Juego, de Ogai Mori
Kimura es un funcionario del Gobierno.
Un día, se despierta como de costumbre a las seis de la mañana. Es a comienzos del verano. Aunque ya ha clareado, la criada ha dejado cerrada la ventana de su habitación. Iluminado por la débil llama de una lámpara encendida fuera del mosquitero, su dormitorio de soltero se ve desolado.
Automáticamente sus manos buscan algo cerca de la almohada: un reloj comprado por los de la oficina de Correos y Telégrafos para un guarda, un enorme reloj de níquel. Las agujas señalan como siempre las seis en punto.
—¿Me hace el favor de levantar las persianas?
Secándose las manos, entra la criada y las levanta. Afuera, como es habitual, del cielo plomizo cae una llovizna. No hace calor, pero siente el aire húmedo sobre su rostro.
Vestida con un yukata cuyo cinto se le incrusta en las carnes, la criada enrolla una por una las persianas del ventanal y las va plegando dentro de sus cajas. Tiene la frente tan bañada en sudor que el desordenado cabello se le adhiere.
Kimura piensa: «Otro día de esos en que se transpira al menor movimiento». Desde esta casa que alquila hasta la estación de tren hay unas siete u ocho cuadras. A pesar del fresco que sienta al salir, llegará todo transpirado a la estación.
Sale al pórtico, y mientras se lava la cara, recuerda que esa mañana debe presentar a su jefe un trabajo urgente. Calcula que con estar a las ocho en la oficina no habrá problema, pues el jefe llegará media hora más tarde.
Con rostro animado observa el cielo lúgubre y gris. Quien lo viera por primera vez se preguntaría qué pensamiento placentero es el que le dibuja esa expresión.
Mientras se lava, la criada pliega con presteza el mosquitero y la cama. Cruzando la habitación y deslizando la puerta se entra al salón.
En él hay dos escritorios colocados formando un ángulo de 90 grados, con un almohadón entre ellos. Se sienta, raspa un fósforo y fuma un Asahi.
Kimura divide su trabajo en dos tipos: los perentorios y los no tan urgentes. El escritorio limpio y despejado está destinado a los urgentes. A medida que va terminando uno, pasa del otro escritorio el siguiente. Siempre hay pilas de cosas prolijamente amontonadas según el orden de prioridad, con lo más urgente arriba.
Kimura toma el diario Hinode que está al costado del almohadón, y lo despliega sobre su escritorio despejado en la página siete, que es la de las columnas literarias. Mientras lee, sopla las cenizas que caen sobre la mesa. Su rostro permanece siempre animado.
Al otro lado de la puerta corrediza, se oye el ruido enérgico que hacen el plumero y la escoba. Es la criada, que a toda prisa limpia el dormitorio. Especialmente violento es el ruido del plumero. Y aunque Kimura se lo observa, si bien logra que un día sacuda con cuidado, después siempre vuelve a reincidir. No pasa los flecos de la punta sino que golpea con el mango. Un modo de limpiar que Kimura apoda «limpieza instintiva». Pues, así como a una paloma que está empollando un huevo, se le puede cambiar éste por una tiza blanca con extremos redondeados y no se da cuenta, porque el motivo queda olvidado y sólo cumple un objetivo, así la criada no pasa el plumero para sacudir la tierra sino por el mero hecho de pasarlo.
A pesar de que esta mujer limpia «por instinto» y hace buen uso de su lengua, Kimura está conforme con ella ya que es activa y responde a sus exigencias. Eso de hacer buen uso de su lengua es una expresión tomada de un novelista romántico que así se refería a su criada que en su ausencia recorría el vecindario con su charla.
Kimura acaba de leer algo que le hace fruncir el ceño. Cuando termina con el diario, su rostro suele mostrarse ya apathique ya adusto; y esto porque lo escrito le ha resultado indiferente o, por el contrario, le ha parecido injusto. Hasta le convendría no leer, pero lo hace de todos modos. Lee, y el desánimo o el disgusto se revelan en su semblante, aunque en seguida retoma su expresión animada.
Kimura es un hombre de letras.
En la oficina gubernamental, cumple con tareas que otros aborrecen, trabajos sin sentido, secundarios; ya se le nota la calvicie, continúa siendo un personaje sin importancia, si bien relativamente conocido como hombre de letras. Lo conocen, a pesar de que no ha escrito nada importante. Por algo será. Apenas comenzó a difundirse su fama, lo trasladaron a un oscuro puesto en el interior del país y lo tuvieron de un lado a otro como a algo inerte, y recién cuando comenzó a quedarse calvo, lo reubicaron en Tokio donde resurgió como hombre de letras. Su historial personal es algo complicado.
