Luz de otros días, de Bob Shaw

Abandonamos el pueblo y enfilamos las empinadas cuestas de la carretera que conducían hacia el país del cristal lento.

Nunca había visto aquellos grandes caserones y, al primer momento, los encontré un poco insólitos… un efecto que acentuaban aún más mi imaginación y las circunstancias. La turbina del coche giraba suave y silenciosamente en el aire saturado de humedad, hasta tal punto que nos parecía estar siguiendo las curvas de la carretera en alas de una paz sobrenatural. A la derecha, la montaña se abría a un valle de pinos milenarios, de una increíble perfección; y por todas partes se erguían los cuadrados de cristal lento bebiendo ávidamente la luz. De tanto en tanto, un destello del sol en sus tendederos daba una ilusión de movimiento, pero en realidad aquellos parajes estaban desiertos. Las hileras de ventanas alineadas en el flanco de la montaña contemplaban desde hacía años el valle, y los hombres las limpiaban tan sólo por la noche, cuando la presencia humana no podía alterar en nada la sed de imágenes del cristal.

Era algo fascinante, pero ni Selina ni yo hablábamos de las ventanas. Creo que nos detestábamos hasta tal punto que nos negábamos a ensuciar cualquier cosa nueva que surgiera mezclándola con nuestros conflictos emocionales. Empezaba a comprender que aquella idea de unas vacaciones había sido una estupidez. Me había dicho que aquello pondría de nuevo las cosas en su lugar, pero naturalmente esto no evitaba que Selina siguiera estando embarazada y, lo que era peor, no impedía que se sintiera furiosa por el hecho de estar embarazada.

Para dar falsas razones a nuestra evidente contrariedad por aquel hecho habíamos hecho correr los comentarios habituales, es decir, que queríamos tener niños… sólo que más tarde, en su tiempo. El embarazo de Selina nos había costado su bien pagado empleo, al mismo tiempo que la nueva casa cuya compra estaba en tratos y cuyo precio superaba con mucho las posibilidades de los ingresos que me proporcionaba mi poesía. Pero el origen real de nuestras dificultades era que nos habíamos hallado de pronto enfrentados al hecho de que las gentes que quieren tener niños más tarde en realidad no quieren tenerlos en absoluto. Nuestros nervios se estremecían ante la inevitabilidad del hecho de que nosotros, que nos habíamos creído tan diferentes, habíamos caído también en la misma trampa biológica que cualquier otra criatura estúpida y fornicadora que hubiera existido nunca.

La carretera nos condujo a lo largo de la ladera sur del Ben Cruachan, y acabamos por ver de tanto en tanto el gris y lejano Atlántico. Había reducido la velocidad para gozar mejor del paisaje, cuando observé el cartel clavado en uno de los postes de una cerca. Anunciaba: «CRISTAL LENTO: Alta calidad, bajo precio. J. R. Hagan

Bajo un repentino impulso detuve el coche en la cuneta, maldiciendo por lo bajo cuando las duras hierbas rascaron fuertemente la carrocería.

—¿Por qué nos paramos? —preguntó sorprendida Selina, girando su delicada cabeza, cuya cabellera era como una aureola de plateado humo.

—Mira ese cartel. Vamos a ver lo que tienen. Quizá los precios sean razonables por aquí.

La voz de Selina tenía un tono de hastiado descontento, pero mi idea me seducía lo suficiente como para que no le prestara atención. Tenía la convicción, sin el menor fundamento, de que el hecho de hacer algo extravagante, sin sentido, fuera de lo normal, pondría las cosas en su sitio.

—Anda, ven —le dije—. El ejercicio nos hará bien. Hace ya demasiado que no salimos del coche.

Ella se alzó de hombros de una forma que me dolió, y saltó al suelo. Nos metimos en un sendero hecho con arcilla prensada a distintos niveles, sujeta por redondos troncos de madera. Serpenteaba entre los árboles que cubrían la colina. A su final había una casona baja. Tras el achaparrado edificio de piedra, altos bastidores de cristal lento contemplaban la impresionante vista del Cruachan que se alzaba imponente hasta las aguas del Loch Linnhe. La mayor parte de los cristales eran perfectamente transparentes, pero algunos de ellos eran oscuros como paneles de ébano pulido.

