Mandrágora, de Julian Maclaren-Ross

Cuando era un muchacho de catorce años y vivía en el sur de Francia, me obsesioné con la idea de encontrar una raíz de mandrágora. Había resuelto conseguir una mandrágora, sólo que no sabía siquiera cómo empezar a buscarla. Enton­ces, pensé en Gene Flood. Él sabría. En esa época, Gene Flood vivía en la casa vecina. Tenía catorce años también, y cuando fuera adulto iba a ser explorador. Eso era algo seguro.

—Pero ¿por qué una mandrágora? —dijo Gene.

Yo dije:

—Es algo bueno de tener a mano.

—¿Por qué? —preguntó Gene.

—Puedes hacer toda clase de cosas con ella. Magia. Creo que puedes hacer que los muertos se levanten, pero no estoy muy seguro de eso.

—Humm —dijo Gene. Se acarició la barbilla con escepticismo. Era materialista. No creía en la magia.

Yo le dije:

—En una película, vi a un hombre que ha­cía una mujer con una mandrágora. Te digo, es algo bueno de tener.

—¿Cómo que hizo una mujer? ¿Lo mostraba?

—No. Era un científico.

—Bueno, nosotros no somos científicos —dijo Gene—. Nunca podremos hacer algo así. Además, ¿quién quiere ha­cer una mujer?

—¿Y qué me dices de levantar a los muertos?

Gene cabeceó. Seguía siendo escéptico.

—Cuando la arrancas de la tierra grita como un hom­bre —dije.

Gene dijo:

—Los hombres no gritan. En todo caso, no deberían, a menos que sean cobardes. —Pero la idea de los gritos le había interesado y preguntó—: ¿Dónde crece?

—Al pie de las horcas —dije.

—No hay horcas por aquí —dijo Gene—. ¿ Crece en alguna otra parte?

—En los bosques —dije—. En los pantanos.

—Muy bien —dijo Gene. Se puso de pie. Era un hom­bre de acción. Apretó la mandíbula y comenzó a meter su honda más potente en el ya abultado bolsillo del abrigo de franela.

—¿Llevamos a Phil? —pregunté.

Gene se dio media vuelta y gritó «¡Phil!» hacia las cerra­das persianas de la casa de campo.

—¿Y qué tal Darkie? —dije.

Ante la mención de su nombre, Darkie, el alsaciano, que estaba echado al sol, tirado en el piso como si estuvie­ra muerto, revivió milagrosamente y comenzó a golpear la cola contra el suelo.

—Sí, mejor llevarlo —dijo Gene—. Es útil para rastrear.

Phil bajó corriendo los escalones de la entrada con un ejemplar de la revista Lejano Oeste en la mano. En la tapa se veía un vaquero a los tiros en una taberna. Phil se nos acercó, meneando su cabeza ya despeinada. Había un pa­recido familiar, pero Phil no tenía la mandíbula cuadrada de Gene ni sus ojos duros como el acero. Él tenía ojos cas­taños y era propenso a ruborizarse. Era evidente que jamás se convertiría en un explorador. Además, le tenía miedo a las víboras.

—Vamos —le dijo Gene—. Vamos a caminar.

Darkie se incorporó y levantó las orejas cuando escuchó la palabra «caminar». Sentía interés.

—¿Adónde? —preguntó Phil.

—A buscar una mandrágora.

—¿Qué es eso?

—Un tipo de planta. Grita cuando la arrancas. Crece bajo las horcas.

—¿Para qué la queremos, Gene?

—No hagas preguntas tontas —dijo Gene—. Levanta a los muertos, por si quieres saberlo.

—¿Fantasmas? —dijo Phil. Se había puesto blanco.

Gene dijo:

—Si tienes miedo, no es necesario que vengas.

—¿Quién tiene miedo? —dijo Phil, ofendido.

—Entonces cierra la boca y ven —le dijo Gene.

