La fuente de los lamentos, de M. R. James

En el año 19.., un distinguido colegio contaba en su Cuerpo de Exploradores con dos miembros, cuyos nombres eran Arthur Wilcox y Stanley Judkins respectivamente. Tenían la misma edad, se alojaban en el mismo pabellón, estaban en la misma división y, como es natural, eran miembros de la misma patrulla. Eran tan parecidos, que causaban ansiedad e inquietud, y hasta irritación en los profesores que entraban en contacto con ellos. ¡Pero cuántas diferencias entre el hombre, o el muchacho, que llevaban dentro!

A Arthur Wilcox se dirigía el Jefe Principal, mirándole con una sonrisa cuando el muchacho entraba por el portal: «Vaya, Wilcox, ¡habrá déficit en nuestros fondos para premios, si se queda por aquí mucho tiempo! Tenga, tome este ejemplar bellamente encuadernado de Vida y obras del Obispo Ken, junto con mi sincera enhorabuena para usted y para sus excelentes padres». También a Wilcox se refería el director cuando atravesaba los campos de deportes y, deteniéndose un momento, observaba al vicedirector: «¡Ese chico tiene un aspecto notable!» «Sí que lo tiene», respondía el vicedirector. «Denota que es un genio o que padece de hidrocefalia».

Como explorador, Wilcox ganaba todas las fajas y distinciones por las que compitiese. La Faja al mejor cocinero, al mejor realizador de mapas, al mejor salvavidas, a la mejor colección de recortes de periódico, al que no diera portazos al salir del salón de estudio, y muchas otras. De la Faja de salvavidas tal vez tenga yo algo que decir cuando comience a hablar de Stanley Judkins.

No se sorprenderán ustedes al oír que Mr. Hope Jones había añadido un verso especial a cada una de sus canciones, para encomiar a Arthur Wilcox, o que el Instructor de primer curso dejó caer unas lágrimas al entregarle la Medalla a la Buena Conducta, en su bonito estuche color clarete: la medalla que le había sido concedida por el voto unánime de la Tercera Clase. ¿Unánime he dicho? He dicho mal. Hubo una voz disonante, la de Judkins el pequeño, que adujo que tenía excelentes razones para actuar como lo había hecho. Al parecer, compartía la habitación con su hermano mayor. Tampoco se sorprenderán ustedes de que al cabo de los años Arthur Wilcox fuese el primer alumno, y hasta aquel momento el único, que se había convertido en Capitán de Internos y Externos del Colegio, ni de que el esfuerzo de cumplir con los deberes de ambos cargos, unido al trabajo habitual de los cursos, fuese tan arduo que el médico de la familia le hubiese prescrito, como una necesidad absoluta, un reposo total de seis meses, seguido de un viaje alrededor del mundo.

Sería una labor agradable la de seguir los pasos por los que llegó a ocupar la situación brillante que ahora detenta; pero, de momento, basta de Arthur Wilcox. El tiempo apremia y debemos atender otro asunto bien distinto: la carrera de Stanley Judkins, el mayor de los Judkins.

Como Arthur Wilcox, Stanley Judkins atraía la atención de las autoridades, pero muy de otra forma. A él se dirigía el Instructor de primer curso sin sonrisa de ninguna clase, al decir; «¿Otra vez, Judkins? A poco que insista en esa conducta, muchacho, tendrá buenos motivos para lamentar el haber entrado en esta academia. ¡Ahora haga esto y lo otro, y dése por satisfecho de que no le caiga eso y lo de más allá!». También en Judkins reparaba el Director al pasar a través de los campos de deporte, cuando una pelota de críquet se estrellaba con fuerza considerable contra su tobillo, y una voz cercana le gritaba: «¡Gracias, tronco!». El Director, mientras se detenía para masajearse el tobillo comentó: «¡Creo que ese muchacho tendría que guardarse la pelota de críquet en el bolsillo!». «Claro que sí», dijo el vicedirector, «si cae bajo mi mano, yo procuraré que se guarde algo más que eso».

