La inocencia de Reginald, de Saki

Reginald deslizó un clavel del color de moda en el ojal de su vestido nuevo y examinó el resultado con aprobación.

—Estoy de ánimo perfecto —se dijo—, para que alguien con un futuro inconfundible me haga un retrato. Qué tan reconfortante sería quedar para la posteridad como «Joven con Clavel Rosado» en el catálogo, acompañado de «Niño con un Montón de Primaveras» y todos los otros.

—La juventud —dijo el Otro—, debe sugerir inocencia.

—Pero nunca seguir esa sugerencia. Ni siquiera creo que ambas cosas vayan de la mano. La gente habla mucho sobre la inocencia de los niños, pero no los pierde de vista por más de veinte minutos. Si vigilas la leche, no hierve y se derrama. Una vez conocí a un muchacho que era de veras inocente; sus padres eran gente de sociedad, pero… nunca, desde pequeño, le produjeron la más mínima ansiedad. Creía en los balances de las compañías, en la transparencia de las elecciones y en las mujeres que se casan por amor, incluso en un sistema para ganar en la ruleta. Nunca perdió la fe, pero despilfarró más de lo que sus jefes podían darse el lujo de perder. La última vez que oí de él, estaba seguro de su inocencia… a diferencia del jurado. De todos modos, yo sí soy inocente de lo que todo el mundo me está acusando ahora, y por lo que puedo ver, sus acusaciones permanecerán infundadas.

—Una actitud inesperada de tu parte.

—A mí me encanta la gente que hace cosas inesperadas. ¿No te ha encantado siempre el tipo que va y mata un león en el foso cuando está aburrido? Pero sigamos con esta inocencia desafortunada. Hace tiempo, cuando estuve peleando con más gente de la que acostumbro, tú entre ellos (debió haber sido en noviembre, porque nunca peleo contigo muy cerca de Navidad) tuve la idea de que me gustaría escribir un libro. Iba a ser un libro de reminiscencias personales, sin dejar nada de lado.

—¡Reginald!

—Eso fue exactamente lo que dijo la duquesa cuando se lo mencioné. Como yo andaba en plan de provocar, me quedé callado; lo siguiente que la gente oyó de mí fue, por supuesto, que había escrito el libro y lo había publicado. Después, mi privacidad no fue superior a la de un pez ornamental. La gente me atacaba en los lugares más inesperados. Me rogaban o me ordenaban que quitara cosas que ya se me había olvidado que habían sucedido. Una vez estaba sentado detrás de Miriam Klopstock en un palco del teatro Real, cuando empezó con lo del incidente del perro chow-chow en el baño, lo cual, insistió, tenía que quedar por fuera. Sostuvimos una discusión intermitente, pues algunas personas querían escuchar la obra y Miriam es campeona de gritos. Le tuvieron que impedir que siguiera jugando en el club de hockey de las «Guacamayas» porque en un día tranquilo se podía escuchar a más de media milla lo que pasaba por su cabeza cuando le daban un golpe en la espinilla. Les dicen las guacamayas por sus vestimentas azul con amarillo, pero tengo entendido que el lenguaje de Miriam era aún más colorido. Sólo admití hacer un cambio, decir que había sido un spitz y no un chow-chow, de resto me mantuve firme. Dos minutos después se dirigió a mí con su voz de megáfono: «Me prometiste que no lo mencionarías: ¿Nunca mantienes tus promesas?». Cuando la gente dejó de mirarnos le dije que yo en vez de promesas preferiría mantener ratones blancos. La vi rasgar la hoja del programa unos minutos, antes de que se recostara hacia atrás y resoplara: «No eres el muchacho que creía», como si fuera un águila que hubiera llegado al Olimpo con el Ganímedes equivocado. Ese fue su último comentario audible, pues siguió rompiendo el programa y tirando los pedacitos alrededor hasta que la vecina le preguntó, con la dignidad del caso, si era necesario que le mandara a traer una papelera. No me quedé hasta el último acto.

—También está el asunto de la señora… siempre se me olvida su nombre; vive en una calle de ésas que los cocheros nunca han oído mencionar, y recibe los miércoles. Una vez me asustó terriblemente en una exhibición privada cuando dijo: «Yo no debería estar aquí, sabes; este es uno de mis días». Pensé que quería decir que sufría crisis periódicas y estaba esperando un ataque en cualquier momento. Hubiera sido demasiado vergonzoso que le hubiera dado por ser César Borgia o Santa Isabel de Hungría. Una cosa así lo haría sentir a uno desagradablemente expuesto, incluso en una exhibición privada. Sin embargo, ella sólo quería decir que era miércoles, cosa incontrovertible en ese momento. Pues bien, ella anda por una ruta totalmente distinta de la Klopstock. No hace muchas visitas por ahí, así que estaba ansiosa de que yo sacara a colación un incidente que sucedió en una de las fiestas al aire libre donde los Beauwhistle, cuando dice que accidentalmente le golpeó las canillas a un Su Serenísimo tal y tal con un palo de croquet y que el tipo la insultó en alemán. De hecho, lo que ocurrió fue que él andaba pontificando en francés sobre el escándalo de los Gordon-Bennet (nunca me acuerdo si se trata de un submarino nuevo o de un divorcio. Claro: ¡como soy tan estúpido!). Para ser desagradablemente exacto, ella no le pegó por dos pulgadas (exceso de ansiedad, posiblemente), pero le gusta pensar que sí le dio. Yo he sentido eso con una perdiz que sigue volando tan campante, me parece que por falso orgullo, hasta que pasa al otro lado de la cerca. Dijo que me podía describir hasta lo que llevaba puesto en aquella ocasión. Le dije que no quería que mi libro se leyera como si fuera una lista de lavandería, pero ella me explicó que no estaba hablando de esas cosas.

—Y está lo del muchacho Chilworth, que puede ser encantador, siempre que se contente con ser un estúpido y se vista como le digan; pero a veces le da por ser epigramático y el resultado es como ver a un grajo tratando de hacer nido en un ventarrón. Como no lo incluí en el libro, me ha estado persiguiendo para que incluya una ocurrencia suya acerca de los rusos y la amenaza amarilla, y está molesto porque no lo haré.

—Total, me parece que sería una inspiración bastante brillante de tu parte si me invitaras de pronto a pasar un par de semanas en París.