Tabaco, de Yukio Mishima

Al recordar aquel tiempo acelerado de la adolescencia, me pregunto: «¿Fue feliz, fue hermoso?». Me resulta imposible contestar. Como dijo Baudelaire, «aunque había jirones de luz de sol que brillaban por aquí y por allá, mi juventud fue una tenebrosa tormenta». Es extraño que el recuerdo de la adolescencia acabe siendo tan sombrío. ¿Por qué el crecimiento y su recuerdo tienen que ser algo trágico? Todavía ahora sigo sin entenderlo. Ni hay nadie que lo entienda. Quizás algún día, cuando uno se reviste de esa sabiduría apacible que trae la edad avanzada y que se asemeja a la claridad seca que se presenta a finales del otoño, pueda llegar a entenderlo. Pero entonces será una comprensión sin sentido.

En la adolescencia cualquier cosa, incluido el paso de los días, discurre sin hallar la solución; y todo, por insignificante que sea, se convierte en insoportable. El adolescente ha dejado atrás esa astucia natural de la infancia, y esto lo molesta. Desea empezar otra vez, y desde el principio. Pero ¡con qué frialdad contempla el mundo esta nueva partida! No hay ni un alma que haya tenido en cuenta su salida del puerto. Una y otra vez la gente yerra en la manera de tratarlo. Lo reciben como un adulto o como un niño. ¿Es debido a que le falta seguridad, algo que pueda decirse que es suyo? No, bien mirado, en los años de la adolescencia existe una seguridad que no se puede hallar en otros años y a la que el adolescente pugna por dar nombre. Pero un día, por fin, halla un nombre: es «crecimiento». El éxito de este hallazgo lo tranquiliza y llena de orgullo. Sin embargo, una vez nombrada, esa seguridad se transforma de inmediato en algo distinto de lo que era cuando no tenía nombre. Ni siquiera él mismo es capaz de darse cuenta. En otras palabras, se ha hecho mayor…

La infancia custodia cuidadosamente un cofre bien cerrado. Cuando uno se hace adolescente, quiere abrirlo sea como sea. Pero cuando por fin lo abre, ve que no hay nada dentro. Entonces entiende: «el cofre del tesoro siempre está igual de vacío». Desde entonces, empieza a dar más importancia a las teorías por él ideadas que al cofre en sí. Es decir, «se ha hecho mayor». Pero ¿estaba realmente vacío el cofre? ¿No fue que algo invisible y vital se había esfumado en el momento de abrirlo?

De cualquier modo, yo no podía aceptar que eso de hacerse mayor fuera una especie de terminación o de graduación. La adolescencia debe ser una etapa que tiene que proseguir para siempre. ¿Acaso no continúa realmente? ¿Por qué, entonces, tenemos que desdeñarla?

Desde que me hice adolescente, sentí que me costaba creer en la amistad. Todos mis amigos me parecían insufriblemente imbéciles. Estábamos todos obligados a pasar la mayor parte del día en la escuela, esa estúpida institución, y a tener que elegir a nuestros amigos entre las decenas de compañeros de clase aburridos que nos habían puesto al lado. Confinados entre esas paredes, no éramos más que un montón de compañeros equipados de conocimientos parecidos y de unos profesores que año tras año dan sus clases con los mismos apuntes y que en cada clase sueltan el mismo chiste en el mismo pasaje del libro de texto. (Por cierto que un amigo de la clase B y yo nos pusimos de acuerdo para averiguar en qué minuto de la clase el profesor de química iba a decir el mismo chiste. En mi clase, lo soltó en el minuto veinticinco. En la clase B, a las 11.35, es decir, exactamente a los veinticinco minutos de empezada la clase). ¿Qué iba a aprender yo en tal ambiente? Además, los adultos nos exigían que aprendiéramos dentro de esas paredes «cosas provechosas». Naturalmente, lo que aprendimos fue la ciencia del alquimista. En nuestra escuela el alquimista más hábil era al que llamaban «alumno sobresaliente», es decir, el alumno que aprende a trasmutar un metal sospechoso como el plomo en otro que el cliente puede pensar que es oro. Es más, el mismo alumno también empieza a creer que se trata de oro. El «estudiante modelo» era, en efecto, aquel que resultaba ser el alquimista más diestro. Estaba verdaderamente harto de todos mis compañeros. Me dediqué a comportarme en todo al revés de como hacían ellos. Por ejemplo, y sin poder evitarlo, odiaba las actividades deportivas que todos se ponían a practicar nada más ingresar en el primer curso de la enseñanza media. Los chicos de los cursos superiores querían obligarme a la fuerza a formar parte de algún club deportivo del colegio. Pero yo les dije una mentira desesperada mientras contemplaba a hurtadillas sus robustos brazos:

