La casa Clopton, de Elizabeth Gaskell
Me pregunto si usted conoce Clopton Hall, como a una milla de Stratford. ¿Me permite contarle acerca de un día muy feliz que pasé allí?
Yo estaba en la escuela del vecindario, y una de mis compañeras era la hija de un tal señor W, quien por entonces vivía en Clopton. El señor W nos pidió a un grupo de chicas que fuéramos a pasar una larga tarde, y partimos un hermoso día de otoño, llenas de satisfacción y curiosidad respecto del lugar que íbamos a ver. Pasamos a través de campos desolados a medio cultivar, hasta que avistamos la casa: un edificio grande, pesado, compacto y cuadrado, de ladrillos de un rojo profundo y sin brillo, casi púrpura. Al frente había un gran atrio formal, con pilares macizos coronados con dos feroces monstruos; pero las paredes del atrio estaban rotas, y el pasto crecía exuberante y salvajemente dentro del recinto como en la elevada avenida por la que habíamos venido. Las flores estaban enredadas con ortigas, y solo al aproximarnos a la casa vimos las rosas amarillas y el brezo austriaco forzados hacia algo parecido al orden alrededor de las profundas ventanas de paneles romboidales.
Nos agrupamos en el vestíbulo, con su piso de mosaico de mármol, rodeado con extraños retratos de gente que yacía en sus tumbas hace al menos doscientos años; aunque los colores eran tan frescos, y en algunos casos estaban tan vívidos, que con solo mirar los rostros casi podía imaginar que los originales estaban sentados en el salón más allá. Para retrotraernos más completamente, como si fuesen los días de las guerras civiles, había una especie de mapa militar colgado, bien terminado con pluma y tinta, mostrando las estaciones de los ejércitos respectivos, y con caligrafía antigua debajo, los nombres de los principales pueblos, estableciendo la posición de los fuertes, etcétera. En este vestíbulo fuimos recibidos por nuestro amable anfitrión, quien nos dijo que podíamos vagar por donde quisiéramos, en la casa o fuera de ella, teniendo cuidado de no entrar en el salón de descanso para la hora del té. Yo preferí subir por la ancha escalera de roble arrinconada, con su maciza balaustrada completamente deteriorada y comida por los gusanos.
La familia que entonces residía no ocupaba ni la mitad —no, ni la tercera parte de las habitaciones—, y el antiguo mobiliario estaba intacto en la mayor parte de ellas. En uno de los dormitorios (que se decía estaba hechizado), y el cual, con su cerrada atmósfera inexpresiva y las largas sombras del atardecer avanzando lentamente, me dio una sensación escalofriante, colgaba un retrato ¡tan singularmente bello! Una niña de mirada dulce, con pálido cabello dorado peinado hacia atrás desde su frente y cayendo en rizos sobre su cuello, y con ojos que parecían violetas llenas de rocío, ya que tenían el destello de lágrimas contenidas detrás de sus ojos azul profundo. Y esa era la apariencia de Charlotte Clopton, sobre quien se contaba una leyenda pavorosa en la iglesia de Stratford.
En la época de alguna epidemia, influenza o la plaga, esta joven niña había enfermado, y muerto en apariencia. Fue enterrada con temerosa precipitación en las bóvedas de la capilla Clopton, adjunta a la iglesia de Stratford, pero la enfermedad no se detuvo. A los pocos días otro de los Clopton murió, y lo llevaron a la cripta ancestral; pero mientras descendían las lóbregas escaleras, vieron a la luz de las antorchas a Charlotte Clopton en sus ropas mortuorias apoyada contra la pared; y cuando miraron de cerca, ella estaba muerta sin duda, pero antes, en la agonía de la desesperación y el hambre, ¡se había mordido un pedazo de su hombro blanco y redondeado! Por supuesto, había deambulado por siempre.
Esta era la cámara de Charlotte, y más allá había una cámara privada cubierta con el polvo de muchos años, oscurecida por las plantas trepadoras que habían cubierto las ventanas, y aún forzado en lujuriosa osadía a través de los paneles rotos. Más allá, nuevamente, había una vieja capilla católica con una habitación para el capellán, que había estado tapiada y olvidada a los pocos años. Me apoyé sobre mis manos y rodillas, dado que la entrada era muy baja.
Recogí muy poco en la capilla, pero en la habitación del capellán había antiguos y raras ediciones de muchos libros, mayormente folios. Una gran copia en papel amarillento de Todo por Amor de Dryden, fechada en 1686, me llamó la atención, y es lo único que recuerdo en particular.
Por todos lados aquí y allá, mientras recorría, apareció una bifurcación de una escalera, y tan numerosos eran los sinuosos pasadizos a medio iluminar, que me pregunté si podría encontrar mi camino de regreso. Había un curioso y viejo arcón esculpido en uno de esos pasajes, y con curiosidad infantil traté de abrirlo; pero la tapa era demasiado pesada, hasta que persuadí a una de mis compañeras de ayudarme, y cuando estuvo abierto, ¿qué piensan que vimos? ¡HUESOS! Pero si eran humanos, si eran los restos de la novia perdida, no nos detuvimos a ver, sino que corrimos fingiendo en parte, y en parte realmente aterrorizadas.
La última que recuerdo de esas habitaciones desiertas, la última, la más desierta y la más triste, era la guardería, ¡una guardería sin niños, sin voces cantando, sin pisadas felices repicando! Una guardería rondada una vez por sus habitantes, fuertes y galantes niños, y bellas y curvilíneas niñas, y una o dos enfermeras con redondeados y gordos bebés en sus brazos.
¿Quiénes eran todos ellos? ¿Cuál era su destino en la vida? ¿La luz o la tormenta? ¿O habían sido amados por los dioses y muerto jóvenes?’ Los mismos ecos no lo sabían. Detrás de la casa, en un claro ahora salvaje, húmedo y plagado de viejos arbustos, había un bien llamado Foso de Margaret, porque allí se había ahogado a sí misma la doncella de la casa.
Traté de obtener alguna información que pudiera sobre la familia Clopton. Habían decaído desde las guerras civiles; por una generación o dos les había resultado imposible vivir en la vieja casa de sus padres, pero habían trabajado exhaustivamente en Londres, o en el exterior, para subsistir; y el último de la vieja familia, un solterón, excéntrico, miserable, viejo, y con los más asquerosos hábitos —si los reportes decían la verdad—, había muerto en Clopton hacía unos pocos meses, una especie de huésped en la familia del señor W.
Fue enterrado en la lujosa capilla de los Clopton, en la iglesia de Stratford, donde se ven ondear los estandartes y las armas cuelgan sobre uno o dos espléndidos monumentos. El señor W había sido el apoderado del viejo, y totalmente de su confianza, y a él le había dejado la herencia, endeudada y en malas condiciones. Un año o dos después, el albacea, un pariente muy lejano que vivía en Irlanda, reclamó y obtuvo la herencia, bajo el pretexto de excesiva influencia, cuando no de falsificación, sobre la parte del señor W.
Y lo último que supe de nuestros amables anfitriones de ese día, era que estaban proscriptos y viviendo en Bruselas.