Como explorador, Stanley Judkins no obtuvo ninguna faja, como no fuesen las que robaba a los miembros de otras patrullas. En el certamen culinario, fue sorprendido intentando meter cohetes en el horno de los competidores vecinos. En el de costura tuvo éxito al coser, muy firmemente y juntos, a dos chicos, con un efecto desastroso cuando intentaron levantarse. Para la Faja de Pulcritud fue descalificado porque, en la escuela de verano, en la que hacía mucho calor, no se le pudo disuadir de estar sentado con los dedos metidos en la tinta: era para gozar del fresco, según dijo. Por un trozo de papel que recogía, debía de haber tirado por lo menos seis cáscaras de plátano u otras tantas peladuras de naranja. Las ancianas, al verle acercarse, le suplicaban con lágrimas en los ojos que no les llevara los cubos de agua al otro lado de la calle. Aunque sabían muy bien cuál sería el inevitable resultado. Pero en la competencia de salvamento era donde la conducta de Stanley Judkins resultaba más digna de vituperio, y tenía los efectos de mayor alcance. Como ustedes saben, consistía en arrojar a un alumno de primero, escogido, de talla adecuada, completamente vestido y atado de pies y manos, en la parte más profunda de la Presa del Cuco, y controlar el tiempo que el explorador al que le correspondiese hacerlo demoraba en rescatarle. En cada una de las oportunidades en que fue admitido a competición, Stanley Judkins, en el momento crítico, se había visto atacado por un calambre tremendo, que le había obligado a rodar por tierra, gritando como un marrano. Naturalmente, eso había motivado que la atención de los presentes se apartara del chico que estaba en el agua y, de no haber mediado la presencia de Arthur Wilcox, la lista de bajas habría sido muy extensa. En tal estado de cosas, el Instructor de primero consideró necesario adoptar una actitud firme y decidir que no se siguiera celebrando la competencia. En vano fue que Mr. Beasley Robinson le demostrara que en cinco ediciones del certamen sólo habían muerto cuatro muchachos. El Instructor dijo que él sería el último en interferir, de cualquier modo que fuese, en la labor de los exploradores; pero que tres de aquellos alumnos habían sido miembros destacados de su coro, y que tanto él mismo como el Dr. Ley consideraban que las molestias ocasionadas por esas pérdidas superaban las ventajas de los certámenes. Además, la correspondencia con los padres de esos chicos se había vuelto pesada, y hasta desagradable; ya no quedaban satisfechos con el formulario impreso que tenía por costumbre enviarles, y más de uno de ellos había pasado por Eton y le había quitado buena parte de su valioso tiempo con quejas. De modo que la competición de salvamento ya era cosa del pasado.

En resumen, Stanley Judkins no era motivo de orgullo para los exploradores, y en más de una ocasión se habló de comunicarle que sus servicios ya no eran requeridos. Esa posibilidad fue enérgicamente apoyada por Mr. Lambart; pero al fin prevalecieron las opiniones menos duras y se decidió brindarle otra oportunidad.

O sea que al comienzo de las vacaciones de verano de 19.., le encontramos en el campamento de exploradores del bonito distrito de V (o X), en el condado de D (o Y).

Era una espléndida mañana, y Stanley Judkins y uno o dos de sus amigos —porque todavía tenía amigos— estaban tomando el sol en la cima de una duna. Stanley estaba boca abajo, con el mentón apoyado en las manos, mirando a la distancia.

—Me pregunto qué lugar es ese —dijo.

—¿Cuál? —preguntó uno de sus compañeros.

—Esa especie de bosquecillo en medio de ese prado, allí abajo.

—¡Oh, ese! ¡Y yo qué sé!

—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó el otro.

—No lo sé: me gusta el aspecto que tiene. ¿Cómo se llama? ¿Nadie tiene un mapa? —preguntó Stanley—. ¡Y decís que sois exploradores!

—Aquí tienes un mapa —respondió Wilfred Pipsqueak, joven de muchos recursos—, y aquí está marcado ese punto, pero dentro del círculo rojo. No podemos ir allí.

—¿Qué importa el círculo rojo? —dijo Stanley—. Pero el lugar no tiene nombre en tu estúpido mapa.

—Ah, le puedes preguntar cómo se llama a ese viejo si tanto te interesa saberlo.

«Ese viejo» era un anciano pastor que había subido a la duna, y estaba de pie a espaldas de ellos.

—Buenos días, jovencitos —dijo el pastor—. Tienen ustedes buen tiempo para sus quehaceres, ¿verdad?

—Sí, gracias —respondió Algernon de Montmorency, con su cortesía congénita—. ¿Podría decirnos cómo se llama ese bosquecillo y qué hay dentro?