Darkie, al ver que por fin iba a suceder algo, corrió la­drando delante de nosotros, en dirección al portón. Más allá del cerco el camino subía por la colina, cubierto de polvo blanco.

—Mejor primero probamos en el bosque —dijo Gene.

El bosque se hallaba a cierta distancia. Era un bosque de verdad. Algunas áreas eran como una selva, una vez que uno se hallaba dentro, eran sombrías. Las copas de los árbo­les ocultaban el sol. Se suponía que crecían orquídeas, pero nunca nos topamos con ninguna.

Gene nos condujo a un claro repleto de troncos de árboles podridos en donde crecían hongos venenosos.

—¿Qué me dices de esto? —preguntó.

—No está mal —dije.

—¿Sabes qué aspecto tiene?

—Como la mano de un hombre.

—Humm —dijo Gene. Se acarició la barbilla y echó una mirada a su alrededor—. Nada parecido por aquí.

—No —dije.

—Mejor empecemos a buscar —dijo Gene.

Se inclinó y tomó una raíz cercana. Tiró y tiró. La cara se le puso roja y se le hincharon las venas. Me incliné y lo ayudé a tirar. Ambos tiramos. Salió la raíz, de manera tan repentina, que fuimos despedidos hacia atrás y casi nos caemos.

Gene la arrojó al piso disgustado:

—Nada bueno —dijo—. No es mandrágora. No gritó.

Darkie, que había estado ausente durante un rato, reapa­reció. Aplastaba los matorrales a su paso. Se quedó mirándo­nos, jadeando. Tenía las orejas erguidas y su larga lengua rosa colgaba a uno de los costados. Comenzó a lloriquear y dio vuelta la cabeza para mirar los matorrales.

—Huele algo —dijo Gene—. Quizás es la mandrágora.

—Quizá —dije.

—Encuentra la mandrágora, Darkie —dijo Gene—. Vamos. Sé bueno, Darkie. Encuentra la mandrágora.

Darkie giró obediente y desapareció en la espesura. Lo se­guimos en cuatro patas. Por fin, llegamos a un claro. Había un silencio absoluto. Ni pájaros en los árboles. Darkie clavó las pezuñas en la tierra y comenzó a cavar. Gene bailaba a su alrededor, lo estimulaba a gritos.

—¡La encontró! —repetía—. Encontró la mandrágora. —Se sentía inmensamente complacido. Por fin Darkie era merecedor de su fama—. Debe de estar enterrada muy profundo —dijo Gene.

—Si uno cava lo suficiente, llega a Australia —dije.

—Quizás sea allá en donde crece la mandrágora —dijo Gene.

—Quizá sea así.

Phil no decía nada. Se aburría. Comenzó a arrastrar los pies y a palparse la parte de atrás, en donde una espina le ha­bía roto el pantalón.

Por fin, Darkie dejó de cavar y se echó, todo extendido, junto al pozo. Estaba extenuado. Tuvimos que sacarlo a la fuerza para poder acceder. Gene metió el brazo. Entraba has­ta el codo. Lo sacó cubierto de tierra.

—No puedo sentir ninguna raíz —dijo.

Yo también lo intenté, sin éxito. Comenzamos a agrandar el agujero con las manos. No contenía nada, excepto tierra blanda y fina.

—Darkie nos decepcionó —dije jadeando.

—Darkie es un inútil —dijo Gene—. Mejor intentar ahora en el pantano.

—¿Dónde queda el pantano?

—El más cercano está un poco lejos.

—Está bien —dije—. Vamos.

—Vamos, Darkie —dijo Gene. Le hablaba con firmeza. Darkie se levantó con culpa y sacudió el cuerpo. Nos siguió a través de la espesura con la cola entre las patas.

El pantano se encontraba en el centro de un cañaveral de bambú que crecía tupido y no lejos de la orilla del mar. Entre las cañas había árboles, pero sólo unos pocos tenían hojas; casi todos se habían marchitado y sobresalían del pantano retorcidos y muertos. A medida que avanzábamos, el suelo se volvía cada vez más cenagoso: nos abríamos paso entre las cañas y chapaleábamos en el agua con los zapatos que, con cada movimiento, se hundían un poco.

