Operación rescate, de Harry Harrison

—¡Tira, tira, no pares! —gritó Dragomir, aferrando las cuerdas alquitranadas de la red. Junto a él, en la cálida oscuridad, Pribislav Polasek lanzó un gruñido al conseguir erguirse sobre las cuerdas húmedas. No era posible distinguir la red en las negras aguas, pero la luz azul atrapada en ella ascendía poco a poco hacia la superficie.

—Se está resbalando… —gimió Pribislav, y agarró con fuerza la áspera borda de la pequeña embarcación.

Pudo ver la luz azul del casco durante un instante, la mirilla de vidrio y el cuerpo cubierto con un traje especial que se desvanecieron en la oscuridad y a continuación se escurrieron, liberándose de la red. Tan sólo alcanzó a ver fugazmente una forma oscura antes de que desapareciera.

—¿Lo has visto? —preguntó—. Justo antes de hundirse, ha dicho adiós con la mano.

—¿Cómo puedo estar seguro? La mano se ha movido. Podía haber sido la red o podría seguir con vida. —Dragomir tenía el rostro inclinado, hasta tocar casi la cristalina superficie del agua, pero ya no había nada más que ver—. Podría estar vivo.

Los dos pescadores se recostaron en el barco y se escrutaron mutuamente bajo la dura luz de la lámpara de acetileno que titilaba en la proa. A pesar de la gran similitud de sus anchos y sucios pantalones y sus descoloridas camisas, eran dos hombres muy diferentes. Las manos de ambos estaban profundamente curtidas y encallecidas tras una vida de duro trabajo; sus mentes habían perdido reflejos debido a los padecimientos y los años.

—No podemos sacarlo con la red —dijo finalmente Dragomir, hablando primero, como de costumbre.

—Entonces necesitaremos ayuda —añadió Pribislav—. Hemos anclado aquí la boya, de manera que podremos volver a encontrar el lugar.

—Sí, necesitamos ayuda. —Dragomir abrió y cerró sus grandes manos y luego se inclinó hacia adelante para recoger el resto de la red—. El buceador, ese que sigue con Korenc, la viuda, sabrá qué hacer. Se llama Kukovic y Petar dijo que se doctoró en Ciencias en la Universidad de Liubliana.

Se pusieron a remar y la pesada embarcación comenzó a desplazarse con ritmo firme por la superficie cristalina del Adriático. Antes de que hubieran alcanzado la orilla, el cielo había clareado y, cuando atracaron en el malecón de Brbinj, el sol se hallaba por encima del horizonte.

Joze Kukovic miró la bola ascendente del sol, que ya calentaba su piel, bostezó y se estiró. La viuda salió con el café, arrastrando los pies, farfulló un buenos días y lo depositó en la barandilla del porche. Jo apartó la bandeja a un lado y se sentó junto a ella, tomó la pequeña cazuela por su largo mango y vertió todo el café en su taza. El espeso café turco lo despertaría a pesar de la hora intempestiva. Desde la barandilla disfrutaba de una buena vista sobre la calle polvorienta y sin asfaltar hasta el puerto lleno de bullicio. Dos mujeres, con el agua de la mañana en cántaros de latón haciendo equilibrios sobre sus cabezas, se detuvieron a charlar. Los campesinos iban llegando con sus productos al mercado matutino, cestas de repollos y patatas y banastas de tomates, amarradas con correas sobre burros enanos. El rebuzno de uno de ellos quebró ásperamente la serenidad de la mañana, haciendo rebotar sus ecos en las construcciones amarillentas. Ya hacía calor. Brbinj era una aldea en el límite de ninguna parte, situada entre un océano vacío y colinas estériles, dormida durante siglos y muriéndose paulatinamente. No había distracciones allí, si no se tenía en cuenta el mar. Pero bajo la serenidad azul y plana del agua había otro mundo, uno que Joze amaba.

Las frías sombras, los profundos valles, tenían más vida que todo el litoral condenado por el sol que lo rodeaba. Aventura y emoción, también. Justo el día anterior, demasiado entrada la tarde para hacer una exploración de verdad, había encontrado una galera romana medio enterrada en la arena del fondo. Hoy sería el primer ser humano que penetrara en ella después de dos mil años. Sólo el cielo sabía lo que encontraría allí. Esparcidos alrededor de ella, en la arena, había hallado fragmentos de ánforas rotas. Quizá en el interior del casco hubiera alguna intacta.

Mientras se deleitaba bebiéndose el café a sorbos, observó la pequeña embarcación amarrada en el puerto y se preguntó por qué los dos pescadores tenían tanta prisa. Casi corrían, y nadie corría allí en verano. El más corpulento de ellos se detuvo bajo su porche y lo llamó.

—Doctor, ¿podemos subir a verlo? Se trata de algo urgente.

—Sí, por supuesto. —Estaba sorprendido y se preguntaba si realmente lo habrían tomado por médico.