—Claro que puedo —dijo el pastor—. Es la Fuente de los Lamentos, así se llama. Pero ustedes no tienen que preocuparse por ese sitio.

—¿Hay un manantial dentro? —preguntó Algernon—. ¿Quién acude allí?

El pastor se echó a reír.

—Dios le bendiga —dijo—, ni un hombre ni una oveja han acudido a la Fuente de los Lamentos, ni lo han hecho en todos los años de mi vida.

—Pues hoy se romperá esa marca —afirmó Stanley Judkins—, porque yo voy a ir allí, a buscar agua para el té.

—¡Por el amor de Dios, joven! —exclamó el pastor con miedo en la voz—. ¡No hable de ese modo! ¿Pero es que sus instructores no les han dicho que no vayan por allí? Pues tendrían que haberlo hecho.

—Sí que lo han hecho —dijo Wilfred Pipsqueak.

—¡Cállate, borrico! —exclamó Stanley Judkins—. ¿Qué pasa allí? ¿No es buena el agua? Si fuera por eso, con hervirla ya estaría bien.

—No creo que haya nada malo en el agua —respondió el pastor—. Todo lo que sé es que mi viejo perro no atravesaría ese prado, y mucho menos yo o cualquier otro que tenga algo de seso en la cabeza.

—Más que tontos de sí —comentó Stanley Judkins, con rudeza e incorrección gramatical a la vez—. ¿Quién ha tenido algún problema por haber pasado por allí? —añadió.

—Tres mujeres y un hombre —replicó el pastor gravemente—. Escúchenme; yo conozco estos lugares y ustedes no, y les digo esto; en estos últimos diez años no ha habido ni una sola oveja que pastara en ese prado, ni se ha sembrado nada en él, aunque la tierra es buena. Desde aquí pueden ver cómo está todo por allí, con esos zarzales, matas y basuras de toda clase. Usted tiene unos prismáticos, joven —se dirigía a Wilfred Pipsqueak—, o sea que los puede ver.

—Sí —dijo Wilfred—, pero veo que hay sendas marcadas. Alguien va por allí de cuando en cuando.

—¡Sendas! —exclamó el pastor—. ¡Ya lo creo! Cuatro sendas: tres mujeres y un hombre.

—¿Qué quiere decir con eso de tres mujeres y un hombre? —preguntó Stanley, mientras se volvía por primera vez y miraba de frente al pastor (porque le había dado la espalda hasta ese momento: era un chico maleducado).

—¿Qué quiero decir? Pues lo que digo: tres mujeres y un hombre.

—¿Quiénes son? —preguntó Algernon—. ¿A qué van allí?

—Quizá haya alguien que les pueda decir quienes eran —dijo el pastor—, pero esos desaparecieron antes de que yo hubiese nacido. Y por qué iban allí es todavía más de lo que un hijo de hombre pueda decir: lo único que he oído es que todos ellos en vida eran malas personas.

—¡Por san Jorge, qué cosa más rara! —murmuraron Algernon y Wilfred; pero Stanley se mostraba desdeñoso y desagradado.

—¡Pero bueno! ¿Ya a decirme que son fiambres? ¡Qué tontería! Ustedes han de ser unos tontos, si se creen eso, Me gustaría saber quién les ha visto.

¡Yoles he visto, jovencito! —respondió el pastor—, les he visto de cerca, desde esa duna: y mi viejo perro, si pudiese hablar, le diría que él también les vio esa misma vez. Era sobre las cuatro de la tarde, en un día como éste. Yo les vi, a cada uno de ellos: avanzaban entre los arbustos y se detenían, andaban despacio por las sendas hacia el centro de los árboles, donde está el manantial.

—¿Cómo eran? ¡Cuéntenos! —pidieron Algernon y Wilfred con mucho interés.

—Harapos y huesos, jovencitos; los cuatro, harapos colgantes y huesos blancuzcos. Me daba la impresión de que los oía castañetear mientras se movían. Andaban muy despacio, mirando de un lado a otro.

—¿Cómo eran sus caras? ¿Las pudo ver?

—No tenían mucha cara que digamos —dijo el pastor—, pero me pareció ver que tenían dientes.

—¡Dios! —exclamó Wilfred—. ¿Qué hicieron cuando llegaron hasta los árboles?

