La flor roja, de Vsévolod Garshin

I

—¡En nombre de Su Majestad, el emperador Pedro I, anuncio la inspección de este manicomio!

Estas palabras fueron pronunciadas en voz alta, sonora y metálica .

El empleado de la casa de locos que anotaba a los enfermos en un libro grande y deteriorado, levantó la mirada de la mesa manchada de tinta, con la boca abierta en una sonrisa. Sin embargo, los dos jóvenes que venían acompañando al loco no reían. Apenas podían mantenerse en pie, después de los dos días con sus noches que llevaban en su compañía. En la penúltima estación del ferrocarril en que viajaron, el enfermo había sufrido un agudo ataque. Habían tenido que sacar la camisa de fuerza y, gracias a la ayuda del gendarme y los guardias, se la pudieron poner. De esta forma le condujeron hasta el manicomio.

El aspecto del loco era terrible. Su traje había quedado hecho jirones durante el ataque. El saco de lienzo grueso dejaba al descubierto un amplio torso, sobre el cual tenía las manos cruzadas y metidas en anchas mangas que se cerraban con cordones atados fuertemente sobre la espalda. Sus ojos dilatados e inyectados en sangre (no había dormido durante los últimos diez días) ardían con un brillo febril e inmóvil. Un tic nervioso estremecía su labio inferior y los cabellos revueltos le caían en mechones desordenados sobre la frente.

Caminaba por la oficina con pasos rápidos y pesados de un rincón a otro, mirando con ávido interés los viejos armarios repletos de papeles, las sillas forradas de hule. A veces, su mirada se detenía de modo fugaz sobre sus acompañantes.

—Llévenlo al compartimento de la derecha.

—Ya lo sé, ya lo sé. Ya estuve aquí con ustedes el año pasado, cuando inspeccionamos el hospital; por eso será difícil engañarme —dijo el enfermo. Se dirigió hacia la puerta. El guardián la abrió de par en par delante de él. Con el mismo paso rápido, pesado, decidido y la cabeza levantada en un gesto nervioso, salió de la oficina. Casi corriendo se dirigió a la derecha, a la sección de enfermos mentales.

Sus acompañantes a duras penas podían seguirle.

—Toca el timbre. Yo no puedo hacerlo porque ustedes me ataron las manos.

El portero abrió y ellos entraron.

El edificio era grande, amplio, como son normalmente los edificios municipales. Dos grandes salones, el uno comedor y el otro destinado a sala para los enfermos pacíficos. Un amplio corredor con una puerta acristalada daba al jardín en el que había parterres de flores; una veintena de habitaciones para los enfermos ocupaban la planta baja. También allí se hallaban dos estancias oscuras, una revestida de colchones y otra de tablas, a donde conducían a los enfermos rebeldes. Hacia el final estaban los baños, en una sala grande y sombría. El piso alto estaba ocupado por las mujeres. Un agitado bullicio, sólo interrumpido por gemidos y voces, llegaba de arriba. El manicomio tenía capacidad de albergue para ochenta personas, pero como debía atender las necesidades de varios municipios de la región, se alojaban en él trescientos enfermos. En pequeños cuartos se colocaban cuatro o cinco camas.

Durante el invierno, cuando a los enfermos no les dejaban salir al jardín ni asomarse a las ventanas cubiertas de rejas firmemente aseguradas, el ambiente del manicomio se volvía insoportable, con un aire pesado y sofocante.

Al enfermo recién llegado le condujeron a una dependencia donde se hallaban instalados los baños. Hasta para un hombre sano el efecto producido podía resultar deprimente. Mucho más aún en una mente enferma y agitada. El lugar era grande y abovedado, con el piso sucio y pegajoso. La luz penetraba por una única ventana situada en un rincón de la estancia. Sobre el piso ennegrecido por la mugre, podían verse dos bañeras de piedra, empotradas. Parecían dos pozos llenos de agua. Junto a la ventana, en el rincón, había una enorme estufa con una caldera y una red de caños y tuberías de cobre.