—Bueno…, es que ando mal de los pulmones, ¿sabéis? Además, pues eso…, a veces me desmayo porque tengo, tengo… el corazón algo débil…

—Hum… —rezongó uno de ellos que llevaba la gorra de colegial de lado y tenía desabrochados (en contra del reglamento) la mitad de los corchetes de la chaqueta del uniforme. Y añadió—: Bien, con esa cara tan paliducha no vas a vivir mucho, ¿sabes? Pues eso: si te mueres ahora, te quedarás sin probar las cosas más divertidas de la vida… Sí, cosas divertiditas, ¿sabes?

Mis compañeros de clase, que me rodeaban con el aire grave, empezaron entonces a soltar risitas vulgares, como si hubieran captado algún sentido oculto. Yo miré de nuevo los brazos robustos y arremangados de aquel alumno del curso superior. Sin saber cómo, en ese momento imaginé vagamente a las mujeres como seres intensamente feos.

Me resistía a formar parte del ambiente extrañamente lascivo de aquel colegio de la nobleza —un ambiente raro tan difícil de comunicar al mundo externo— y, sin embargo, me sentía, por otro lado, fuertemente atraído por algo que se movía inestable en el fondo. Entre mis compañeros abundaban los que tenían unos rostros que, puestos en medio de gente normal, resultarían llamativos por tener rasgos extrañamente exagerados y, al mismo tiempo, sombríos. Apenas eran dados a la lectura, y hasta hacían bandera de su extraordinaria ignorancia. Daba la impresión de que no les importaba en absoluto nada que rayara en lo trágico. A pesar de su inmadurez, se les daba bien esquivar emociones intensas como el sufrimiento o la pasión. Si por algún lance inevitable de la vida eran víctimas del dolor, su flojedad les ayudaba a superarlo enseguida y a empezar a vivir con indiferencia hacia el sufrimiento. Eran los vástagos de aquellos otros: hombres que habían logrado someter a gran parte de la sociedad no por la violencia ni por intimidación, sino por el simple efecto paralizante de la inacción.

Me gustaba pasear por el terreno ondulado del extenso bosque que rodeaba el colegio. En lo alto de la colina se levantaban los edificios escolares. La boscosa ladera estaba serpenteada de varios caminos peligrosos y resbaladizos. Diseminados por el bosque había también unos cuantos estanques, lúgubres y pantanosos, cuyas aguas se recreaban mirando el cielo azul antes de volver a sumergirse bajo la oscura tierra. Con su color gris plomizo, daban la impresión de estar perfectamente estancadas. En realidad, sin embargo, transmigraban lenta y silenciosamente. Estos movimientos secretos del agua de los estanques siempre me habían fascinado.

Sentado un día sobre el raigón de un árbol muerto a la orilla de uno de los estanques, contemplaba fijamente, como si fuera un sueño, la superficie del agua donde apaciblemente flotaban las hojas caídas de los árboles. Del fondo del bosque llegaba lejano el sonido incesante de un hacha cortando árboles. En ese momento, el cielo inquieto del otoño descubrió de improviso un límpido lago azul que lanzaba sus rayos de luz desde los bordes de majestuosas nubes. Entonces, el ruido persistente del hacha pareció transformarse en el sonido de la misma luz. Al clavarse en la superficie del estanque, esos dardos de luz difuminaron en tonos dorados y traslúcidos las aguas opacas. Sobre estas, una solitaria hoja reluciente flotaba y flotaba hasta que lentamente empezó a sumergirse como si fuera un perezoso animal acuático. Mientras observaba esta hoja, tuve un súbito, irrazonable acceso de íntima felicidad. Me sentí parte de la inmensidad de una quietud en la cual siempre había deseado integrarme, pero había sido estorbado por una turba de ocultas razones; sí, una quietud transparente que ese instante parecía hacer borbotar de una vida anterior.

