El cortador de cañas, de Junichiro Tanizaki

¡Qué desdichado soy sin ti, cortando cañas!
La vida en la bahía de Naniwa se me hace cada vez más dura.

Fue en un mes de septiembre; yo vivía aún en Okamoto. Hacía un tiempo espléndido, y una tarde —en realidad acababan de dar las tres— sentí de pronto ganas de ir a algún sitio. La hora era avanzada para ir muy lejos, pero los alrededores ya los conocía; tiene que haber, pensé, algún lugar oscuro y olvidado donde se pueda ir dando un paseo y volver en dos o tres horas. Entonces me acordé del santuario de Minase, al que tenía intención de ir y hasta entonces no había podido. El santuario de Minase está en el lugar que en otro tiempo ocupó el palacio de recreo del emperador retirado Gotoba. El primer capítulo del Espejo superior lo describe así:

Su Majestad restauró los palacios de Toba y Shirakawa y residía en ellos habitualmente, pero más tarde edificó una amenísima residencia en un paraje llamado Minase, a la que viajaba a menudo para disfrutar de las flores y el follaje en primavera y otoño, y donde se regalaba a su antojo con diversiones que eran muy comentadas. La dilatada vista sobre el río que se dominaba desde el lugar era hermosa por demás. En la época Genkyū, Su Majestad convocó un certamen de poemas en chino y en japonés, y una de las piezas sobresalientes fue ésta:

La neblina primaveral al pie de la montaña vela el río Minase:
¿Por qué han de ser preferibles las tardes de otoño?

Las galerías y pasarelas cubiertas que hizo construir eran extensas, bellas y elegantes. La disposición de las rocas en la cascada del montecillo alzado frente al palacio, en el jardín las ramas entrelazadas de los pequeños pinos y los árboles de montaña cubiertos de musgo, realmente lo convertían en una mansión digna de florecer siglos y siglos. Una vez que estuvo acabado el jardín, Su Majestad ofreció un concierto para muchos invitados, al término del cual el consejero medio Teika (que entonces era todavía de bajo rango) presentó estos versos:

No envejecido por sus primeros mil años,
El joven pino de la cumbre jura lealtad a mi señor.
Las aguas que en tiempo de mi señor desviamos por el jardín
Discurren sobre mil peñas, mil reinados.

De ese modo Su Majestad pasaba buena parte de la estación de las flores y de la estación de las hojas en el palacio de Minase, acompañado por los sonidos del koto y de la flauta y gozando de toda clase de entretenimientos.

Desde que hace muchos años leí por primera vez El espejo superior pensaba yo en el palacio de Minase. Me gustaba mucho el poema del emperador retirado: «La bruma primaveral al pie de la montaña vela el río Minase: / ¿Por qué han de ser preferibles las tardes de otoño?». Muchas otras composiciones suyas, como el poema sobre la bahía de Akashi, «La barca del pescador entra bogando en la neblina», y «Yo soy el nuevo guardián de la isla», sobre la isla de Oki, me gustaban también y me venían a la memoria con frecuencia; pero anhelaba la vista cálida y encantadora del curso alto del río Minase que imaginaba al recitar ese poema en particular. Antes de conocer la geografía de la región de Kansai no me molesté en localizar el lugar exacto, aunque me figuraba que Minase estaría en los alrededores de Kioto; pero desde hacía poco sabía que el palacio había estado cerca de la divisoria entre las provincias de Yamashiro y Settsu, a orillas del río Yodo y a un kilómetro de la estación de Yamazaki, y que allí se alzaba todavía un santuario dedicado al emperador retirado Gotoba. Era buena hora para hacer una excursión al santuario de Minase. Podía ir directamente a Yamazaki en el tren de vapor, pero aún sería más fácil tomar la línea eléctrica Hankyū y cambiar a la línea Nueva Keihan. Más aún: era el día quince del octavo mes según el calendario antiguo, y a la vuelta podría gozar de la vista de la luna llena desde las orillas del Yodo. Con esa idea me puse en marcha, solo y sin decir dónde iba, ya que no era un plan aconsejable para llevar a mujeres y niños.

Yamazaki está en la provincia de Yamashiro, distrito de Otokuni, y Minase en la de Settsu, distrito de Mishima. Tomando la línea Nueva Keihan de Osaka a Ōyamazaki se cruza el límite de Settsu con Yamashiro, y luego hay que volverlo a cruzar para retroceder hasta el sitio del palacio. Sólo en otra ocasión había estado yo en Yamazaki, paseando por los alrededores de la estación de la línea Nacional; esa tarde era la primera vez que me aventuraba a pie por la carretera de las Provincias Occidentales, en dirección al oeste. A poca distancia se bifurca, y junto al ramal derecho hay un mojón con una inscripción antigua que marca el camino de Akutagawa a Itami por Ikeda. Pensando en las descripciones de las batallas de Araki Murashige e Ikeda Shōnyūsai en la Crónica de Nobunaga, recordé que aquellos generales de la época de los Estados Combatientes actuaron en una franja de territorio que unía Itami, Akutagawa y Yamazaki. Antiguamente, pues, aquél tuvo que ser el camino principal; la vía sinuosa que yo seguía a lo largo del Yodo sería útil para la navegación, pero probablemente poco apropiada para viajar por tierra, porque atravesaba muchos lugares pantanosos y cañaverales. Tenía yo idea, por cierto, de que el transbordador de Eguchi no quedaba lejos de las vías que me acababan de llevar hasta allí. Hoy Eguchi forma parte del Gran Osaka, y con la expansión de Kioto el año pasado Yamazaki ha quedado absorbida por la metrópoli; pero debido a su clima la zona comprendida entre Kioto y Osaka no ha corrido la misma suerte que la que se extiende de Osaka a Kobe. Como no parece que de momento vayan a desarrollarse en ella «ciudades rústicas» ni «urbanizaciones culturales», puede ser que conserve todavía por algún tiempo su aspecto de páramo. Antiguamente sería aún más inhóspita que ahora; en El tesoro de los vasallos leales se dice que el camino estaba infestado de jabalíes y bandoleros, y todavía hoy las casitas que bordean la carretera, con sus techos de paja, parecen cosa de tiempos remotos para la vista acostumbrada a los pueblos de aspecto occidental que se suceden a lo largo de la línea Hankyū. Fue aquí donde Sugawara Michizane abrazó el budismo camino del destierro —«Afligido por un castigo sin razón, se tonsuró en Yamazaki», dice El gran espejo—, y aquí donde compuso el famoso poema que comienza: «Las copas de los árboles donde tú vives». Se trata, pues, de un antiquísimo camino de postas. Es muy posible que Yamazaki fuera ya estación de posta cuando se construyó la capital Heian. Sobre aquellas cosas iba yo rumiando mientras marchaba por la carretera y examinaba cada una de las casas, que en la sombra de sus aleros parecían guardar algo del aire del shogunato.

Pasé un puente sobre un río que tenía que ser el Minase, y luego de caminar otro poco abandoné la carretera y torcí a la izquierda para llegar al sitio del palacio. Allí se alza ahora un santuario nacional en memoria de Gotoba, Tsuchimikado y Juntoku, los tres emperadores que conocieron el mismo trágico destino en la guerra de Jōkyū; pero ni el parque ni los edificios son particularmente dignos de nota en una región rica en espléndidos santuarios y templos budistas. Aun así me dejé conmover por cada árbol y cada piedra, recordando lo que antes he citado del Espejo superior y pensando en aquellos cortesanos de los primeros tiempos de la era Kamakura que celebraban las estaciones con banquetes en aquel mismo lugar. Me senté al borde del camino para fumar un cigarrillo, y después recorrí el parque, que no era demasiado extenso. Aunque no distaba mucho de la carretera, formaba como un islote acogedor, apacible y retirado, detrás de un puñado de casas de labranza en cuyos toscos vallados florecían toda clase de plantas otoñales. No era posible que el palacio del emperador retirado Gotoba ocupara un terreno tan reducido; tuvo que llegar hasta la orilla del río Minase, que yo acababa de dejar atrás. Sería allí, sentado en un pabellón al borde del agua o paseando por el jardín, donde el emperador retirado, volviendo la mirada aguas arriba, pondría en palabras su emoción ante la bruma primaveral al pie de la montaña que velaba el río Minase.

Cierto día de verano Su Majestad se trasladó al pabellón de pesca del palacio de Minase. Estando allí en compañía de algunos jóvenes nobles y cortesanos, mandó servir agua helada, gachas de arroz frías y otros manjares. Cuando empezaron a beber dijo: ¡Qué maravillosa mujer fue Murasaki Shikibu! Su Historia de Genji es francamente extraordinaria. El hijo de Genji y sus compañeros le aderezan truchas de un riachuelo cercano y percas del río Katsura. ¿Habría hoy quien cocinara así? Un oficial de la guardia llamado Hata estaba de servicio al pie de la balaustrada, y oyó aquellas palabras de Su Majestad. Entonces lavó en agua fría un poco de arroz blanco, esparció los granos sobre unas hojas de bambú enano arrancadas de la orilla del lago y se las ofreció al emperador retirado. ¡Ya entiendo…! ¡Al levantarlo se deshará! Tampoco esto es pequeño esfuerzo, dijo Su Majestad, y despojándose de una de sus túnicas se la regaló al oficial. No era infrecuente aquella clase de festines.

Relacionando ese pasaje con lo que me rodeaba, pensé que el lago del pabellón de pesca tenía que tener comunicación con el Minase. Y hacia el sur, probablemente a unos centenares de metros por detrás del santuario, discurre el río Yodo. Desde allí no se veía, pero en su otra orilla la cumbre del boscoso monte Otoko parecía suspendida encima de mí, como si no nos separase la corriente de un gran río. Alcé la vista a aquella umbría montaña del Iwashimizu, y luego a la cima del monte Tennō, que se alzaba enfrente, al norte del santuario. Cuando venía andando por la carretera no me había fijado, pero al mirar entonces en todas direcciones me di cuenta de que el valle era como la base de un caldero, y los montes por el norte y por el sur como biombos que delimitaban el cielo. Estudiando la posición de los montes y los ríos entendí fácilmente por qué en la época Heian se estableció una barrera de control en Yamazaki, y por qué fue un punto estratégico para todo el que pretendiera invadir Kioto. La llanura de Yamashiro, que rodea Kioto por el este, y la que forman las provincias de Settsu, Kawachi e Izumi en torno a Osaka por el oeste, se contraían aquí en un paso estrecho por el que discurría un solo río caudaloso. De modo que Kioto y Osaka están unidas por el río Yodo, pero tienen diferente clima y cultura, y la divisoria está ahí. En Osaka dicen que hay días en que el cielo está claro al oeste de Yamazaki mientras llueve en Kioto, y que en invierno se nota el descenso de la temperatura cuando el tren que va a Kioto pasa por Yamazaki. Es verdad que las aldeas, con sus muchos bosquecillos de bambú, la arquitectura de las casas de labranza, la forma de los árboles y el color de la tierra, recuerdan los alrededores de Saga, como si la campiña de Kioto se prolongara hasta aquí.

