Historia de las pulgas que viajaron a la Luna, de Kobo Abe

I

Hay gente que no tiene ningún interés en los informes de reuniones. Lo sé muy bien, pero pienso que no dejarán de interesarse de una u otra manera en esta reunión, de la cual voy a hablar en adelante. Mejor dicho, les aseguro que es una historia interesante, ya que se trata de una reunión tan extraña y moderna que se convocó bajo el título de “Congreso Nacional de Insectos Dañinos”.

Me permito hacer una pequeña anotación entre paréntesis, por si hay gente terca que insiste en negar tanto lo extraño como lo moderno del congreso en cuestión; para hablar con más exactitud, no es un mero congreso de insectos dañinos, sino el congreso de insectos dañinos higiénicos. Comprenderán que son dos cosas bien distintas. Creo que quienes detestan las reuniones formales suelen mostrar, a la inversa, un interés particular en asuntos higiénicos.

Al decir insectos dañinos higiénicos, desde luego me refiero específicamente a los insectos vampiros, es decir, los que chupan sangre a los humanos y al ganado, tales como zancudos, pulgas, piojos y chinches. En la época en que prosperó la clasificación ecológica, hubo científicos que cometieron el error de clasificarlos en una sección del Congreso de Insectos Parásitos, debido a este mismo atributo, pero por fortuna ya lo rectificaron al otorgarles una posición merecida en la sección más representativa del Congreso de Insectos Dañinos.

Si me permiten otra intervención a fin de evitar confusiones, les aclaro de una buena vez que dicho congreso no tiene nada que ver con el llamado congreso contra insectos dañinos. A pesar de que la diferencia entre “de” y “contra” no parece tan pertinente, el uno y el otro son como dos polos opuestos en realidad. Por ahora no me meto en detalles, ya que pronto verán en qué consiste la diferencia según la marcha de la historia; solo les ruego que sepan de antemano que sí es importante la diferencia.

El congreso se celebró a fines de agosto en el sótano de un edificio de Shinjuku, Tokio. Habrá quienes se extrañan ante la selección tan anormal del lugar, pero quizá los convenza al informarles que el Congreso Internacional de Nueva York, a comienzos de año, también fue en el sótano de un edificio localizado en una zona suburbana. Acuérdense de que no se trata del congreso contra insectos dañinos, sino del congreso de insectos dañinos. La diferencia entre “de” y “contra” se manifiesta de esta manera.

Me han dicho que se reunieron miles o millones de insectos. La diferencia entre las dos cifras parece demasiado grande, pero en realidad no lo es. Al tratarse de miembros tan inquietos, no es de extrañarse que salieran o entraran tantos individuos en el transcurso de las discusiones, que por cierto duraron un tiempo casi exagerado.

El congreso se inauguró a las doce en punto de la noche, por la sencilla razón de que el lugar solo se desocupó a esa hora; es decir, se celebró en un local conocido comúnmente como bar, del cual soy uno de los clientes más asiduos. En condiciones normales, me sacan del bar a las doce menos cinco y cierran la puerta a mis espaldas en pocos minutos, pero ese día me había pasado de ginebra. El exceso de ginebra siempre me embota el juicio como si me envolvieran en una manta negra hasta el fondo del cerebro. Para colmo, parece surtir un efecto como de volverme transparente, ya que no solo no me veo a mí mismo, sino que tampoco me ven los demás. Al despertarme con un dolor agudo en una de las axilas, me encontré a mí mismo abandonado entre dos sillas en un rincón del bar. Iba apresurado hacia la puerta cerrada cuando me invitaron a asistir al congreso, que estaba a punto de inaugurarse. Ya ven que no estoy al tanto del Congreso de Insectos Dañinos porque sea médico o porque fuera coleccionista de insectos en mi época escolar, sino por la simple casualidad de haberlo presenciado con mis propios ojos. A los insectos no les importó que alguien asistiera como observador, siempre y cuando fuera un ser humano; o quizá ni les hubiera importado que fuera un gato recién nacido.

