El altar de los muertos, de Henry James

I

Sentía el pobre Stransom un desagrado mortal hacia los pequeños aniversarios, y aún le desagradaban más cuando tenían pretensiones aparatosas. Las celebraciones y las simulaciones le eran penosas por igual, y sólo una de aquellas encontró un hueco en su vida. A su manera, un año tras otro, él había guardado la fecha de la muerte de Mary Antrim. Tal vez resultaría más exacto decir que aquella fecha lo había guardado a él; por lo menos lo había guardado, a rajatabla, de hacer otra cosa. Se apoderó de él una vez y otra con una mano cuyo aferramiento el tiempo había conseguido suavizar, pero no anular. Se acicalaba para esta conmemoración de forma casi tan esmerada como se habría acicalado para la mañana de su boda. El matrimonio había tenido, desde hacía mucho, muy poco que ver al respecto: para la muchacha que iba a haber sido su desposada no hubo jamás abrazo nupcial. Había muerto de fiebre maligna después de señalado el día del casamiento, y él había perdido, antes de haberlo gustado con plenitud, un cariño que había prometido llenar su vida hasta los bordes.

Habría resultado inexacto, así y todo, decir que su vida podía ser enteramente despojada de aquella buenaventura: todavía la regía un fantasma pálido, todavía la gobernaba una presencia soberana. No había sido hombre de numerosas pasiones, y pese a los muchos años transcurridos, ningún sentimiento se había hecho más poderoso en él que el de encontrarse de duelo. No había necesitado ni sacerdote ni altar que lo legitimasen como viudo para siempre. Muchas cosas había hecho en su existencia; las había hecho prácticamente todas, menos una: jamás, jamás había olvidado. Había procurado meter dentro de su vida todo cuanto podía tener habitación en ella, pero había fracasado a la hora de hacer de la misma algo más que una casa cuya señora se hallaba ausente eternamente. Y cuando más ausente la sentía era en aquel día pertinaz de diciembre que su constancia había terminado por dotar de un carácter de singularidad. No tenía ningún propósito predeterminado de conmemorarlo, pero sus nervios siempre lo hacían completamente suyo. Ineludiblemente lo arrastraban adelante sin tregua, pues el destino de su peregrinación era distante. Ella había sido enterrada en un suburbio de Londres, que por entonces había sido una parte del corazón de la naturaleza, pero al cual él había ido viendo perder uno tras otro todos sus rasgos de frescor. En realidad, los momentos en que menos veían sus ojos el lugar eran cuando estaba allí en persona. Miraban a otra imagen, se abrían a otra luz. ¿Miraban a un futuro probable? ¿Miraban a un pasado imposible? Independientemente de cuál fuese la contestación, la suya era una evasión inmensa de lo presente.

Cierto es que, aunque para él no había otras fechas que ésta, sí había otros recuerdos; y para cuando George Stransom tuvo cincuenta y cinco años, los recuerdos de esa índole se habían multiplicado en gran manera. En su vida había otros fantasmas, aparte de Mary Antrim. Es posible que él no hubiese padecido más pérdidas que la mayoría de los hombres, pero había recontado más sus pérdidas; no había visto más de cerca a la muerte, pero la había sentido, en cierto modo, más hondamente. Poco a poco había adquirido el hábito de enumerar sus Muertos: desde muy temprano en su vida se le había ocurrido que uno tiene que hacer algo por ellos. Estaban presentes en su esencia intensificada y simplificada, en su ausencia perceptible y en su paciencia expresiva, estaban presentes de un modo tan palpable como si lo único que les hubiese sucedido fuese que se hubiesen quedado mudos. Cuando se disipaba toda impresión de sentirlos y cesaba todo ruido de ellos, no parecía sino que su purgatorio se encontrase realmente en la tierra; era tan poco lo que pedían, que obtenían, pobrecillos, aún menos, y volvían a morirse —se morían todos los días— por el duro trato que la vida les dispensaba. No les tenían organizado un servicio, no tenían lugar reservado, ningún honor, cobijo ni seguridad. Hasta las gentes menos generosas proveían para los vivos, pero ni tan siquiera aquéllos que eran considerados generosísimos hacían nada por los Otros. Por eso, pues, en George Stransom había ido fortaleciéndose con los años la premeditación de que por lo menos él mismo sí haría algo, vale decir, lo haría por los suyos, llevando a cabo esta gran caridad irreprochablemente. Cada hombre tenía los suyos, y cada hombre disponía, para cumplir con esta caridad, de los amplios recursos del alma.