Salí de los terrenos del santuario, y cruzando la carretera seguí un sendero hasta el río Minase y me encaramé a un ribazo. El perfil de los montes sobre el río y el aspecto de la corriente seguramente habrán cambiado en setecientos años, pero la encantadora vista que se ofreció a mis ojos venía a ser la misma que imaginaba al leer el poema del emperador retirado. Siempre había pensado que sería así. No era un paisaje de belleza deslumbrante, ni un escenario grandioso con precipicios escarpados o rápidos que horadasen las peñas. Colinas suaves y una corriente mansa, bajo el velo delicado de la niebla vespertina: un escenario amable, refinado y sereno, como de pintura yamato-e. Cada cual ve la naturaleza a su manera, y habrá quizá quien piense que esa clase de paisaje no merece una mirada. A mí, por el contrario, son esos montes y esos ríos vulgares, ni majestuosos ni incomparables, los que me invitan a una dulce ensoñación y me dan ganas de quedarme para siempre. Un panorama así podrá no sorprender a los ojos ni arrebatar el espíritu, pero recibe al viajero con sonrisa de amigo. En un primer momento no parece gran cosa, pero permaneced un rato y os sentiréis rodeados de un dulce afecto, como en los tibios brazos de una madre amorosa. En la soledad del crepúsculo, sobre todo, querría uno fundirse con esas brumas río arriba, que parecen llamarle desde lejos. Como dijo el emperador retirado Gotoba, ¿Por qué han de ser preferibles las tardes de otoño? En un atardecer de primavera, con una calima rojiza tendida al pie de las graciosas colinas, con cerezos en flor diseminados por las riberas, sobre las cimas y en los valles, ¡cuánto más cálido sería el ambiente! Sin duda era algo así lo que veía el emperador retirado. Pero sólo el hombre de ciudad y de gustos más cultivados sabe apreciar la verdadera elegancia; de no ser por la sensibilidad estética de los cortesanos, aquel despliegue de finura en lo vulgar quizá habría parecido carente de interés. Plantado en lo alto del ribazo mientras la tarde se ensombrecía en torno, volví la vista aguas abajo, y, buscando el sitio del pabellón de pesca donde el emperador retirado comía gachas frías con sus dignatarios y cortesanos, recorrí con la mirada la orilla derecha y vi que la cubría un tupido bosque hasta detrás del santuario. Toda aquella ancha franja arbolada había tenido que ser el solar del palacio de recreo. Desde allí se divisaban el gran río Yodo y la entrada en él de las aguas del Minase. En un instante se me aclaró la estratégica situación del palacio. Miraría al Yodo por el sur y al Minase por el este, y abarcaría un magnífico y extensísimo parque en la lengua de tierra formada por su confluencia. En ese caso sí, el emperador retirado podría bajar embarcado desde Fushimi y atracar al pie de la balaustrada del pabellón de pesca, e ir y venir a su antojo de allí a la capital. Eso concuerda con el texto del Espejo superior, que dice que Su Majestad venía a pasar gran parte de sus días en el palacio de Minase. Me acordé de las suntuosas villas de la clase pudiente que en mi infancia se alzaban a orillas del río Sumida, en Hashiba, Imado, Komatsujima y Kototoi. Tal vez no sea acertada la comparación, pero cuando el emperador retirado celebraba elegantes banquetes en este palacio, y decía: «¡Qué maravillosa mujer fue Murasaki Shikibu! ¿Habría hoy quien cocinara así?», o: «¡Ya entiendo…! ¡Al levantarlo se deshará!», y recompensaba a su servidor con un regalo, ¿será sólo idea mía que algo de ese comportamiento hace pensar en los exquisitos de Edo? El río Sumida es soso, pero la vista del gran Yodo, con el trajín de los barcos a la sombra de las verdes laderas del Otoko, tuvo que servir de solaz al emperador retirado y acrecentar su afición al lugar. Después, cuando, fracasada la conspiración para acabar con el shogunato, vivió diecinueve tristes años en la isla de Oki, escuchando el viento y las olas y recordando su pasada gloria, serían el perfil de estas colinas y el color de estas aguas y los muchos y suntuosos festejos celebrados en este palacio lo que más a menudo acudiera a su mente. Sumido en esas reflexiones, vagaba mi fantasía dibujando visiones de aquellos tiempos, y en lo hondo de mis oídos sonaban los ecos de las cuerdas y los vientos, el murmurar de las aguas del lago, y al final hasta las voces felices de nobles y cortesanos. Entonces me di cuenta de que empezaba a oscurecer, y cuando saqué el reloj eran ya las seis. El día había sido tan caluroso que la caminata me había hecho sudar, pero al ponerse el sol sentí el frío de la brisa de otoño. De pronto tuve hambre. Tendría que encontrar algún sitio donde cenar mientras esperaba la salida de la luna. Dejé la orilla y volví a la carretera.

Evidentemente no era el tipo de pueblo donde buscar un buen restaurante; me bastaba calentarme con algo, y al ver las luces de una fonda entré, me bebí un cuartillo de sake y me tomé dos cuencos de kitsune udon. Antes de irme le pedí al patrón que me calentara una botella de sake de Masamune, y provisto de ella bajé hacia el lecho del río por un camino que según el patrón conducía al embarcadero. Al comentarle yo que me apetecería embarcarme en el Yodo para contemplar la luna, me había dicho: En ese caso, justo donde termina el pueblo hay un transbordador que lleva a Hashimoto, en la orilla de enfrente. Lo llamamos transbordador, pero el río es ancho y en medio hay un banco de arena. Se cruza primero de este lado al banco y después se pasa en otra barcaza al otro lado: mientras tanto podrá usted disfrutar de la vista del río. Hay un barrio de diversión en Hashimoto, añadió, y por eso el transbordador, que atraca al lado, funciona hasta las diez o las once de la noche. Puede usted ir y volver todas las veces que quiera y gozar de la vista hasta hartarse. Agradecido por su amabilidad emprendí la marcha, sintiendo el aire fresco de la noche en mis mejillas acaloradas. El camino me pareció más largo de lo que había dicho el patrón, pero cuando llegué al embarcadero vi que, efectivamente, en el río había un banco de arena. Aguas abajo tenía su extremidad justo enfrente de mí, pero aguas arriba se perdía en la vastedad del crepúsculo, como si no acabara nunca. Podría no haber sido una isla en medio del gran río, sino una punta de tierra formada por la confluencia del Katsura y el Yodo. Lo cierto es que el Kizu, el Uji, el Kamo y el Katsura, todos se juntan en la zona, donde convergen las aguas de cinco provincias: Yamashiro, Ōmi, Kawachi, Iga y Tamba. Según un viejo libro ilustrado que lleva por título Una mirada a las orillas del río Yodo, hubo un transbordo llamado el Paso del Zorro un poco más arriba, donde el río tenía doscientos metros de ancho. Aquí el cauce podía ser aún mayor. El banco no estaba en medio del río sino mucho más cerca de la orilla donde yo me encontraba. Mientras esperaba sentado en el arenal, vi alejarse la barcaza del parpadeo de luces de Hashimoto allá enfrente y venir bogando. Los pasajeros desembarcaron y atravesaron el banco hasta el lado de acá, donde una segunda barca les esperaba. Hacía muchos años, pensé, que no subía a un transbordador; pero en comparación con los que recordaba de mi niñez, en Sanya, Takeya, Futago y Yaguchi, aquél parecía más distinguido por la interrupción del banco de arena. Era tan sorprendente que aún subsistiera un medio de transporte tan arcaico entre Kioto y Osaka, que me felicité por haber descubierto una rareza.

En el citado libro Una mirada a las orillas del río Yodo, la ilustración correspondiente a Hashimoto muestra la luna sobre el monte Otoko, acompañada de un waka de Kageki: «Monte Otoko: / a la luz de la luna que se eleva sobre la cumbre / se ven en todas direcciones / las barcas del río Yodo», y un haiku de Kikaku: «¡Luna llena! ¿Cuándo fue viejo el monte Otoko?». Al ir aproximándose mi barca al banco de arena, el monte Otoko se erguía oscuro en un cielo con los últimos vestigios del arrebol. Tenía encima una luna perfectamente redonda, igual que en la ilustración, y su tupido manto de árboles era como un terciopelo. Cuando el barquero nos invitó a pasar al otro lado del banco para subir a la segunda barca, yo le dije que me embarcaría más tarde, porque quería disfrutar allí un rato de la brisa del río. Pisando hierba bañada de rocío me acerqué solo a la punta y me senté en cuclillas entre las cañas del borde. Desde allí, como desde una barca en mitad de la corriente, se dominaba una vista completa de las dos riberas a la luz de la luna. Mirando aguas abajo tenía la luna a mi izquierda. El río, ahora envuelto en una romántica luz azul, parecía todavía más ancho que en el ocaso. Frases melifluas y sonoras de obras chinas que no había recordado en muchos años —el poema de Tu Fu sobre el lago T’ung-t’ing, versos de La canción del laúd y parte de El acantilado rojo— me vinieron a los labios. En un anochecer como aquél serían muchas las embarcaciones que surcaran el río antiguamente, como dice Kageki: «se ven en todas direcciones, las barcas del río Yodo»; pero ahora no había a la vista embarcación de ninguna clase, aparte de la barcaza intermitente con sus cinco o seis pasajeros. Bebiendo a morro de la botella de Masamune, me entregué a los efectos del sake y canté: «De noche junto al río en Xunyang despido a mi invitado; / las flores de la lespedeza y las hojas del arce / suspiran con el viento». Mientras cantaba se me ocurrió pensar que la escena de La canción del laúd de Po Chū-i tuvo que producirse allí también muchas veces, junto a aquellos cañaverales espesos. Eguchi y Kanzaki no estaban muy lejos río abajo; no pocas cortesanas surcarían, pues, estas aguas, moviendo con pértigas sus barquichuelas entre las cañas. En el prólogo al poema «Viendo cortesanas», un erudito del período Heian, Ōe-no-Masahira, describe la prosperidad y lamenta la licenciosidad de estas riberas:

Kaya se extiende sobre la divisoria de tres provincias, Yamashiro, Kawachi y Settsu, y es uno de los puertos más importantes del país. Todo el que viaje en una u otra dirección, procedente del oeste, del este, del sur o del norte, tiene que pasar por aquí. Mujeres jóvenes y viejas de todo el país se reúnen en este lugar para ofrecer sin recato la venta de sus favores. Visitan las aldeas, amarran su barca a las puertas y esperan a los clientes en el río. Las jóvenes extravían a los hombres con sus maquillajes y sus canciones; las viejas se disimulan bajo una sombrilla y hacen señas con la pértiga… ¡Ay! Dicen que el decoro detrás de unas cortinas de color esmeralda en una alcoba roja es otro en todos los aspectos, pero un encuentro de placer sobre las ondas ¿no viene a ser lo mismo? Cada vez que paso por aquí se me escapa un largo suspiro por lo que veo.