El ambiente era lúgubre, incitando al desvarío y agravado por la presencia de un loquero corpulento, que, con su rostro impasible y grave, y su perpetuo mutismo, aumentaba la tensión del lugar, produciendo en la mente enferma un efecto devastador. Cuando le condujeron hasta ese lúgubre recinto para que tomara el baño reglamentario, según el sistema implantado por el director del hospital, con chorros de agua aplicados en la nuca, el terror y la rabia se apoderaron del enfermo. Terribles pensamientos invadieron su cerebro. «¿Qué es esto? ¿La Inquisición? ¿Es acaso el lugar de torturas donde mis enemigos piensan acabar conmigo? ¿O quizá el propio infierno?». La idea de que debía tratarse de eso último arraigó en él y comenzó a destacarse en el laberinto de sus pensamientos. A pesar de su desesperada resistencia lograron desvestirlo. Con energías redobladas por su terrible enfermedad, se zafaba fácilmente de las manos de los loqueros que le sujetaban, derribándolos al suelo. Al fin, entre cuatro de ellos consiguieron dominarlo y cogiéndolo por los brazos y las piernas lo arrojaron en el agua tibia. Le pareció que hervía y por su mente atravesó la idea, vaga y espasmódica, de que lo estaban torturando con agua hirviente y un hierro puesto al rojo.

Casi ahogándose en el agua, agitando desesperadamente brazos y piernas, gritaba frases inexpresivas, maldecía y oraba, trabándosele las palabras. Gritó hasta quedar exhausto y por último, con lágrimas ardientes que descendían por sus mejillas, y sin la menor relación con sus anteriores exclamaciones frenéticas, dijo:

—¡Santo mártir Jorge! ¡En tus manos deposito mi cuerpo, pero no el espíritu!

A pesar de que se había calmado, los loqueros siguieron sujetándole. El baño tibio y la bolsa de hielo que después se le aplicó sobre la cabeza hicieron su efecto. Y cuando en estado casi inconsciente fue retirado de la bañera y colocado sobre un taburete para aplicarle la ventosa en la nuca, el resto de sus fuerzas y sus desordenados pensamientos estallaron por última vez:

—¿Por qué? ¿Por qué? —gritaba—. Yo no quise hacer mal a nadie. ¿Por qué matarme? ¡Ooooh, Jesús! ¡Oh, ustedes que han sufrido tanto, se los suplico, libérenme, libérenme! —Al sentir sobre su nuca el contacto ardiente, se estremeció, revolviéndose como si hubiera sufrido un calambre. Los loqueros no conseguían dominarle y estaban indecisos.

—No hay nada que hacer —dijo el enfermero que estaba llevando a cabo la operación—. Hay que borrar…

Estas simples palabras causaron un efecto terrible en el enfermo.

—¡Borrar! ¿Borrar qué? ¿A quién van a borrar? ¿A mí? —pensó cerrando los ojos bajo el efecto de un terror mortal.

El enfermero, mientras tanto, había cogido por las dos extremidades una gruesa toalla, y apretándola con fuerza la pasó por su nuca, arrancando la ventosa y con ella la piel de la parte superior dejando una marca roja e inflamada. El dolor que le produjo esa operación, insoportable incluso para una persona sana, colmó la paciencia del enfermo. En un arranque desesperado se apartó de los cuidadores y rodó sobre el piso de piedra creyendo que lo habían decapitado. Quiso gritar y no pudo.

Como estaba sin sentido se lo llevaron en una camilla. Un sueño profundo, de muerte, se apoderó de él.

 

II

Cuando volvió en sí era de noche. Estaba rodeado de un silencio absoluto. Tan sólo se percibía, de la habitación vecina, la respiración de los enfermos. Desde lejos llegaba una voz monótona y rara de alguien que hablaba de sí mismo dentro del oscuro cuarto donde estaba encerrado; desde arriba, y como algo lejano, la voz enronquecida de una mujer cantaba una funesta canción.

Sentía en todos sus miembros una gran debilidad. El cuello le dolía atrozmente.

«¿Dónde estoy? ¿Qué está sucediendo conmigo?» —se preguntaba mentalmente—. Y de pronto surgió la aguda y clara visión de que era el último mes de su vida, que estaba enfermo y que padecía.

Evocó toda una serie de pensamientos y hechos irracionales. Se estremeció aterrado.

—Gracias a Dios, todo eso terminó —murmuró quedando adormecido de nuevo.

La ventana abierta y enrejada con barrotes de hierro daba a un sendero rodeado de grandes edificios y una muralla de piedra. Nadie pasaba por allí. El sendero estaba cubierto de cardos, de arbustos silvestres y lilas que en aquella época del año estaban en flor. Entre las ramas y frente a la misma ventana se veía el alto cerco. Y detrás de esa valla podían verse las copas de los árboles de un gran parque vecino, bañado por la luz de la luna. A la derecha se alzaba el edificio del hospital. Las ventanas, detrás de las rejas, aparecían iluminadas. A la izquierda, la blanca pared, más blanca aún por la luz de la luna, del cementerio. La luna penetraba también a través del enrejado —en la habitación del enfermo— y sus rayos caían sobre el piso iluminando parte de la cama y su pálido rostro con los ojos cerrados. Viéndole dormido nada había de anormal en su aspecto. Sólo se desprendía, de su sueño profundo y pesado, que era un hombre enfermo. Por unos instantes había despertado como hombre sano, pero a la mañana siguiente se levantaría de nuevo como una pobre víctima de la terrible enfermedad.