Dragomir tomó la delantera sin saber muy bien por dónde empezar. Señaló el océano.

—Cayó allí fuera la pasada noche, nosotros lo vimos. ¿Quizá… un sputnik?

—¿Un viajero? —Joze Kukovic arrugó la frente, sin estar muy seguro de lo que había oído. Cuando las gentes del lugar estaban nerviosas, resultaba difícil seguir su dialecto. Para ser un país tan pequeño, Yugoslavia tenía que bregar con una multitud de lenguas.

—No, no era un putnik, sino un sputnik, una nave espacial rusa.

—O americana —Pri habló por primera vez, aunque nadie le hizo caso.

Joze sonrió y tomó un sorbo de café.

—¿Están seguros de que lo que vieron no era un meteorito? En esta época del año siempre hay una lluvia intensa de meteoritos.

—Era un sputnik —insistió Dragomir, imperturbable—. La nave se precipitó lejos, en el Jadransko Mor, y desapareció. Nosotros lo vimos. Pero el piloto espacial cayó casi encima de nosotros, en el agua…

—¿El qué? —exclamó Joze, poniéndose bruscamente de pie y golpeando la bandeja del café, que cayó al suelo. A pesar de ser de latón y producir un gran estrépito, nadie se dio cuenta de ello—. ¿Había un hombre en esa cosa y consiguió salir?

Los dos pescadores asintieron simultáneamente y Dragomir continuó.

—Vimos caer esa luz desde el sputnik cuando pasó sobre nosotros y cayó al agua. Yo tan sólo alcancé a ver una luz. Remamos hasta allí tan deprisa como pudimos. Todavía se estaba hundiendo. Lanzamos una red y tratamos de capturarlo…

—¿Tienen al piloto?

—No, pero cuando lo izamos a la superficie conseguimos ver que estaba enfundado en un traje grueso con una ventana, como la del traje de buceo, y tenía algo en la espalda, algo como esas bombonas suyas.

—Dijo adiós con la mano —añadió Pri.

—Quizá dijo adiós o quizá no, no hay manera de estar seguros. Volvimos a puerto en busca de ayuda.

El silencio se prolongó hasta que Joze se dio cuenta de que él era la ayuda que andaban buscando y que los pescadores le habían transferido a él la responsabilidad. ¿Qué debería hacer primero? El astronauta podría disponer de su propia reserva de oxígeno. Joze ignoraba qué volumen de aire tenían los suministros para los amerizajes, pero si era el suficiente, aún podría estar con vida.

Joze caminaba de un lado a otro mientras pensaba. Era de baja estatura y chaparro e iba vestido con sandalias y pantalones cortos. No era un individuo atractivo, su nariz era demasiado grande y sus dientes llamaban la atención, pero lo cierto es que daba cierta sensación de poder. Se detuvo y señaló a Pri.

—Vamos a tener que sacarlo. ¿Pueden encontrar el sitio?

—Hay una boya.

—Bien. Quizá necesitemos un médico. No tienen ninguno aquí, pero… ¿hay uno en Osor?

—El doctor Bratos, pero es muy mayor.

—Mientras esté vivo, tendremos que contar con él. ¿Hay alguien en la aldea que sepa conducir un coche?

Los dos pescadores miraron el tejado y reflexionaron mientras Joze luchaba por controlar su agitación.

—Sí, creo que sí —respondió finalmente Dragomir—. Petar fue partisano.

—Es cierto —remató el otro pescador—. Ha contado muchas veces cómo robaron los camiones alemanes y luego los conducían…

—Está bien, entonces uno de ustedes irá en busca de ese Petar y le dará las llaves de mi coche. Es un coche alemán, de modo que sabrá manejarlo. Díganle que traiga al doctor en seguida.

Dragomir cogió las llaves, pero se las pasó a Pri, quien se marchó corriendo.

—Y ahora vamos a ver si podemos sacar al piloto —dijo Joze agarrando su equipo de buceo y adelantándose camino de la embarcación.

Remaron codo con codo, aunque la potente palada de Dragomir hizo la mayor parte del trabajo.

—¿Qué profundidad tiene el agua aquí? —preguntó Joze, que ya estaba sudando mientras el sol caía a plomo sobre su piel.

—El Kvarneric es más profundo por Rab, pero nosotros estuvimos de pesca enfrente de Trstenilc y allí el fondo estaba a unas cuatro brazadas. Ya estamos llegando a la boya.

—Siete metros, no tendría que ser demasiado difícil encontrarlo. —Joze se arrodilló en la cubierta de la barca y se puso su equipo de buceo. Se lo abrochó con fuerza, comprobó las válvulas y se dirigió al pescador antes de morder la boquilla.

—Mantenga el barco cerca de la boya y yo la usaré como guía mientras busque. Si necesito ayuda o que me lance un cabo, saldré a la superficie donde se encuentre el astronauta y entonces podrá acercarse con la embarcación.