En un libro titulado Notas sobre las cortesanas, un descendiente de Masahira, Ōe-no-Masafusa, también describe las animadas y voluptuosas costumbres locales:

Las aldeas salpican ambas orillas. En un brazo del río a su entrada en la provincia de Kawachi hay un lugar llamado Eguchi. Allí están las haciendas de Ajiwaraki, perteneciente al Departamento de Medicina, y Ōba, perteneciente al Departamento de Limpieza. Siguiendo el curso del río, en la provincia de Settsu, hay dos lugares llamados Kanzaki y Kanishima. Portillos y casas se suceden en sus calles. Allí grupos de cantoras navegan en barquichuelas con sus pértigas, se acercan a los barcos del río e invitan a los hombres a compartir almohada y colcha. Sus voces se alzan sobre el río hasta más allá de las nubes, la brisa prolonga sus ecos sobre el agua, y no hay viajero que no se olvide de su hogar… Pescadores y mercaderes juntan sus barcos proa con timón, de tal suerte que no parece haber agua. Sin duda es el lugar más despreocupado del mundo.

Yo revolvía vagos recuerdos en busca de fragmentos de esos textos, con la mirada puesta en la desierta superficie del agua que fluía en silencio bajo el claro lunar. Me figuro que todo el mundo pensará en el pasado con nostalgia. Pero a mí, ahora que veo acercarse la cincuentena, me acomete la tristeza del otoño con una fuerza misteriosa que no habría podido imaginar en la juventud; no logro sacudirme la congoja cuando veo las hojas del arrurruz temblar en el viento; y en sidos como aquél y anocheceres semejantes me afecta aún más la impermanencia de los hombres, cuyos afanes se desvanecen sin dejar huella, y se agudiza mi añoranza por el mundo alegre del pasado. Cortesanas famosas mencionadas en las Notas se llamaban Kannon, Nyoi, Incensario y Pavo Real. También nos han llegado los nombres de otras: Pequeña Kannon, Yakushi, Yuya, Naruto. ¿Dónde están aquellas mujeres flotantes? Se dice que escogían nombres de guerra con sabor budista en la creencia de que vender placer sexual era acción digna de un bodhisattva. ¿No sería posible que por unos momentos aflorasen a la superficie de aquella corriente, como burbujas del agua, esas mujeres que quisieron pasar por avatares de Samantabhadra y a las que incluso un sabio venerable rindió tributo?

Las casas de cortesanas llenan las márgenes norte y sur del río en Eguchi y Katsuramoto. Esas mujeres se entregan a los deseos de los viandantes; cuando se agote su existencia vacía, dilapidada en frivolidades, ¿cómo será su vida siguiente? Acaso el haber sido cortesanas sea resultado de una vida anterior. Por prolongar una existencia insustancial como el rocío, realizan actos que el Buda ha condenado severamente. Y si malas son sus propias transgresiones, ¿no es aún más vergonzoso que arrastren al error a tantos otros? Sin embargo, muchas cortesanas han renacido en la Tierra Pura; y algunas, viviendo entre pescadores que matan seres vivos, tuvieron especial mérito.

Tal vez, como escribió Saigyō, esas mujeres hayan renacido en el paraíso de Amida, y allí sonrían apiadándose de que lo que no cambie nunca, en ninguna época, sean las miserias de la humanidad.