Después, me puse a andar por una vereda que seguía la orilla del estanque en dirección a una elevación redondeada, semejante a un antiguo montículo funerario enclavado en la espesura del bosque. De repente, oí entre los árboles el rumor producido por el roce de hojas de bambú. Dos alumnos, tumbados en un pequeño calvero del bosque, incorporaron sus cuerpos y se me quedaron mirando. No los conocía, pero eran de algún curso superior al mío. Evidentemente, estaban allí, en un rincón donde ningún profesor podría verlos, para fumar, un acto prohibido en el colegio. Uno de ellos, tras mirarme fijamente, se llevó a los labios el cigarrillo que tenía escondido en la palma de la mano. Mientras, el otro exclamó con un chasquido:

—¡Qué fastidio! —Y, clavando una mirada en la mano que llevaba a su espalda, añadió—: ¡Qué pasa! ¿Lo has apagado? ¡Miedica!

El primero lanzó una alegre carcajada, como si mi presencia no lo hubiera afectado en absoluto, y empezó a burlarse de su amigo. Pero su risa le provocó una fuerte tos que delató su inexperiencia como fumador. El otro chico enrojeció hasta las orejas y empezó a apagar el cigarrillo ya medio fumado. A continuación, alzando la mirada, reparó de nuevo en mi presencia y me llamó:

—¡Eh, tú!

Yo, en lugar de largarme de allí con la mirada baja, me quedé clavado, paralizado como un conejo aterrorizado.

—¡Tú! ¡Ven aquí un momento!

—¿Yo? —Y me puse colorado al darme cuenta de que mi reacción había resultado demasiado infantil.

Di un paso por encima del matorral de bambú y me planté ante ellos.

—¡Vamos! Siéntate aquí.

—Está bien.

El que me había mandado sentar se llevó un nuevo cigarrillo a la boca y lo encendió. Después, una vez que me vio sentado, me ofreció la cajetilla. Yo, sorprendido, la rechacé.

—Vamos, prueba uno. Está mejor que un caramelo…

—Es que…

Encendió otro cigarrillo y, obligándome a sostenerlo con la mano, me dijo:

—Si no chupas, se apaga.

Di una calada. En mi cabeza se fundieron los olores del estanque recién aspirados con el aroma de las hojas en combustión. Por un momento tuve la visión de un gran árbol tropical en llamas… Y me puse a toser violentamente. Los dos chicos mayores se miraron y se echaron a reír alegremente. Las lágrimas que de repente empezaron a aflorar en mis ojos me hicieron participar extrañamente de la alegría transmitida por sus risas. ¿Por qué? Sonreí avergonzado y me tumbé boca arriba. Las hojas duras de la hierba me pinchaban la espalda a través de la ligera camisa de entretiempo que llevaba puesta. Alzando mi primer cigarrillo, con los ojos entrecerrados contemplaba sin cansarme el humo elevándose hacia el azul pálido del cielo de la tarde. Ascendía con elegancia, se detenía, flotaba vagamente… Era como un sueño que se tiene justo antes de despertar, como algo que toma forma sólo para, acto seguido, esfumarse limpiamente, y así una y otra vez.

El letargo de este instante fue interrumpido por el sonido tierno y cálido de una voz que musitó a mi oído:

—¿Cómo te llamas, muchacho?

Era el que me había ofrecido tabaco. No podía dar crédito a mis oídos. ¡Era la voz que desde hacía no sé cuánto tiempo había deseado oír!

—Nagasaki —repuse.

—De primero, ¿verdad?

—Sí.

—¿En qué club estás?

—En ninguno todavía…

—¿Y en cuál te vas a apuntar?

Titubeé. Pero enseguida mi frialdad se impuso a la respuesta falsa que le iba a dar para halagarlo. Y dije:

—En el de literatura.