Indudablemente era la voz de Mary Antrim la que mejor hablaba en nombre de los Muertos de él; comoquiera que fuese, a medida que los años fueron pasando, él se encontró en comunión normal con aquellos compañeros pospuestos, con aquellos a quienes llamaba siempre en su fuero interno los Otros. Él les reservaba los momentos, él organizaba la caridad. Probablemente, jamás habría sabido decir cómo había surgido aquello, mas lo que en verdad había surgido era un altar, que se había formado en sus espacios espirituales, tal que estaba al alcance de cualquiera, iluminado con cirios perpetuos y consagrado a aquellos ceremoniales secretos. Antiguamente, él se había preguntado, con cierta gravedad, si tenía religión… pues estaba muy seguro, y no poco satisfecho, de que al menos no tenía la religión que ciertas personas a quienes había conocido querían que tuviese. Para él fue allanándose gradualmente esa duda: fue comprendiendo con claridad que la religión imbuida por sus sentimientos esenciales era simplemente la religión de los Muertos. Ella convenía a sus inclinaciones, satisfacía a su espíritu, daba a su piedad ocasión de emplearse. Respondía a su amor por los grandes oficios, por los rituales solemnes y espléndidos, pues no había sagrario que pudiese estar mejor engalanado, ni rito más majestuoso, que aquéllos a los cuales estaba unida su adoración. Él no tenía ninguna filosofía acerca de todo esto, salvo que eran cosas accesibles a cualquiera que sintiese la necesidad de las mismas. Hasta los más pobres podían edificar tales templos espirituales: podían hacer que brillasen con velas y humeasen con incienso, podían adornarlos de cuadros y de flores. Usando una frase común, el coste de mantenerlos era totalmente sufragado por el corazón generoso.

 

II

Aquel año, casualmente en la víspera de su aniversario peculiar, recibió una conmoción que estuvo no poco relacionada con esa vertiente de los sentimientos. Al ir caminando hacia su casa después de un día atareado, lo detuvo en la calle de Londres el efecto llamativo que producía el escaparate de una tienda que alumbraba con su mercenaria sonrisa la oscura atmósfera tediosa, y ante el cual había paradas varias personas. Era el escaparate de un joyero cuyos brillantes y zafiros parecían reír, en destellos cual altas notas de sonido, con el simple júbilo de ser conscientes de “valer” mucho más que la mayor parte de los viandantes lamentables que los contemplaban anhelosos desde el lado exterior del ventanal. Stransom se detuvo allí lo bastante para suspender del hermoso cuello de Mary Antrim un collar de perlas, y luego se quedó un instante más, retenido por haber oído una voz que le resultaba familiar. A su lado había una mujer anciana que mascaba, y al otro lado de la anciana un caballero que llevaba del brazo a una dama. La voz procedía de éste, de Paul Creston, quien le hablaba a la dama sobre algún objeto precioso que había en el escaparate. Justo cuando Stransom lo reconoció, la vieja que tenía a su lado se alejó de allí; pero exactamente al presentársele tal oportunidad lo arremetió una sensación desconcertante que contuvo su mano en el momento en que iba a tocar el brazo de su amigo. Duró sólo unos segundos, mas fueron unos segundos que bastaron para que cruzase por su cerebro una pregunta perpleja: ¿No estaba la señora Creston muerta? La perplejidad lo había invadido en el breve lapso de oír la voz del marido de ésta utilizando un tono tan conyugal como el que más, y de ver cómo la pareja se apoyaba el uno en el otro. Creston, dando un paso para ver mejor algo, se aproximó, lo miró a él y se llevó una sorpresa, pasando a saludarlo con jovialidad: hecho éste cuyo efecto, al pronto, no fue sino dejar a Stransom mirando pasmado simplemente, mirando hacia el pasado, al través de meses, a otro semblante distinto, a otro semblante completamente distinto, del que el pobre hombre acababa de mostrarle: a la borrosa máscara estragada inclinada sobre una tumba abierta junto a la cual habían estado ambos. Ahora aquel hijo de la aflicción no estaba de luto: separó la mano de la de su acompañadora para estrechar la del viejo amigo. Se arreboló y sonrió en la fuerte luz de la tienda, en tanto Stransom levantaba dubitativamente el sombrero ante la dama. Stransom tuvo el tiempo justo de ver que era guapa antes de quedar boquiabierto ante otro hecho más siniestro: su amigo le dijo “Mi querido amigo, permíteme que te presente a mi esposa”.