Mientras nos acercábamos a la casa a través de un patio pavimentado escrupulosamente limpio, un hombre de mediana edad, alto, vestido con un traje de lana color gris ceniza, nos hizo señas para que nos acercáramos. Estaba sentado en el muro de argamasa que cerraba el patio, fumando su pipa y contemplando la casa. Al otro lado de la ventana del edificio, una mujer joven, con ropas anaranjadas, estaba de pie, con un bebé entre los brazos, pero no nos prestó la menor atención y desapareció a nuestra llegada.

—¿El señor Hagan? —dije.

—Exactamente. Vienen para ver el cristal, ¿no? Bueno, han elegido ustedes el lugar adecuado —Hagan se expresaba con un tono claro que iba más allá del acento de los Highlands que el oído no acostumbrado confunde a menudo con el irlandés. Poseía uno de esos rostros tranquilos e inexpresivos que uno halla entre los campesinos y entre los filósofos de edad avanzada.

—Oh —dije—, hemos visto su cartel. Estamos de vacaciones, ¿sabe?

Selina, que habitualmente es prolija por naturaleza con los desconocidos, no decía nada. Miraba hacia la ventana, ahora desierta, con una expresión que consideré un tanto intrigada.

—Así que vienen de Londres, ¿eh? Bueno, repito que han elegido el mejor lugar… y el mejor momento. Ni yo ni mi mujer vemos a mucha gente por esta época. No es la estación, ¿saben?

Me eché a reír.

—¿Significa esto que podemos comprar un poco de cristal sin tener que hipotecar nuestra casa?

—¡Oh, no me digan eso! —Hagan mostró una sonrisa desarmada—. Acabo de perder todo el beneficio que esperaba conseguir con la transacción. Rosa… mi mujer, ¿saben?… dice que nunca sabré ser vendedor. Pero siéntense y charlaremos un rato —señaló el muro de argamasa, luego miró dubitativamente la inmaculada falda blanca de Selina—. Esperen, iré a casa a buscar una manta —se alejó cojeando levemente y penetró en el edificio, cerrando la puerta a sus espaldas.

—Quizá no haya sido una idea tan genial el venir aquí —le dije a Selina—, pero al menos podrías mostrarte amable con él. Presiento que podemos hacer un buen negocio.

—¡Oh! —dijo ella, con una calculada brutalidad—. Seguro que incluso tú te has dado cuenta del traje tan viejo que llevaba su mujer. Seguro que no va a hacerle ningún regalo a unos extraños.

—¿Era su mujer?

—Por supuesto que era su mujer.

—Bueno, bueno —dije—. Pero de todos modos procura ser un poco amable con él. No quiero que se sienta a disgusto.

Selina resopló algo irritada, pero esbozó una pálida sonrisa cuando Hagan regresó, y me sentí un poco más tranquilo. Es extraño como uno puede amar a una mujer y sin embargo desear al mismo tiempo que el cielo la meta bajo las ruedas de un tren.

Hagan colocó una manta a cuadros sobre el muro, y nos sentamos, un poco intimidados por hallarnos transferidos, de nuestra vida de ciudadanos, a un medio tan absolutamente campesino. En las lejanas pizarras del Loch, más allá de los vigilantes cuadrados del cristal lento, una ligera bruma oscilaba suavemente, dejando una estela blanca en dirección al sur. El aire procedente de la montaña parecía invadir nuestros pulmones, suministrándonos más oxígeno del que necesitábamos.

—Hay algunos comerciantes de vidrio de por aquí —comenzó Hagan—, que ensalzan a los extranjeros como ustedes las bellezas del otoño en esta parte de Argyll, o incluso de la primavera, o del invierno. Yo nunca lo hago cualquier cretino sabe que un lugar que no se ve hermoso en verano nunca lo será. ¿Qué cree usted al respecto?

Asentí condescendientemente con la cabeza.

—Tan sólo le ruego que mire atentamente en dirección a Mull, señor…

—Garland.

—…señor Garland. Eso es lo que comprará usted si compra mi cristal, y nunca se ve más hermoso de lo que puede verlo en este mismo instante. El cristal se halla perfectamente en fase, ninguno de mis cristales tiene menos de diez años de espesor… y una ventana de un metro veinte le costará tan sólo doscientas libras.