Según rumiaba a solas esos pensamientos, en mi mente empezaron a perfilarse un par de versos. No fuera a ser que se me olvidaran, saqué el cuaderno de notas y me puse a escribir con un lápiz a la luz de la luna. Me apetecía el sake que quedaba; bebí un trago y escribí; bebí otro trago y seguí escribiendo, y una vez que apuré la última gota tiré la botella al río. En el mismo instante oí crujir las cañas cerca de mí, y al volverme vi que un hombre estaba acuclillado en el cañaveral igual que yo, como si fuera mi sombra. La sorpresa me hizo ser grosero y le miré fijamente; pero él no rehuyó mi mirada. Está espléndida la luna, ¿verdad?, me dijo a modo de saludo con voz sonora. Tiene usted muy buen gusto. Le confieso que llevo aquí un buen rato, pero no he querido turbar su tranquilidad, aunque oyéndole entonar La canción del laúd me han dado ganas de canturrear yo también alguna cosilla. No quisiera ser importuno, pero quizá tendría usted la gentileza de escucharme un momento, dijo. Que un desconocido se lance a hablar con esa familiaridad es algo casi inaudito en Tokio, pero últimamente yo no sólo había dejado de cuestionar la franqueza de los habitantes del Kansai, sino que hasta me había hecho a los usos locales. Es usted muy amable, dije con naturalidad. Sería un placer. Él se levantó ágilmente, y abriéndose paso entre las cañas vino a sentarse a mi lado. Disculpe, ¿no le apetecería un trago?, dijo mientras desenvolvía algo que traía atado con una cuerda a un bastón de madera natural. Vi que en la mano izquierda sostenía una calabaza, y con la derecha me ofrecía un vasito de laca. Hace un momento tiró usted su botella, pero a mí todavía me queda esto, dijo moviendo la calabaza. Acéptelo a cambio de escuchar mi torpe canto. Estar sobrio le estropearía el placer. No pasa nada por excederse una pizca, con esta brisa fría que sube del río. Y obligándome a tomar el vaso lo llenó. El sake hizo un gorgoteo agradable al salir de la calabaza. Gracias; lo probaré, dije, y vacié el vaso. De qué marca era no lo sé, pero después del Masamune embotellado aquel sake suave y frío, con un aroma sutil de madera, me refrescó la boca al instante. Permítame, por favor, otro… y otro, dijo el hombre, apresurándose a llenar el vaso por segunda y tercera vez; y mientras yo me bebía el tercer sake empezó a cantar lentamente una canción de Kogō. Respiraba mal y se ahogaba, quizá por estar un poco bebido. Ni su voz era potente ni se habría podido decir que fuera hermosa, pero era una voz educada, de una sobriedad elegante. Su manejo seguro hacía sospechar muchos años de práctica. Pero por encima de todo fue su actitud de serena abstracción lo que me conquistó, el oírle cantar con toda tranquilidad ante un desconocido absoluto y ver que al instante se sumergía en el mundo de la canción, ajeno a cualquier otra inquietud. Pensé entonces que el aprendizaje artístico no tiene por qué ser inútil, aunque no se llegue a dominar la técnica, si sirve para alimentar esa disposición. Espléndido, dije. Ha hecho usted que me sienta como nuevo. Él, sin aliento, se humedeció la boca y luego me tendió el vasito. Tómese otro, por favor, dijo. Llevaba una gorra de caza encajada hasta las cejas, y la visera le hacía sombra sobre la cara, por lo que me era difícil distinguir sus facciones a la luz de la luna; pero parecía tener más o menos mi edad, y cubría su cuerpo esbelto y menudo con un kimono de diario y un abrigo de viaje. ¿Es usted de Osaka? pregunté, porque le notaba un acento del oeste de Kioto. Sí; tengo en el sur de Osaka un pequeño comercio de antigüedades, dijo. ¿Y ahora vuelve usted a su casa? No, no; esta noche he salido a ver la luna. Suelo tomar la línea eléctrica Keihan, pero este año tuve la buena idea de venir dando un rodeo en la Nueva Keihan y cruzar aquí el río. Mientras hablaba sacó una tabaquera de la faja y cargó de picadura una pipa. ¿Quiere usted decir que todos los años va a algún sitio a mirar la luna? Sí, dijo. Calló un momento para encender la pipa. Todos los años voy a mirar la luna al lago Ogura, pero me alegro de que el azar me haya hecho pasar por aquí esta noche y ver la luna en medio del río. Se lo debo a usted, porque en realidad ha sido al verle descansar aquí cuando me he dado cuenta de lo bueno que era el sitio. Está la luna extraordinaria, ¿verdad?, vista entre las cañas y con el Yodo a un lado y a otro. Vació el rescoldo en un netsuke, lo utilizó para prender otra carga de tabaco y dijo: Quizá se le hayan ocurrido a usted algunos versos bonitos y me permita escucharlos. No, en absoluto; son muy malos, nada que valga la pena. Rápidamente me guardé el cuaderno de notas. No sea tan modesto, dijo; pero no insistió, y de pronto, como si ya no pensara más en ello, declamó con parsimonia: «La luna brilla en el río, el viento susurra en los pinos; / ¿qué razón hay para esta noche larga y clara?». Por cierto, dije, si es usted de Osaka conocerá bien la geografía y la historia de esta zona. ¿Diría usted que cortesanas como la Dama de Eguchi circularon en sus barquitas alrededor de este banco de arena? Eso, más que ninguna otra cosa, es lo que yo veo al mirar la luna: visiones de aquellas mujeres, que flotan vagamente ante mi vista. Estaba intentando poner en forma de poema lo que sentía persiguiendo esas sombras, pero no me ha salido lo que quería. ¡Será que a todos se nos ocurren cosas parecidas!, exclamó él. Yo estaba pensando justamente lo mismo, dijo con sentimiento. A mí también me venían visiones del pasado al contemplar esta luna. Debe usted ser de mi edad, dije asomándome a su rostro. Será efecto de los años, ¿no le parece? Este año más que el pasado, y el pasado más que el anterior… Con cada año que pasa yo me hago más sensible a una tristeza, una desolación en el otoño, una melancolía estacional, que no sé de dónde viene ni por qué. «Pero el sonido del viento me despierta»; «Moviendo las persianas de mi puerta sopla el viento de otoño»: hemos tenido que llegar a esta edad para saborear auténticamente esos poemas antiguos. Pero eso no quiere decir que yo aborrezca el otoño por ser triste. Cuando era joven lo que más me gustaba era la primavera, y en cambio ahora me ilusiona más el otoño. Según se hace uno viejo va llegando a una especie de resignación, una disposición a aceptar el propio declive de acuerdo con las leyes de la naturaleza, y se llega a desear una vida tranquila y equilibrada, ¿no es verdad? Y entonces reconforta más un paisaje melancólico que una vista esplendorosa, y preferimos perdernos en el recuerdo de placeres pasados antes que entregarnos al placer real. Dicho en otras palabras, para una persona joven el apego al pasado no es más que una quimera que no tiene nada que ver con el presente, pero para una persona de edad no hay otra manera de soportar el presente. El hombre asintió con convicción. Así es, así es exactamente. Debe de ser natural que ocurra eso con la edad. Pero a mí ya de niño mi padre me obligaba a dar una caminata de ocho kilómetros o más bajo la luna, cada año, en la fiesta del plenilunio de otoño, y al volver esta fecha me trae la memoria de aquel tiempo. El caso es que mi padre decía lo que usted acaba de decir: Tú seguramente no entiendes la tristeza de esta noche de otoño, me decía, pero ya llegará el día en que la entiendas. ¿Cómo es eso? ¿Tanta afición tenía su padre al plenilunio de otoño? ¿Y por qué le hacía dar esa caminata si era todavía pequeño? Bueno, tendría seis o siete años la primera vez que me llevó. Yo no entendía nada. Vivíamos los dos en una casa pequeña de un callejón, porque mi madre había muerto hacía dos o tres años, y supongo que no podría dejarme solo. Vámonos, hijo mío, me dijo, te voy a llevar a que veas la luna; y salimos cuando aún era de día. En aquel entonces no había trenes eléctricos; recuerdo que en Hachikenya tomamos un barco de vapor que subía por este río. Desembarcamos en Fushimi, que yo entonces no sabía que fuera Fushimi. Mi padre echó a andar por un dique y yo tras él, y andando andando llegamos por fin a un lago. Ahora sé que eran el dique de Ogura y el lago de Ogura. Habría una distancia de seis u ocho kilómetros en cada sentido. Pero ¿con qué fin iban hasta allí?, le interrumpí. ¿Sólo por pasear viendo el reflejo de la luna en el lago? Sí. Mi padre a veces se paraba en el dique para mirar la superficie del lago y me decía: ¿Verdad, hijo mío, que es una vista muy bonita? Y yo, a mi manera infantil, pensaba: Sí, es una vista muy bonita, y la iba contemplando mientras le seguía. Hasta que pasamos por una mansión que parecía una villa de gente rica. De dentro llegaba a través de los árboles el sonido del koto, el samisen y el kokyū. Mi padre se detuvo a escuchar un rato junto a la verja, y después bordeó la tapia que cerraba la finca. Yo le seguí. Las notas del koto y del samisen sonaban cada vez más claras, y se oían voces débiles; se notaba que nos estábamos acercando al jardín interior. Por allí ya no había tapia sino un seto vivo, y mi padre se asomó a mirar por un punto donde había claros en el follaje. Por alguna razón se quedó allí inmóvil, así que yo también metí la cara entre las hojas para mirar. Era un jardín espléndido, con su césped, su montículo artificial y su estanque, y una construcción con una galería elevada sobre el agua, al estilo de los pabellones de primavera de otras épocas. Allí había cinco o seis hombres y mujeres. Parecían estar celebrando una fiesta del plenilunio, porque en un extremo de la veranda se veía una mesa con ofrendas de comida y sake y lámparas sagradas, y una composición de plantas de miscanto y lespedeza. En el lugar de honor una mujer tocaba el koto, y otra peinada al estilo Shimada y vestida como una criada antigua tocaba el samisen. Un hombre que parecía un maestro de rango elevado, o quizá un profesor de artes de adorno, tocaba el kokyū. Desde nuestro observatorio no podíamos verles con claridad. En cambio teníamos enfrente un biombo dorado, y delante de él otra joven, también peinada al estilo Shimada, danzaba moviendo un abanico. Yo veía bien sus movimientos, aunque no distinguía sus facciones. Fuera porque la electricidad todavía no hubiera llegado hasta allí o porque aquella gente prefiriera una atmósfera más refinada, la galería estaba iluminada con velas, y sus llamas vacilantes se reflejaban en la madera pulimentada de columnas y barandillas y en el oro del biombo. La luna brillaba en el estanque, y en la orilla estaba amarrada una barca: el agua procedía del lago Ogura, y sin duda se podía ir en barca desde allí hasta el lago. Pronto acabó la danza, y las servidoras sacaron botellas de sake. A juzgar por la deferencia de sus modales, la que tocaba el koto era la señora y las demás sus acompañantes. Estoy hablando de hace cuarenta años, cuando en las casas ricas de Kioto y Osaka se vestía a las criadas como si fueran damas de la corte y se les enseñaba etiqueta, y si el señor de la casa era realmente cultivado también recibían instrucción artística. Aquella villa debía de pertenecer a uno de esos ricos, y la mujer que tocaba el koto sería la señora joven de la casa. Pero estaba sentada del lado de dentro de la galería, y las plantas de miscanto y lespedeza no permitían ver bien su cara. Mi padre probó a mirar por otros puntos del seto, aparentemente para verla mejor, pero siempre lo impedían las plantas. Por el peinado, el maquillaje y el color del kimono se deducía que era una mujer todavía joven. Su voz era especialmente juvenil. A esa distancia no podíamos seguir la conversación, pero su voz sobresalía por encima de las demás, y de vez en cuando nos llegaba a través del jardín un final de frase típico de Osaka: «sō kai naa», o «sō dessharo naa». Era una voz llena de matices, bonita, viva y expresiva. Su dueña daba la impresión de estar un poco achispada: de cuando en cuando se echaba a reír con una risa franca, refinada e inocente a la vez. Padre, ¿esas personas están celebrando el plenilunio?, pregunté. Sí, así parece, me respondió sin apartar la cara del seto. Pero ¿de quién es esta casa? ¿Lo sabe usted, padre? A eso sólo contestó con un gruñido y siguió mirando sin parpadear a través del seto, absorto en la fiesta. Pasamos allí un tiempo interminable; todavía hoy me lo parece. Mientras tanto las doncellas se levantaron dos o tres veces para espabilar las velas, hubo otra danza, y oímos a la señora cantar un solo con su bonita voz, acompañándose con el koto. Seguimos mirando hasta que por fin la fiesta acabó y todos abandonaron la galería, y de nuevo fue la caminata por el dique. Cuando lo cuento así parecerá que recuerdo con una vividez fuera de lo normal algo que sucedió cuando yo era niño, pero la realidad, como decía hace un momento, es que todo aquello ocurrió más de una vez. También al año siguiente y al otro me llevó mi padre en el plenilunio de otoño por el mismo dique, y al pararnos junto a la verja de la mansión del lago oímos el koto y el samisen. Luego mi padre y yo bordeamos la tapia hasta el seto y nos asomamos al jardín. La galería presentaba más o menos el mismo aspecto un año y otro, con la señora y su reunión de músicos y doncellas en un banquete consagrado a la contemplación de la luna. Lo que yo vi el primer año se me ha juntado con lo que vi en los años siguientes, pero cada año era más o menos como le acabo de contar. Ya veo, dije, arrastrado a aquel mundo de recuerdos. ¿Y qué mansión era aquélla? Su padre tendría alguna razón para ir allí todos los años. ¿Razón?, dijo el hombre tras cierto titubeo. No tengo inconveniente en decirle la razón, pero apenas nos conocemos y temo que sería un abuso seguir reteniéndole. Sentiría no conocer el resto después de lo que he oído; hable sin reparo. Muchas gracias. Ya que es usted tan amable, se lo contaré. Volvió a sacar la calabaza. Hablando de restos, nos queda un poco de sake. Vamos a acabarlo antes de continuar. Me pasó el vasito, y una vez más el sake hizo su agradable gorgoteo al salir de la calabaza.