Cuando Kimura lee las columnas literarias, siente indignación por una cuestión personal. Sería un juicio falso y excesivamente simplista decir que si lo critican se enfada y si lo alaban se alegra, pues se indigna cuando critican algo bueno y alaban algo absurdo, no importa si de su autoría o de otro colega. Sentimientos que se acentúan, si el aludido es él.
Roosevelt marchó por el mundo predicando: «Si veis algo injusto, corregidlo». ¿Por qué no habría de luchar Kimura? Durante la primera mitad de su vida luchó activamente, pero como ya en esa época era empleado del gobierno, de haberse dedicado a la crítica, no habría podido escribir obras literarias. Y una vez retomado el camino de la literatura, escribió obras, aunque no muy buenas, lo cual le impidió dedicarse a escribir críticas.
La columna literaria de ese día dice algo así: «Hay en la literatura algo que es el buen gusto. El buen gusto está más allá de la situation y es algo indéfinissable. Todas las obras publicadas en revistas que denotan la influencia de Kimura carecen de buen gusto, el cual también falta en las obras del mencionado autor».
Esto es lo que en resumidas cuentas lee. Por otro lado, se citan como ejemplo de buen gusto obras por las que Kimura no siente el menor entusiasmo. Obras que considera indignas de un buen escritor.
Le resulta difícil comprender lo que acaba de leer. La frase «el buen gusto está más allá de la situation» no le sugiere nada concreto. Kimura ha leído muchos libros de filosofía, también textos con comentarios sobre arte, pero de estas palabras no logra sacar ninguna conclusión en limpio. Por cierto que en la literatura hay partes extrañas que justifican la expresión indéfinissable. Bien, pero y ¿qué sería la situation? En épocas remotas, como se ve en ciertos dramas, tal vez era la distribución de personas en el tiempo y el espacio. Lo mismo que procuraba en la literatura clásica un teatro de ricos movimientos y tensos comportamientos cambiantes. Kimura no entiende qué significa estar más allá de esto.
No se tiene demasiada confianza, pero en este caso no adjudica su incomprensión a falta de capacidad. Siente disgusto por las palabras del periodista. Tras leer la lista de obras mencionadas como ejemplos de buen gusto, su enojo aumenta.
Pero, en seguida, su cara seria vuelve a animarse, y siguiendo sus costumbres de soltero pliega cuidadosamente el diario, y lo deja en un rincón de la entrada. Más tarde, la criada lo utilizará para limpiar los faroles y venderá el resto a algún trapero.
Todo esto que ha sido relatado tan extensamente ocupa, en la realidad, no más de dos o tres minutos. El tiempo que lleva fumar un Asahi.
Al arrojar la colilla en el caracol que le sirve como cenicero, parece recordar algo y sonríe; toma del escritorio, que está a su lado, rodeándola con sus brazos, una pila de unos diez cuadernos con aspecto de manuscrits y la coloca sobre un aparador.
Son obras de teatro. Un encargo que le ha hecho el periódico Hinode, que lo ha nombrado jurado en un concurso de obras teatrales. Kimura está muy atareado y no tiene un minuto libre. No tiene tiempo para leer estas piezas. Tan sólo dispone de un momento para fumarse un cigarrillo.
Y desde ya que nadie desea emplear el momento de fumar para dedicarse a cosas desagradables. Entre estos escritos del concurso, vaya uno a saber si habrá algo rescatable.
Ha aceptado leerlos muy a su pesar, sólo porque se lo han pedido encarecidamente.
Muchas veces lo difaman en la página 3 del Hinode. Siempre con la expresión «la corrupción de costumbres por la camarilla del profesor Kimura». Por ejemplo, si un grupo de teatro utiliza un libreto de autor occidental traducido por él, sin falta aparece publicada esta frase; cuando no es más que un insípido libreto que, en Viena o Berlín donde la censure es extremadamente severa, ha sido no sólo publicado sino también representado libremente.
El que escribe es un periodista de baja calaña. Kimura desconoce los entretelones del periodismo, pero tiene sus dudas sobre si la Redacción controla lo que se publicará sobre temas de arte en la tercera página.