Abrió el oxígeno y se lanzó por un lado. Las frías aguas lo fueron cubriendo hasta que desapareció totalmente bajo la superficie. Con una fuerte patada, Joze inició el descenso hacia el fondo, siguiendo la trayectoria de la cuerda de la boya. Casi en seguida vio al hombre con los brazos y piernas extendidos sobre la arena blanca del fondo.

Joze descendió buceando, obligándose a desplazarse con suavidad pese a su nerviosismo. Los detalles se hicieron más nítidos a medida que iba descendiendo. No existían señales que lo identificaran en el traje presurizante, de manera que podría ser americano o ruso. Era un traje sólido, de metal o plástico reforzado y de color verde, con una sola mirilla de vidrio plana en el casco.

Debido a que la distancia y el tamaño son engañosos bajo el agua, Joze llegó a la arena al lado del cuerpo antes de darse cuenta de que este tenía menos de un metro veinte de estatura. Jo se quedó boquiabierto por la sorpresa y a punto estuvo de soltar la boquilla.

Entonces miró a través de la ventanilla y vio que la criatura que había en su interior no era humana.

Joze tosió un poco y expulsó una columna de burbujas; había estado reteniendo la respiración sin darse cuenta. Se limitó a flotar, batiendo las manos suavemente para permanecer en posición, contemplando el rostro del interior del casco.

Estaba quieto como una figura de cera, de cera verde con una superficie rugosa. Tenía dos hendiduras en el lugar de las fosas nasales, una rendija por boca y dos grandes globos oculares que, aunque no se dejaban ver, se adivinaban prominentes por la presión que parecían ejercer sobre los párpados cerrados. La disposición de las facciones era, en líneas generales, humana, pero ningún ser humano tenía la piel de ese color o contaba con una cresta carnosa, visible en parte a través de la ventanilla y que arrancaba por encima de los ojos cerrados. Joze fijó ahora su mirada en el traje, confeccionado con algún material desconocido, y en el compacto aparato de regeneración atmosférica que llevaba el alienígena en la espalda. Pero ¿qué clase de atmósfera? Volvió a mirar a la criatura y vio que sus ojos se habían abierto y que aquella cosa lo estaba observando.

El miedo fue su primera reacción: salió disparado hacia atrás como un pez sobresaltado. Entonces, enfadado consigo mismo, regresó sobre sus brazadas. El alienígena alzó un brazo lentamente y luego lo dejó caer con languidez. Joze miró a través de la mirilla y comprobó que los ojos habían vuelto a cerrarse. El alienígena estaba vivo, pero era incapaz de moverse. Quizá estuviera herido y sufriendo. Los restos de la nave de aquella criatura atestiguaban que algo había ido mal en el amerizaje. Sostuvo el diminuto cuerpo entre sus brazos tan suavemente como pudo, alcanzándolo desde abajo, y trató de soslayar una sensación de repulsión cuando el frío tejido del traje le rozó los brazos desnudos. Tan sólo era metal o plástico. Debía mantener una actitud científica. Cuando levantó y transportó aquella forma flácida y casi ingrávida hasta la superficie, sus ojos aún no se habían abierto.

—¡Eh, torpe y estúpido campesino, ayúdame! —gritó, escupiendo la boquilla y manteniéndose a flote sobre la superficie. Pero Dragomir sólo sacudió la cabeza en señal de terror y se retiró hasta el extremo de la proa al ver lo que el doctor había subido de las profundidades.

—¡Es una criatura de otro mundo y no puede hacerte daño! —insistió Joze, pero el pescador no se acercó.

Joze maldijo a voz en grito y a duras penas consiguió subir a cubierta al alienígena. Luego saltó al interior de la embarcación. Aunque doblaba en tamaño a Joze, Dragomir se avino, por las amenazas de violencia, a coger los remos. No obstante, empleó el juego de escálamos más alejados y que dificultaron notablemente la palada. Joze arrojó su equipo de buceo al fondo del barco y miró más de cerca el tejido que se estaba secando del traje espacial del alienígena. En su entusiasmo creciente, su temor hacia lo desconocido quedó en el olvido. Él era físico nuclear, pero recordaba lo suficiente de química y mecánica para saber que aquel material era absolutamente imposible según los principios terrestres.

De color verde claro, era tan duro como el acero sobre las extremidades y el torso de la criatura, aunque era blando y se doblaba fácilmente en las articulaciones, como comprobó al levantar y dejar caer el flácido brazo. La mirada de Joze recorrió la figura diminuta del alienígena. Había un arnés grueso en el centro, más o menos donde un ser humano tendría la cintura; de él colgaba un abultado contenedor, como una escarcela más grande de lo normal. El traje no tenía costuras en apariencia de no ser… ¡por la pierna derecha! Estaba retorcida por dentro y aplastada como si hubiera sido atenazada por unas pinzas gigantes. Quizá eso explicara la falta de movimiento de la criatura. ¿Podría estar herida? ¿Sufría?