Al ver la puerta cerrada con candado, supe que tenía que pasar la noche con ellos de todas maneras y que era inútil rebelarse en esas circunstancias, y decidí obedecerles sin resistencia. De manera inesperada, me fue de gran ayuda el ungüento antihistamínico que siempre cargaba en el bolsillo para aliviar la dermatitis del afeitado.

 

II

Resultó que la gran mayoría de los participantes del congreso eran pulgas. Quizá hubo también piojos y chinches, pero estos apenas se notaban. De seguro se extrañan ante el hecho de que ellos mismos lo denominasen “Congreso de Insectos Dañinos”. A mí también me pareció extraño al comienzo.

—Me imagino que son muy modestos.

—¡¿Modestos?! —gritó atontada una que se ocultaba detrás de mi oreja.

Me apresuré a corregir:

—Bueno, quiero decir que tienen buen sentido del humor…

Mi interlocutora —en realidad no sé si fue la misma, pues nunca supe distinguir las pulgas— me espetó de inmediato en un tono tan provocativo que me dejó desorientado:

—¡¿Humor?!

—Es que ustedes mismos se reconocen como insectos dañinos.

—¿Quieres decir que es un honor reconocerse como insectos útiles?

Era tan solo la diferencia de puntos de vista. Hay hombres que se alegran al ser tratados como fascistas. Me limité a sonreír de manera evasiva.

Sospecho que ya están aún más extrañados al ver que me pude comunicar con los insectos. Tienen razón en términos generales; en primer lugar, los insectos no están dotados de la capacidad para pensar. No niego que es posible atribuir todas estas peripecias al efecto de la ginebra, pero me gustaría que reflexionaran un poco antes de sacar una conclusión prematura.

Supongamos que los seres humanos tenemos aptitud para pensar e intercambiar opiniones gracias a la corteza cerebral altamente desarrollada. Sin embargo, el cerebro en sí no sirve de nada si no lo entrenamos a través de la vida social para que llegue a formular pensamientos; esto ya no es cuestión fisiológica sino filosófica. Entonces, ¿quién se atrevería a afirmar que no se les puede aplicar el mismo planteamiento filosófico a las comunidades de pulgas o de piojos?

Por supuesto que yo tampoco tengo seguridad, porque sí es cierto que me había pasado de ginebra ese día. Aun así, me gustaría insistir en que todo gran descubrimiento suele originarse en un acontecimiento dudoso. De momento, solo procuraré resaltar la veracidad de lo que me sucedió en esa ocasión.

 

III

Pasaré a relatar el contenido del congreso. Esa noche hablaron en torno a un tema tan majestuoso como: “En busca de la superación de la inminente crisis de la paz”. Lamento tener que decirles que no me será posible detallarlo porque el ungüento antihistamínico se me acabó apenas inaugurado el congreso; me rasqué todo el cuerpo empapado de sangre y casi no me mantuve despierto pues sentía mi conciencia abrasada sobre la arena hirviente. Así que solo me limitaré a esbozar el ambiente general de la reunión.

En resumidas cuentas, las discusiones se enfocaron en el proyecto ruso de lanzar un cohete a la Luna. No es de sorprenderse por la rapidez con que se informaron de las novedades del mundo si se tiene en cuenta su innato carácter omnipresente, pero no dejé de admirar su intuición política ante la situación internacional.

Según los insectos, los seres humanos se han convertido en animales cada vez más difíciles de tratar en estos últimos años, a medida que se alejan de su estado natural con ciertas innovaciones, como la modernización de la residencia, el sistema de alcantarillado, el jabón químico, el DDT y la lavadora. Solo que hasta ahora siempre han estallado las guerras con cierta regularidad para devolver a los seres humanos a su estado salvaje. Los soldados y la gente pobre del barrio han sido sus aliados más fieles. ¡Esos buenos años de guerras sucesivas, en los cuales millones de insectos dañinos emigraban en manadas hacia los campos de batalla y los escombros!

Han pasado quince años desde que terminó la última guerra. Ha durado demasiado el tiempo de paz. Los insectos han aguantado con optimismo, creyendo en los especialistas y profetas que anuncian la inminente caída del régimen actual, pero no solo no ha habido grandes guerras sino que la situación ha ido de mal en peor con el desarrollo del sentido higiénico, que ahora se observa hasta en los trenes y baños públicos. En tales circunstancias, el cohete lunar representa una crisis profunda que los obliga a planear una solución.