—No puedo decirle eso, joven —respondió el viejo—. No iba a quedarme en ese lugar; además tenía que buscar a mi perro, que había desaparecido. Nunca antes se había apartado de mí, pero esa vez desapareció y, cuando por fin lo encontré, no me conocía y estuvo a punto de saltarme al cuello. Pero le estuve hablando y, al rato, reconoció mi voz y se acercó a rastras, como un niño que pide perdón. No quisiera volver a verle otra vez así, ni a él ni a ningún otro perro.

El perro, que se había acercado y hacia fiestas a todos, miró a su amo y expresó un acuerdo total con sus palabras.

Los muchachos reflexionaron por unos momentos sobre lo que habían oído y, al cabo, Wilfred dijo:

—¿Por qué se llama la Fuente de los Lamentos?

—Si fueran allí una tarde de invierno, después de la puesta de sol, no preguntarían por qué —fue todo lo que dijo el pastor.

—Vaya, no me creo ni una palabra de eso —declaró Stanley Judkins— y pienso ir hasta allí en la primera ocasión que tenga; ¡maldita sea si no lo hago!

—¿O sea que no me hará caso? —preguntó el pastor—. ¿Ni a mí ni a sus jefes, que ya le han advertido que no vaya? Vamos, joven, usted no tiene cabeza, me parece. ¿Para qué iba a contarle yo un montón de mentiras? No daría ni medio chelín por el que se metiera en ese prado; pero no me gustaría ver desaparecer a un jovencito en la flor de la edad.

—Me figuro que daría más de medio chelín —dijo Stanley—. Se me ocurre que usted tiene una destilería de whisky, o algo así, en ese lugar, y no quiere que la gente se acerque por allí. Tonterías, eso hay. Venga, muchachos, nos largamos.

Se marcharon. Los otros dos dijeron «Buenas tardes» y «Gracias» al pastor, pero Stanley nada dijo. El viejo se encogió de hombros y permaneció donde estaba, mirándoles alejarse con aire bastante triste.

De camino hacia el campamento discutieron el asunto, y Stanley tuvo que soportar que, tan lisa y llanamente como era posible, le dijeran que sería un perfecto tonto si fuese a la Fuente de los Lamentos.

Esa noche, entre otras cosas, Mr. Beasley Robinson preguntó si en todos los mapas estaba marcado el círculo rojo.

—Tengan buen cuidado —advirtió— de no meterse dentro de ese círculo.

Varias voces, entre ellas la malhumorada de Stanley Judkins, preguntaron «¿Por qué no, señor?».

—Porque no —respondió Mr. Beasley Robinson—, y si eso no les basta, lo siento —se volvió, habló en voz baja con Mr. Lambart, y después continuó—. Puedo decirles sólo esto: nos han pedido que mantuviéramos fuera de ese prado a los exploradores. Es muy gentil de parte de esta gente permitirnos acampar aquí, y lo menos que podemos hacer es estarles agradecidos. Sin duda, ustedes concuerdan con eso.

Todos dijeron «¡Sí, señor!», excepto Stanley Judkins, a quien se le oyó murmurar: «¡Estarles agradecidos, un cuerno!».

A primera hora de la mañana del día siguiente se oía este diálogo:

—Wilcox, ¿están presentes todos los de su tienda?

—No, señor, ¡Judkins no está!

—¡Ese muchacho es el incordio más infernal que se haya inventado! ¿Dónde puede estar?

—No tengo idea, señor.

—¿Lo sabe alguien?

—Señor, me pregunto si no habrá ido a la Fuente de los Lamentos.

—¿Quién ha hablado? ¿Pipsqueak? ¿Qué es la Fuente de los Lamentos?

—Es ese lugar que hay en el campo, señor…, bueno, está en un bosquecillo, señor, en un prado sin cultivar.

—¿Quiere decir dentro del círculo rojo? ¡Cielo santo! ¿Por qué cree que ha ido allí?

—Vaya, porque tenía mucho interés en saber detalles sobre el lugar, y estuvimos hablando con un pastor, que nos dijo muchas cosas y nos advirtió que no nos acercáramos, pero Judkins no quiso creerle y dijo que pensaba ir.

—¡Perfecto borrico! —exclamó Mr. Hope Jones—. ¿Se ha llevado algo consigo?

—Sí, creo que un trozo de cuerda y una cantimplora. Le dijimos que era un tonto si iba allí.

—¡Pedazo de burro! ¡Cómo diablos se atreve a coger pertrechos así, sin más! Vamos, ustedes tres, tenemos que ir a buscarle. ¿Por qué nadie es capaz de cumplir ni siquiera una orden sencilla? ¿Qué les contó el hombre del que me han hablado? No, esperen, me lo dirán en el camino.