—¡En el de literatura! —gritó casi con dolor y solapando mi respuesta—. ¡No me digas que te vas a meter en ese club! ¡Buena la has hecho! ¡Pero si ahí es donde van a parar todos los tísicos! ¡No, hombre, quítate eso de la cabeza!

Yo me limité a sonreír de modo ambiguo y me quedé mirando su expresión de estupor. Eso me dio el valor de levantarme. Una vez de pie, miré el reloj. Fruncí las cejas como si fuera miope…

—Bueno, tengo cosas que hacer…

Entonces el otro chico, que había seguido tumbado, se levantó y dijo:

—Oye, no irás a irte de lenguas, ¿verdad?

—No se preocupen —contesté en el tono mecánico con que habría respondido una enfermera—. Voy a la tienda de plumas estilográficas… Bueno, adiós.

Y empecé a bajar la colina redondeada con el paso apresurado. A mis espaldas oí decir:

—Ese se ha largado un poco mosqueado…

Era la voz risueña y seca del chico que me había ofrecido tabaco. Sin saber bien la razón, quise volverme hacia esa voz juvenil, pero me distrajo la visión de algo bello de color rojo que pude vislumbrar ante mí, en la penumbra de los árboles. Aun así, debí seguir pensando en otra cosa porque, cuando me di cuenta, ya había dejado atrás ese objeto bello y rojo. Fue entonces cuando me volví. Se trataba de un cerezo joven con las hojas, incluso las de las ramas inferiores, teñidas de rojo brillante. Los rayos de sol, filtrados desde los árboles de arriba, encendían tonos carmesíes produciendo una belleza frágil y artificial. Alrededor, la luz caprichosa del otoño parecía contenerse. Era como si estuviera mirando a través de un cristal de roca bien pulido. Me volví y reanudé mi camino.

De regreso en casa, la conciencia empezaba a remorderme. O, más bien, un sentimiento de culpabilidad. Me horrorizaba pensar que se me podía haber quedado algo de tabaco en los dedos. Después, cuando me senté en la silla a estudiar, otra inquietud se adueñó de mí. El olor a la nicotina del tabaco no se iba de la punta de mis dedos a pesar de haberme lavado las manos varias veces. Era como el olor a caldo de carne que tenía aquel personaje de Las mil y una noches y que no se le fue hasta que su mujer le cortó los dedos. Este olor me iba a hacer sufrir desde ahora. Aunque me vendara toda la mano, me pusiera guantes o escondiera la mano no sé dónde, la gente a mi alrededor en el tren lo olería y se me quedaría mirando de hito en hito como si fuera un delincuente. Podía imaginar mi miseria al sentir cómo penetraba y violaba mi cuerpo este olor, incapaz de librarme de él por más que lo intentaba.

Esa tarde, a la hora de la cena, no me atrevía a mirar cara a cara a mi padre. Hasta las advertencias rutinarias que me dirigía mi abuela en la mesa —«¡Cuidado, Koi-chan, vas a derramar la sopa!»— me causaban estremecimiento. Mi abuela, capaz de olfatear incluso siendo adolescente los hurtos que hacía la sirvienta, seguramente sabía que había fumado. Esa seguridad me aterrorizaba tanto que, acabada la cena, fui a su cuarto decidido a pedirle que no me delatara a mi padre.

—¡Vaya, Koi-chan! ¡Pues sí que es una visita extraordinaria!

Y, sin darme ni siquiera ocasión de hablar, mi abuela se puso a sacarme dulces japoneses de la casa Morihachi y a preparar té. Por si fuera poco, me hizo practicar el famoso pasaje de El puente Benkei, una obra de teatro noh que comienza: «El estado de las olas en el crepúsculo es heraldo de la tempestad de la noche». Todo esto sólo sirvió para hacer que mi abuela sospechara más.