El cohete significa una amenaza fatal en la medida en que —lo mismo sucedió con el satélite artificial— genera el temor a que disminuya aún más la probabilidad de las guerras, hasta que desaparezcan en su totalidad.

Desde luego, no todos los insectos dañinos compartieron el mismo punto de vista. Me contaron que había surgido en el congreso anterior, celebrado en Nueva York, tanta disparidad de opiniones entre los participantes multinacionales que estuvieron a punto de escindirse definitivamente.

Las opiniones, grosso modo, parecen clasificarse en tres categorías: la primera, representada por las pulgas norteamericanas, consistía en el optimismo americano de creer que la escasez de guerras no era ningún síntoma de la derrota del sistema capitalista; según ellas, se conservarían hasta la eternidad tanto las batallas armadas como la pobreza, aun cuando disminuyera la frecuencia de las guerras. La segunda la sostuvieron las pulgas rusas, enteradas hasta cierto grado del marxismo, que atribuían las guerras al régimen capitalista; se trataba de una especie de pesimismo, pues estaban convencidas de que desaparecerían tanto las guerras como la pobreza en un futuro cercano con el desmoronamiento del capitalismo. En el debate, las pulgas rusas no se esforzaron por imponer su punto de vista; en cambio, parecían resignarse con fatalismo a la pronta extinción de todas las especies de insectos dañinos higiénicos y se sumergían en una euforia casi religiosa, imaginándose la belleza de la vida efímera para el tiempo que les quedaba por vivir.

La tercera, apoyada por pulgas de varias nacionalidades, incluyendo las japonesas, resultó ser la más alentadora; esta agrupación multinacional criticó con tono agresivo tanto el fatalismo ruso como el optimismo norteamericano, insistiendo en que las norteamericanas deberían rebelarse con más decisión en contra de la paz internacional mientras que las rusas deberían impedir el lanzamiento del cohete lunar con todas las medidas posibles. Sin embargo, esta tercera opinión fue vencida por los dos poderes políticos, que la consideraron como un idealismo histérico, carente de sentido realista. Por un lado, las pulgas norteamericanas, además de ser numerosas, estaban dotadas de un cuerpo grande y cerebro desarrollado; por el otro, las rusas tenían como aliada a la inmensa mayoría de insectos pusilánimes, como zancudos y chinches. Ante la fuerza abrumadora de las dos vertientes, las pulgas no aliadas se mostraron incompetentes por completo.

No obstante la derrota en el debate, estas no se conformaron del todo; la decisión forzada del congreso en Nueva York solo sirvió para infundirles desconfianza sin alterar de ninguna manera su punto de vista original. Si bien era cierto que el oportunismo que se apoderó del Congreso Internacional de Insectos Dañinos los dejó sin mucha esperanza de guerras mundiales, la convicción belicosa se consolidó aún más entre ellas.

Tengan en cuenta estos antecedentes para comprender el fervor que se generó hoy durante los debates del Congreso Nacional de Insectos Dañinos Higiénicos.

 

IV

—¿Qué tal? ¿No te parece maravilloso? —murmuró entre suspiros una pulga que permanecía pegada a mi cuello, mientras sacudía el peso de su panza repleta de sangre. Conteniendo las ganas de aplastarla de un manotazo, me apresuré a responderle con los dientes apretados:

—No entiendo… El éxito del cohete lunar significa que habrá menos esperanza de guerras en el futuro, ¿no es cierto?

—Claro que sí.

—Y siguen alborotados por un evento tan risible.

—Qué tonto eres. Mira, ya te lo explico: hemos decidido abrir un porvenir por nuestra cuenta sin hacerle caso al Congreso Internacional.

—¿Pero con qué método?

—¿Cómo? ¿Acaso no escuchaste la declaración final?

—Sí la escuché, pero… es que… todavía no me queda claro…

—Ya veo que te falta sangre en el cerebro.