Phil no cesaba de quejarse:

—Tengo los pies mojados. Me voy a pescar un resfrío. Tendré neumonía.

—Cállate —le dijo Gene. Buscaba raíces a su alrededor. De pronto dijo—: ¿Y qué tal aquello? —Estábamos en el centro del pantano. Había una orilla de barro a los costados y en el medio una extensión de barro, casi como arena y de aspecto sólido. En un extremo crecía una raíz retorcida. Tenía algo similar a unos dedos y era, por cierto, un poco parecida a la mano de un hombre.

—Eso es, creo —dije.

Gene se preparó. Apretó la mandíbula. Tomó envión y arremetió hacia delante. Saltó el barro en el medio y aterrizó con los dos pies limpios. La raíz estaba un poco lejos de su alcance, así que se estiró encima de la orilla de barro hasta que sus dedos la rozaron. Comenzó a tirar y hundió la otra mano en el barro para tener un apoyo.

Salté y aterricé a su lado. También puse la mano en la raíz y tiramos. La raíz salió del barro. No gritó, pero se escuchó un sonido a succión y luego el aullido de Gene. Se le rompieron los tiradores del pantalón. Se resbaló y se deslizó por el banco de tierra hasta el fondo. De inmediato, los pies se le quedaron atascados en esa arena parecida al barro que creíamos era só­lida. No era sólida. Oscilaba y uno de sus pies se hundió en la arena. Trató de liberarse y el otro pie quedó atrapado. El barro se cerró a su alrededor en unos segundos.

En el otro banco de tierra Phil comenzó a bailar.

—¡Arenas movedizas! —gritó—. ¡Son arenas movedizas!

Dejé caer la raíz que aún sostenía en la mano. No impor­taba. De todos modos no era una mandrágora.

Me deslicé por el banco y tomé a Gene por las solapas y el brazo.

La manga de la chaqueta de Gene se rompió en la axila. Retorcí con fuerza el cuello de la chaqueta y tiré hasta sacarlo del barro. Gene estaba casi asfixiado, pero sus dos pies estaban fuera; el barro se le adhería a los zapatos hasta los tobillos y pudo asirme de la espalda.

El barro abandonaba mis pies de mala gana. Succionaba y succionaba y tenía un olor nauseabundo. Salió mi talón y luego la punta del pie, y el barro osciló sobre el agujero que había dejado mi pie. Comenzamos a subir, gateando por el banco con la mayor rapidez posible. En un momento casi nos resbalamos de nuevo, pero por fin llegamos a la cima, y Phil dio un desenfrenado alarido de triunfo desde el otro lado.

Nos dimos vuelta para mirar el barro. Estaba perfecta­mente liso y en apariencia sólido, sin siquiera una burbuja en la superficie. Gene se detuvo y recogió una piedra. La arro­jó. La piedra se hundió y desapareció por completo. Arrojé otra. El mismo resultado. Phil levantó un puñado de piedras y las arrojó. Entonces los tres enloquecimos. Bombardeamos el barro hasta que se nos cansaron los brazos. Gene arrojó una roca. El barro la recibió agradecido.

Después de unos cinco minutos nos sentimos mejor. Pero de alguna manera no teníamos ganas de seguir buscando la mandrágora ese día. De todos modos, no había ninguna otra raíz por ahí.

Gene dijo:

—Realizaremos otra búsqueda mañana. Co­nozco un lugar en donde seguramente hay abundantes mandrágoras.

Pero al día siguiente no salimos a la caza de la mandrágora. Gene había buscado en el diccionario o algo así y allí decía que la mandrágora era mítica. No existía.

Así que no volvimos a buscar la mandrágora.

Y aun así, no sé. A veces me pregunto si toda la vida no he estado buscándola. De un modo u otro.