—¡Doscientas libras! —se escandalizó Selina—. ¡Pero este es el precio que piden en Scenedows, en pleno Bond Street!

Hagan sonrió pacientemente, luego me estudió para ver si yo sabía lo suficiente sobre el cristal lento como para apreciar lo que él acababa de decir. Su precio era mucho más elevado de lo que había esperado, pero… ¡diez años de espesor! El cristal barato que uno puede encontrar en los almacenes como Vistaplex o Panorama no es más que cristal ordinario de medio centímetro recubierto con un barniz de cristal lento, cuyo espesor es como máximo de diez o doce meses.

—Tú no entiendes, querida —dije, decidido a comprar—. Ese cristal durará como mínimo diez años, y está en fase.

—¿Pero eso no significa tan sólo que sigue el curso de las horas?

Hagan sonrió de nuevo, dándose cuenta de que me había ganado.

—¡Tan sólo, dice usted! Le pido mil perdones, señora Garland, pero usted no parece comprender el milagro, el verdadero y auténtico milagro de precisión mecánica que se necesita para fabricar un pedazo de cristal en fase. Cuando digo que el cristal tiene diez años de espesor, quiero decir que la luz necesita diez años para atravesarlo. De hecho, cada uno de estos cristales tiene diez años-luz de espesor… más de diez veces la distancia desde aquí a la estrella más próxima… lo cual quiere decir que una diferencia en espesor real de tan sólo un millonésimo de segundo equivaldría a…

Se detuvo unos instantes para desviar su vista hacia la casa. Yo aparté mi mirada del Loch y vi de nuevo a la mujer joven tras la ventana. Los ojos de Hagan estaban inundados de una especie de ávida adoración que me intranquilizó al tiempo que me persuadía de que Selina estaba equivocada. Por lo que sabía, los maridos nunca miran así a las esposas… al menos a las suyas propias.

La mujer permaneció a la vista algunos segundos, luego desapareció de nuevo en las profundidades de la habitación. De repente tuve la impresión, nítida aunque inexplicable, de que era ciega. Me dije que tal vez Selina y yo nos habíamos introducido en un complejo de emociones tan violento como el nuestro.

—Les pido perdón —dijo Hagan—: creí que Rose iba a llamarme. Veamos… ¿dónde estábamos? Ah, sí. Diez años-luz, comprimidos en un centímetro de espesor, significa que…

Dejé de escucharle, en parte porque ya estaba decidido, en parte porque había oído muchas veces la historia del cristal lento, pese a lo cual aún no había comprendido sus principios. Uno de mis amigos, que tenía una sólida formación científica, había intentado en una ocasión hacérmelo comprender diciéndome que considerara una lámina de cristal lento como un holograma que no necesitaba de la luz coherente de un láser para reconstituir las informaciones vitales, y en la cual todos los fotones ordinarios de luz pasaban a través de un conducto en espiral enrollado en la parte exterior del rayo de captación de cada uno de los átomos del cristal. Aquella jerga no sólo no me había aclarado nada, sino que me había afianzado en mi convicción de que una mente tan poco técnica como la mía se interesaba menos en las causas que en los efectos.

A los ojos del individuo medio, el efecto más importante era que la luz tardaba mucho tiempo en atravesar una lámina de cristal lento. Los cristales nuevos eran siempre de un negro color jade, puesto que nada los había atravesado aún, pero uno podía situar por ejemplo su cristal cerca de un lago, en mitad de un bosque, y el paisaje surgiría quizás al cabo de un año. Si entonces se transportaba el cristal para instalarlo en un triste apartamento ciudadano, el apartamento —durante el siguiente año— parecería dominar el lago y los bosques que lo rodeaban. Y durante aquel año no sería tan sólo una imagen exacta e inmóvil de aquel paisaje, sino que el agua ondularía y lanzaría sus destellos bajo el sol, los silenciosos animales acudirían a beber, los pájaros cruzarían el cielo, la noche sucedería al día, las estaciones seguirían su eterno ritmo. Hasta que un día —al cabo de un año—, la belleza encerrada en los conductos subatómicos se agotaría, y sería sustituida por el sempiterno y gris paisaje urbano.