Creston se había ruborizado balbuceando al decirlo, pero en cuestión de medio minuto, gracias al ritmo que imprimen en sus relaciones los miembros de la buena sociedad, aquello había pasado virtualmente a mutarse, para Stransom, en el mero recuerdo de una impresión desagradable. Permanecieron allí y rieron y charlaron; Stransom había alejado instantáneamente de sí aquella impresión, guardándosela para su posterior consumo en privado. Tuvo la sensación de estar haciendo muecas, se escuchó a sí propio exagerar las fórmulas de cortesía, mas era consciente de hacerlo con cierta consternación. Aquella mujer, aquella comedianta alquilada, ¿podía ser la señora Creston? Para él la señora Creston había permanecido más viva que cualquier mujer, a excepción de una. Esta esposa de ahora tenía una cara que resplandecía tan públicamente como el escaparate del joyero, y la satisfecha despreocupación con que ostentaba su monstruosa personalidad daba una impresión de inmodestia torpe. La personalidad de la esposa de Paul Creston resultaba monstruosa por razones que Stransom estaba en condiciones de pensar que su amigo sabía perfectamente que él conocía. La feliz pareja acababa de regresar de Estados Unidos, aunque Stransom no habría tenido ninguna necesidad de que se lo dijesen para adivinar la nacionalidad de la dama. En cierto modo, ahondó más ese aire de estupidez que la azorada cordialidad de su amigo fue incapaz de ocultar. Stransom recordaba haber oído decir que el pobre Creston había cruzado el océano, estando aún reciente su viudedad, en pos de lo que las personas en tales trances suelen denominar un pequeño cambio. Y de hecho había encontrado el pequeño cambio, y había regresado con el mismo; era ese pequeño cambio lo que tenía delante y que Stransom, por mucho que lo intentase, no podía dejar de mirar de arriba a abajo y de abajo a arriba en forma igual a la de un asno concienzudo, a la par que mostraba sus grandes dientes incisivos superiores. Ellos iban a entrar en la tienda, declaró la señora Creston, y solicitó del señor Stransom que los acompañase y los ayudase a decidir. Éste le dio las gracias, pero abrió su reloj y alegó una cita para la cual ya llegaba tarde, conque se separaron mientras ella le gritaba desde dentro de la niebla:

—¡Y no se olvide usted de venir a visitarme cuanto antes!

Creston había tenido la delicadeza de no sugerirle semejante cosa, y Stransom confió en que a su amigo le doliera en alguna parte oír cómo ella lanzaba su invitación a todos los ecos.

Tomó la resolución, mientras se alejaba caminando, de no acercarse a ella en la vida. Ella era quizá un ser humano, pero Creston no habría debido exhibirla por ahí sin precauciones, de hecho no habría debido exhibirla en modo alguno. Las precauciones que habría debido tomar eran las de un falsificador o un asesino, y así el pueblo inglés no habría tenido que pensar jamás en extradiciones. Aquella era una esposa para servicio extranjero o puramente para uso externo; un poco de reflexión prudente le habría ahorrado el desmedro de tener que ser sometida a comparaciones. Tales fueron las primeras meditaciones de la indignación de George Stransom; pero un poco más tarde, aquella noche, estando sentado solo —tenía ciertas horas que pasaba solo—, perdió su acritud y le quedó únicamente la pena. Él sí podía consagrarle una velada a Kate Creston, ya que el hombre a quien ésta había dado todo no podía. Él la había tratado durante veinte años, y fue ella la única mujer por la cual quizás habría sido infiel. Era toda sabiduría y simpatía y encanto; su hogar le había parecido el más acogedor del mundo y su amistad la más firme. Sin reticencias, él la había amado; sin reticencias, todos la habían amado: ella había levantado a su alrededor las pasiones tal como la luna levanta las mareas. Desde luego había sido demasiado buena para su marido, cosa que éste no sospechó jamás, y en nada se había mostrado ella tan admirable como en el arte exquisito con que trató de que nadie lo averiguase (el mantener al propio Creston en la ignorancia no era problema). Era éste un hombre a quien ella había consagrado su vida y por quien la había dado, muriendo al traer al mundo un hijo suyo; y ella no había tenido más que morir para sufrir el destino, antes de que encima de su sepultura hubiera brotado la hierba, de no existir para él más que una criada que él hubiese sustituido. Lo frívolo, lo indecente del caso, hizo que los ojos de Stransom desbordaran de lágrimas; y aquella noche tuvo la firme, casi pletórica sensación de que, en un mundo sin lealtad, él mismo era la única persona con derecho a mantener bien erguida la cabeza. Después de cenar, mientras fumaba, tenía sobre el regazo un libro, pero lo que no tenía era atención para leerlo; en el torbellino de las cosas, sus ojos parecían haber captado los de Kate Creston, y contemplaban sus tristes silencios. Hacia él se había vuelto el sentiente espíritu de ella, sabiendo que él estaría pensando en ella. Él reflexionó, durante largo rato, acerca de cómo los cerrados ojos de las mujeres muertas podían seguir viviendo; acerca de cómo podían abrirse de nuevo, dentro de un apacible cuarto iluminado por una lámpara, mucho después de haber mirado por vez última. Tenían miradas que sobrevivían, tal como los grandes poetas tienen los versos que suelen citarse.

