la única realidad presente ante mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a palpitar sobre mi codicia, porque constituían la esencia de mi vida intelectual. Me seguían por todas partes. Me estremecía al asignarles un poder sensible y consciente… ¡Llegué a codiciarlos locamente! ¡Y esta obsesión me destruyó: su posesión era lo único que podía devolverme la paz que se me había arrebatado en el mismo instante que los contemplé!

» Dos días permanecí encerrado en la biblioteca, advirtiendo ansiosamente la llegada de las sombras y de las luces. Porque mi monomanía había alcanzado su cima: valoré los dientes desde todas las perspectivas, metafísicas y sobrenaturales. Y luego de tan prolongadas disquisiciones, inmóvil, el fantasma de la dentadura de Berenice me esclavizó hasta convertirme en una especie de autómata… ¿Seguí allí durante todo aquel tiempo?

» Repentinamente, irrumpió en mi modorra un grito, y luego, tras una pausa, el sonido de un tropel de voces turbadas, mezcladas con sordos lamentos. Realizando un gran esfuerzo conseguí incorporarme en mi asiento, y me encontré con un criado deshecho en lágrimas…

» —¡La señora ha muerto…! —susurró con voz quebrada—. Sufrió un ataque de epilepsia… Llamamos al médico, como el señor nos tiene ordenado. Pero esta vez era la definitiva.»

Una marioneta hubiese reaccionado con más pasión que la expresada por mi conducta siguiente. ¿Acaso la noticia me demolió anímicamente? Terminé por enterarme de que el fallecimiento de Berenice se había producido aquella misma madrugada y que ya se estaban iniciando los preparativos del entierro. Dirigí todas las ceremonias, hasta que la tumba quedó cubierta por la arcilla que formaba el suelo de nuestro jardín.

» Luego, me encerré en la biblioteca, donde me sorprendió la llegada de la noche. De nuevo volví a perder la noción de la realidad; pero mi mente se llenó de horror, que acaso debería calificar de terror por su ambigüedad. Supuso una página atroz de mis experiencias, escrita en su totalidad con los recuerdos más tenebrosos y alucinantes. Intenté luchar para descifrarlos; sin embargo, mis esfuerzos fueron vanos… ¡Mientras tanto, una y otra vez, igual que el espíritu de un sonido ausente, un grito de mujer, agudo y penetrante, no cesaba de sonar en mis oídos, yo había hecho algo! ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los ecos susurrantes del aposento me respondieron: “¿Qué era?”

» En la mesa-escritorio, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de peculiar. Pero ¿cómo se encontraba allí, y por qué yo me estremecía al contemplarla? Sabía que pertenecía al médico de la familia… ¿Es que este me la había prestado?

» Vencí las dudas diciéndome que me estaba deteniendo en algo insignificante. No obstante, en aquel momento, escuché una débil llamada en la puerta. Me sobresalté más de lo habitual; y ante la insistencia de los golpes, debí tragar saliva para conseguir formular la autorización verbal.

» Entró un criado andando de puntillas, embargado por el terror y hablándome con voz ronca, trémula y ahogada… ¿Qué me contó? Escuché algunas frases entrecortadas: un salvaje aullido que había alterado el silencio nocturno, la reacción de la servidumbre al buscar las causas del sonido, y el hallazgo de la tumba violada, el ataúd abierto, el rostro del cadáver de Berenice desfigurado, sin mortaja, y que todavía respiraba, todavía palpitaba, todavía vivía…

» Aquel hombre se fijó en mis ropas, y se atrevió a indicarme que estaban manchadas de barro y de sangre coagulada. No le respondí. Tampoco rechacé la presión de sus manos, cuando examinó mi diestra: tenía heridas recientes originadas por uñas humanas. Luego, su interés se centró en un objeto que se encontraba en la pared, y me vi forzado a seguir su mirada: era una pala…

» Súbitamente, liberando un alarido, actué con un dinamismo insólito en mí. Cogí la cajita, intenté abrirla y no pude conseguirlo.

» Las manos me temblaban. Por eso se me cayó al suelo, donde se hizo pedazos, mezclándose con treinta y dos objetos blancos, pequeños y marfileños, que se esparcieron por el suelo…

» Quizá a usted le pueda resultar muy fácil acusarme de ese crimen, porque Berenice falleció por culpa de la enorme cantidad de sangre que perdió con la extracción de todos sus clientes… ¿Cómo he de achacarme algo que no recuerdo? Durante los tres años y cinco meses que llevo en este manicomio, “ella” ha venido atormentándome con su presencia; un fantasma desdentado, riente y acechando permanentemente un desenlace que yo siempre he creído cercano…

» Esta es mi historia, míster Norden. Ahora quisiera volver a escuchar la suya de una forma más exacta. Cuando usted me la confió, pretendiendo invitarme a que le imitase, yo no me encontraba en la mejor situación para obtener esas ventajas que nos anunció el director… ¡Porque la curación me permitirá volver ante la tumba, donde Berenice espera que yo le devuelva sus dientes!».