Al día siguiente, de vuelta al colegio, tuve la impresión de ver todo con ojos diferentes. ¿Qué había ocasionado este cambio? No podía ser otra cosa que el tabaco. Empecé a darme cuenta de que los desdenes sentidos hacia mis compañeros de clase que practicaban deporte y hablaban de chicas con los alumnos mayores no eran más que «uvas verdes». Mi menosprecio se iba transformando en una sensación de rivalidad. Decidí que, si a partir de ahora se metían conmigo para decirme cosas como «¡eh, Nagasaki!, ¿sigues dándote tono con tus sonetos?» (como no entendían nada de poesía, para ellos toda poesía eran sonetos) o «pero ¿a que no has fumado en tu vida?», yo, en lugar de quedarme incómodamente callado como hasta ahora, les contestaría: «Pues sí, he fumado. ¿Y qué?». ¿Por qué, entonces, el sentimiento de culpabilidad de la víspera, lejos de oponerse a esta audaz resolución, era cada vez más fuerte?

Sin ninguna razón, estaba contento. En la disputa por ocupar el mejor asiento en la clase de ciencias (disputa no por los asientos de la primera fila, sino por los de la última), hasta yo, que normalmente llegaba con toda tranquilidad después de todos y me sentaba en cualquier asiento libre, hoy me lancé a correr detrás del alumno T., que fue el primero en salir disparado nada más terminar la reunión de la mañana. El alumno K., que siempre se sentaba en el segundo mejor asiento (es decir, donde se puede echar una cabezada sin que el profesor se entere), al verme en él, me dijo con despecho:

—¡Eh, Nagasaki! ¿Qué es esto? ¿No sabes que a quien se sienta aquí es a quien más le pregunta el profe? El tío aplicado es de seguro que hoy ha hecho sus tareas mejor de lo acostumbrado…

Entonces los otros compañeros lo abuchearon llamándolo por el apodo que le habían dado los alumnos mayores: «Máscara antigás». K. se enfadó y acabó yéndose a sentar en uno de los asientos de la primera fila, justo enfrente del profesor, que, por cierto y para regocijo de todos, ese día le preguntó despiadadamente.

En el recreo del mediodía incluso traté de ganarme un puesto en el equipo de baloncesto, un deporte que no había probado. Pero se me dio tan mal que enseguida me sacaron y me dejaron como suplente. Tenía la impresión de estar mendigando la amistad de todo el mundo. Me aparté de los jugadores de baloncesto y me puse a caminar en dirección a los arriates de flores que hay detrás del edificio escolar. La mayor parte de las flores ya estaban mustias. Sólo quedaban, y en abundancia, crisantemos. Pero también en las hojas de estos dominaban los tonos de un amarillo pálido con una monotonía que sólo las flores abiertas prestaban al conjunto una pincelada de viveza artificial. Me quedé contemplando uno de estos crisantemos con tal minucioso detenimiento que la masa de sus pétalos amarillos y estrechos, en la que se destacaban unas delicadas rayitas verticales, fue adquiriendo proporciones enormes ante mi concentrada visión… Era como si un crisantemo gigante me cortara el paso. A mi alrededor, los insectos de mediodía cantaban con zumbido indiferente. Había estado mirando hacia abajo tanto tiempo que, al enderezar el cuerpo, sentí un ligero mareo. Me sentí avergonzado por haber estado absorto ante un simple crisantemo con tanta pasión. Incluso en los paseos que me gustaba hacer por el bosque era raro que me quedara abstraído en la contemplación de un simple objeto. Y no sólo eso, sino que me sorprendí de haber sentido una vergüenza, al observar esa flor, que jamás había experimentado al mirar paisajes más amplios.

En el camino algo apresurado de regreso al edificio escolar volví a ver aquel estanque que relucía bajo el apacible sol otoñal entre el follaje de la arboleda. Me acordé entonces del sonido persistente del hacha, de aquellas flechas de luz que bajaban disparadas desde los bordes de las nubes y, también, de su voz alegre, ágil y seca, la voz de él. En ese instante sentí el pecho oprimido por una emoción que, aunque intensa me produjo un reposo grandioso, paralizante. ¿Sería por la voz alegre? Lo que es cierto es que en tal emoción se mezclaba, hasta no poder distinguirse, la sensación que tuve al mirar la luz colgada de las nubes en la orilla del estanque con la sensación de haber podido formar parte de una quietud inmensa y nostálgica procedente de una vida anterior.