Junto a su asiento estaba el periódico, vale decir, el objeto que llegaba cada tarde y que la servidumbre juzgaba que le era imprescindible; lo había desdoblado maquinalmente y luego lo había dejado caer, sin tener conciencia para lo que en él venía. Antes de acostarse volvió a tomarlo; esta vez fue atraído por la media decena de palabras de que constaba la cabecera de un artículo y que lo hicieron dar un respingo. Permaneció junto a la chimenea mirando fijamente dichas palabras: “Defunción de Sir Acton Hague, K. C. B.”

Aquel hombre había sido, hacía diez años, su amigo del alma y fue depuesto de esta eminencia dejándola virtualmente sin nadie que la ocupase. Se había visto con él alguna vez después de su ruptura, pero en este preciso momento llevaba varios años sin encontrárselo. Se quedó mortalmente frío, pese a estar allí delante del fuego, leyendo lo que le había ocurrido. Acton Hague, que en los últimos tiempos había sido ascendido al gobierno de las Islas de Barlovento, había muerto, en el árido honor de esta expatriación, debido a una enfermedad que había seguido a la picadura de un ofidio venenoso. El periódico sintetizaba su carrera en doce renglones, cuya lectura no despertó en George Stransom un sentimiento más cálido que el de alivio ante la ausencia de toda mención relativa a su querella, incidente éste que, cuando se produjo, fue desdichadamente emponzoñado con una intolerable publicidad, por estar ambos metidos juntos en asuntos de primera magnitud. De hecho había sido pública, a su propio modo de ver, la ofensa que Stransom había sufrido, el insulto que inmerecidamente había recibido del único hombre con quien había sido íntimo (el amigo, casi adorado, de sus años universitarios, el destinatario, más adelante, de su lealtad apasionada); tan pública, que no había hablado sobre la misma a criatura humana; tan pública, que la había soslayado por completo. Para él había cambiado las cosas en el sentido de aniquilar su fe en la amistad íntima, si bien no las había cambiado en ningún otro. El conflicto de intereses había sido privado, intensamente privado; pero la afrenta perpetrada por Hague había estado a la vista de todos. Hoy pareció que todo aquello había tenido lugar exclusivamente con objeto de que George Stransom pensase en él como “Hague” y para que midiese con exactitud hasta qué punto podía él mismo parecerse a una piedra. Se acostó frío, impensada y horriblemente frío.

 

III

Al día siguiente, por la noche, en el gran suburbio gris, se dio cuenta de que su largo paseo lo había fatigado. Solitario, en el melancólico cementerio, había estado de pie una hora. Al regresar había tomado, inconscientemente, un camino tortuoso; era todo un desierto por donde ningún cochero circulaba buscando presa posible. Se detuvo en una esquina y midió la soledad; después sacó en consecuencia, por la desolación circundante, que se encontraba en uno de los tramos de Londres que resultaban menos lóbregos de noche que de día, debido al civil donativo de la iluminación. De día, allí no había nada, pero de noche estaban los faroles, y George Stransom se hallaba de un humor que hacía a los faroles buenos en sí mismos. No era que con ellos viese nada; tan sólo era que ardían con claridad. Para su sorpresa, empero, al cabo de un rato, sí vio que le mostraban algo: el arco de un ancho pórtico al cual se ascendía mediante una breve escalinata, al fondo del cual —formaba un oscuro vestíbulo— el alzar de una cortina en el momento en que él estaba mirando, le concedió un atisbo de una avenida de tinieblas con un resplandor de cirios al fondo. Se entregó a mirar con mayor detenimiento y discernió que se trataba de una iglesia. Con rapidez lo acometió la idea de que puesto que estaba cansado podía descansar allí adentro; conque al cabo de un instante ya había empujado la cortina guarnecida de cuero y entrado. Era un templo de la vieja fe, donde patentemente acababa de celebrarse alguna ceremonia, a lo mejor un oficio de difuntos: el altar mayor se hallaba aún glorioso de velas encendidas. Era éste un espectáculo que siempre le agradaba, y se dejó caer en un banco con satisfacción. Le pareció, como no se lo había parecido jamás, que era bueno que hubiese iglesias.