Lo que acaba de leer tiene una intencionalidad. Los artículos publicados en la columna literaria con firma de autor, sin comentarios de la Redacción, equivalen a artículos políticos avalados por ésta. Negarle buen gusto a su obra y a los libros que selecciona o recomienda es desacreditarlo respecto de la literatura. Y entonces, ¿por qué lo han autorizado a elegir un guión? ¿Por qué puede seleccionar una obra que quizás carezca de buen gusto? ¿Qué dirían los escritores concursantes? «Ni el concursante ni yo quedaremos conformes», piensa Kimura.
Maliciosamente lo tildan de dilettante, cuando lo cierto es que para mantenerse no necesita leer obras que le disgusten. Como de ningún modo desea ahora lidiar con la pila de manuscritos, los abandona sobre el mueble. Esta larga parrafada llevó sólo un segundo de tiempo. En la habitación contigua cesa el ruido de la limpieza, y se abre la puerta. Una bandeja de comida aparece.
Kimura se sirve el desayuno que incluye un misoshiru con nabos. Después de comer toma una taza de té que le hace transpirar la espalda. Entonces se le ocurre que el verano es el verano.
Se cambia de ropas, guarda un paquete de Asahi sin abrir en su bolsillo y sale al vestíbulo. Allí ya lo aguardan el bento y su paraguas. También sus zapatos lustrados.
Abre el paraguas y camina. Hasta la estación la calle es angosta y llena de comercios cuyos dueños lo saludan, siempre los mismos. Así que al pasar por allí presta suma atención. En el vecindario algunos lo aprecian y lo saludan cortésmente y otros, indiferentes, lo ignoran cuando lo ven. Pero, aparentemente, nadie le es hostil.
Kimura conjetura sobre el sentimiento de quienes lo saludan. Sabe que lo consideran raro porque es novelista, y también que sienten lástima por él y que lo ven como a un protegé. Eso es lo que percibe. No le desagradan estos sentimientos, pero tampoco los agradece.
Así como en el vecindario, un sujeto como Kimura tampoco tiene enemigos en la sociedad. Algunos le demuestran cariño con un dejo de burla, otros lo dejan tranquilo tratándolo con indiferencia.
De vez en cuando, recibe agresiones en el círculo de literatos.
Desearía que no lo tomaran en cuenta, que lo dejaran escribir sin hacerle críticas tan severas. En lo más profundo de su corazón lo que le gustaría es que unos pocos, en algún lugar, lo leyeran y compartieran sus sentimientos.
A mitad de camino hacia la parada del tranvía, desde un costado aparece Ogawa. Trabaja en su misma oficina y de cada tres veces, una, hacen el mismo camino juntos.
—Creí que estaba saliendo más temprano que de costumbre y he aquí que nos encontramos -dice Ogawa inclinando su paraguas al tiempo que lo alcanza.
—¿Ah sí?
—Generalmente eres tú quien sale mucho más temprano. Te veías pensativo, seguramente andas planeando algo para una obra colosal.
Siempre que le dicen algo por el estilo Kimura siente un cosquilleo interior, pero permanece inmutable con su animado rostro habitual.
—El otro día en Taiyô decían que tu ordenada y sistemática vida en la oficina era incompatible con tu contradictoria vida artística. ¿Lo has leído?
—Lo leí. Decía que un arte corruptor de las buenas costumbres no puede armonizar de ningún modo con las normas de un funcionario público.
—Es cierto que figuraba la expresión corrupción de costumbres. Pero no le di importancia. Simplemente lo interpreté como una relación entre arte y funcionario. La política es en la actualidad algo momentáneo, en cambio el arte es eterno. La política está circunscrita a un país, el arte pertenece a la humanidad.
En el Ministerio Ogawa es el charlatán y a Kimura le disgusta, pero trata de disimular. Excitado como si le hubiera dado un ataque de locuacidad, sigue.
—Aunque considerando los discursos de Roosevelt, si todo marcha como este maestro dice, la política dejaría de ser algo del momento, concerniente a un solo país, para llegar a tener la categoría de una gran obra de arte. Lo cual coincidiría con tu ideal. ¿Qué opinas?
A Kimura todo le suena tan imbécil que casi frunce el ceño, pero se contiene.
Mientras, llegan a la parada. En los suburbios, si no sale de mañana y vuelve de noche, se ve obligado a viajar en tranvías repletos. Se ubican junto al poste con sus paraguas desplegados y tras dejar pasar dos coches, finalmente suben en uno.