 

III

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó el médico al día siguiente.

El enfermo acababa de despertarse y estaba aún tapado por las sábanas.

—Admirablemente —respondió levantándose de un salto. Luego se calzó las zapatillas y le tendió la mano al médico—. Admirablemente, menos esto de aquí —y mostró su nuca—. No puedo volver la cabeza sin sentir un fuerte dolor. Pero no significa nada. Todo está bien, si uno se da cuenta de eso, si lo entiende…

—¿Sabe usted dónde se encuentra?

—Sí, doctor: en un manicomio. ¿Y qué importa eso?

El médico le miraba fijamente a los ojos. Su bello y cuidado rostro, enmarcado por una barba de color rubio dorado y tranquilos ojos azul claro, miraban a través de lentes de montura de oro.

Estaba inmóvil, impasible. Observaba.

—¿Por qué me mira usted tan atentamente? No conseguirá jamás leer dentro de mi alma —dijo el enfermo—. Pero yo, en cambio, leo claramente en la suya. ¿Por qué practica usted el mal? A mí eso me es indiferente, porque lo entiendo todo y estoy tranquilo. Pero, ¿para qué tantos sufrimientos? Al hombre que ha llegado a formarse una idea general de la vida, lo mismo le da el lugar en que viva o sienta. Hasta le es indiferente el vivir o no vivir. ¿No es cierto?

—Quizá —contestó el médico sentándose en una silla que había en un rincón de la pieza; de esa manera podía observar al enfermo que se desplazaba con pasos agitados de un lado a otro de la estancia, haciendo ruido con sus enormes pantuflas de anca de potro y dejando flotar su amplio batín de algodón con rayas rojas y grandes flores estampadas.

El ayudante del médico y un loquero permanecían en pie en el umbral.

—¡La tengo, la tengo! ¡La idea ya está! —continuó el enfermo—. Y cuando la sentí en mí, me noté cambiado, resurgido. Mis sentimientos se volvieron más sensibles, mi cerebro trabajó como nunca lo había hecho antes. Lo que apenas conseguía comprender tras complicadas deducciones y adivinaciones, hoy lo capto intuitivamente. En realidad, llegué a la misma conclusión que la filosofía. Yo vivo y siento que el tiempo y la distancia son cosas ficticias. Yo vivo en todos los siglos. Vivo sin el espacio en todas o en ninguna parte. Y por eso me resulta indiferente que me tengan ustedes encerrado aquí, que esté atado o que camine libremente. Pude reconocer que en esta casa hay otros como yo, pero para ellos tal situación es terrible. ¿Por qué no los dejan en libertad?

—Usted ha dicho —le interrumpió el médico— que vive fuera del tiempo y el espacio. Sin embargo no podrá negar que ambos nos hallamos en la misma habitación y que ahora —el médico extrajo el reloj de su bolsillo— son las diez horas con treinta minutos del día 6 de mayo del año mil ochocientos. ¿Qué dice usted a eso?

—Nada. Me es indiferente dónde estar o dónde vivir. Siendo así, ¿no significa acaso que estoy siempre y en todas partes?

El médico sonrió.

—Es una lógica original —dijo levantándose—. Quizá tenga usted razón. Hasta luego. ¿Puedo ofrecerle un cigarro?

—Muchas gracias. —Hizo un alto en su movimiento, cogió el cigarro y con los dientes, nerviosamente, le quitó la punta—. Esto ayuda a pensar —dijo el enfermo—. Es el mundo, el microcosmos. De un lado están los ácidos, del otro los básicos. Así ocurre también con el equilibrio del mundo, en el que se neutralizan los contrastes. Adiós, doctor.

El médico salió. La mayoría de los enfermos le esperaban de pie, al lado de sus camas. No hay nadie que respete tanto a su jefe como respetan a los psiquiatras sus pacientes. En cuanto al enfermo, una vez se hubo quedado solo, continuó caminando nerviosamente de un rincón al otro de la pieza. Le trajeron té en un tazón, que se bebió en dos sorbos sin ni siquiera sentarse; del mismo modo comió un trozo grande de pan blanco.

Luego salió de la habitación y durante varias horas, sin detenerse, se desplazó con pasos rápidos y pesados de un extremo al otro del edificio. El día era lluvioso y a los internados no les dejaban salir al jardín.