Ésta se hallaba casi vacía y sus demás altares estaban apagados; un sacristán iba y venía arrastrando los pies, una vieja carraspeaba, pero a Stransom se le antojó que había hospitalidad en la dulce atmósfera espesa. ¿Era únicamente el aroma del incienso o era algo más categórico y penetrante? Comoquiera que fuese, él ya había salido del gran suburbio gris y se hallaba más cerca de la acogedora zona céntrica. Enseguida cesó de sentirse allí como un intruso; por último conquistó incluso una sensación de comunidad con la única adoradora que tenía cerca, con la sombría silueta de una mujer, de luto riguroso, cuya espalda era lo único que veía él desde su sitio y que se había sumido profundamente en plegarias a corta distancia suya. Deseó poder hundirse, como ella, hasta lo más hondo, y permanecer igual de inmóvil, igual de absorto en su postración. Tras unos instantes cambió de banco: resultaba casi una indelicadeza prestarle tanta atención a ella. Mas, a continuación, Stransom se dejó perderse en sus meditaciones, flotando lejos en el mar de luz. Si ocasiones como aquélla hubiesen sido más abundantes en su vida, habría tenido más presente el gran prototipo original, erigido en miríadas de templos, del altar inaproximable que él había erigido en su alma. Dicho altar había principiado como una reverberación de las pompas de las iglesias, pero el eco había acabado por ser más nítido que el sonido originario. Ahora el sonido originario recobraba fuerza, el prototipo mismo le brillaba con todos sus fuegos y con un misterio de luminosidad en el cual podían resplandecer infinitos significados. Mientras estaba allí sentado, la cosa se convirtió en su altar idóneo y cada vela encendida en un idóneo símbolo. Contó las velas, fue dándoles un nombre, las agrupó mentalmente: representaban el silencioso desfile de sus Muertos. Todos ellos juntos formaban una luminosidad intensa e inmensa, una luminosidad en comparación con la cual la minúscula capilla de su fuero interno empequeñeció hasta hacérsele tan imperceptible que, cuando se le volatilizó finalmente, Stransom se preguntó si no hallaría su bienestar genuino en realizar algún acto material de adoración exterior.

Esta idea se apoderó de él mientras, a cierta distancia, seguía postrada la dama de luto; se emocionó sosegadamente con su propia ocurrencia, que acabó haciéndolo ponerse en pie con el súbito entusiasmo de un designio. Recorrió cuidadosamente el espacioso templo, examinando las diversas capillas, consagradas todas ellas, menos una, a devociones concretas. Y fue en la que carecía de destino y de lámpara donde permaneció más tiempo: el lapso de tiempo que tardó en pergeñar cabalmente su propósito de adornarla con su bondad. No planeó excluirla de otros ritos ni asociarla con nada profano; se limitaría a tomarla tal como se la cedieren para convertirla en una obra maestra de esplendor y en una montaña de fuego. Cuidada durante todo el año con un sentido sacro, y rodeada de la santificadora iglesia, estaría dispuesta siempre para sus oficios. Había dificultades, pero desde el principio se le aparecieron como cosas superables. Aun para una persona tan escasamente acolita como él, aquel asunto sería tan sólo cuestión de negociaciones. Lo vio todo por adelantado, vio en particular el refugio de claridad que aquel lugar se tornaría para él en las treguas de su trabajo y en la oscuridad de los atardeceres: con una rica seguridad en todo momento, pero de modo especial en contraste con el indiferente mundo. Antes de partir determinó acercarse de nuevo al banco donde se había sentado inicialmente, y mientras se dirigía hacia el mismo se topó con la dama a quien había visto orando y que ahora iba camino de la puerta. A paso presuroso se cruzó ella con él, quien pudo echar nada más que una rápida ojeada a su pálida faz y a sus ojos abstraídos, casi se habría dicho que ciegos. Durante aquel fugaz instante, ella le pareció frágil y bella.