Sus ojos volvieron a abrirse y Joze advirtió con un gran sobresalto que el casco estaba inundado de agua. Debía de haberse filtrado. ¡La criatura iba a ahogarse! Agarró el casco tratando de desenroscarlo, tirando de él presa del pánico, mientras los ojos de la criatura lo miraban.

Entonces se obligó a pensar y lo dejó estar con vacilación. El alienígena aún estaba inmóvil, con los ojos abiertos y sin que salieran aparentemente burbujas de los labios o la nariz. ¿Respiraba? ¿Estaba inundado el interior o quizá siempre había tenido agua? ¿Era agua? ¿Quién sabía qué extraña atmósfera respiraría el alienígena: metano, cloro, dióxido de azufre? ¿Por qué no agua? El líquido ya estaba dentro, casi seguro, el traje no tenía filtraciones y la criatura parecía inalterada.

Joze levantó la vista y comprobó que las aterrorizadas paladas de Dragomir les habían conducido al interior del puerto. En la orilla ya se había concentrado una multitud, aguardándolos.

La embarcación estuvo a punto de volcar cuando Dragomir saltó hacia atrás lleno de pánico sobre el malecón. Fueron a la deriva y Joze agarró el cabo de amarre y lo enrolló en sus manos.

—Aquí —gritó—. Agárrenlo, átenlo a esa argolla.

Nadie lo oyó. O si lo hicieron, fingieron lo contrario. Clavaron la vista en la verdosa figura enfundada que yacía sobre el espacio de popa y una ola de murmullos se extendió, como el viento entre las ramas de los pinos. Las mujeres cerraron con fuerza los puños y cruzaron los brazos sobre el pecho.

—¡Cojan esto! —gritó Joze con los dientes apretados, esforzándose por no perder los estribos.

Arrojó la soga sobre las piedras del malecón y el gentío la evitó. Un joven la agarró y la pasó poco a poco por la herrumbrada argolla. Sus manos temblaban, tenía la cabeza ladeada hacia un lado y estaba rígidamente boquiabierto. Era un retrasado, demasiado simple para comprender lo que estaba pasando; se había limitado a obedecer la orden.

—Ayúdenme a desembarcar esta cosa —requirió Joze e, incluso antes de acabar de pronunciar toda la frase, se percató de la inutilidad de la petición.

Los campesinos se habían retirado, una muchedumbre con la expresión perdida que compartía el mismo temor hacia lo desconocido. Las mujeres eran muñecas enormes y atónitas envueltas en sus anchas faldas hasta las rodillas, con sus medias negras y zapatos altos de fieltro. Tendría que hacerlo por sí solo. Sin perder el equilibrio sobre el barco mecido por las olas, sostuvo al alienígena contra su pecho y lo depositó cuidadosamente sobre la pétrea superficie del malecón. El círculo de curiosos se apartó todavía más. Algunas mujeres prorrumpieron en alaridos y huyeron hacia sus casas mientras los hombres refunfuñaban cada vez más alto. Joze no hizo caso.

Esas gentes no le iban a resultar de ninguna ayuda e incluso podrían llegar a causarle problemas. Su propia habitación podía ser el lugar más seguro; dudó de que allí lo dejaran en paz totalmente. Acababa de recoger al alienígena cuando un recién llegado se abrió paso entre la concurrencia.

—Eh… ¿qué es eso? ¡Un vrag! —El viejo cura señaló con horror al alienígena que estaba en los brazos de Joze y retrocedió mientras buscaba torpemente su crucifijo.

—¡Basta de supersticiones! —exclamó Joze con brusquedad—. No es ningún diablo, tan sólo es una criatura sensible, un viajero. Y ahora apártese de mi camino.

Joze avanzó y el gentío salió de estampida. Andaba tan rápidamente como podía, tratando de ocultar su premura y dejando atrás a la multitud. Oyó unos pasos rápidos a su espalda y volvió su mirada por encima del hombro. Era el sacerdote, el padre Perc. Su sucia sotana se agitaba y el aliento le silbaba en la garganta por el esfuerzo poco habitual.

—Dígame, ¿qué está usted haciendo…, doctor Kukovic? ¿Qué es esa… cosa? Dígame.

—Ya se lo he dicho. Un viajero. Dos pescadores del lugar vieron algo procedente del cielo que se estrelló. Este… alienígena salió de allí. —Joze lo explicó con tanta serenidad como pudo. Podría haber problemas con el pueblo, pero no si el sacerdote estaba de su parte—. Es una criatura de otro mundo, un animal que respira agua y está herido. Debemos ayudarlo.

El padre Perc se adelantó por un lado mientras observaba con disgusto evidente al alienígena inmóvil.

—Es una equivocación —farfulló—, esto es algo impuro, Sao duh…

—No es ningún demonio ni diablo. ¿Quiere quitárselo de la cabeza? La Iglesia reconoce la posibilidad de la existencia de criaturas de otros planetas, incluso los jesuitas teorizaron sobre ello, de modo que por qué no usted. Incluso el papa cree que existe vida en otros mundos.