Se toman de las correas que cuelgan. Aparentemente Ogawa necesita seguir hablando.
—¿Qué concepto te merecen mis opiniones sobre arte?
—No pienso en esas cosas -contesta con fastidio Kimura.
—¿En qué piensas cuando escribes?
—En nada. Simplemente obro. Es lo mismo que comer cuando se tienen ganas.
—Algo instintivo.
—No, no es instintivo.
—¿Por qué?
—Porque lo hago a conciencia.
—Bah —exclama Ogawa poniendo mala cara. Desde este momento no emite palabra hasta descender.
Kimura se separa de Ogawa, se dirige a su oficina, cuelga su sombrero y coloca el paraguas en el paragüero. Sólo hay dos o tres sombreros en el perchero.
La puerta con cortina de bambú está abierta de par en par. Pasa al lado del muchacho de la oficina que viste uniforme blanco, y se dirige hacia su escritorio. Los que llegaron temprano todavía no trabajan y se abanican. Algunos intercambian como saludo un «buenos días», pero otros optan por mover la mandíbula. Todas las caras son pálidas, sin ánimo. Y no faltan motivos para ello. No hay uno que no se enferme por lo menos una vez por mes. Kimura es la excepción.
De un armario sucio y ceniciento señalado con el cartel «Trabajos Urgentes», Kimura saca varios documentos húmedos y los coloca formando dos pilas sobre su escritorio. La más baja corresponde a los que debe ir entregando día a día, y el trabajo que está encima de todos con una especie de señalador rojo es el que tiene que presentar a su jefe esa mañana. Se trata de un asunto importante. La otra pila, la más alta, es de trabajos que puede ir haciendo con tiempo, poco a poco. Además de cumplir con sus tareas específicas, de otros despachos suelen enviarle documentos para que corrija la ortografía, así que muchos de éstos, que no urgen, están en esta segunda pila.
Ordena los papeles, se sienta y mira el reloj de guarda de trenes. Faltan diez minutos para las ocho. Cuarenta hasta la hora de llegada del jefe.
Abre el primer documento, lo lee, recorta unos papeles en pedacitos que unta con pegamento y escribe algo en ellos. A continuación los pega sobre una tira de papel que cuelga a un costado de su mesa, armando eso que en las oficinas públicas llaman fusen.
Se toma su tiempo y cumple su tarea, sin prisa pero sin pausa. Su rostro no deja de estar animado. Sus sentimientos, en momentos como éste, son algo difícil de comprender. Es un hombre que, haga lo que haga, conserva el espíritu de un niño que jugara. Pero hay juegos divertidos y otros aburridos. La tarea de este momento es de las tediosas. Trabajar en una oficina estatal no es broma. Sabe muy bien que es uno de los dientes del engranaje que mueve esa enorme máquina que es el Gobierno, y que debe girar a su mismo ritmo. Y, aunque es muy consciente de ello, cuando cumple sus tareas, lo hace con la sensación de estar jugando. Y esta sensación se refleja en su rostro animado.
Cada vez que termina un trabajo, se fuma un Asahi, y su imaginación comienza a tramar ideas divertidas. Piensa, por ejemplo, lo aburrido que sería haber levantado en el reparto de trabajos la carta de la miseria. Si le hubiera tocado, no sería un desgraciado, pues no se habría resignado siguiendo una doctrina fataliste a aceptar ese destino. Llega a pensar que, si se diera el caso, sería capaz de dejarlo todo. Imagina qué pasaría si abandonara todo. Sueña que, en circunstancias como las del momento, se decide y se dedica a escribir obras literarias de la mañana a la noche a la luz de una lámpara. Tendría entonces la misma emoción de un niño dedicado a su juego favorito, pero igualmente se vería obligado a sortear obstáculos como en todo sport, sufriría amarguras. El arte no es broma. Si sus mismas armas las poseyera un gran maestro, obras colosales que podrían conmocionar el universo surgirían. De todo esto es consciente, pero sus sentimientos son lúdicos.
Cierta vez un soldado de Gambetta, que debía atacar, erró el tiro. Gambetta le ordenó entonces ocuparse del clarín, y el soldado, en lugar de ejecutar la partitura correspondiente al ataque, tocó la del réveil. Aún entre la vida y la muerte, los italianos son capaces de conservar un sentido del juego. Haga lo que haga, también Kimura siente que todo es juego, y que es preferible dedicarse a lo que da gusto y agrada, y no a lo aburrido. Sin embargo, de dedicarse sólo a los juegos placenteros de la mañana a la noche, se convertirían en monótonos y le provocarían tedio. De manera que una tarea aburrida como la que tiene le sirve para quebrar la monotonía.