Con el paso de los días fue quedando atrás esa reciente osadía, y también el miedo y la culpabilidad. De lo que no podía olvidarme era del olor a tabaco. Al contrario: este aroma, al que yo creía que acabaría acostumbrándome, me hacía sufrir más vivamente que antes. Por ejemplo, si estaba al lado de mi padre cuando fumaba un puro, sentía unas náuseas horrorosas, pero íntimamente asociadas a cierto placer. Tenía la impresión de estar moviéndome, a un ritmo bastante rápido, de unas aficiones por lo tranquilo y apacible a otras por cosas bulliciosas y deslumbradoras que hasta entonces desdeñaba.

Una noche, de regreso a casa después de haber ido a un animado restaurante del centro de la ciudad con mis padres y mi abuela, se decidió dar una vuelta en coche, en consideración a mi abuela, que no podía caminar mucho, para ver las calles animadas de finales del otoño. En el asiento trasero se sentaban mis padres y mi abuela. Yo ocupaba un asiento supletorio y miraba hacia fuera. Ninguna noche me habían parecido más bonitas estas calles que yo conocía bien. Había anuncios muy vistosos de neón rojo destellando, escaparates con excesiva luz y sin ninguna gracia… Individualmente, nada de eso era atractivo, pero todo formaba un conjunto equilibrado interesante, como un gran festival de fuegos artificiales que, trémulos y delicados, estuvieran eternamente colgados en las tinieblas del cielo nocturno. Me acordé entonces de la expresión «el espejismo de las calles». En realidad, esto no era más que una visión. ¿Iban a cambiar las calles en algo distinto antes de que la gente que vive en ellas se diera cuenta? Sí, las calles de ahora no son las calles de mañana, ni las de mañana serán las de pasado mañana… Inesperadamente, descubrí un hermoso edificio con forma de barco de vapor. En lugar de tener la iluminación deslumbrante de otros edificios, su color sencillamente blanco contrastaba con el tono azul oscuro y opaco que lo rodeaba y dentro del cual parecía flotar. Cuando estaba mirando, se levantó una sombra silenciosa y el edificio entero empezó a ser zarandeado como si estuviera flotando en el agua. Sorprendido, pegué los ojos al cristal de la ventanilla del coche.

—A Koi-chan le gusta Ginza. ¡Vaya sorpresa!, ¿eh?

Era mi madre, que había estado callada y ahora reía al decir eso.

—El problema sería si le gustara demasiado, ¿verdad? —me parece que dijo mi abuela riendo también.

Mi padre sonrió lanzando un «¡bah!» y llevándose el puro a la boca. Yo, sin siquiera responder y con un gesto concentrado en la cara, seguí mirando gravemente por la ventanilla la sucesión de luces. El coche, entonces, dio un brusco giro a la derecha.

Me sorprendí al ver que ahora las casas en hilera estaban escasamente iluminadas. Apenado por la separación, lancé una mirada implorante por encima de los oscuros tejados de las casas. Aún se veía la iluminación de una especie de columna sobre un elevado edificio. Pero después, como una luna que desaparece, esa luz también se perdió entre las azoteas. Sólo quedaba un cielo borroso, impreciso como los tonos vacilantes de las primeras luces de un amanecer.

Se acercaba el invierno. Un día, después de terminar las clases, como tenía que consultar unos datos para un trabajo relacionado con la asignatura de lengua japonesa, le pedí la llave a uno de los miembros del comité para poder entrar en la sala del club de literatura, donde se acumulaba el polvo. Tomé de la estantería un voluminoso diccionario de literatura y me enfrasqué en su lectura sosteniéndolo sobre las rodillas. Un poco porque me daba pereza colocarlo donde estaba, seguí leyendo casi sin querer página tras página, aunque no lo necesitaba. Cuando reparé en el tiempo, vi que los rayos de sol que anunciaban el crepúsculo se habían debilitado hasta el nivel del reflejo que produce el agua. Deprisa, guardé el libro y salí de la sala.