—¿Ah, sí? ¿De veras? —preguntó el viejo cura haciendo parpadear sus ojos enrojecidos.

Joze pasó por su lado y subió los peldaños que conducían a la casa de la viuda de Korenc. No la vio por ningún lado mientras se dirigía a su habitación. Una vez allí, acostó suavemente en su cama el cuerpo aún inconsciente del alienígena. El sacerdote se detuvo vacilante en la entrada, enredando sus dedos en el rosario. Joze vigilaba la cama abriendo y cerrando las manos, igualmente indeciso. ¿Qué podía hacer? La criatura se encontraba herida. Quizá estaba muriéndose. Había que hacer algo. Pero ¿qué?

El lejano y pesaroso zumbido del motor de un coche se coló en la calurosa habitación y Joze estuvo a punto de suspirar de alivio. Era su coche. Lo reconoció por el sonido. En él vendría el médico. El vehículo se detuvo afuera y se escuchó el ruido de las puertas al cerrarse de golpe. Pero nadie apareció.

Joze aguardó impacientemente, cayendo en la cuenta de que las gentes del pueblo debían de estar entreteniendo al doctor contándole lo que había ocurrido. Transcurrió un largo minuto y Joze dio unos pasos por la habitación, pero se detuvo antes de sobrepasar al cura, quien continuaba de pie al lado del quicio de la puerta, en el interior de la habitación. ¿Qué los estaba deteniendo? Su ventana daba a un callejón y, por tanto, no podía ver la calle desde la que se accedía al inmueble. En ese momento, se abrió la puerta y pudo oír la voz susurrante de la viuda: «Allí dentro, recto por ahí».

Eran dos hombres, ambos cubiertos del polvo del camino. Obviamente, uno era el doctor, un hombre bajo y regordete que llevaba un raído maletín negro y la calva cubierta de sudor. Cerca de él había un hombre joven, moreno y con la piel curtida por el viento, vestido como los demás pescadores. Debía de ser Petar, el expartisano.

Petar fue el primero en acercarse a la cama, mientras el médico se limitaba a quedarse de pie, agarrando su maletín y mirando la escena sin querer verla.

—¿Qué es esta cosa? —preguntó Petar. Luego se agachó con las manos sobre las rodillas y escrutó a través de la mirilla—. Sea lo que sea, lo que está claro es que es feo.

—No lo sé. Es de otro planeta. Eso es lo único que sé. Y ahora hágase a un lado para que el médico pueda echarle un vistazo. —Joze hizo una señal y el médico se adelantó con reticencia—. Usted debe de ser el doctor Bratos. Yo soy Kukovic, profesor de física nuclear por la Universidad de Liubliana. —Quizá, ostentando un poco de prestigio, conseguiría ganarse la colaboración renuente de aquel hombre.

—Ah, sí… ¿Cómo está usted? Es un verdadero placer conocerle, profesor, un honor, se lo aseguro. Pero ¿qué es lo que desea que yo haga? No le entiendo. —Tenía temblores ligeros pero constantes al hablar y Joze se dio cuenta de que era un anciano, con los ochenta bien cumplidos o más. Él tendría que haber sido el paciente.

—Este alienígena…, o lo que sea, está herido e inconsciente. Nuestra obligación es hacer lo que esté en nuestras manos para salvarle la vida.

—Pero ¿qué podemos hacer nosotros? La cosa está encerrada en una especie de armadura metálica. Mire, está inundada de agua. Yo soy un doctor, un médico de seres humanos, pero no de animales o criaturas como esta.

—Ni yo tampoco, doctor. Nadie en la Tierra lo es. Pero debemos hacer lo que podamos. Debemos retirarle el traje al alienígena y averiguar cómo podemos ayudarlo.

—¡Eso es imposible! ¡Se derramará el líquido del interior!

—Evidentemente, de manera que tendremos que tomar precauciones. Tendremos que determinar qué líquido es, conseguir más y llenar la bañera del cuarto contiguo. He estado estudiando el traje, y el casco parece ser una pieza autónoma con abrazaderas que la fijan. Si las aflojamos, podremos obtener una muestra.

Durante unos segundos preciosos, el doctor Bratos se quedó allí de pie, mordisqueándose el labio antes de tomar la palabra.

—Sí, supongo que podríamos, pero ¿cómo tomaríamos la muestra? Esto es de lo más complicado e insólito.

—Da lo mismo con qué extraigamos la muestra —dijo Joze con brusquedad, mientras un sentimiento de frustración se iba apoderando de sus nervios, controlados con esfuerzo. Se volvió hacia Petar, quien andaba rondando en silencio, sosteniendo un cigarrillo con la mano ahuecada—. ¿Me ayudará usted? Coja un plato hondo o cualquier otra cosa de la cocina.