Cuando ya no tenga la obligación de este trabajo, ¿qué podría hacer para romper la monotonía en la vida de escritor? Existe lo que llaman vida social. Están los viajes. Pero se precisa dinero. No querría presentarse en el ambiente de sus relaciones sociales como un mero observador que viera cómo los demás pescan. Para disfrutar como Gorki del vagabondage, necesitaría de un abolengo como el de los rusos, si no, sería inútil. Concluye que es mejor ser un mezquino funcionario, y este pensamiento no lo desespera.
Por momentos, su imaginación toma un vuelo tan libertino que hasta sueña con la guerra. El clarín convoca al ataque. Galopar tras la bandera que flamea en lo alto ha de ser una sensación exultante. Aun cuando nunca había padecido ninguna enfermedad de importancia, por su complexión pequeña y su delgadez, resultó excluido del servicio militar, y por eso no fue al frente. Recuerda que le han advertido que hay ataques heroicos, pero también obligación de cargar bolsas de arena o de arrastrarse por el suelo. Sus visiones heroicas y entusiastas se esfuman.
Suponiendo que resultara alistado, lo pondrían en la sección de cargamento, y hasta llega a verse jalando o empujando un carro cargado de fardos. Sus simpatías heroicas y exultantes se diluyen.
Otras veces sueña con travesías por el mar. Sería un placer cruzar el Océano esquivando olas más altas que tejados. O clavar una bandera en el hielo polar. Sin embargo, hasta en este caso, habría distribución de tareas, y supone que le correspondería echar leña en la máquina a vapor. Nuevamente despierta de su sueño de enthousiasme.
Termina con un trabajo, empuja la pila de documentos hacia el borde contrario del escritorio y toma del montón otros papeles. Los anteriores eran ordinarias hojas rayadas, pero éstos son papeles importados de color violáceo, que se pegotean en la palma de las manos como las babosas que uno encuentra adheridas a la caña de tender ropa.
Para esta hora ya están presentes cinco o seis compañeros, y todos los escritorios están ocupados. Suena la campana de las ocho, y poco después hace su entrada el jefe.
Antes de que tome asiento, ya Kimura está ofreciéndole los documentos con la señal roja; para ello, se ubica a cierta distancia y espera a que su jefe saque del portefeuille sus papeles, levante la tapa del suzuribako y prepare la tinta. Recién entonces, como por casualidad, el jefe le dirige la mirada. Es licenciado en Derecho, tiene tres o cuatro años menos que Kimura, su mirada es fuerte y la nariz denota energía, el rostro es vivaz tras los anteojos con montura de oro.
—El asunto que me encomendó ayer —dice al entregarle los papeles. El jefe los recibe, les echa un vistazo y los aprueba.
Kimura siente que le sacan un peso de encima y vuelve a su lugar. Un trabajo que no resulta aprobado de entrada difícilmente sea aceptado luego sin nuevas objeciones. Le esperarán una tercera y hasta quizás una cuarta revisión. Tantas oportunidades de cambiar de ideas tendrá el otro que al final lo que diga no coincidirá con lo dicho en un comienzo. De este modo la corrección se torna muy ardua. De ahí su inmensa satisfacción cuando no le objetan nada.
Al volver a su sitio encuentra su té ya servido. Puntualmente a las ocho cuando entran y a las tres si se quedan trabajando, el muchacho les sirve el té sin que necesiten solicitárselo. Un brebaje con color de té pero sin su aroma. Cuando lo acaba, queda asentada una capa de borra en el fondo de la taza. Luego, con la reposada actitud de siempre, retoma su trabajo sin prisa pero sin pausa. La pila más baja va decreciendo velozmente pues son documentos que utiliza para controlar el libro de cuentas. A veces termina tres o cuatro casos sin tomarse su descanso para fumar. Coloca el sello de aprobado a los trabajos terminados, y se los entrega al muchacho para que los reparta por donde corresponde; algunos papeles van directamente al jefe.
Entretanto siguen llegando otros. Los que llevan la señal roja son revisados de inmediato. El resto pasa a engrosar algún montón de acuerdo con su urgencia. Los telegramas reciben generalmente el mismo trato que los documentos marcados con rojo.