Tal fue el origen de los ritos un tanto más públicos, aunque de cierto aún esotéricos, que él pudo establecer finalmente. Tardó mucho tiempo, tardó un año, y lo mismo su tramitación que su resultado habrían constituido —para quien hubiese tenido noticia— una vivida ilustración de su buena fe. A decir verdad, nadie tuvo noticia: nadie fuera de los benignos eclesiásticos con quienes prontamente había trabado relación, cuyas objeciones había logrado rebatir con suavidad, cuya curiosidad y simpatía había dejado encantadas mañosamente, cuyo interés hacia su excéntrica munificencia había conquistado, y que habían requerido concesiones a cambio de conformidad. Ya desde la primera etapa de su solicitud, Stransom había sido lógicamente remitido al obispo, y el obispo se había mostrado deliciosamente humano; el obispo había llegado casi a sentirse divertido. El éxito estaba a la vista, en cualquier caso, desde el momento en que la actitud de aquellos a quienes competía se había mostrado liberal en respuesta a la liberalidad. El altar y la sagrada caparazón que casi lo envolvía, consagrados a un culto ostensible y normal, serían mantenidos con esplendidez; lo único que Stransom se arrogaba era el número de sus luces y el libre disfrute de su intención. Cuando esta intención se vio completamente realizada, el disfrute resultó mayor aún de lo que se había atrevido a esperar. Le gustaba pensar en aquel efecto cuando se hallaba lejos, y le gustaba convencerse otra vez del mismo cuando se hallaba cerca. De hecho, no estaba tan cerca y con tanta frecuencia que una visita al mismo no tuviese forzosamente algo de la paciencia de una peregrinación; pero el tiempo que le dedicaba a su devoción llegó a antojársele más una contribución a sus restantes intereses que una traición a ellos. Incluso una vida atareada podía resultar más llevadera si se le agregaba una necesidad novedosa.

Cuánto más llevadera resultaba, posiblemente jamás lo barruntasen aquellos que estaban simplemente enterados de que había ratos en que él desaparecía y para muchos de los cuales ocasionaba aquello una interpretación vulgar de lo que acostumbraban denominar sus zambullidas. Estas zambullidas eran a profundidades más tranquilas que las de las hondas cavernas marinas, y tal costumbre, al cabo de uno o dos años, se le había convertido en algo que le habría costado muchísimo abandonar. Ahora sí que sus Muertos tenían algo inalienablemente propio; y le gustaba pensar que a veces quizá recibieran incluso las oraciones de otras personas, así como también se podría invocar a los Muertos de otras personas bajo los auspicios de lo que él había montado. Se le antojaba que cualquiera que hacía una genuflexión sobre la alfombra que él había colocado, obraba acorde con el espíritu de su intención. Para él cada una de sus luces tenía un nombre, y de tiempo en tiempo se encendía una nueva luz. Ése era el acuerdo fundamental a que había llegado; que siempre habría espacio para otras. Todo cuanto veían quienes cruzaban por allí, o los que se detenían, era el más resplandeciente de los altares despertado inopinadamente a un vivido funcionamiento, con un apacible hombre maduro, para quien tenía un patente hechizo, numerosas veces sentado allí en admiración o en ensoñación; pero la mitad de la fascinación que aquel lugar tenía para aquel satisfecho y misterioso feligrés era que encontraba allí los años de su vida, y los vínculos, afectos, luchas, sumisiones, conquistas, si las había habido, un registro del azaroso trayecto cuyas inscriptas piedras miliarias son los inicios y los finales de relaciones humanas. En general, el pasado le gustaba muy poco como parte de su propia historia; su propia historia en otros tiempos y otros lugares le parecía preponderantemente lamentable para meditar sobre ella, e imposible de reparar; pero allí la aceptaba con algo de ese sincero agrado con que uno se ajusta a un dolor que empieza a sucumbir ante el tratamiento. En un momento dado la enfermedad de la vida empieza a sucumbir al tratamiento del tiempo; y sin duda eran aquéllas las horas en que él caía más en la cuenta de esta verdad. Allí estaba, inscripto para él ese día en que por vez primera se había familiarizado con la muerte, y las fases ulteriores de ese conocimiento estaban señaladas cada una con una llama.