Petar asintió con la cabeza y salió de la habitación. Pudo oírse alguna queja apagada de la viuda, pero en seguida estuvo de vuelta con el mejor cazo que encontró.

—Está bien —dijo Joze, alzando la cabeza del alienígena—, ahora páselo por debajo.

Con el cazo colocado, giró una de las abrazaderas. Se abrió, pero no sucedió nada más. Pudo apreciarse una pequeña abertura en la junta, pero todo continuó seco. Sin embargo, cuando Joze liberó la segunda abrazadera, surgió repentinamente un chorro de líquido transparente a presión y, antes de que consiguiera cerrar la abrazadera a tientas, el recipiente estaba ya medio lleno. Alzó de nuevo al alienígena y, sin que nadie se lo dijera, Petar cogió el cazo y lo colocó sobre la mesa que había cerca de la ventana.

—Está caliente —dijo.

Joze tocó la parte exterior del recipiente.

—Está tibia, no caliente. Sobre unos cincuenta grados, calculo. Un océano caliente sobre un planeta caliente.

—Pero… ¿es agua? —preguntó el doctor Bratos con la voz entrecortada.

—Supongo que sí, pero es usted quien se supone que debe averiguarlo. ¿Se trata de agua dulce o salada?

—Yo no soy químico…, ¿cómo puedo saberlo? Esto es muy complicado.

Petar soltó una carcajada y cogió el vaso de agua de la mesita de noche de Joze.

—No es tan difícil saberlo —dijo, e introdujo el vaso en el cazo. Elevó el vaso medio lleno, lo olió, tomó un sorbo y arrugó los labios—. A mí me sabe a agua de mar corriente, aunque hay otro matiz como amargo.

Joze cogió el vaso.

—Esto podría ser peligroso —protestó el doctor, aunque no le hicieron ningún caso.

—Sí, agua salada, agua salada tibia con un matiz acre. Tiene algo más que un simple rastro de yodo. ¿Puede verificar la presencia de yodo, doctor?

—Aquí… no, es bastante complicado. En el laboratorio, con el material adecuado. —Su voz se fue apagando mientras abría el maletín sobre la mesa y buscaba en él algo a tientas. Sacó su mano vacía—. En el laboratorio.

—Aquí no disponemos de laboratorio ni de ninguna otra ayuda, doctor. Tendrá que bastarnos lo que encontremos por aquí, el agua de mar corriente habrá de valernos.

—Iré a por un cubo y llenaré la bañera —dijo Petar.

—Vaya, pero no llene la bañera todavía. Lleve el agua a la cocina y la calentaremos. Después la verteremos en el baño.

—De acuerdo. —Petar pasó a toda prisa junto al silencioso sacerdote, que asistía a la escena sin pestañear, y se marchó. Joze miró al padre Perc y pensó en la gente del pueblo.

—Quédese aquí, doctor —dijo—. Este alienígena es su paciente y no creo que nadie, aparte de usted, deba acercarse. De modo que siéntese a su lado.

—Sí, naturalmente. Eso es correcto —dijo el doctor Bratos, tranquilizadoramente, haciéndose a un lado con la silla y sentándose.

El fuego para el desayuno estaba todavía encendido en la gran cocina y ardió con más fuerza cuando Joze le echó más leña. En la pared colgaba la gran cuba de cobre para la colada. La cogió y la dejó caer sobre la cocina produciendo un sonido metálico. Detrás de él, la puerta del dormitorio de la viuda se abrió pero volvió a cerrarse de un portazo cuando él se volvió. Petar entró con un cubo de agua y la vertió en la cuba.

—¿Qué está haciendo la gente del pueblo? —preguntó Joze.

—Simplemente pulular y molestarse unos a otros. No causarán problemas. Si está preocupado por ellos, puedo regresar en coche hasta Osor y hacer venir a la policía o telefonear pidiendo ayuda.

—No, debería haber pensado en eso antes. En estos momentos lo necesito aquí. Es usted la única persona no senil o ignorante.

Petar sonrió.

—Iré a buscar más agua.

La bañera era pequeña y la cuba grande. Cuando echaron el agua caliente, se llenó hasta más de la mitad, lo suficiente para cubrir al pequeño alienígena. La bañera tenía desagüe pero no grifos. La solían llenar con una manguera desde el fregadero. Joze cogió al alienígena con sus brazos, lo sostuvo contra su pecho como a un bebé y lo llevó a la bañera. Sus ojos volvieron a abrirse, siguiendo todos los movimientos sin hacer ninguna señal de protesta. Joze introdujo suavemente a la criatura en el agua, se irguió por un momento y respiró profundamente.

—Primero el casco, luego intentaremos descubrir cómo se abre el traje. —Se agachó y lentamente giró las abrazaderas.