—Es porque me la chupaste demasiado. Deja de ser impertinente.

—Ah, perdóname. En fin, hemos decidido aprovechar el cohete lunar para dejar a nuestros hijos en la Luna, ¿me entiendes?

—Ya…

—Aun cuando nos extinguiéramos sin dejar rastros aquí en la Tierra, nuestros descendientes se mantendrían al acecho en la Luna.

—A la espera del estallido de una nueva guerra, ¿verdad?

—Ojalá, pero eso no es muy factible.

—Entonces, ¿qué esperarían?

—¿Cómo que qué esperarían? ¡La llegada de los seres humanos!

—¿Seres humanos?

—Claro, tenemos fe.

—Tarde o temprano llegarán los seres humanos a la Luna, pero esparcirán insecticidas en cuanto aterricen, al igual que en la Tierra.

—¡Qué va, hombre! ¿Acaso no eres humano? Hablas como si fueras una pulga rusa… Esos bichos rusos no tienen ninguna formación psicológica. Tenemos fe en que los seres humanos, aunque de momento se sientan impulsados a aniquilar a todos los insectos dañinos higiénicos sobre la Tierra.

—¿Y?

—¿No te acuerdas de que hace tiempo hubo un poeta que recitaba?

Lamento decirles que no escuché más; sin poder soportar más el peso de la panza, la pulga se cayó al piso. Al mismo tiempo, el silbido del primer tren anunció el amanecer. Con las palabras de clausura se oyó un crujido como de bosque de bambú y hubo salpicones de agua en todo el espacio. Mentira, no fueron salpicones de agua, sino brincos simultáneos de todas las pulgas reunidas.

 

V

¿Ven cómo sí es posible una reunión tan divertida en el mundo? A pesar del dolor físico que tuve que soportar, experimenté un gran placer psicológico al asistir al congreso.

Después de una semana, leí por casualidad en la biblioteca —quizá bajo el dominio del subconsciente— un artículo sobre los hábitos de las pulgas.

Y me enteré de que las pulgas, al ser colocadas al vacío, vomitan todas las vísceras por la boca para quedarse invertidas y alcanzan a vivir más de veinticuatro horas en ese estado; en cuanto se ponen en contacto con el aire, se tragan de nuevo las vísceras para recuperar su estado normal. Además, dicen que sus huevas resisten más de tres años de sequía. Esto quiere decir que la decisión tomada en el congreso nacional por las pulgas japonesas no fue ninguna exageración quimérica.

Para colmo, las investigaciones recientes han revelado que hay volcanes activos en la Luna y que puede haber, aunque sea en un grado mínimo, agua y oxígeno entre los resquicios de la corteza o por debajo de la capa de polvo. Qué pesar. Me sobrecogí de repente. ¿Qué habría querido decir esa pulga en relación con la psicología humana? No estaba del todo fuera del alcance de mi imaginación, pero no me animaba a creérmelo hasta que me lo aclaró la misma pulga de su propia boca.

Varias veces estuve a punto de escribir al gobierno ruso para notificarlo del plan de las pulgas japonesas, pero me faltó osadía para hacerlo a tiempo; mientras yo demoraba en decidirme, Rusia lanzó al fin el cohete lunar. Según la prensa, los técnicos tomaron precauciones extremas en contra de las bacterias, pero parece que no se les ocurrió considerar el peligro de las pulgas.

¿Esas pulgas abordarían el cohete, tal como lo habían planeado, para viajar a la Luna?

No habría necesidad de decirles que fui esa misma noche al bar de siempre para tomar ginebra. Me sobresalté apenas di un paso. Me llegó a la nariz un fuerte olor a insecticida y vi el piso entero emblanquecido por completo. Lancé un grito sin querer: ¡quién sería capaz de tomar licor en medio de un olor tan espantoso! El dueño me pidió disculpas y me prometió que nunca más recurriría al insecticida. ¿Cuándo volverían las pulgas al bar?