El hombre reanudó su relato cuando hubimos apurado la última gota: Mi padre hablaba de ello en la noche del plenilunio del octavo mes, según íbamos caminando por el dique. No son cosas para que las entienda un niño, decía, pero pronto tú también serás adulto. Escucha bien lo que te digo y trata de recordarlo cuando seas mayor. Te voy a hablar como a una persona mayor. Siempre se ponía serio al decir eso, y hablaba como si estuviera con un amigo de su edad. En aquellos momentos se refería a la señora de la villa como «la dama», o «la dama Oyū». No te olvides de la dama Oyū, decía casi llorando. Te traigo aquí cada año porque quiero que recuerdes cómo es. A esa edad yo no podía entender lo que quería decir mi padre, pero la curiosidad de un niño es poderosa, y la seriedad de mi padre me inducía a escucharle con tanta atención que llegaba a compartir su estado de ánimo y a sentir que vagamente le entendía. La mujer a la que llamaba la dama Oyū era hija de una familia de Osaka apellidada Kosobe. Tenía dieciséis años cuando se casó con un Kayukawa. La habían escogido por su belleza, pero cuatro o cinco años después su marido murió, dejándola viuda con veintiuno o veintidós años. Hoy día, por supuesto, no habría tenido que seguir viuda toda la vida ni renunciar al mundo, pero esto era al principio de la época Meiji, cuando todavía se mantenían las costumbres del shogunato. Además, tengo entendido que los mayores de su familia y de los Kayukawa eran muy estrictos; y, sobre todo, le quedaba un hijo de su difunto marido. Así que al parecer no podía volver a casarse. También he oído que, habiéndola escogido con tanta exigencia, tanto su suegra como su marido la adoraban, y que llevaba una vida aún más consentida y regalada que cuando estaba con su familia. Aun después de enviudar hacía excursiones de placer con un ejército de criadas. Como era libre de darse ese tipo de lujos, vista desde fuera daba la impresión de gobernarse a su antojo, y es muy probable que efectivamente viviera contenta, gozando como gozaba de entretenimientos y distracciones continuas. Cuando mi padre la vio por primera vez, la señorita Oyū ya estaba viuda en las circunstancias que he dicho. Creo que él tenía veintisiete años —fue antes de que yo naciera— y seguía soltero, y la señorita Oyū tenía veintidós. Fue a comienzos de un verano. Mi padre había ido al teatro de Dōtombori con mis tíos, su hermana menor y su cuñado; y la señorita Oyū estaba en el palco detrás de él. Iba acompañada por una joven de quince o dieciséis años, así como dos doncellas y una mujer mayor que podía ser el aya o una gobernanta. Las tres, detrás de la señorita Oyū, se turnaban para abanicarla. Viendo que mi tía la saludaba, mi padre le preguntó quién era. Es la viuda Kayukawa, le explicó; y la joven que iba con ella era la pequeña de sus hermanas, la señorita Kosobe. Me atrajo desde la primera vez que la vi aquel día, decía mi padre. En aquella época tanto los hombres como las mujeres se casaban pronto, pero mi padre, a pesar de ser el mayor de los hermanos, seguía soltero a los veintisiete años porque no había encontrado a nadie que le gustara entre las muchas ofertas de matrimonio que le llovían encima. Yo he oído que frecuentaba las casas de té y tuvo una favorita en ese ambiente, pero para casarse no era eso lo que quería. Era un hombre de gustos que podríamos llamar señoriales, aristocráticos. Lo suyo no podía ser una mujer actual; tenía que ser una mujer tan refinada como esas damas de la corte a las que uno se imagina con una túnica larga de ceremonia y leyendo el Genji detrás de las cortinas; no se iba a contentar con una geisha. Quizá se pregunte usted de dónde había sacado esos gustos un hombre de la clase mercantil. Probablemente la explicación está en que incluso en Osaka, en barrios como el de Semba, había casas donde se era muy exigente con los modales de la servidumbre y se observaba una etiqueta más propia de la aristocracia de la corte que de un gobierno de provincias, y mi padre se había criado en una casa así. Lo cierto es que al ver a la señorita Oyū intuyó que era lo que durante tanto tiempo había esperado. No sé cómo lo intuyó. Tengo entendido que estaba sentada justamente detrás de él; tal vez fuera en el modo de tratar a las criadas, en su actitud y sus maneras, donde vio esa distinción que se espera en las jóvenes de las mejores familias. En las fotografías la señorita Oyū tiene las mejillas llenas y la cara redonda de una niña. Decía mi padre: Hay otras mujeres de rasgos tan hermosos como los suyos, pero su cara tiene algo de indefinido. Tiene las facciones —los ojos, la nariz, la boca— borrosas, como veladas por una gasa de seda que no dejara líneas claras y marcadas; al mirarla a la cara era como si ante los ojos cayera una sombra brumosa, como si la envolviera una neblina particular. En los textos antiguos se utiliza la palabra rōtaketa para definir esa clase de rostro; en eso reside la nobleza de la dama Oyū, decía. No debía faltarle razón. Las personas de rostro infantil no suelen perder ese aspecto, si no es por estragos de la vida. La señorita Oyū siempre ha tenido el frescor de una niña, solía decir mi tía; no le ha cambiado nada la cara, desde los quince o los dieciséis años hasta mediada la cuarentena. Así que a mi padre le atrajo de inmediato aquella rōtaketa indefinida de la señorita Oyū, y cuando yo miro la fotografía de la señorita Oyū pensando en los gustos de mi padre comprendo que le conquistara. Tiene, en suma, un algo que recuerda a las damas sutiles de la corte, ese aroma clásico en medio de la jovialidad que se trasluce en la cara de una muñeca antigua de Izukura. Esa clase de aroma flotaba también en el semblante de la señorita Oyū. Mi tía, hermana menor de mi padre como he dicho, había sido amiga suya en la adolescencia, y las dos tuvieron el mismo maestro de koto. De ahí que pudiera informar a mi padre de todo lo referente a la educación de la señorita Oyū, su familia y su matrimonio. Tenía otras hermanas, una mayor y otra más joven, aparte de la pequeña que la acompañaba aquel día en el teatro; pero por ser la preferida de sus padres había crecido rodeada de mimos y atenciones. Tal vez fuera por ser la más bella de la familia, pero mi tía dice que incluso sus propios hermanos la tenían por un ser especial y daban por descontado que el resto del mundo opinara lo mismo. Siendo «persona de carácter», por decirlo en palabras de mi tía, la señorita Oyū no pedía ese tratamiento, no era vanidosa ni dominante; pero todos se desvivían por atenderla como a una princesa y darle todos los caprichos, de modo que no conociera la menor contrariedad. La familia entera se habría sacrificado por ella con tal de evitarle los sinsabores de este mundo. La señorita Oyū tenía la virtud de inspirar esa actitud en todo el que tenía cerca, fueran padres, hermanos o amigas. Cuando mi tía la visitaba de jovencita, veía que se la trataba como si fuera el tesoro de los Kosobe. Jamás movía un dedo, y sus hermanas la servían como criadas. Y era como si en todo ello tampoco hubiera nada de extraordinario, decía mi tía: la señorita Oyū se dejaba mimar con la mayor de las inocencias. Al oír aquellas cosas, mi padre aún se sintió más atraído por ella; pero no tuvo ocasión de verla hasta que mi tía se enteró de que iba a participar en un recital de koto y le dijo: Iré contigo si quieres ver a la señorita Oyū. El día del recital la señorita Oyū se dejó el cabello suelto por la espalda, se puso una túnica larga de ceremonia e hizo quemar incienso mientras tocaba el Yuya. Sí, todavía hoy es costumbre observar esa etiqueta cuando se interpreta una obra con el visto bueno de un maestro. Se gasta mucho dinero en eso. Los maestros están deseosos de lucir a sus alumnos pudientes, y la señorita Oyū, que recibía clases de koto por entretenerse, lo haría a petición del suyo. Como he dicho antes, yo la he oído cantar y conozco la belleza de su voz, y ahora, cuando pienso en su personalidad y recuerdo aquella voz, comprendo mejor su grado de refinamiento. Mi padre se emocionó mucho el día que la oyó cantar por primera vez. La imagen de la señorita Oyū vestida con una túnica larga de ceremonia, como jamás había esperado verla, convirtió en realidad la visión que acariciaba en sueños. Sorprendido y embelesado, no daría crédito a sus ojos. La señorita Oyū aún tenía puesta la túnica de ceremonia cuando mi tía fue a verla al camerino después del recital. Lo de menos era el koto, le dijo; pero le confesó que le hacía ilusión vestirse así aunque sólo fuera una vez. Sin querer desprenderse de la túnica, añadió: Y ahora me van a retratar. Cuando supo eso, mi padre comprendió que la señorita Oyū tenía sus mismos gustos, y decidió que sólo ella podía ser su esposa. La mujer que llevaba tanto tiempo esperando, dibujando su imagen en el corazón, era la señorita Oyū. Cuando se sinceró con mi tía, ella le manifestó que comprendía sus sentimientos, pero que dada la situación el matrimonio con la señorita Oyū era imposible. Algo se habría podido hacer si no existiera el niño, dijo, pero la señorita Oyū tenía que criar a un hijo que era el preciado heredero de la familia. Por nada del mundo podía dejar la casa de los Kayukawa y alejarse de él. Además, la señorita Oyū tenía una suegra, y un padre que gozaba de buena salud, aunque su madre había muerto. Los mayores de una y otra familia le dejaban actuar a sus anchas por el cariño que le tenían, porque les apenaba su situación de viuda joven y querían ayudarla a aliviar su soledad. Se sobreentendía que, en correspondencia, esperaban de ella que permaneciera siempre fiel a la memoria de su marido. La señorita Oyū se hacía cargo, dijo mi tía. A pesar de su tren de vida, jamás había dado que hablar. Según mi tía, era evidente que no tenía la menor intención de volverse a casar. Pero mi padre no quiso darse por vencido, y le dijo que siendo así no la pretendería en matrimonio, pero ¿no podía mi tía arreglar las cosas para que se vieran de vez en cuando? Sólo con verle la cara se daría por contento. Ante esa insistencia a mi tía se le hacía cuesta arriba seguir contrariándole, pero tampoco era fácil lo que pedía, porque ella y la señorita Oyū habían tenido gran amistad de jovencitas, pero después se habían distanciado. Dándole vueltas al asunto, por fin le propuso casarse con la hermana pequeña de la señorita Oyū; ya que aparte de la señorita Oyū no le apetecía casarse con nadie, haría bien en optar por la hermana; con la señorita Oyū no había nada que hacer, y en cambio sus posibilidades con la hermana pequeña serían excelentes. Se refería a Oshizu, la joven a la que la señorita Oyū había llevado al teatro. La hermana intermedia entre la señorita Oyū y la señorita Oshizu ya estaba comprometida, y la señorita Oshizu tenía la edad perfecta. Mi padre recordaba su cara de cuando la vio en el teatro, y al parecer la sugerencia de mi tía le hizo reflexionar: la señorita Oshizu no carecía de encantos, y, aunque su fisonomía fuera distinta de la de la señorita Oyū, de todos modos eran hermanas y la pequeña recordaba en algo a la mayor; la principal objeción era que a la señorita Oshizu le faltaba aquella rōtaketa de la cara de la señorita Oyū; quedaba muy por debajo de su hermana; viéndola sola no se notaba tanto, pero al lado de la señorita Oyū había la diferencia de una princesa a una criada; posiblemente jamás se habría fijado en la señorita Oshizu si no hubiera sido hermana de la señorita Oyū, pero ya que era hermana suya, y por su cuerpo corría la misma sangre, también le gustaba la señorita Oshizu. Eso no quería decir que le resultara fácil decidirse por ella. En primer lugar, no sería honrado pretenderla por ese motivo; además, él estaba resuelto a no ceder en su admiración pura hacia la señorita Oyū, a tenerla siempre por su esposa espiritual y secreta; jamás estaría satisfecho con otra, aunque fuera su hermana pequeña. Por otra parte, casándose con la pequeña podría ver frecuentemente a la señorita Oyū y hablar con ella, mientras que de otro modo no la volvería a ver sino por casualidad. Esa idea le sumía en un abatimiento insoportable. Después de muchas vacilaciones, finalmente accedió a concertar un encuentro formal de pretendiente con la señorita Oshizu. A decir verdad, seguía sin querer casarse con ella; lo que quería era volver a ver a la señorita Oyū, aunque sólo fuera una vez, con el pretexto de aquel encuentro. Y lo consiguió, porque la señorita Oyū acudió a todas las reuniones y conversaciones preliminares. No tenía nada mejor que hacer, y en la familia Kosobe no había madre para acompañar a la señorita Oshizu, que además pasaba una quincena de cada mes en casa de los Kayukawa, de modo que a veces costaba trabajo recordar cuál era su familia. Era, pues, natural que la señorita Oyū prodigara su presencia, y mi padre no habría podido desear nada mejor. Puesto que verla era su principal objetivo, alargó las conversaciones todo lo que pudo, concertando dos o tres reuniones formales y dejando pasar en balde cerca de medio año, con el resultado de que la señorita Oyū empezó a hacer visitas frecuentes a la casa de mi tía. Ese tiempo también le había dado ocasión de charlar con mi padre e ir conociéndole. Un día le preguntó: ¿Le desagrada a usted Oshizu? Mi padre dijo que no. Entonces acéptela por esposa; y la señorita Oyū le instó vivamente a dar el paso. Al parecer fue aún más explícita con mi tía, diciendo que era aquella de sus hermanas con la que estaba más unida, y que quería verla casada con un hombre como el señor Seribashi; que sería feliz teniendo por hermano menor a un hombre así. Sólo por lo que dijo la señorita Oyū se acabó de decidir mi padre, y poco después Oshizu estaba casada. Sí, esto quiere decir que Oshizu es mi madre y la señorita Oyū mi tía; pero no es así de sencillo. Yo no sé cómo tomó mi padre las palabras de la señorita Oyū, pero en la noche de bodas Oshizu le dijo: Te he aceptado porque sé lo que siente mi hermana. No podría mirarle a la cara si me entregase a ti. Te ruego que la hagas feliz; a mí no me importa ser tu esposa sólo de nombre. Y se echó a llorar.