Con las cuatro abrazaderas abiertas, el casco podía moverse libremente. Lo separó considerablemente, dispuesto a cerrarlo con rapidez al mínimo problema. El agua marina estaría ahora fluyendo hacia el interior, mezclándose con el agua alienígena y, a pesar de ello, la criatura no expresaba queja alguna. Después de un minuto, Joze extrajo el casco poco a poco, protegiendo la cabeza del alienígena con una mano para que no se golpeara con el fondo de la bañera.

Cuando hubo sacado el casco completamente, la cresta carnosa situada encima de los ojos se desplegó como el gorro de un bufón, llegando hasta más arriba del extremo superior de la verde cabeza. Un hilo metálico unía el casco con una placa brillante de metal adherida en un lado del cráneo de la criatura. Allí se apreciaba una hendidura y, lentamente, Joze extrajo la chapa metálica, quizá algún tipo de auricular. El alienígena estaba abriendo y cerrando la boca, dejando ver fugazmente unas protuberancias óseas amarillentas en su interior, y se podía oír un susurro muy tenue.

Petar pegó la oreja contra el exterior de la bañera metálica.

—La cosa está hablando, o lo que sea. Puedo oírlo.

—Permítame el estetoscopio, doctor —dijo Joze, pero al no hacer el doctor ningún amago de movimiento, él mismo lo desenterró del maletín. En efecto, cuando aplicó el instrumento sobre el metal, pudo oír un gemido que ascendía y disminuía. Era una forma de expresión de alguna clase.

—No es posible entenderlo…, todavía no —dijo devolviendo el estetoscopio al doctor, quien lo cogió automáticamente—. Lo mejor sería que tratáramos de quitarle el traje.

No había ninguna costura o cierre a la vista, ni Joze pudo encontrarlos cuando deslizó sus dedos por la suave superficie. El alienígena debió de haber entendido lo que estaban haciendo porque, de repente, alzó la mano y buscó a tientas el anillo de cierre por el cuello. Con un movimiento fluido el traje se abrió hacia abajo por la parte frontal y la abertura se bifurcó hasta más allá de ambas piernas. Se produjo un repentino brote de líquido azul de la pierna herida. Joze pudo apreciar fugazmente la carne verde y órganos extraños. Entonces, se volvió súbitamente.

—Rápido, doctor, su maletín. La criatura está herida. Este líquido podría ser sangre. Tenemos que ayudarlo.

—¿Qué puedo hacer? —dijo inmóvil el doctor Bratos—. Los medicamentos, los antisépticos… Podría matarlo, no sabemos nada de la química de su organismo.

—Pues entonces no use nada de lo que tenga. Esto es una lesión traumática. Usted podrá vendarla, detener la hemorragia, ¿verdad?

—Sí, por supuesto —asintió el anciano y sus manos encontraron finalmente cosas que hacer que le resultaran familiares, extrayendo vendas y gasa estéril de su maletín, esparadrapo y tijeras.

Joze introdujo el brazo en el agua tibia y ahora turbia, se esforzó por llegar debajo de la pierna y agarró la carne verde y caliente. Era extraña pero no terrible. Levantó el miembro libre por encima del agua y vieron una brecha aplastada que supuraba un líquido espeso y azul. Petar se dio la vuelta, pero el doctor puso una almohadilla de gasa y tensó la venda a su alrededor. El alienígena trataba torpemente de encontrar algo en el traje desechado que estaba junto a él, en la bañera, retorciendo la pierna que Joze tenía agarrada. Este bajó la vista y vio a la criatura coger algo de la escarcela. De nuevo, su boca se movía. Pudo oír el tenue sonido de su voz.

—¿Qué te ocurre? ¿Qué es lo que quieres? —preguntó Joze.

La criatura sujetaba ahora el objeto contra su pecho con las dos manos, parecía que era algún tipo de libro. Podría ser un libro, podría ser cualquier cosa.

Sin embargo, estaba cubierto por una sustancia brillante con señales oscuras y, por el lomo, parecía tener muchas páginas. Podría ser un libro. La pierna del alienígena giraba ahora en la mano de Joze y su boca se abría más, como si estuviera gritando.

—El vendaje se humedecerá si lo volvemos a poner en el agua —dijo el doctor.

—¿Puede envolverlo con esparadrapo para sellarlo e impermeabilizarlo?

—Mi maletín. Necesitaré algo más.

Mientras estaban hablando, el alienígena empezó a convulsionarse hacia adelante y hacia atrás, salpicando el agua de la bañera, liberando su pierna del dominio de Joze. Todavía sostenía el libro en la mano delgada y multidactilada, pero con la otra comenzó a arrancarse el vendaje de la pierna.

—¡Se está haciendo daño él mismo!, ¡deténganlo! ¡Es terrible! —dijo el médico, apartándose de la bañera.

Joze agarró del suelo un trozo de gasa arrugada.

—¡Estúpido! ¡Viejo imbécil! —gritó—. ¡Las compresas que ha usado estaban impregnadas de sulfanilamida!