El practicante buscó al nuevo enfermo y le indicaron que se hallaba en el fondo del corredor. Allí estaba, apoyando el rostro en los cristales de la puerta que daba al jardín, mirando fijamente el parterre de flores. Su atención estaba absorbida por una flor de un rojo vivísimo, una de las variedades de la amapola. El ayudante le tocó en el hombro.

—Venga a pesarse, por favor —le dijo.

Pero cuando el enfermo se volvió para mirarle, el ayudante del médico retrocedió espantado; tal era el odio y la furia salvaje que ardían en los ojos que le miraron. Sin embargo, al reconocer al practicante, la expresión de su rostro cambió inmediatamente y le siguió sumiso, sin pronunciar palabra, como bajo el efecto de un pensamiento profundo y trascendente. Entraron en el consultorio del médico. El enfermo subió sobre la plataforma de la báscula. El practicante tomó el peso y anotó luego en un libro: sesenta kilogramos. Al día siguiente eran sólo cincuenta y ocho; al tercer día cincuenta y siete.

—Si continúa así no durará mucho —dijo el médico, y ordenó que se le alimentase lo mejor posible.

Pero a pesar de la buena alimentación y del apetito voraz del enfermo, el peso seguía disminuyendo. El enfermo adelgazaba cada día más y el practicante anotaba diariamente un peso menor. El paciente casi no dormía, pasándose días enteros en continuo movimiento.

 

IV

Tenía plena conciencia de que se hallaba en una casa de locos. Hasta sabía que estaba enfermo. A veces, como en la primera noche, se despertaba en medio del silencio después de un día de movimiento agotador y sentía que todos sus miembros estaban doloridos; sentía un peso terrible en la cabeza, pero todos sus sentidos estaban despiertos. Tal vez fuera la falta de impresiones y la escasa luz en medio del silencio nocturno; tal vez el pobre funcionamiento del cerebro en un hombre que acaba de despertarse. Lo cierto es que en tales momentos se daba cuenta cabal de su situación, como si repentinamente se hubiera curado de su dolencia. Y llegaba el día. Con los rayos luminosos que penetraban en el edificio, las impresiones le invadían nuevamente; el cerebro enfermo no conseguía dominarlas; y otra vez era un loco. Su mente se confundía en una rara mezcla de pensamientos lógicos e ideas irracionales. Sabía perfectamente que estaba rodeado de enfermos, pero en cada uno de ellos veía a una persona que se escondía, que antes había conocido, o había leído, o había oído hablar de ella. En su opinión, el hospital estaba habitado por gentes de todas las épocas y todos los países. Existían allí vivos y muertos. Famosos personajes y soldados que murieron en la última guerra y que luego habían resucitado. Se veía en un gran círculo encantado que contenía todas las fuerzas de la tierra, y con orgullosa exaltación se consideraba el centro de ese círculo.

Todos sus compañeros del manicomio estaban reunidos en ese lugar para cumplir un fin gigantesco, que vislumbraba vagamente y que consistía en el exterminio del mal en la tierra. Él desconocía cómo podría llevarse a cabo tal propósito; sólo sabía que tenía las fuerzas suficientes para realizar la empresa. Leía en el pensamiento de las demás personas. Los objetos le contaban sus historias. Los frondosos olmos del jardín del manicomio le narraban leyendas del pasado. El propio edificio, que había sido construido hacía bastantes años, lo atribuía a Pedro el Grande. Estaba convencido de que el zar había vivido en la época de la batalla de Poltava, y que, según él, lo había descifrado de las paredes de la casa, del estuco caído y de los restos de ladrillos que había en el jardín. Aseguraba que toda la historia de la casa y del jardín estaba escrita en ellos. El pequeño edificio del cementerio llenaba su imaginación con el espectáculo de centenares de muertos agrupados desde hacía años. Miraba fijamente el pequeño ventanuco del sótano, que daba al rincón del jardín, pensando distinguir en el nervioso reflejo de luz que caía sobre el sucio y empañado vidrio, rasgos familiares que había hallado a través de su vida, observados en los retratos.

Llegaron días buenos y despejados. Los enfermos pasaban todo el tiempo al aire libre, en el parque. El jardín estaba florido. Las flores se encontraban plantadas en todos los rincones de tierra disponibles. El guardián hacía trabajar en esas tareas a los enfermos más o menos aptos. Pasaban el día limpiando y esparciendo arena, arrancando las malas hierbas que nacían entre las plantas y las flores, extrayendo para el consumo los pepinos, las sandías y los melones, irrigando la tierra que cuidaban y labraban.