Mi padre creyó estar soñando al oír a Oshizu. Aunque estaba secretamente enamorado de la señorita Oyū, hasta entonces no había tenido el menor indicio de que ella apreciara su amor, y desde luego jamás se le había ocurrido que pudiera corresponderle. ¿Cómo sabes tú lo que siente tu hermana?, interrogó a la llorosa Oshizu. Para decir eso tienes que tener alguna prueba. ¿Tu hermana te ha hecho esa clase de confidencias? Ni ella me diría una cosa así ni yo se lo preguntaría, pero de todos modos lo sé, dijo Oshizu. Podrá parecer extraño que Oshizu, mi madre, intuyera todo aquello cuando todavía era una muchacha sin malicia, pero se explica por algo que yo supe después. Al principio los Kosobe habían decidido rechazar la proposición de mi padre por considerar que la diferencia de edad era excesiva, y la señorita Oyū aparentaba estar de acuerdo; pero un día que Oshizu había ido a verla le dijo: Yo creo que es un gran partido, pero no soy quién para sostenerlo frente a la opinión de los demás; al fin y al cabo no va a ser mi yerno. Si a ti no te disgusta, Shizu, ¿por qué no les pides tú que sigan hablando? Luego intervendré yo y se arreglará todo. Oshizu no tenía una opinión firme al respecto. No puede ser malo si tú le valoras tanto, dijo. Si a ti te parece bien, yo haré lo que tú digas. Me alegra oírte hablar así, dijo la señorita Oyū. Una diferencia de once o doce años no es tan rara. Sobre todo, intuyo que él y yo nos llevaríamos bien. Una hermana que se casa pasa a ser una extraña, y yo preferiría que nadie te apartase de mí; pero en este caso pienso que no sería así; más bien sería ganar un hermano. Ya sé que así dicho parecen razones egoístas, pero ten por seguro que si es un hombre bueno para mí, para ti también lo será. Escucha a tu hermana mayor y hazme caso en esto. Si te casaras con alguien que no fuera de mi gusto, no tendría a nadie que me hiciera compañía y no podría soportar esa soledad, concluyó. Ya he dicho que la señorita Oyū vivía rodeada de cariño, y no era consciente de su propio egoísmo debido a la manera en que la habían educado; es probable que en este caso no hiciera sino abusar del afecto de su hermana predilecta. Pero a Oshizu le pareció detectar otra cosa en su actitud. Normalmente resultaba más encantadora cuanto más egoísta y menos razonable, pero esta vez había quizá una especie de ardor en su inocencia. Aunque la señorita Oyū no fuera consciente, Oshizu debió de notarlo. Como seguramente captaría también otras señales: las mujeres calladas como ella suelen ser observadoras aunque no hablen. Sea como fuere, dicen que la señorita Oyū recobró el color después de conocer a mi padre, y que aparentemente nada le daba mayor placer que hablar de él con Oshizu. Él le dijo a Oshizu: Eso son imaginaciones tuyas. Y, temiendo que ella se diera cuenta de cómo le latía el corazón, se hizo el ofendido: Hemos llegado a ser marido y mujer por un vínculo que viene de una vida anterior; ¿vas a negar que nuestro matrimonio estaba escrito, aunque en algunos aspectos no sea perfecto? Tu devoción a tu hermana mayor está muy bien, por supuesto que sí, pero obrarías en contra de sus deseos si te precipitaras a sacar falsas conclusiones y por esa lealtad absurda hacia ella fueras cruel conmigo. Estoy seguro que ella no desea nada de eso, y se afligiría enormemente si lo supiera, dijo.

Pero tú te has casado conmigo porque querías ser hermano de mi hermana, ¿no es cierto? Ella misma se lo ha oído decir a la tuya, y así me enteré yo también. ¿No es verdad que has tenido muchas ocasiones de hacer una gran boda, pero nunca te gustó nadie? Sólo por mi hermana querría casarse un hombre tan exigente con una tonta como yo, dijo. Mi padre agachó la cabeza sin saber qué responder. Mi hermana, prosiguió Oshizu, no cabría en sí de alegría si yo le dijera una sola palabra de lo que de veras sientes, pero eso sólo serviría para crear reserva por ambas partes, así que de mí no saldrá; pero tú no me debes esconder nada si no quieres que piense mal de ti. Comprendo. No sabía que te casaras pensando todo eso. Nunca olvidaré tu bondad, dijo mi padre. Y llorando continuó: De todos modos, para mí es sólo una hermana, y al margen de lo que tú hagas por los dos no puedo pensar en ella de ninguna otra manera. A ella y a mí sólo nos harías sufrir guardándole esa fidelidad a ultranza. Para ti no puede ser agradable, pero si no me aborreces, ¿no puedes situar la devoción a tu hermana en ser mi esposa y deponer esa actitud distante? Honrémosla los dos como a nuestra hermana mayor, dijo. Muy mala tendría que ser yo para aborrecerte o encontrar nada desagradable, le respondió Oshizu. Siempre he seguido a mi hermana en todo; si ella te quiere, yo también. En el fondo no debería haberte aceptado, porque hago mal en apropiarme del hombre al que quiere mi hermana; pero también he pensado que de no ser así el decoro os habría impedido mantener vuestro trato, y me he casado contigo con la esperanza de que me admitas como una hermana menor. Mi padre dijo: ¿Es que pretendes sepultarte en vida por ella? Dudo que sea la clase de mujer capaz de permitir algo semejante en una hermana. ¿No estás calumniando a una persona pura e inocente? Ella contestó: Me disgusta que lo interpretes así. Claro que quiero proteger la inocencia de mi hermana. Si ella va a conservarse casta por fidelidad a mi cuñado, yo lo haré en atención a ella. No seré la única que se sepulte. ¿Acaso no hace ella igual? Tú quizá no sepas que mi hermana ha tenido desde que nació un carácter y una belleza que la hace ser querida por todos, y la familia entera se ha desvivido por protegerla, como si cuidara de la hija de un emperador; pero ahora que te ha conocido está atada por reglas odiosas. Yo, que lo sé, me atraería una maldición si te apartara de ella. Si ella me oyera diría que soy ridícula, así que confío en que no me delates. No hace falta que nadie se entere; yo pienso hacer lo que debo para estar en paz conmigo misma. Si una persona nacida para la felicidad y la buena fortuna como es mi hermana no puede hacer su voluntad en este mundo, yo no significo nada. Desde el primer momento decidí unirme a ti con la intención de hacerla más feliz. Te ruego que tú tomes la misma resolución y le seas fiel, aunque a los ojos de los demás nos comportemos como marido y mujer. Si no eres capaz de hacer ese esfuerzo, será que no quieres a mi hermana ni la mitad que yo. Desde el momento en que oyó eso, mi padre tuvo la idea fija de que si Oshizu estaba dispuesta a sacrificarse hasta ese punto, él como hombre no podía ser menos. Gracias, le dijo. Te admiro por todo lo que has dicho. Mi verdadero deseo siempre ha sido vivir como un viudo mientras tu hermana se mantenga viuda. Si te he hablado así sólo ha sido por pensar que sería cruel dejarte vivir como una monja, pero ahora que veo la piedad de tus intenciones no encuentro palabras para expresar mi gratitud. Si estás tan decidida, ¿yo qué puedo objetar? Aunque parezca despiadado, la verdad es que yo también lo prefiero así. Debería haber sido yo el que te lo hubiera pedido, pero no tenía derecho a hacerlo. No diré nada más sino que acepto tu enorme bondad. Diciendo eso tomó las manos de Oshizu y se las llevó reverentemente a la frente. Toda la noche la pasaron en vela conversando.