Arthur se compadeció de su compañero, pues entendió que jamás podría conseguir recuperar la lucidez mental. La narración que acababa de escuchar le sumió en un mar de confusiones, sin impedirle entender que su pecado era inferior al de aquel desdichado. Pero como permaneció callado, Egaeus le volvió a suplicar que le refiriese sus experiencias.

—A Morella la conocí hace años —empezó a contar Arthur sin ningún temor—. Al principio, fuimos amigos, y yo sentía hacia ella el fuego de una pasión alimentada por la sorpresa y la curiosidad, pero nunca por Eros. Esto no impidió que nos casáramos. Desde el primer momento de nuestra unión, me convertí en su discípulo, porque Morella leía libros tenebrosos, todos relacionados con la muerte y la pérdida de la identidad humana. Su erudición era profunda y su espíritu gigantesco.

» Me abandoné sin reservas a la dirección de mi esposa. Pero entonces, escudriñando páginas prohibidas, comencé a sentir que un aliento aborrecible se encendía dentro de mí. Frente a mi debilidad, ella me reconfortaba posando su fría diestra en mis manos y con la música de su voz. Hasta que, al fin, el mensaje que me comunicaba se inundó de terror, una sombra cayó sobre mi alma y comencé a temblar frente a aquellas entonaciones sobrenaturales.

» Llegó un momento que el misterio de la naturaleza de Morella me oprimió como un maleficio. Me vi imposibilitado para soportar el contacto de sus dedos pálidos y el resplandor de sus ojos melancólicos. Ella advertía mi repulsión, pero jamás me lo reprochó durante aquella época. Parecía consciente de mi locura…

» Ignoro en qué momento advertí que mi mujer languidecía paulatinamente: una mancha carmesí se fijó en sus mejillas y las venas azules de su blanquísima frente se agrandaron. De nuevo me encontré enfrentado a dos emociones opuestas: la compasión y el vértigo de quien hunde la mirada en un abismo lúgubre, que era ése que me ofrecían los ojos de Morella… ¿Podrá creerme usted si le digo que empecé a alimentar un deseo voraz de asistir a su muerte? La enfermedad que la consumía avanzaba lentamente, cubriendo semanas y meses de espera, por lo que yo terminé enfureciéndome por el retraso de un desenlace que se me debía. ¡Con el instinto de un diablo maldije esa tediosa prolongación!

» Una tarde de otoño, Morella me llamó a la cabecera de su cama. Entonces cubría la tierra una espesa niebla, ascendía un cálido resplandor desde las aguas, y entre el follaje de octubre había caído del cielo el arco iris.

» —Este es el día elegido para vivir o morir —me dijo, acumulando en su voz un mayor misterio del que yo había podido sentir jamás en cualquiera de sus manifestaciones—. ¡Ah, el más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte! Me muero, y sin embargo viviré… Nunca existieron los días en que hubieras podido amarme; pero aquella a quien en vida aborreciste, será adorada por ti en la muerte… Acepto que hay en mi interior ese afecto —¡cuán miserable! — que sentiste por mí, Morella. Y cuando mi espíritu parta, vivirá tu hijo y el mío, el de Morella. Desde ese momento, tus días serán de un dolor perdurable. Porque las horas de tu dicha ya han finalizado. Se acabó tu juego voluble con el tiempo, ¡ya que me llevarás por la tierra como un sudario!

» Quise interrogarla sobre esas amenazas; sin embargo, ella volvió la cabeza sobre la almohada, un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo y expiró. Ya no oí más su voz.

» Pero, como me había anunciado, su hija —a la que dio a luz momentos antes de expirar— comenzó a acusar los síntomas de la vida en el mismo instante que ella falleció. Su semilla creció en talla e inteligencia, durante los años siguientes. Mientras, yo comprobaba que cada vez se parecía más a su madre, lo que no me impidió amarla con una pasión que jamás pude creer que fuera a sentir por un ser humano.

» No obstante, terminó por oscurecerse este afecto, hasta que se tornó en tristeza y horror, porque en la conducta de la niña yo veía, cada vez más palpablemente, las teorías sobrecogedoras de la difunta Morella.

» Como llegó a ser tanta la incertidumbre, alejé de la curiosidad del mundo a mi hija. Y sumido en la soledad, me concentré en la adoración que la profesaba. A la vez, con el paso de los años, iba haciéndose más patente la similitud entre la niña y su madre, por lo que su aspecto me resultaba espantosamente perturbador. La identidad de ambas era demasiado perfecta, y los ojos, nada infantiles, escrutaban en el interior de mi cerebro como antes lo había hecho Morella.

» Así transcurrieron dos lustros de la vida de mi hija, y yo no le había dado un nombre. Tampoco le había hablado de su madre. Esto no supuso ningún obstáculo para que, llegado el momento en que la necesidad de que la niña dispusiera de un nombre se hizo una obsesión insufrible, yo eligiese el de Morella. Vacilé ante la pila bautismal, pero terminé por aceptarlo debido a que otra voluntad, más poderosa e infernal que la mía, era la que impulsaba esta decisión.