Pasaron algunos días de desasosiego. No tuve que esperar demasiado hasta que me encontré de nuevo con la pulga. Creo que fue al cuarto día. Cuando disfrutaba de la ginebra sin apuro, como de costumbre, sentí una picadura en el cuello. Me extrañé al ver que todavía faltaba tiempo para la medianoche. Detuve la mano que había alzado por instinto y le hablé en el tono más amable que me pudiera permitir:

—Oye, ten cuidado; no caigas al piso, que está lleno de insecticida.

—¡Qué ridiculez!

—¿Cómo?

—De tan poco insecticida nos escapamos solo con un estornudo.

—Ya veo. A ver, cuéntame, ¿cómo les salió el plan?

—¿El plan de qué?

—Acuérdate, ese de aprovechar el cohete lunar.

—Ya…

—¿Qué te pasa? Estás como desanimada.

—Sí, al comienzo todo marchaba como habíamos planeado…

—¿Y luego?

—Desgraciadamente había otros pueblos que pensaron en lo mismo, y las dos representantes se enfrentaron en mal momento dentro de la nave. La otra era nada menos que la alemana, tan terca como nadie.

—Ya…

—Estando a bordo, tuvieron una riña terrible. Esa bicha empezó a decir que la japonesa debería abstenerse del viaje argumentando que la mancha negra en nuestra panza era un indicio de la degeneración racial.

—¿Crees que es válido ese argumento?

—¡Qué va! A decir verdad, las rayas curvadas que tienen ellas en el cuerpo no son sino las evidencias de su estado degenerado.

—¿Y qué pasó después?

—Al cabo de una batalla de comes o te comen.

—¿Quién ganó?

—Se mataron las dos… es que se estuvieron mostrando una a la otra las vísceras todo el tiempo.

—¿Pero cómo supiste el desenlace?

—Bueno, uno lo sabe después de deliberaciones filosóficas.

Durante un largo rato permanecí en silencio, sorbiendo ginebra, mientras mi interlocutora seguía chupándome la sangre sin decir palabra. En fin, las pulgas no llegaron a la Luna. No tuve ningún alivio al saberlo. ¿Por qué sería?

—A propósito…

—¿A propósito?

—¿Cómo termina tu relato?

—¿Mi relato de qué?

—Ese que comenzaste a contar en torno a la fe sobre la psicología humana.

—Ah, ya me acordé —al decirlo, me miró a los ojos con una insinuación maliciosa. No, una pulga no me podría mirar. Quizá fue tan solo otra ilusión mía. —¿De veras lo quieres saber?

—Creo saberlo sin que me lo digas, pero…

—Cómo no.

—Es que todavía no entiendo… ¿Por qué las pulgas japonesas y alemanas actúan con tanta convicción?

—No, hombre, gracias a ustedes.

—¿En qué sentido lo dices?

—No soportarían el mundo sin insectos dañinos higiénicos. Si no existiéramos nosotros, nunca tendrían la sensación placentera de matarnos, ni de rascarse la picadura.

Casi sin conciencia ahuyenté con toda mi fuerza a ese bicho, que venía subiendo detrás de mi oreja. Cayó en línea recta al vaso de ginebra y empezó a girar. Mientras giraba, alzó los ojos para mirarme con una sonrisa cómplice. Qué extraño. Era imposible que el bicho sonriera, sin labios ni párpados.

—¿Qué te pasa, hombre? Es lo que se llama sonrisa filosófica.

Tomado de sorpresa por esa voz, el hombre que estaba a mi lado volteó para examinar mi vaso. Apurado me tragué todo el contenido, junto con el bicho. Me arrepentí de haberlo hecho cuando recobré la tranquilidad. Esos bichos, capaces de sobrevivir en el vacío, resistirán sin dificultad al licor y a la digestión. ¿Por qué tuve tanto apuro como para tragármelo de un sorbo? Hubiera podido atormentar más al bicho dándole picoteos con un fósforo encendido, para reírme con los otros clientes. Justamente son estos errores de juicio los que las pulgas sabrán aprovechar muy bien a su favor. Permanecerán ocultas con paciencia, sea en mi estómago o en la Luna, a la espera del mejor momento para saltar de nuevo.
(Luego me paré con la decisión de ir a comprar un purgante).