Un lugar del jardín estaba ocupado por los cerezos. Al costado, los paseos estaban poblados de olmos. En el centro de uno de esos paseos, sobre un pequeño terraplén, se encontraba el parterre más hermoso del jardín. A su alrededor crecían flores de vivos colores y en la suave pendiente, se erguía, refulgiendo, una dalia gigante, exótica, de color amarillo salpicada de rojo. A esta planta que cubría el centro del jardín y se elevaba por encima del parterre, los enfermos le atribuían un significado misterioso.

Al nuevo enfermo también le pareció esta flor poco común, una especie de icono del edificio y del jardín.

A lo largo de los senderos los enfermos habían plantado flores. Eran de todos los tipos que suelen adornar los jardines rusos. Dalias blancas, altos rosales, petunias de vivos colores, plantas de tabaco con pequeñas flores rosadas, peperina, campanillas y amapolas. Cerca de la entrada del edificio principal, crecían tres plantas de amapola de una variedad especial, exótica. Eran más pequeñas que las comunes y se distinguían por el color excepcionalmente vivo de sus flores. Fueron las que impresionaron profundamente al enfermo cuando, en los primeros días de su internamiento en el hospital, las descubrió a través de la puerta acristalada.

Cuando bajó por vez primera al jardín, lo primero que hizo, aun sin haber terminado de descender los escalones, fue mirar estas flores de vivísimo color. Sólo había dos. Y habían crecido separadas de las demás en un sitio sin desbrozar, rodeadas de cardos y armuelles.

Los locos iban saliendo uno a uno por la puerta donde el enfermero les entregaba un gorro blanco, alto, de algodón y con una cruz roja en el centro. Esos gorros habían sido usados durante la guerra por los que pertenecían al cuerpo de sanidad y adquiridos por el hospital a precios de saldo.

El enfermo le atribuyó a esa cruz roja un significado especial y cabalístico. Se quitó el gorro, observó la cruz y luego las últimas amapolas, que tenían un color más vivo.

—Él está venciendo —dijo—, pero ya veremos…

Bajó de la galería. Echó una mirada en torno y, sin advertir la presencia del enfermero que estaba detrás de él, dio unos pasos hacia el parterre y extendió la mano hacia la flor sin decidirse a arrancarla. Sintió como una oleada de fuego que atravesaba su brazo extendido, sensación que luego se comunicó por todo su cuerpo, como si una corriente poderosa y desconocida, partiendo de los carmíneos pétalos, hubiese penetrado en su organismo. Se aproximó más y tendió nuevamente su mano, pero le pareció que la flor se defendía exhalando un aliento venenoso y mortal. Se sintió mareado, pero realizando un último y desesperado esfuerzo, la cogió casi desde el tallo; en ese momento, una mano pesada se clavó en su hombro. Era el enfermero.

—Está prohibido arrancar las flores —dijo el viejo ucranio—. No suba tampoco al parterre. Aquí entre ustedes hay muchos enfermos, y si cada uno fuera a arrancar una flor, se llevarían todo el jardín —agregó con voz grave y a la vez convincente, sin soltar el hombro.

El enfermo le miró a la cara. Sin decir palabra se libró de su mano y, turbado, se encaminó por el sendero. «¡Oh, infelices! —pensaba—. No ven, están cegados al extremo de no darse cuenta y lo defienden. Pero yo acabaré con él cueste lo que cueste. Si no es hoy será mañana, vamos a medir nuestras fuerzas. Y si muriese en la lucha, qué más da.» Caminó por el jardín hasta el anochecer, mezclándose con sus compañeros en desgracia y sosteniendo con ellos extrañas conversaciones en las que cada uno de sus interlocutores no escuchaba otra cosa que sus propios y frenéticos pensamientos, compuestos de palabras misteriosas y delirantes. De ese modo, caminando con uno y otro de los internados, el enfermo se convenció finalmente de que «todo estaba listo», como se dijo a sí mismo. Pronto, muy pronto se derrumbarían las rejas de hierro y todos los recluidos saldrán volando por el mundo, mientras este, estremecido, se arrancaría su capa exterior, vieja, y se mostraría con un aspecto nuevo y hermoso. Casi se había olvidado de la flor. Sin embargo, al regresar del jardín y subir hasta la galería, vio dos rojos carboncillos entre tanto verdegay, y advirtió que estaba oscureciendo y caía el rocío. Fue entonces cuando el enfermo, dejando pasar a los demás, se colocó detrás del enfermero esperando el momento oportuno.

Nadie se dio cuenta de ello cuando, saltando sobre el parterre, arrancó la flor y se la escondió en el pecho, debajo de la camisa. Y en el momento en que los pétalos humedecidos por el rocío rozaron su cuerpo, palideció con una sensación mortal y los ojos se le desorbitaron, estremecido de terror. Un sudor frío le inundó la frente.