Así pues, para el mundo mi padre y Oshizu formaban una pareja bien avenida que jamás discutía por nada, pero en realidad no hacían vida marital, y la señorita Oyū ignoraba sus votos de fidelidad. Al ver que se llevaban tan bien, estaba muy satisfecha consigo misma, y ante el resto de la familia se felicitaba de que se hubiera seguido su consejo. A partir de entonces ella y la pareja se visitaron casi a diario, y los Seribashi la acompañaban siempre al teatro y en sus viajes. Tengo entendido que a menudo se intercambiaban invitaciones para estar fuera una o dos noches. En esas ocasiones la señorita Oyū y los casados dormían juntos en la misma habitación. Poco a poco vino a ser ésa su costumbre, de modo que aunque no salieran de viaje la señorita Oyū les invitaba a quedarse en su casa, o ellos en la suya. Mucho tiempo después, mi padre me contaba con nostalgia que cuando llegaba la hora de retirarse la señorita Oyū decía: Caliéntame los pies, Shizu, para que Oshizu se metiera en la cama con ella. Calentarle los pies a la señorita Oyū era su cometido porque Oshizu era muy calurosa, mientras que a la señorita Oyū se le quedaban los pies tan fríos que no podía dormir. La señorita Oyū decía: Se lo he pedido a una de las criadas desde que te casaste, Shizu, pero no es igual; y estando acostumbrada a ti, con calentadores y botellas de agua caliente no me basta. No faltaba más, respondía Oshizu; yo vengo a estar contigo para poderte ayudar como antes. Y de buen grado se tumbaba junto a su hermana hasta que ésta se dormía o decía: Ya está bien. Me han contado muchas otras historias de la vida mimada de la señorita Oyū. En casa tenía tres o cuatro criadas a su servicio. Cada vez que se lavaba las manos, una criada le vertía el agua y otra estaba al lado con la toalla, y cuando extendía las manos mojadas la criada de la toalla se las secaba cuidadosamente. Sus propias manos no las utilizaba casi nunca, ni para ponerse una media ni para lavarse en el baño. Sí, pueden parecer extravagancias en una persona nacida en la clase mercantil, incluso en aquella época; pero al entregarla a la familia Kayukawa su padre lo había dejado bien claro: Yo he educado de esa manera a mi hija, y ahora no se le puede pedir que cambie de costumbres. Si de veras la quieren, tendrán que permitir que siga haciendo aquello a lo que está acostumbrada. Y así fue, dicen, como conservó sus hábitos de grandeza aun después de estar casada y tener un hijo. Mi padre solía decir que ir a ver a la señorita Oyū era como visitar a una dama de la corte en sus aposentos. Probablemente él lo veía así debido a sus propios gustos, pero decía que en las habitaciones de la señorita Oyū no había nada que no fuera digno de un palacio y no estuviera adornado al estilo de la corte: desde el toallero hasta el orinal, todo era laca y madera encerada. En el paso de la antecámara, en lugar de una sencilla puerta corredera tenía un bastidor de colgar ropa, con una túnica diferente para cada día. Y, aunque en su cuarto no había estrado, la señorita Oyū se reclinaba en un apoyabrazos. Cuando no tenía otra cosa que hacer se entretenía perfumando de áloe una túnica, o comparando diferentes inciensos con sus doncellas, o jugando a lanzar abanicos o al go. Como exigía elegancia incluso en los juegos pero no era muy experta en el go, jugaba a las cinco en raya para utilizar su tablero favorito, que era una pieza de laca del siglo XV con un dibujo de flores otoñales. Hacía las tres colaciones diarias en una bandeja propia de una casa de muñecas, y comía en cuencos de laca. Cuando tenía sed se le acercaba respetuosamente una doncella con la tetera sobre una peana, y cuando le apetecía fumar se sentaba a su lado una doncella para llenarle una pipa larga y encenderla. Por las noches dormía detrás de un biombo bajo decorado al estilo de Kōrin; si al despertarse por la mañana hacía frío, mandaba extender en el suelo papel encerado y traer agua caliente y se lavaba la cara allí mismo con jarro y jofaina. Como era así para todo, los viajes resultaban laboriosos. Siempre tenía que llevar por lo menos una criada; Oshizu se ocupaba de esto y de lo otro, y hasta mi padre tenía que colaborar. Cargar con el equipaje de la señorita Oyū, vestirla, darle masajes: cada cual tenía asignada su tarea para que no le faltase de nada. En esa época el niño ya estaba destetado y confiado a los cuidados de un aya. La señorita Oyū no le llevaba consigo casi nunca. Pero una tarde que habían ido a Yoshino para ver las flores, la señorita Oyū se quejó de tener los pechos hinchados, y tan pronto como llegaron al hotel le pidió a Oshizu que le sacara la leche. Viéndolas en acción, mi padre dijo riendo: Se te da muy bien. Estoy acostumbrada a beberle la leche, dijo Oshizu. Me lo ha pedido más de una vez desde que nació Hajime, porque al niño le amamanta la nodriza. ¿A qué sabe?, preguntó mi padre. Yo no recuerdo a qué sabía cuando era pequeña, pero ahora le encuentro un sabor curiosamente dulce. ¿Quieres probarla?, dijo Oshizu. En una taza recogió algunas gotas que caían del pezón y se la pasó a mi padre. Él tomó un sorbo. Sí, está dulce, dijo fingiendo indiferencia. Pensó que Oshizu le había ofrecido la leche con alguna intención; se sonrojó y le dieron ganas de salir corriendo. Un gusto extraño, dijo, y la señorita Oyū rio alegremente cuando mi padre salió a la terraza. Después de aquello Oshizu empezó a gastarle toda clase de bromas; quizá le divertía verle incómodo o azarado. Durante el día lo normal era que tuvieran gente alrededor, pero en las raras ocasiones en que estaban los tres solos Oshizu se levantaba de pronto y les dejaba juntos largo rato, para reaparecer cuando mi padre ya empezaba a ponerse nervioso. Si se sentaban juntos, siempre le hacía sentarse al lado de la señorita Oyū. Si jugaban a las cartas o a otra cosa, se empeñaba en que él jugase contra la señorita Oyū y la tuviera enfrente. Si la señorita Oyū le pedía ayuda para liarse la faja, Oshizu llamaba a mi padre con la excusa de que era mejor la fuerza de un hombre; si había que ayudar a la señorita Oyū a calzarse unos zapatos nuevos, Oshizu decía que los broches estaban muy duros y mi padre tenía que echar una mano; y siempre ella disfrutaba viéndole pasar un mal rato. Eran bromas sin duda inocentes; mi padre sabía que no había maldad ni intención de burla. Es posible que Oshizu obrara a impulsos de su generosidad: quizá pensara que actuando de ese modo contribuía a romper el hielo entre mi padre y la señorita Oyū, y a que la presión de las circunstancias les empujaran por fin a abrir sus corazones. Parecía estar esperando un aumento de esa presión, un paso en falso.

Pero la vida siguió discurriendo tranquilamente para los dos, hasta que un día hubo un incidente entre Oshizu y la señorita Oyū. Mi padre, sin saber nada, fue a visitar a la señorita Oyū, y en cuanto que ella le vio se apartó de su vista ocultando las lágrimas. Era la primera vez que ocurría algo así. ¿Sucede algo?, preguntó mi padre a Oshizu. Se ha enterado, dijo Oshizu. Hemos llegado a un punto en el que había que decir algo, y se lo he dicho. Pero Oshizu no añadió nada más; no explicó cómo se había originado aquella situación, y por lo tanto mi padre no entendió bien qué era lo que había hecho. Probablemente Oshizu vio llegada la hora de confesar la verdad: su hermana se sentiría avergonzada y les echaría una reprimenda cuando supiera que no eran realmente marido y mujer, pero al cabo de tanto tiempo se dejaría vencer por el cariño que les tenía. Oshizu observaría a su hermana atentamente y escogería el momento apropiado para dirigir la conversación hacia el tema. Sabía reconocer los estados de ánimo y ser oportuna, y, quizá porque se tomaba las cosas un poco demasiado en serio, recordaba en cierto modo a esas geishas ya mayores que son expertas en concitar voluntades. Lo cierto es que parecía nacida para dedicarse en cuerpo y alma a la señorita Oyū. No hay nada en el mundo que me haga más feliz que poder ayudar a mi hermana, decía; no sé por qué me pasa, pero cuando le veo la cara me olvido de mí. Es verdad que se la podría acusar de enredadora, pero tanto la señorita Oyū como mi padre comprendían que actuaba así por cariño desinteresado hacia su hermana, y sólo podían estarle agradecidos. Al principio la señorita Oyū se quedó atónita. No tenía la menor idea de haber ocasionado semejante crimen. Me hace temblar por la vida futura, dijo estremecida. Pero podían anular su pacto, añadió, y suplicó que vivieran como un matrimonio de verdad. No lo hacemos porque nos lo hayas pedido tú, replicó Oshizu. Shinnosuke y yo estamos haciendo lo que nosotros queremos. Tú no tienes que inquietarte, pase lo que pase. He hecho mal en hablar. Lo mejor será que no te des por enterada. Ya que no estaban dispuestos a entrar en razón, la señorita Oyū se abstuvo durante un tiempo de visitar a la pareja; pero tampoco podía hacer nada que les dejara en mal lugar, puesto que toda la parentela sabía lo unidos que estaban. Pronto volvieron a verse, y el plan de Oshizu acabó saliendo bien. Sí; si pudiéramos asomarnos al corazón de la señorita Oyū, descubriríamos tal vez que en su interior algo se había calmado, como si se hubieran aflojado las ataduras que ella misma se había impuesto. Probablemente no fuera capaz de condenar la fidelidad de su hermana. Desde entonces se volvió a manifestar su magnanimidad innata, y dejó que la pareja hiciera lo que quisiera. Confiaba en su discreción, y, reconociera o no su solicitud, llegó a aceptarla sin resistencia. Fue por entonces cuando mi padre la empezó a llamar la dama Oyū. Un día que estaban hablando de ella, Oshizu le pidió que dejara de nombrarla como la hermana mayor de los dos, y él entonces optó por llamarla la dama Oyū, pensando que era el apelativo que mejor le cuadraba. No tardó en llamarla así a todas horas, y cuando se le escapó en presencia de la señorita Oyū ella dijo que le gustaba, y que esperaba que la llamaran así entre los dos. Y añadió: Yo agradezco que todo el mundo me trate tan bien, pero usted debe entender que me educaron para no esperar menos. Siempre estoy de buen humor si los demás me hacen mucho caso. Le voy a dar algunos ejemplos de los caprichos de niña de la señorita Oyū. Una vez le puso a mi padre una mano delante de la nariz y le dijo: Quiero que no respire hasta que diga Ya. Mi padre lo intentó hasta que no pudo más y dejó escapar un poco de aire. ¡Aún no he dicho Ya!, exclamó la señorita Oyū enfadada; y de ahí pasó a cerrarle los labios con los dedos o taparle la boca con una tira doblada de crespón rojo. Decía mi padre que en aquellos momentos se le ponía la cara de una niña pequeña y parecía increíble que fuera una mujer de más veinte años. Otras veces le decía: No me mire; junte las manos y siéntese bien, con los ojos bajos; y prohibiéndole reírse le hacía cosquillas debajo del mentón y en los costados, o decía: No se puede decir Ay, y le pellizcaba por todas partes. Le encantaban esas travesuras. No se puede usted dormir, decía, aunque yo me duerma. Si le entra sueño, aguántese y no deje de mirarme a la cara mientras duermo. Se dormía tranquilamente, y, cuando mi padre también empezaba a cabecear, ella se despertaba y le soplaba en la oreja o le hacía cosquillas en la cara con un papel retorcido para espabilarle. Mi padre decía que la señorita Oyū había nacido para las tablas; en sus ideas y en sus gestos había una teatralidad espontánea, que realzaba su personalidad alegre y acrecentaba su encanto, sin artificio y sin afectación; y la mayor diferencia entre Oshizu y la señorita Oyū era que Oshizu no tenía ese lado teatral. Sólo la señorita Oyū podía sentirse en su elemento tocando el koto con una túnica larga de ceremonia, o sentada tras una cortina de túnicas y bebiendo sake de la copa de laca que le servía una doncella.