Me llegó a los oídos entonces el jaleo de pasos y risas bulliciosas. Era de un grupo de alumnos que se acercaban tras haber doblado vigorosamente la esquina del pasillo. Como venían a contraluz, no se los distinguía bien, pero supe que eran los alumnos mayores del club de rugby. Los saludé con una inclinación de cabeza. En ese momento, uno de ellos, a punto de chocar contra mí, me dio una palmada en el hombro con una mano robusta y dijo:

—Tú eres Nagasaki, ¿verdad?

¡Era esa voz! ¡La misma voz juvenil, seca y ágil! Inconfundiblemente, era ella. Estuve al borde de las lágrimas a causa de la emoción.

—Sí, soy yo —contesté alzando la vista.

Y ahí se armó un alboroto de exclamaciones:

—¡Caramba! ¡Tu amiguito, eh!

—¡Vaya, vaya!

—¿Cuántos llevas con este, Imura?

—Vamos, Nagasaki, ven con nosotros al club —me dijo Imura, ignorando las chanzas y tomándome por los hombros. Pero esto no sirvió más que para hacer crecer el jaleo en medio del cual Imura y yo parecíamos avanzar empujados por el grupo.

El cuarto del club de rugby estaba tan desordenado que difícilmente se podía dar un paso. Pero lo primero que me sorprendió fue el olor: intenso, complejo, incluso podría decirse voluptuoso. Era diferente del olor del club de judo: melancólico, incluso tal vez desesperado, intenso también, pero con un punto de fugacidad. Estaba ante el mismo olor que me había turbado después de mi primera experiencia con el tabaco, pero no se trataba del aroma propio del tabaco, sino más bien de un aroma imaginado.

Me hicieron sentar en una silla desvencijada al lado de una mesa igualmente desvencijada. Imura se sentó a mi lado. Su silla parecía más robusta que la mía, pero, cada vez que él se movía un poco, crujía agradablemente. Cuando escuchaba este sonido, sentía que el peso de Imura se me transmitía directamente. A pesar del frío, sólo llevaba puesto el traje de rugby con las rodillas desnudas. Su rostro y pecho brillaban por el sudor, que se resistía a desaparecer de su piel. El resto de los chicos siguió hablando de Imura y de mí un buen rato. Imura se puso a fumar y escuchaba las bromas de sus compañeros con la expresión divertida. Por su actitud, podría decirse que yo había dejado de existir. Sólo había otro chico que fumaba. Entretanto, yo hacía lo posible por asumir delante de ellos la actitud más infantil posible, al tiempo que de vez en cuando lanzaba miradas a los robustos brazos de Imura. Incluso sentí escalofríos al sorprenderme a mí mismo riéndome en voz alta.

Cuando se cansaron de burlarse de él, Imura, con ese tono de voz suyo tan seco, se puso a hacer comentarios sobre el entrenamiento de hoy. Las caras de todos recobraron ese aire de seriedad juvenil. Yo escuchaba su voz con los ojos cerrados. Cuando los abrí, vi cómo el cigarrillo se acortaba entre sus dedos rollizos. De repente, tuve una sensación de sofoco.

—Imura —empecé a decir, y todas las miradas se clavaron en mí. Hice un esfuerzo supremo—, ¿puedo fumar, por favor?

Los chicos mayores estallaron a reír. Entre ellos, eran más los que nunca habían fumado. Sus comentarios se sucedieron:

—¡Bravo, bravo!

—¡Este chico promete, eh! Bueno, ¿qué podía esperarse de él siendo amiguito de Imura?

Tuve la impresión de que la curvatura oscura de las cejas de Imura se contrajo ligeramente. Pero, sacando hábilmente un cigarrillo de la cajetilla, me lo alargó diciendo:

—¿Estás seguro de que puedes?

Es difícil de expresar claramente, pero estoy seguro de que la respuesta que en ese momento deseaba oír de Imura era totalmente diferente, una respuesta en cuya corrección yo había arriesgado todo, había arriesgado con mi extraña decisión de pedir un cigarrillo y con el sofoco sentido por mi extraña opresión en el pecho. Tal vez era más vital para mí el apremio inexplicable de que su respuesta fijara de una vez por todas mi forma de vivir a partir de ese momento. Ya no tenía el ánimo de volver la vista atrás. Como la oveja que no hace otra cosa que mirar fijamente a los ojos de su amo tratando de transmitirle su tristeza, ya que no puede hacerse entender con palabras, yo miraba con expresión vacía a Imura. Empezaba a tener asco absolutamente de todo.