»Por aquellas fechas no supe las causas de mi decisión, pero hoy, después de haber sido acosado a lo largo de cuatro años por un fantasma despiadado, acepto que un engendro me incitó a musitar ese nombre, a pesar de que su simple sonido conseguía que afluyesen torrentes de sangre de las sienes a mi corazón… ¡Ahora comprendo por qué las facciones de mi hija se cubrieron con el velo de la muerte en el instante que el sacerdote pronunció el nombre de Morella, y por qué se hincó de rodillas, levanté sus ojos al cielo y exclamé: “¡Aquí estoy!”

» Precisas, fríamente, cayeron esas palabras en mis oídos como plomo derretido y rodaron estruendosamente por mi cerebro… ¡Los años habrán podido transcurrir, pero el recuerdo imborrable de aquel momento jamás morirá! Desde aquel suceso, perdí la noción del tiempo y del espacio, y las estrellas de mi destino se apagaron en el cielo. La realidad para mí se transformó en una continuo vagar de sombras, entre las cuales yo solo podía distinguir las de una mujer dominadora, terriblemente satánica: Morella.

» Al poco tiempo, ella murió, y en mis propios brazos la llevé a la tumba… ¡Y cómo retumbaron mis carcajadas al encontrarme el ataúd vacío, sin huellas de la primera Morella, cuando iba a depositar a la segunda!

» A partir de entonces el espectro de Morella me ha venido acosando, siendo mi permanente acompañante en este manicomio… La verdad, amigo mío, es que mi pecado no fue superior al suyo. Pues yo me limité a desear algo que nunca llevé a la realidad, y por lo que he sufrido una penitencia superior al daño causado, mientras que usted lo llevó a la práctica, aunque fuese de una manera inconsciente…».

Con las últimas palabras que acababa de escuchar, Egaeus alzó la mirada hacia el techo, se mesó los cabellos, palpó las cicatrices de su rostro y susurró con un acento escalofriante:

—Yo fui un asesino, mientras que usted solo repudió al demonio que se le había introducido en la mente a través del contacto con su esposa… Fíjese en su propio cuerpo y en el mío: el fantasma de Morella no le ha causado ningún daño físico porque es muy distinto al de Berenice… ¡Las uñas de esta rastrean mi cuerpo, abren mi piel y únicamente ansían recuperar los dientes que le arrebaté!

Entonces aquel desdichado comenzó a aullar, a golpearse contra los barrotes y a maldecir. Sintiéndose cada vez más enfurecido, porque la atención que le dedicaba su compañero de celda era la de un espectador impasible que asiste a una representación teatral que le es totalmente ajena.

Aquella misma noche, después de que los enfermeros creyeron haberle dejado totalmente drogado, Egaeus tuvo que encontrar fuerzas en alguna zona sobrenatural de su mente, ya que por la mañana se le encontró colgado de los barrotes de la ventana.

Lo singular es que esta tragedia no pareció afectar al otro paciente, pues inició una mejoría paulatina. Las apariciones de Morella se fueron diluyendo, hasta el punto de que, un año más tarde, se le pudo dar de alta.

Sentado en la berlina, Arthur S. Norden devolvió sus recuerdos al presente, se recostó en el asiento y dedicó una sonrisa melancólica a aquel desdichado sin cuyas confidencias él no se hubiera curado.

«En un mundo que ya comienza a aceptar las teorías darwinianas de la evolución, es lógico que solo sobrevivan los más aptos. El pobre Egaeus era demasiado vulnerable», se dijo, con cierto alivio.

—¡Ya hemos llegado a la estación, míster Norden! —escuchó la voz del cochero.

Seguidamente, pagó el recorrido, recogió el maletín, que constituía su único equipaje y se dirigió a la ventanilla. Compró un billete para Londres, y poco tuvo que esperar en el andén. La meticulosidad de la burocracia del manicomio siempre conseguía estos pequeños milagros, acaso para que los ex pacientes pudiesen olvidar, lo más rápidamente posible, que, durante una temporada, más o menos larga, habían permanecido recluidos en un lugar de cuyo hospedaje nadie acostumbraba a presumir.

Cuando Arthur penetró en su departamento del vagón de primera clase, comprobó que iba a viajar solo. Al instante, el tren se puso en marcha. Y unos pocos minutos después, nada más atravesar un túnel bastante largo, pudo comprobar que dos mujeres se hallaban sentadas frente a él: ¡una era Morella, más tiránica que nunca en su actitud y en su mirada y la otra era una joven desconocida, que le sonreía, mostrándole sus encías sangrantes, porque le faltaban todos los dientes!

En aquel mismo instante, el potente silbido de la locomotora ahogó el incontenible alarido de terror de Arthur…