Más allá de su interés como novedad, el éxito comercial del cristal lento estaba basado en el hecho de que disponer de un tal paisaje equivalía, en el plano emotivo, a la posesión del paisaje en sí. El más humilde troglodita podía así contemplar maravillosos paisajes cubiertos por la bruma… ¿y quién podía afirmar que no le pertenecían? El hombre que realmente posee unas tierras o un jardín o un bosque bien cuidado no pasa todo su tiempo arrastrándose por el suelo, palpando, oliendo o saboreando lo que posee para demostrar su propiedad. Todo lo que recibe de ella son imágenes luminosas, y gracias al cristal lento se podían transportar estas imágenes a las minas de carbón, a bordo de los submarinos, a las celdas penitenciarias.

En varias ocasiones había intentado escribir breves poemas sobre este cristal encantado, pero para mí el tema es tan excepcionalmente poético que paradójicamente se halla fuera del alcance de la poesía… al menos de la mía. Además, las mejores poesías habían sido ya escritas, bajo una inspiración vidente, por gentes que habían muerto mucho antes de que se descubriera el cristal lento. Por ejemplo, no tenía ni remotamente la menor esperanza de igualar los versos de Moore:

A menudo, en la tranquila noche,
Antes de que el sueño me encadene
El Recuerdo adorado trae junto a mí
La luz de otros días perdidos…

Bastaron algunos años para que el cristal lento pasara, del estado de curiosidad científica, al de industria respetable. Y con gran sorpresa de nosotros, los poetas —al menos de aquellos de nosotros que seguimos persuadidos de que la belleza sobrevivirá incluso a la muerte de las flores—, las manifestaciones de esta industria no se diferenciaban en nada a las de cualquier otra empresa comercial. Había buenas “ventanas lentas” que costaban una barbaridad, y había cristales inferiores que costaban muchísimo menos. El espesor —medido en años— era un factor importante del precio, pero también lo era el problema del espesor real, o sea la fase.

Incluso con los más perfeccionados métodos de fabricación, el control del espesor quedaba un poco al azar. Un error de bulto podía significar que un espesor previsto para cinco años tuviera por ejemplo cinco años y medio, lo cual traía como consecuencia que la luz que penetrara en él en verano saldría por el otro lado en invierno; un pequeño error podía hacer que el sol saliera de medianoche a mediodía. Esas inexactitudes tenían su particular encanto —un buen número de trabajadores nocturnos, por ejemplo, preferían ver el sol en sus horas de descanso—, pero en general era mucho más costoso comprar “ventanas lentas”, que permanecían estrechamente fieles al tiempo real.

Selina no pareció muy convencida cuando Hagan terminó de hablar. Agitó la cabeza con un gesto casi imperceptible, y comprendí que había entendido mal. Repentinamente, la cascada de su cabello color estaño fue agitada por un soplo de viento frío, y enormes gotas de límpida lluvia empezaron a caer desde un cielo casi desprovisto de nubes.

—Le firmaré inmediatamente un cheque —dije sin esperar más, y sentí como los verdes ojos de Selina se clavaban coléricos en mí—. ¿Se encargará usted de enviárnoslo?

—Por supuesto —dijo Hagan, levantándose—. El transporte no presenta ningún problema. ¿Pero no preferirían llevárselo ustedes mismos?

—Bueno… sí, si usted no tiene ningún inconveniente —me sentía confuso por la confianza que le otorgaba a mi firma.

—Buscaré un buen cristal para ustedes. Esperen aquí. Se lo embalaré rápidamente en un marco de transporte.

Hagan se dirigió cojeando pendiente arriba hacia la serie de cristales, a través de algunos de los cuales la visión del Linnhe era soleada, mientras se veía nuboso a través de otros. Otros incluso eran de un color profundamente negro.

Selina se levantó el cuello de su chaqueta.

—Al menos podría habernos invitado a su casa —dijo—. No debe haber tantos imbéciles que pasen por aquí como para que se permita tratarlos tan mal.

Me esforcé en hacer caso omiso del calificativo, y me enfrasqué en la redacción del cheque. Una enorme gota cayó sobre el dorso de mi mano, salpicando el papel.

—De acuerdo —dije—, vayamos bajo el alero mientras aguardamos a que vuelva. Gusano, pensé, dándome cuenta de que nuestras relaciones se iban agriando cada vez más. Tuve que ser un perfecto imbécil para casarme contigo. Un imbécil de primera, el mejor de todos. Y ahora que te has apoderado de una parte de mí, jamás, jamás, jamás conseguiré liberarme.