—Siempre las uso, son las mejores. Son americanas. Impiden que las heridas se infecten.

Joze lo apartó de un empellón y sumergió sus brazos en la bañera para retirar los vendajes, pero el alienígena se soltó y se levantó, incorporándose por encima de la superficie del agua, boquiabierto. Sus ojos estaban asimismo abiertos y examinaban el entorno. Joze retrocedió cuando la boca del alienígena arrojó un chorro de agua. Se pudo oír un sonido de gargarismos cuando el chorro se convirtió en un simple goteo y, entonces, cuando el aire alcanzó por vez primera sus cuerdas vocales, un aullido creciente de dolor. El alarido resonó en el techo de escayola en una agonía inhumana mientras la criatura extendía completamente los brazos y caía de bruces en el agua. Ya no volvió a moverse y Joze supo, sin necesidad de reconocimiento alguno, que el alienígena estaba muerto.

Un brazo colgaba retorcido fuera de la bañera aferrando todavía el libro. Poco a poco, los dedos se distendieron y, mientras Joze observaba la escena aturdido, incapaz de moverse, el libro cayó al suelo con un golpe seco.

—¡Ayúdeme! —dijo Petar. Joze se dio la vuelta y vio que el médico se había caído y el partisano estaba de rodillas, inclinado sobre él—. Se ha desmayado o le ha dado un ataque al corazón. ¿Qué podemos hacer?

La ira de Joze desapareció cuando se arrodilló. El médico parecía respirar con regularidad y tenía el rostro pálido, de modo que quizá había sido sólo un mareo. Sus párpados se abrieron y cerraron. El sacerdote se acercó y observó por encima del hombro de Joze.

El doctor Bratos abrió los ojos, mirando de uno a otro los rostros inclinados sobre él.

—Lo siento —dijo torpemente y sus ojos volvieron a cerrarse en un intento de desaparecer de la vista de los demás.

Joze se puso de pie y se dio cuenta de que estaba temblando. El cura se había marchado. ¿Se había acabado todo? Quizá nunca hubiesen podido salvar al alienígena, pero deberían haberlo hecho mejor. En aquel momento vio la humedad delatora en el suelo y se dio cuenta de que el libro había desaparecido.

—¡Padre Perc! —exclamó, gritando su nombre como un insulto. El cura había cogido el libro, ¡aquel inestimable libro!

Joze salió corriendo al vestíbulo y vio al sacerdote regresar de la cocina. No había nada en sus manos. Con súbito pavor, Joze comprendió lo que el viejo cura había hecho y pasó rápidamente por su lado en dirección a la cocina y, una vez allí, corrió al horno y lo abrió violentamente.

Allí, entre los leños ardiendo, yacía el libro. Estaba abierto y echaba vapor, casi humo, al secarse. Era evidente que se trataba de un libro, tenía signos de algún tipo sobre las páginas. Se volvió para hacerse con una pala pero el fuego explotó detrás de él, lanzando una llamarada blanca por toda la habitación. Casi le alcanzó el rostro, pero no reparó en ello. Sobre el suelo quedaron astillas ardiendo y dentro del horno tan sólo el fuego original. Fuera cual fuere el material del que estaba hecho aquel libro, era altamente inflamable en estado seco.

—¡Era el Mal! —exclamó el cura desde la entrada—. Un Sao duh, un ser abominable con un libro demoníaco. Hemos sido alertados de que cosas como esta ya han sucedido antes sobre la Tierra, y los fieles siempre debemos defendernos.

Petar pasó rudamente por su lado y ayudó a Joze a sentarse en una silla, retirando las ascuas de su piel desnuda. Joze no sentía las quemaduras. Todo lo que percibía era una fatiga sin límites.

—¿Por qué aquí? —se preguntó—. ¿De entre todos los lugares del mundo, por qué aquí? Unos grados más hacia el oeste y la criatura habría caído cerca de Trieste, con cirujanos, hospitales, asistencia, servicios. O si se hubiera mantenido sobre su órbita un poco más, podría haber divisado las luces y haber aterrizado en Rijeka. Algo se podía haber hecho. Pero ¿por qué aquí? —Se puso en pie y agitó el puño en la nada… y contra todo—. ¡Aquí, en esta cloaca del país, llena de retrasados y dominada por las supersticiones! ¿En qué clase de mundo vivimos donde un acelerador de electrones de cinco millones de voltios está al lado de la estupidez más primitiva? Que esta criatura, que debía de venir de tan lejos, cayera tan cerca… ¿Por qué?, ¿por qué?

¿Por qué?

Joze se dejó caer de espaldas sobre la silla sintiéndose más viejo de lo que nunca antes se había sentido y cansado más allá de toda medida. ¿Qué podrían haber aprendido de aquel libro?

Suspiró. Y su suspiro llegó de un lugar tan profundo de su interior que su cuerpo pareció traspasado por un escalofrío, como si lo sacudiera una terrible fiebre.