Pero a esas alturas no tuve más remedio que fumar. Y, de hecho, mientras fumaba, tosía y tosía sin parar. Parpadeando continuamente a causa de las lágrimas, seguí fumando y aguantando las náuseas que empezaban a asaltarme. Tuve la sensación de que en la parte trasera de mi cerebro me apretaba algo frío. Al mismo tiempo, la sala que veía entre las lágrimas relucía extrañamente y los rostros rientes de los chicos mayores se asemejaban a esos personajes grotescos que aparecen en las xilografías de Goya. Sus risas estaban desnudas de la alegría de antes. Cuando el pequeño coro de risas se calmó, surgió claramente en ellos la expresión de una lástima que parecía haber estado oculta y que antes les infundía temor. Al igual que en las noches de invierno la superficie del agua se cubre de un fino témpano de hielo, yo ahora sentía que a mi alrededor se formaba una capa de aire que permitía que todos se recobraran y empezaran a verme con ojos diferentes, Al fondo se oyó una voz que decía:

—¡Que lo deje ya, que lo deje!

Por primera vez dirigí mis ojos lacrimosos a Imura, que seguía sentado a mi lado.

Él evitaba mirarme deliberadamente. Tenía los codos apoyados en la mesa en una postura inestable, sentado en el borde de la silla. Mantenía una sonrisa forzada e irónica y miraba un punto fijo de la mesa. Con su figura en mi campo de visión, sentí en mi pecho un manantial de alegría dolorosa. Estaba herido. ¿Era esta la causa de mi alegría? ¿O la causa era que la misteriosa simpatía que yo había experimentado por él se evaporaba ahora, trágica y paradójicamente, tan pronto como la había sentido?

Imura se volvió de repente con la sonrisa todavía helada en el rostro. Con un esfuerzo evidente por aparentar despreocupación, extendió la mano y me quitó de los dedos el cigarrillo medio fumado.

—¡Ya está bien! No te fuerces.

Con sus dedos fuertes aplastó la punta del cigarrillo contra el borde, marcado por cortes de cuchillo, de la mesa.

—Ya está oscureciendo. ¿No es hora de volver a casa?

Al verme levantar, los demás dijeron cosas como:

—¿Podrá volver solito el niño?

—¡Eh, Imura! ¿Por qué no lo acompañas?

Evidentemente, lo decían para halagar a Imura. Me despedí con una inclinación, aunque en la dirección equivocada, y salí de la sala. Mientras andaba por el pasillo débilmente iluminado, sentí que al recorrer ese camino de vuelta a casa estaba haciendo el primer viaje largo de mi vida.

Esa noche, insomne en el lecho, daba vueltas dentro de mi cabeza a todas las cosas en que se puede pensar a esa edad. ¿Dónde estaba mi orgullo? ¿No era que hasta entonces yo había deseado obstinadamente no ser otra cosa que yo mismo? ¿No sería que ahora había empezado a ansiar ser distinto de mí mismo? Tenía la impresión de que lo que antes me parecía vagamente feo, ahora se transformaba en algo bello. Nunca antes había tomado conciencia de que ser un niño era una maldición…

Recuerdo que a altas horas de esa noche se declaró un incendio lejano. Insomne como estaba, me levanté cuando oí el ruido del coche de los bomberos, me acerqué corriendo a la ventana y la abrí. En efecto, el incendio era muy lejos, en otra parte de la ciudad. Se seguía oyendo el tintineo de la campana de los bomberos, pero la visión del lejano incendio con las chispas que subían graciosamente al cielo era extrañamente silenciosa. Poco a poco las llamas cobraron más tamaño, como si se acercaran. Al verlas, me entró de repente sueño. Cerré la ventana distraídamente, me tumbé en el lecho y caí dormido.

Pero ese recuerdo es tan nebuloso que tal vez no fuera más que una escena, la escena de un incendio, del sueño de aquella noche.