En el hospital encendieron las luces. En espera de la comida, la mayoría de los enfermos se recostaba en sus lechos, con excepción de algunos que deambulaban inquietos por el corredor y las salas. El enfermo, con su flor, estaba entre estos últimos. Caminaba con los brazos apretados —en forma de cruz— convulsivamente contra su pecho. Parecía como si quisiera aplastar, deshacer la flor escondida. Al cruzarse con los demás, evitaba cuidadosamente rozarlos con sus ropas.

—No se acerquen, no se acerquen… —les gritaba.

Sin embargo, en el hospital se prestaba poca atención a las exclamaciones de esa naturaleza. Él caminaba cada vez más rápido, alargando sus pasos; así continuó durante una y dos horas seguidas. Su obstinación era frenética.

—Te voy a cansar. Te voy a estrangular… —decía con voz grave y enronquecida.

A veces le rechinaban los dientes.

En el comedor sirvieron la comida. Sobre largas mesas sin manteles pusieron varias fuentes de madera pintada y dorada. Los enfermos se sentaron en los bancos. Les sirvieron un trozo de pan negro a cada uno. Y con cucharas de madera ocho hombres se servían de una misma fuente. A los que seguían un régimen especial se les atendía aparte.

Nuestro enfermo engulló rápidamente la ración que le sirvió el enfermero de su habitación, pero no satisfecho con ella se dirigió al comedor.

—Permítame que me siente a la mesa —dijo al encargado.

—¿Acaso no ha comido ya? —inquirió este, colocando porciones suplementarias en la fuente.

—Estoy hambriento y necesito reponer fuerzas. Todo mi apoyo está en la comida. Usted sabe que yo apenas duermo.

—Coma, coma usted todo lo que quiera. Taras, alcáncele una cuchara y pan.

Se sentó ante la fuente de cebada y se comió un enorme plato.

—Bien, basta, basta —dijo al fin el encargado cuando todos habían terminado de comer, excepto nuestro enfermo, que seguía ante a la fuente manejando la cuchara con una mano y apretándose el pecho con la otra—. Basta ya, que se va a indigestar.

—¡Ah, si supiera cuánta fuerza necesito, cuánta! —le dijo el enfermo, levantándose de la mesa y estrechando la mano del encargado—. Adiós, Nikolai Nikoláievich. Adiós…

—¿A dónde va? —preguntó el encargado con una sonrisa.

—¿Yo? No voy a ninguna parte. Me quedo, pero tal vez mañana no nos volvamos a ver. Le agradezco su bondad.

Estrechó de nuevo la mano del encargado. Su voz temblaba y las lágrimas acudían a sus ojos.

—Cálmese, cálmese —le decía el encargado—. ¿Por qué esos pensamientos tan sombríos? Vaya a acostarse y duerma. Usted necesita descansar más. Si durmiera bien, pronto estaría curado.

El enfermo estaba llorando. El encargado ordenó a los enfermeros que retiraran los restos de la comida. Media hora después todos dormían en el edificio, todos menos uno. Este yacía recostado en su camastro. Temblaba como si estuviera bajo los efectos de una fiebre palúdica, apretándose convulsivamente el pecho que, según creía, se estaba impregnando del terrible veneno mortal.

 

V

No pudo dormir en toda la noche. Había arrancado esa flor porque veía en ello una hazaña que se sentía obligado a realizar personalmente.

Desde que miró por vez primera a través de la puerta acristalada, los pétalos rojos habían atraído su atención, y desde entonces le pareció que sabía cuál era su misión en la tierra. Todo el mal de nuestro mundo estaba resumido en esa flor escarlata, de color tan vivo. Sabía que de las amapolas se extraía el opio. Y esa idea, al crecer y desarrollarse, había adquirido formas espectrales.

Para el enfermo, esa flor había absorbido toda la sangre inocente derramada por el mundo, y de ahí que fuera tan roja. estaba imbuida de un ser misterioso, el antípoda de Dios, el Arimán que había adoptado un aspecto humilde e inofensivo. Era necesario arrancarla y destruirla. Pero eso no bastaba. Tenía que evitar que al expirar lograse derramar su ira por el mundo. Por eso la escondía en su pecho. Esperaba que por la mañana la flor hubiese perdido sus fuerzas. La maldad que contenía se volcaría sobre su pecho y su alma, y en esa contienda vencería o sería vencido. Si así fuera, él moriría como un noble paladín; el primer paladín de la Humanidad. Moriría por ella. Nadie, antes que él, se había atrevido a arrancar el mal de raíz, en un solo impulso.