Allá marcharon, Algernon y Wilfred hablando a toda velocidad, y los otros dos escuchando con una preocupación creciente. Por fin llegaron a la duna cercana al campo, la que les había señalado el pastor la víspera. Dominaba el lugar por completo; dentro del bosquecillo de abetos escoceses, mustios y retorcidos, era bien visible la fuente, y también lo eran las cuatro sendas que discurrían entre las zarzas y los matojos.

Hacía un día espléndido, de mucho calor. El mar parecía una superficie de metal. No soplaba ni una brisa. Todos estaban exhaustos cuando llegaron a la cima y se tumbaron sobre la hierba caliente.

—Todavía no se le ve por ninguna parte —dijo Mr. Hope Jones—, pero vamos a descansar aquí un momento. Ustedes están fatigados, y yo también. Echen una buena mirada —continuó al cabo de un instante—, me ha parecido ver que se movían esos arbustos.

—Sí —dijo Wilcox—, a mí también. Allí…, no, no puede ser él. Pero hay alguien; está levantando la cabeza, ¿verdad?

—Me ha parecido, pero no estoy seguro.

Silencio durante unos minutos. Después:

—Ése es él, estoy seguro —dijo Wilcox—, está trepando por la cerca, allá, al lado opuesto. ¿No lo ven? Lleva algo que brilla. Es la cantimplora que has dicho tú.

—Sí, es él, y va recto hacia los árboles —observó Wilfred.

En ese momento, Algernon, que observaba con toda atención, soltó un grito.

—¿Qué es eso, en la senda? Va a gatas… Oh, es la mujer. ¡Ah, no me dejen mirarla! ¡No dejen que pase eso! —y se volvió, agarró puñados de hierba y trató de ocultar la cabeza en ella.

—¡Basta! —gritó Mr. Hope Jones: pero fue inútil—. Oiga —dijo—, debo ir allá abajo. Usted, Wilfred, quédese aquí a cuidar de este chico. Wilcox, usted vaya corriendo hasta el campamento y traiga ayuda.

Los dos se marcharon a la carrera. Wilfred quedó solo con Algernon, y procuró calmarle, pero él mismo no se sentía mucho mejor que su compañero. De rato en rato miraba hacia el pie de la colina y hacia el prado. Observó que Mr. Hope Jones se acercaba al lugar a paso rápido, y después, sorprendido, vio que se detenía, echaba una mirada a su alrededor y, ¡continuaba en ángulo! ¿Cuál podía ser el motivo? Miró hacia el prado, y vio allí una figura terrible, algo cubierta de harapos negros, con manchas blancas que sobresalían: la cabeza, apoyada en un largo pescuezo delgado, medio oculta en una especie de cofia informe y negruzca. Aquel ente agitaba unos brazos flacos en dirección al hombre que iba al rescate, como si quisiese espantarle: y entre las dos figuras el aire se veía temblar y volverse líquido, algo que nunca antes Wilfred había observado. Mientras miraba todo eso, el muchacho comenzó a sentir una suerte de mareo y cierta confusión en la cabeza, que le hicieron pensar cuál no sería el efecto sobre quien se hallase más cerca del campo de influencia. Se apresuró a cambiar de punto de mira, para advertir que Stanley Judkins avanzaba rápidamente hacia el bosquecillo, y en el más puro estilo de un explorador, mirando dónde ponía los pies, para no pisar los espinos ni quedar enredado en ellos.

Aunque no veía nada, era evidente que sospechaba algún tipo de emboscada, y trataba de marchar sin hacer ruido. Wilfred vio todo eso, y más aún. De pronto se le detuvo el corazón, al columbrar a alguien que aguardaba entre los árboles, y después a otra figura —una más de aquellas repugnantemente negras— que con movimientos lentos se acercaba por la senda opuesta, mirando de un lado a otro, tal como lo había descrito el pastor. Lo peor de todo fue que vio a una cuarta —sin duda un hombre, en este caso—, saliendo de entre los arbustos, pocas yardas detrás del desdichado Stanley, y que, con mucho esfuerzo, se acercaba a rastras al sendero. Por los cuatro lados la miserable víctima tenía cortado el camino.

Wilfred estaba al cabo de sus fuerzas. Se precipitó hacia Algernon y le zamarreó.

