Pluma y espada, de Rainer Maria Rilke

En un rincón de un cuarto había una espada. La clara superficie de acero de su hoja refulgía, rozada por un rayo de sol, con un brillo rojizo. Orgullosa, la espada pasaba revista al cuarto, veía que todo se alimentaba de su fulgor. ¿Todo? ¡Claro que no! Allí, sobre la mesa, ociosa junto a un tintero, yacía una pluma, a la que no se le ocurría ni por lo más remoto inclinarse ante la resplandeciente majestad de aquella arma. Esto enojó a la espada, que empezó a hablar de esta manera:

—¿Quién eres tú, cosa indigna, que no te inclinas ante mi brillo para admirarlo al igual que los demás? ¡Sólo tienes que mirar a tu alrededor! Todos los utensilios están respetuosamente ocultos en profunda oscuridad. Sólo a mí, a mí me ha coronado el claro y dichoso sol, señalándome como su favorita; él me da vida con su delicioso beso abrasador, y yo se lo recompenso reflejando su luz miles de veces. Sólo a los príncipes poderosos les está permitido pasar ante mí con sus resplandecientes ropajes. El sol conoce mi fuerza; por eso vuelca sobre mis hombros el púrpura real de sus rayos.

La sensata pluma respondió sonriente:

—¡Mira lo vanidosa y orgullosa que eres y cómo te vanaglorias con ese brillo prestado! ¿Acaso no somos ambas, piénsalo, parientes muy cercanos? A las dos nos ha dado luz la solícita tierra; en estado primigenio estuvimos las dos tal vez en la misma montaña, una al lado de la otra, durante siglos, hasta que el laborioso afán de los hombros descubrió las vetas de las provechosas rocas de las que nosotras formábamos parte. A las dos nos sacaron de allí; ambas, hijas poco hábiles aún de esa ruda naturaleza, habíamos de ser transformadas en útiles miembros del trajín terrenal sobre el calor de la humeante fragua, bajo los poderosos golpes del martillo. Y así sucedió. Tú te convertiste en espada, te dieron una punta firme y grande; yo, una pluma, fui provista de una fina y delicada. Si de verdad queremos hacer algo y trabajar, primero tenemos que mojar nuestra brillante punta. ¡Tú con sangre, yo sólo con tinta!

—De verdad que esas palabras tan eruditas —interrumpió entonces la espada— me hacen reír. Es como si el ratón, ese animalito pequeño e insignificante, quisiera demostrar su parentesco con el elefante. ¡Hablaría igual que tú! Pues también él tiene, igual que el elefante, cuatro patas, e incluso puede jactarse de tener una cola. Al menos por eso podría creerse que son primos. Querida pluma, tan inteligente y calculadora, tú sólo has dicho aquello en que me parezco a ti. Pero yo voy a contarte lo que nos diferencia. Yo, la refulgente y orgullosa espada, me ciño a la cintura de un valiente y noble caballero; en tanto a ti, a ti un viejo escribanillo te prende tras su larga oreja de burro. A mí mi señor me agarra con poderosa mano y me lleva hasta el centro de las filas enemigas; yo le abro paso entre ellas. A ti, querida pluma, tu maestro te arrastra con mano temblorosa por encima de un amarillento pergamino. Yo me enfurezco terriblemente entre los enemigos y salto valiente y temeraria por aquí y por allá; tú, en eterna monotonía, arañas tu pergamino y no te atreves a salirte siquiera un pedacito de las líneas que con cuidado te señala la mano que te guía. Y al final, al final, mis fuerzas se agotan, envejezco y me debilito, y entonces me honran como se honra a los héroes, me exponen en la sala de sus antepasados y me admiran. Pero ¿qué es lo que te sucede a ti? Si tu señor no está contento contigo, si envejeces y empiezas a deslizarte penosamente por el papel, te coge, te quita el mango, que te servía de sustento, y te tira, a menos que se apiade y, junto con algunas de tus hermanas, te venda a un chamarilero por unos pocos cruzados.

—Puede que en algún punto —repuso la pluma muy seria— no dejes de tener razón. Es cierto que a menudo no se me aprecia demasiado, y que me tratan muy mal una vez que he dejado de ser útil. Pero no por eso el poder que tengo a mi disposición, mientras puedo trabajar, es pequeño. Y estoy dispuesta a demostrártelo.

—¿Me propones una apuesta? —dijo riendo la arrogante espada.

—Si te atreves a aceptarla.

—Y tanto que la acepto —repuso la espada, todavía incapaz de recuperarse de la risa—. ¿En qué consiste la apuesta?

La pluma se incorporó, adoptó un estricto gesto de funcionario y dijo:

—¡Vamos a apostar que soy capaz de impedir que tú realices tu trabajo, luchar, cuando yo quiera!

—Ja, ja, eso suena atrevido.

—¿Te parece bien?

—Acepto.

—Pues bien —dijo la pluma—, veamos.

Pocos minutos después de que se cerrase la apuesta, entró un joven con una rica armadura, cogió la espada y se la ciñó. Después contempló complacido el lustroso filo. Afuera resonaban con claridad las trompetas, el retumbar de los tambores: marchaban a la batalla. El joven estaba a punto de abandonar el cuarto cuando entró otro, que debía tener un rango superior a juzgar por sus ricas galas. El joven se inclinó profundamente ante él. El que ostentaba esas dignidades se había acercado entretanto a la mesa, había cogido la pluma y, a toda prisa, escrito algo.

—El tratado de paz ya está firmado —dijo sonriente.

El joven volvió a dejar su espada en el rincón y los dos salieron del cuarto.

La pluma seguía sobre la mesa. Un rayo de sol jugaba con ella y su húmedo acero relucía brillante.

—¿No me llevas a la batalla, querida espada? —preguntó riendo.

Pero la espada guardaba silencio en el oscuro rincón. Creo que no volvió a fanfarronear nunca más.