«Ellos no lo veían. Yo sí. ¿Podía dejarla vivir? ¡No! ¡Antes la muerte!», pensaba.

Y yacía en su lecho, desvaneciéndose en una lucha pectoral, imaginaria pero agotadora.

Por la mañana, el ayudante del médico lo encontró casi muerto, pero al poco rato la agitación lo reanimó y se puso en pie de un salto, continuando sus nerviosos desplazamientos por el hospital, hablando con los enfermos y consigo mismo en voz alta, de un modo más desconcertante que nunca.

El médico, en vista de que su peso iba disminuyendo paulatinamente y que el enfermo se pasaba las noches sin dormir, ordenó inyectarle una fuerte dosis de morfina. Por fortuna, el enfermo no se opuso. Sus embrollados pensamientos coincidieron con la operación. Pronto quedó dormido. Cesó su agitación enloquecida y poco a poco la melodía altisonante que le acompañaba, siempre surgiendo del ritmo frenético de sus pasos, abandonó sus oídos. Quedó desvanecido y lo olvidó todo; hasta la segunda flor que se había propuesto arrancar. No obstante, posteriormente, cumplió su propósito y arrancó la segunda flor en presencia del viejo enfermero, quien no tuvo tiempo de impedírselo. Corrió tras él, pero el enfermo, exhalando un verdadero alarido de triunfo, penetró corriendo en el hospital, se dirigió rápidamente a su habitación y escondió la flor en el pecho.

—¿Por qué arrancas las flores? —le gritó el enfermero, que corría en pos suyo.

Pero el enfermo se hallaba ya recostado en su cama con los brazos cruzados sobre el pecho, y comenzó a decir tal sarta de disparates que el enfermero sólo atinó a quitarle el gorro con la cruz roja, que no había devuelto durante su fuga, y se marchó.

La lucha se había entablado de nuevo. Sentía emanar desde la flor una especie de chorros o espirales en forma de reptiles, que representaban el mal. Lo enredaban, lo envolvían, lo apretaban; estrangulaban sus miembros vertiendo dentro de su cuerpo el terrible veneno. Lloraba, rogando a Dios e intercalando en sus plegarias las maldiciones que dedicaba a su enemigo.

Hacia la tarde, la flor se marchitó. El enfermo pisoteó sus pétalos ennegrecidos, recogió del suelo los restos y se dirigió al baño con ellos. Arrojó el deforme manojo dentro de la estufa con carbones ardientes y permaneció largo rato escuchando el crepitar de su enemigo, observando cómo poco a poco se convertía en un montón de cenizas blancas. Sopló sobre ellas, y todo desapareció.

Al día siguiente, el enfermo empeoró. Terriblemente pálido, con las mejillas hundidas y los ojos ardientes dentro de las órbitas, proseguía su frenética deambulación, trastabillando a ratos y hablando sin cesar.

—No me gustaría hacer uso de la fuerza —dijo el médico jefe a su ayudante—, pero hay que poner fin a eso. Hoy pesa cuarenta y cinco kilos. Si sigue así, morirá dentro de dos días.

Después de decir estas palabras, el jefe se quedó pensativo unos instantes.

—Ayer la morfina no produjo efecto alguno.

—¿Morfina o cloral? —preguntó el ayudante con tono inseguro.

—Que lo aten. Sin embargo, no creo que consigamos salvarlo.

 

VI

Fue atado. Estaba en su cama, amarrado por la camisa de fuerza y con anchas franjas de lona contra los travesaños de hierro del lecho. No obstante, su agitación y sus convulsos movimientos no disminuyeron sino que, por el contrario, aumentaron. En vano intentó durante muchas horas librarse de las ataduras que le sujetaban. Finalmente, después de un terrible esfuerzo, consiguió romper una de las ligaduras. El enfermo liberó sus piernas, y deslizándose debajo de las demás cuerdas logró ponerse en pie, comenzando a caminar por la habitación con los brazos amarrados y enviando al aire salvajes e incomprensibles exclamaciones.

—¡Quieto! —gritó el loquero, entrando en el cuarto—. Ha de ser el propio diablo quien te ayuda. ¡Grisko, Iván, vengan! ¡Se libró de las ligaduras!

Los tres enfermeros se abalanzaron sobre él y empezó una lucha larga y extenuante para los loqueros, y mucho mayor aún para el enfermo, que gastaba en ella los últimos residuos de sus fuerzas. Finalmente consiguieron tenderlo sobre la cama y lo ataron más fuerte que antes.