Claro está que si la relación entre los tres pudo desarrollarse así fue gracias a los esfuerzos de Oshizu, y porque la señorita Oyū pasaba mucho tiempo en casa de los Seribashi, donde había más intimidad que en casa de los Kayukawa. Oshizu ejercitaba su ingenio de muchas maneras. ¿No te parece que es un gasto inútil llevarse de viaje a una criada?, dijo un día. No echarás en falta nada teniéndome a mí. De esa manera pudieron ir los tres solos a los santuarios de Ise y Kotohira. Oshizu, vestida con sencillez como una doncella, hacía instalar su lecho en la antecámara. Los tres adaptaban sus relaciones para la ocasión y ponían cuidado en las fórmulas de tratamiento. Cuando se alojaban en un hotel, lo más sencillo habría sido que la señorita Oyū y mi padre se condujeran como marido y mujer; pero, como la señorita Oyū tendía al papel de gran señora, mi padre fingía ser su mayordomo o su administrador, o un artista acogido a su protección. De viaje, tanto él como Oshizu la llamaban Señora. Ése era uno de los juegos favoritos de la señorita Oyū. No bebía mucho, pero con un poco de sake en la cena se volvía muy osada, y se reía a carcajadas aunque hasta entonces se hubiera mostrado seria y tranquila. Pero aquí debo decir algo en defensa tanto de la señorita Oyū como de mi padre: aunque su relación llegara tan lejos, ninguno de los dos la llevó hasta el final. Se podría decir, por supuesto, que para entonces ya daba lo mismo, y no basta para excusarles; pero yo quiero creer a mi padre, que un día le dijo a Oshizu: A estas alturas ya no se trata de quedar bien ante ti, pero te juro por todos los dioses y budas que te somos fieles aunque durmamos el uno al lado del otro. A lo mejor no es lo que tú quieres, pero tanto la dama Oyū como yo temeríamos por nuestra alma si te humillásemos hasta ese punto. Así que, en fin, nos abstenemos por el bien de nuestra conciencia. Seguramente era así, pero es lógico pensar que otro elemento sería el temor a lo que pudiera ocurrir si la señorita Oyū se quedara encinta. En cualquier caso, la castidad se puede interpretar en sentido amplio o estrecho; tal vez no pueda yo decir que la señorita Oyū fuera inmaculada. A este respecto me acuerdo de que mi padre tenía en gran veneración un juego de ropa suya de invierno que guardaba en una caja de madera de paulonia, con el rótulo Incienso de Aloe caligrafiado por ella misma. Una vez me enseñó lo que contenía. Sacando del fondo una larga camisa de estilo Yūzen, me la tendió diciendo: La señorita Oyū llevaba esto junto a la piel. Mira qué crespón tan grueso. Yo lo tomé. No se parecía en nada al tejido de ahora: el crespón de entonces era muy fruncido y de hilo grueso; era pesado como una cota de malla. Pesa, ¿verdad?, dijo mi padre. Ya lo creo, dije yo; y él asintió como satisfecho de mi respuesta. El crespón no tiene que ser blando, dijo; el verdadero valor de la tela está en esas arrugas que le dan peso. Se siente mucho mejor la suavidad de la piel de una mujer al tocarla junto a esas arrugas gruesas. El crespón parece tener más cuerpo y ser más bonito, y más agradable al tacto, cuanto más tersa es la piel de la persona que lo lleva. La señorita Oyū tenía las manos y los pies delicados, y esa delicadeza se apreciaba todavía mejor al lado de este crespón. Alzó la camisa entre las manos. No sé cómo podía con tanto peso, dijo dando un suspiro, y frotó la mejilla contra la prenda como si abrazara a su dueña.

Entonces ya sería usted muy crecido cuando su padre le enseñó la camisa, dije yo, que hasta ese momento había escuchado el relato en silencio. Difícilmente podía entender eso un chiquillo. No, no tendría más de diez años. Pero mi padre me hablaba como a un adulto. Yo entonces no lo entendí, por supuesto; pero guardé sus palabras, y al madurar fui poco a poco vislumbrando el sentido. Comprendo. Entonces permítame una pregunta: si la relación de su padre con la señorita Oyū fue como usted dice, ¿usted de quién es hijo? Buena pregunta. No puedo acabar mi historia sin decírselo; le ruego que escuche un poco más. El curioso amor que he descrito entre mi padre y la señorita Oyū no duró mucho tiempo; sólo tres o cuatro años, comenzando cuando ella tenía veintitrés o veinticuatro. Y tenía veintisiete, si no me equivoco, cuando Hajime, el hijo que le dejó su difunto marido, murió de un sarampión complicado con pulmonía. La muerte del niño afectó a las circunstancias de la señorita Oyū, y por lo tanto a la vida entera de mi padre. Hacía ya algún tiempo que la excesiva frecuencia con que la señorita Oyū visitaba a su hermana y su cuñado había empezado a suscitar comentarios; no entre los Kosobe, que no decían nada, sino entre su suegra y otros de la familia Kayukawa, y había quien no se explicaba la actitud de Oshizu. Por mucha habilidad que pusiera en su papel, era natural que antes o después la gente empezara a mirarla con extrañeza. La mujer de Seribashi se pasa de buena, decían, y el cariño entre hermanas tiene sus límites. Cuando las habladurías empezaron a ser molestas, mi tía, que había adivinado la verdad, fue la única persona que se preocupó por los tres. Al principio la familia Kayukawa no había hecho caso de los rumores, pero al morir Hajime incluso ellos criticaron a la señorita Oyū por negligencia. No se puede negar que en eso hizo mal. Yo no creo que su amor a su hijo hubiera disminuido, pero hacía tiempo que tenía la costumbre de dejarle al cuidado del aya. Dicen que estuvo medio día apartada de la cabecera, y fue en esas horas cuando el niño contrajo la pulmonía. La señorita Oyū fue importante para la familia mientras vivió el niño, pero una vez muerto… Recientemente había habido rumores poco agradables, y todavía era muy joven; quizá sería lo mejor reintegrarla a los suyos antes de que se complicaran las cosas, pensaron. ¿Su familia la acogería de nuevo? Al cabo de arduas negociaciones sobre ése y otros asuntos, las dos familias convinieron la manera de borrar amigablemente a la señorita Oyū del registro familiar de los Kayukawa sin perjuicio para nadie, y la señorita Oyū volvió junto a los Kosobe. Su hermano mayor, ahora jefe de familia, no la recibió mal; al fin y al cabo había sido la favorita de sus padres, y él estaba molesto por lo que habían hecho los Kayukawa; pero ya no era igual que en vida de los padres, y ella tuvo que notar cierta reserva. Oshizu la animó a irse a su casa si no se sentía a gusto con los Kosobe, pero el hermano se opuso, señalando que había que ser discreto mientras persistieran las habladurías. En opinión de Oshizu su hermano quizá sabía la verdad, y una razón para creerlo es que cosa de un año después el hermano instó a la señorita Oyū a volver a casarse. El pretendiente era un fabricante de sake de Fushimi llamado Miyazu. Era mucho mayor que la señorita Oyū, pero solía visitar a los Kayukawa y hacía tiempo que conocía su particular carácter. Tenía prisas por concertar la boda, porque había enviudado recientemente. Al parecer hizo una proposición muy generosa: si la señorita Oyū accedía a casarse, no la llevaría al almacén de Fushimi; ampliaría la villa que poseía en el lago Ogura, construiría a su gusto un pabellón al estilo de las casas de té, y la instalaría allí. La señorita Oyū gozaría del mayor de los respetos y viviría aún con mayor lujo que cuando estaba con los Kayukawa. El hermano, entusiasmado, la animó a dar el sí. La buena suerte te acompaña, decía. Casarte con él y dejar en evidencia a todos los que hablan de ti, ¿no es lo mejor? Incluso habló con Oshizu y mi padre para que le plantearan la cuestión con tacto y la convencieran, acallando así los rumores. Si mi padre hubiera estado resuelto a llevar su amor hasta el fin, en ese punto no habría tenido otra salida que suicidarse con la señorita Oyū. De hecho tengo entendido que más de una vez tomó esa resolución, pero la presencia de Oshizu le impedía ponerla en práctica. En una palabra, le parecía mal dejar sola a Oshizu, y no quería que muriera con él y la señorita Oyū. También Oshizu tuvo miedo de quedarse sola. Llevadme con vosotros, le suplicaba; no soportaría quedarme fuera al final. Me dicen que fue la única vez que se mostró celosa. Otro factor que debilitó aún más la determinación de mi padre fue la compasión por la señorita Oyū. Una persona como ella debía conservarse siempre lozana e inocente, servida por una multitud de doncellas y viviendo con esplendor; permitir la muerte de alguien así sería cruel. Esa idea influyó en él más que ninguna otra cosa, decía. Confió sus sentimientos a la señorita Oyū. Vale usted demasiado para acompañarme en la muerte. Una mujer cualquiera podría morir por amor, pero usted ha sido favorecida con abundancia de fortuna y cualidades. Desperdiciarlas sería impropio de su nobleza. Así que, por favor, váyase a vivir a esa mansión del lago Ogura, tras sus tabiques y biombos deslumbrantes. Yo seré más feliz imaginándola ahí que muriendo con usted. Lo digo porque sé que no va a pensar que mi corazón haya cambiado ni que me dé miedo morir. Precisamente porque esas ideas mezquinas no se le ocurrirían jamás le puedo hablar con toda confianza. Usted nació con la grandeza de ánimo capaz de renunciar con una sonrisa a un hombre como yo. La señorita Oyū, que escuchaba en silencio las palabras de mi padre, dejó caer una lágrima; pero en seguida alzó el rostro sin dejarse abatir. Sí, creo que tiene usted razón, dijo. Hagámoslo así. No parecía en absoluto descompuesta, ni pretendió buscar excusas. Mi padre decía que nunca la había visto tan noble y distinguida como en aquel momento.

Así que poco después la señorita Oyū se volvió a casar en Fushimi; pero al parecer Miyazu era un vividor y se había casado con ella por capricho. Dicen que se aburrió de ella en seguida, y que rara vez aparecía por la villa. Por otra parte, no ahorraba ningún gasto en aquella casa donde tenía entronizada a su esposa como quien tiene un objeto de valor en una vitrina, y de esa manera la señorita Oyū siguió viviendo como antes, en un mundo calcado de las ilustraciones del Genji Rústico. En Osaka, por el contrario, la familia Kosobe y la familia de mi padre vinieron a menos desde entonces, y, como he dicho antes, cuando murió mi madre habíamos llegado al punto de vivir en una casa de vecindad de un callejón. Sí, la madre a la que me refiero es Oshizu. Oshizu me trajo al mundo. Mi padre, después de decir adiós a la señorita Oyū, considerando las penalidades que durante tanto tiempo había soportado Oshizu y sintiendo una enorme ternura hacia la hermana pequeña de la señorita Oyū, consumó su matrimonio. Dicho esto el hombre se calló, como si le hubiera cansado hablar tanto rato, y sacó de la faja su tabaquera.
Gracias por esa historia apasionante. Ahora comprendo por qué su padre le llevaba de niño junto a la villa del lago Ogura. Pero si no me equivoco decía usted que desde entonces va allí todos los años a contemplar la luna. Es más, creo recordar que esta misma noche se dirigía hacia allí. Sí, repuso él, ahora reemprenderé el camino. Todavía hoy, si me acerco a la villa en el plenilunio de otoño y miro a través del seto, la señorita Oyū estará tocando el koto y sus doncellas danzarán para ella. Es extraño, pensé, y dije en voz alta: La señorita Oyū deberá tener ya cerca de ochenta años, ¿no?; pero sólo me respondió el murmurar del viento en la maleza. Ya no vi las cañas que cubrían la orilla. Y el hombre había desaparecido, como si se hubiera disuelto en el claro lunar.