Repentinamente siente calor y ve a través de la ventana una nube redondeada de oscuro tono violáceo en el cielo que por la mañana era gris.
El semblante de todos sus compañeros revela un enorme cansancio. Las mandíbulas que les cuelgan alargan sus caras. El aire húmedo y pesado presiona sobre las sienes, y aunque no haga tanto calor como en ese momento, basta que pasen unas horas de oficina para que, al volver del baño, uno se sofoque apenas cruzado el pasillo con el humo del cigarrillo y el vaho de transpiración. Y con todo, es preferible soportar esto en verano porque en invierno el ambiente está totalmente cerrado a causa de la estufa.
La visión de sus compañeros le hace fruncir el ceño, pero enseguida recobra su rostro animado y sigue trabajando.
Un rato más tarde se oyen truenos, y comienza a llover copiosamente. El golpeteo de la lluvia contra el ventanal es atronador. Todos dejan de trabajar y miran hacia el ventanal. Yamada, su compañero de la derecha, le dice:
—Demasiado calor. Por fin llegó el chaparrón.
—Verdad —le contesta girando hacia él su animado rostro de siempre.
Su compañero lo observa y bajando el tono de voz, como si de pronto hubiera recordado algo, agrega:
—Avanzas rápidamente con el trabajo, pero observándote das la impresión de tomártelo en broma.
—De ningún modo —contesta sereno Kimura.
Ya ha perdido la cuenta de las veces que le han dicho esto. Quizás sus gestos, su lenguaje o su conducta provocan este comentario. El anterior jefe lo consideraba un hombre poco serio y lo aborrecía. Los del círculo literario, opinando que sus comentarios no son serios, lo convertían en blanco de sus críticas. Hasta la mujer que alguna vez fue su esposa y de la que ahora está separado, tras un infeliz matrimonio, le reprocha cada vez que se encuentran con queja siempre repetida: «Siempre te burlas de mí».
Kimura no se considera serio pero no se ve tampoco como un individuo burlón. No obstante el sentido de juego con el que cumple sus diferentes tareas disgustó a su mujer, que sin ser Nora, juzgó que la trataba como a una muñeca de juguete. Kimura piensa que esta sensación de juego suya proviene de considerar la realidad como algo que nos es dado. Una vez cierto escritor joven de su grupo le comentó: «Maestro, usted carece de una condición característica de nuestros contemporáneos: la nervosité. Una carencia que no lo afecta particularmente».
Al aguacero le ha seguido una leve llovizna, pero no ha refrescado.
A eso de las once y media, los que vienen de lugares más alejados se levantan para almorzar su bento en el comedor. Kimura continúa trabajando hasta el toque de la campana. Entonces, como de costumbre, comerá solo.
Después que dos o tres compañeros se han levantado para ir a almorzar, suena el teléfono; atiende el muchacho quien luego de un buen rato contesta: «Aguarde un instante, por favor». Deja el auricular y se acerca a Kimura: «Uno del periódico Hinode que desea hablar con usted».
Kimura se acerca al teléfono.
—Maestro Kimura, disculpe la llamada. Lo molesto por el asunto de las obras de teatro del concurso. ¿Cuándo las terminará de leer?
—Últimamente estoy tan atareado que de momento no podré verlas.
—Ah. —Sin saber qué contestar el otro hace un silencio—. Más adelante volveré a llamarlo, disculpe la molestia.
—Adiós.
—Adiós.
Una ligera sonrisa se dibuja en su cara. Ya tenía decidido que por un largo tiempo las obras no bajarían del mueble donde las ha apilado. El Kimura de otros tiempos habría contestado: «He resuelto no leerlas», provocando una discusión telefónica. Ahora es más sereno, pero en su sonrisa se manifiesta cierta bosneit. Con esta mezquina malicia ni siquiera podrá aspirar a considerarse un contemporáneo de la doctrina nitzcheana.
Suena la campana. Todos aprovechan para sacar sus relojes y darles cuerda. También él controla su reloj de guarda de tren. Sus colegas que ya han guardado las carpetas comienzan a retirarse ruidosamente. Kimura, que ha quedado solo con el muchacho, guarda lentamente sus papeles en el armario, luego va hacia el comedor donde come pausadamente su vianda. Más tarde subirá a un tranvía repleto de gente con olor a transpiración.