—Ustedes no saben lo que hacen —les gritaba el enfermo, ahogándose—. ¡Morirán todos! He visto a la tercera, que estaba apenas abierta. Dejen que termine mi obra. ¡Hay que matarla, matarla, matarla! Sólo así terminará todo. Todo estará salvado. Les enviaría a ustedes, pero sólo yo puedo hacerlo, porque ustedes morirían sólo con tocarla…

—¡Cállese, señor, cállese! —exclamó el enfermero que permanecía de guardia junto al lecho.

El enfermo calló de pronto. Había resuelto burlar a sus guardianes. Estuvo atado todo el día y la noche siguiente. Después de haberle traído la comida, el enfermero preparó su cama en el suelo y se acostó. Minutos más tarde dormía profundamente, y el enfermo comenzó su tarea.

Se dobló completamente, en un supremo esfuerzo por alcanzar uno de los barrotes de hierro de la cama, y tanteando con la mano encerrada en la camisa, comenzó a frotar con violencia la manga contra el barrote. Poco después el grueso lienzo había cedido y pudo sacar el dedo índice. Entonces todo se produjo con más rapidez. Con una habilidad imposible de concebir en una persona normal desató el nudo que aprisionaba sus brazos por la espalda, después los cordones de la camisa; acto seguido se puso a escuchar los ronquidos del enfermero, que dormía con un sueño pesado.

El enfermo se quitó la camisa con rapidez y saltó de la cama. Estaba libre. Probó la puerta. Estaba cerrada por dentro y la llave, probablemente, la tenía en su bolsillo el enfermero. No se atrevió a registrarle por temor a despertarlo, y resolvió salir del cuarto por la ventana.

La noche era impenetrable, serena y templada. La ventana estaba abierta, y se veían las estrellas titilando en el cielo. El enfermo las contemplaba, pudiendo distinguir las constelaciones conocidas y le pareció que le miraban con gesto comprensivo y solidario. Percibió infinitos rayos que ellas le enviaban, y su obsesionante decisión se vio reforzada. Era preciso torcer uno de los hierros de la reja y pasar por la estrecha abertura que se produciría entre los dos barrotes, meterse en el rincón que había oculto entre los matorrales, salvar de un salto la pared y luego… la suprema lucha.

Después podía llegar la muerte.

El enfermo trató de doblar el hierro de la reja, pero no cedía. Entonces, haciendo una soga con las mangas de la camisa de fuerza, la enganchó al barrote y se colgó de ella. Después de realizar unos esfuerzos desesperados que casi le consumieron todas sus fuerzas, la punta de lanza cedió y quedó abierto un angosto paso. Se metió en él tras retorcerse varias veces, arrancándose la piel de los hombros, los codos y las rodillas. Atravesó los arbustos y llegó a la pared. Dio un salto. A su alrededor reinaba el mayor silencio. Del interior del edificio salía una tenue luz que iluminaba vagamente el suelo. No se veía a nadie en las ventanas. Nadie le observaba. El loquero que había montado la guardia junto a su lecho continuaba, probablemente, con un sueño de plomo. Las estrellas titilaban cariñosamente, penetrando con sus rayos hasta lo más hondo del corazón del enfermo.

—Voy hacia ustedes —murmuró mirando al cielo.

El primer intento de saltar la pared le falló. Con las uñas rotas y las manos y las rodillas sangrantes, comenzó a buscar un sitio más fácil de saltar. Allí donde la pared se unía con el cementerio, habían caído unos cuantos ladrillos. El enfermo aprovechó los huecos, escaló el cerco y cogiéndose de las ramas del olmo que crecía en el otro lado, se deslizó lentamente por el tronco hasta pisar la tierra en el lado opuesto.

Luego echó a correr hacia el lugar conocido, junto a la galería. La flor asomaba su oscura y pequeña cabeza con los pétalos muy juntos y destacándose claramente entre el césped humedecido por el rocío.

—Último… —murmuró el enfermo—. Hoy será el día de la victoria o de la muerte. Pero para mí eso es indiferente. Esperen —dijo mientras dirigía una mirada al cielo—, pronto me uniré con ustedes.

Arrancó la planta, la trituró pisoteándola y luego, apretándola con su mano, regresó por el mismo camino a la habitación. El enfermero dormía. El enfermo, arrastrándose con dificultad, cayó desvanecido sobre el lecho.

A la mañana siguiente lo encontraron muerto. Su rostro estaba tranquilo y sereno. Sus rasgos aparecían demacrados; los labios delgados y sus ojos, muy hundidos, reflejaban una honda felicidad.

Cuando lo colocaron en la camilla trataron de abrirle la mano para extraerle la flor escarlata encerrada dentro del puño. Fue en vano: el trofeo le siguió a la tumba.