—¡Levántate! —dijo—. ¡Grita! ¡Grita todo lo que puedas! ¡Oh, si tuviese un silbato!

Algernon se recuperó.

—Aquí tienes uno —le dijo—. Es el de Wilcox, debe de habérsele caído.

Así que uno pitaba, el otro gritaba. En el aire sereno se expandía el sonido. Stanley escuchaba; se detuvo; se volvió y entonces se oyó un grito más agudo y aterrador que cualquiera de los que pudiesen emitir los muchachos que se hallaban en la colina. Era demasiado tarde.

La figura agazapada a espaldas de Stanley se arrojó sobre él y le cogió por la cintura. La otra, horrible, la que estaba detenida moviendo los brazos, los agitó una vez más, pero con júbilo. La que se deslizaba entre los árboles se precipitó hacia adelante, y también ella estiró los brazos como si quisiese coger algo que veía en su camino; y la otra, más alejada, se dio prisa en acercase, moviendo la cabeza con regocijo. Los muchachos observaron todo aquello en un instante de silencio terrible, y apenas podían respirar mientras contemplaban la lucha espantosa entre el hombre y su presa. Stanley le daba con su cantimplora, única arma que tenía. El ala rota de un sombrero negro cayó de la cabeza de aquel ser, y dejó a la vista un cráneo blanco con manchas que podían ser mechones de pelo. Para entonces una de las mujeres había llegado hasta ellos, y tiraba de la cuerda enroscada alrededor del cuello de Stanley. Entre los dos le redujeron en un momento: cesaron los gritos angustiosos, y los tres entraron en el círculo del bosquecillo de abetos.

Sin embargo, hubo una esperanza fugaz de rescate. Mr. Hope Jones, que se acercaba a buen paso, se detuvo de pronto, se volvió, al parecer restregó sus ojos, y después comenzó a correr hacia el prado. Y más aún: los muchachos miraron a sus espaldas y no sólo vieron una tropa de figuras que llegaban a la cima de la duna contigua desde el campamento, sino también al pastor que subía a la carrera la duna en que ellos mismos se hallaban. Agitaron los brazos, gritaron, corrieron unas yardas hacia el viejo y volvieron a su sitio. El pastor aceleró sus pasos.

Una vez más los chicos miraron hacia el prado. No se veía nada. ¿O había algo entre los árboles?

¿Por qué esa bruma entre el follaje? Mr. Hope Jones había trepado a la cerca y se zambullía entre los matorrales.

El pastor se detuvo junto a los muchachos, jadeante. Corrieron hacia él y se colgaron de sus brazos.

—¡Le han cogido! ¡Entre los árboles! —fue todo lo que pudieron decir y repetir.

—¿Qué? ¡No me digan que ha ido allí después de todo lo que le he explicado ayer! ¡Pobrecillo! ¡Pobrecillo! —y hubiese querido decir algo más, pero otras voces le interrumpieron. La patrulla de rescate del campamento había llegado. Unas pocas palabras precipitadas y todos echaron a correr colina abajo.

Apenas habían entrado en el campo cuando se toparon con Mr. Hope Jones. Traía sobre el hombro el cadáver de Stanley Judkins. Le había descolgado de una rama, donde le hallara balanceándose en el aire. En el cuerpo no quedaba ni una gota de sangre.

Al día siguiente, Mr. Hope Jones se puso en marcha con un hacha, y con la intención expresa de cortar cada árbol del bosquecillo y quemar cada mata del prado. Volvió con una extraña herida en la pierna y el mango del hacha quebrado. No había podido encender ni una sola chispa, y en ningún tronco había logrado hacer ni siquiera una marca.

He oído decir que ahora habitan la Fuente de los Lamentos tres mujeres, un hombre y un muchacho.

La impresión que sufrieron Algernon de Montmorency y Wilfred Pipsqueak fue profunda. Ambos se marcharon de inmediato del campamento; sin duda, aquel suceso arrojó una sombra —aunque pasajera— en quienes se quedaron allí. Uno de los primeros en recuperar el ánimo fue Judkins el pequeño.

Esta, caballeros, es la historia de la carrera de Stanley Judkins, y la de una parte de la carrera de Arthur Wilcox. Hasta ahora, creo, no había sido contada. Tiene una moraleja y, así lo espero, esa moraleja es obvia: si no la tiene, no sé muy bien cómo podría yo remediarlo.