Con el estómago dolorosamente contraído, corrí tras Selina hasta la pared de la casa. Tras la ventana, el salón, muy limpio pese al fuego de leña, estaba vacío, pero había un montón de juguetes esparcidos por el suelo: cubos alfabéticos, una carretilla del mismo color que las zanahorias recién rayadas… Mientras contemplaba todo aquello, el niño llegó corriendo desde la habitación contigua y empezó a dar patadas a los cubos. No me vio. Unos instantes más tarde la mujer entró y lo cogió en brazos, con una risa franca y jovial. Se acercó a la ventana, como había hecho antes, y yo esbocé una sonrisa de circunstancias que ni ella ni el niño me devolvieron.

Un sudor frío perló mi frente. ¿Era posible que tanto ella como el niño fueran ciegos? Me eché a un lado.

Selina lanzó un gritito, y me giré hacia ella.

—¡La manta! —dijo—. ¡Se va a empapar!

Atravesó corriendo el patio, bajo la lluvia, arrancó la manta del muro y regresó, también corriendo, a la puerta de la casa. Algo protestó convulsivamente en mi subconsciente.

—¡Selina! —exclamé—. ¡No entres!

Pero ya era demasiado tarde. Selina había empujado la puerta de madera y permanecía inmóvil, con una mano sobre la boca, contemplando el interior de la casa. Me acerqué a ella y tomé la manta de sus dedos sin fuerza.

Mientras cerraba la puerta, mis ojos se posaron en el interior de la casa. El salón escrupulosamente limpio donde acababa de ver a la mujer y al niño no era en realidad más que un triste amasijo de viejos muebles, periódicos antiguos, ropa sucia y vajilla por lavar. Era húmedo, pestilente, totalmente abandonado. Lo único que reconocí de mi visión a través de la ventana fue la pequeña carretilla, rota, con la pintura desconchada.

Cerré enérgicamente la puerta, ordenándome olvidar lo que acababa de ver. Hay hombres que viven solos y saben arreglárselas, pero hay otros que no pueden.

Selina estaba pálida.

—No comprendo —murmuró—. No comprendo.

—El cristal lento funciona en ambos sentidos —le dije con voz suave—. La luz sale de la casa del mismo modo que entra en ella.

—¿Quieres decir que…?

—No lo sé. Y no nos concierne. Ahora cálmate… Hagan vuelve ya con nuestro cristal.

El tumulto de mi estómago comenzaba a apaciguarse.

Hagan llegó al patio, trayendo un marco rectangular recubierto de plástico. Le tendí el cheque, pero él estaba observando el rostro de Selina. Pareció comprender instantáneamente que nuestros dedos desprovistos de comprensión habían hurgado en su alma. Selina apartó la mirada. Parecía envejecida, enferma, y sus ojos estaban obstinadamente clavados en el horizonte.

—Deme la manta, señor Garland —dijo finalmente Hagan—. No tenía que haberse molestado por ella.

—No importa. Aquí tiene su cheque.

—Muchas gracias. —Seguía examinando a Selina, Con un aire sorprendentemente suplicante—. Me siento muy feliz de haber llegado a un acuerdo con ustedes.

—Yo soy quien está encantado —dije, con el mismo formalismo desprovisto de todo significado. Tomé el pesado rectángulo y conduje a Selina hacia el sendero que conducía a la carretera. Cuando llegábamos ya arriba de los poco empinados peldaños de arcilla, resbaladizos ahora, Hagan llamó:

—¡Señor Garland!

Me giré a mi pesar.

—No fue culpa mía —dijo, con voz firme—. Un conductor irresponsable los mató a los dos en la carretera de Oban, hace seis años. Mi hijo tenía tan sólo siete años cuando ocurrió. Creo que tengo derecho a conservar algo.

Asentí lentamente con la cabeza, sin decir nada, y reemprendí la marcha, apretando a mi mujer contra mí, saboreando la alegría de estar junto a ella. En el recodo del sendero, miré hacia atrás a través de la lluvia y vi a Hagan sentado, con los hombros erguidos, en el mismo lugar donde lo habíamos visto por primera vez.

Miraba fijamente hacia la casa, pero fui incapaz de decir si había alguien en la ventana.