Las llamas iban haciéndose abundantes, pues Stransom había entrado ya por ese oscuro desfiladero de nuestra decadencia terrenal en que cada día muere alguien. Ayer mismo, como quien dice, Kate Creston había encendido su correspondiente blanca llama… y, sin embargo, ya había estrellas más recientes ardiendo en la punta de las velas. Distintas personas en las cuales no había sido intenso su interés, se acercaron más a él ingresando en esta compañía. Él la repasó, cabeza a cabeza, hasta sentirse algo así como el pastor de un congregado rebaño, con una visión, propia de todo un pastor, de las diferencias imperceptibles. Conocía una por una sus velas, hasta en el matiz de la llama, y las habría conocido aunque todas hubiesen cambiado sus respectivas ubicaciones. Para otras imaginaciones, ellas podían representar otras cosas: todo cuanto él exigía era que representasen algo que fuera dable venerar; pero tenía intensa conciencia de la nota particular que cada una de ellas representaba para él y del modo diferenciado con que cada una contribuía al concierto. Ratos había en que se sorprendía a sí mismo casi deseando que determinados amigos suyos se murieran de una vez, a fin de poder así establecer con ellos una relación más grata de lo que era, en realidad, hacedero tener con ellos en vida. En lo tocante a aquellos de quienes estaba separado por las largas curvas del globo, semejante nueva relación no podía menos que suponer una mejora: se los ponía inmediatamente al alcance de la mano. Claro está que había omisiones en la constelación, pues Stransom sabía que únicamente podía pretender actuar por sus seres queridos, y no todos sus conocidos que habían fallecido tenían derecho a un recuerdo. En la muerte había una peculiar santificación, pero había personas que resultaban más santificadas olvidándolas que conmemorándolas. El mayor espacio en blanco de la reluciente página era el recuerdo de Acton Hague, del cual él trataba inveteradamente de desembarazarse. Ninguna llama podría jamás arder, en ningún altar suyo, para Acton Hague.

 

IV

Todos los años marchaba a la iglesia el día en que regresaba del gran cementerio, tal como lo había hecho el día en que nació su idea. Y fue en tal ocasión precisamente, habiendo discurrido ya un año, cuando empezó a observar que su altar era visitado con asiduidad no menor que la suya por otro devoto. Otros fíeles y en el resto de la iglesia, iban y venían, y en ocasiones, al desaparecer, dejaban una remembranza nítida o borrosa; pero esta reiterada presencia era observada por él siempre que llegaba, y seguía allí cuando él se marchaba. Quedó maravillado, ya la primera vez, de la prontitud con que para él cobró determinada identidad: la identidad de la mujer a quien dos años antes, en su aniversario, había visto tan intensamente prosternada, y de cuyo trágico rostro había tenido una tan pasajera visión. Dado el tiempo que había transcurrido, era curiosa la precisión de su recuerdo de ella. Naturalmente, ella no había tenido impresión alguna de él, o más bien no había tenido ninguna al principio; mas llegó un momento en que la manera que ella tenía de realizar su acto sugería que gradualmente había adivinado que la llamada que experimentaba él era del mismo orden que la suya propia. Se servía del altar de él para su propia finalidad; él no podía menos que figurarse que, desdichada y solitaria como siempre le había parecido, lo empleaba por sus propios Muertos. Había interrupciones, infidelidades, todas por parte de él, llamadas a otras relaciones y deberes; pero a medida que pasaban los meses, siempre que volvía la encontraba a ella, y acabó por hallar placer en el pensamiento de haberle proporcionado, con el altar, la misma felicidad que se había dado a sí propio. Ambos realizaban sus actos de veneración con tanto menudeo el uno junto al otro, que había momentos en que él habría deseado tener la certidumbre de aquello, tan clara se aparecía la perspectiva de que se harían viejos al mismo tiempo en sus ritos. Ella era más joven que él, pero se habría dicho que sus Muertos eran como mínimo tan numerosos como las velas de Stransom. Ella no tenía color, ni sonido, ni falta, y otra de las cosas sobre las cuales él había formado criterio era que tampoco tenía fortuna. Siempre de luto, con seguridad que había experimentado una sucesión de dolores. Pensándolo bien, no era pobre la gente a la cual podían alcanzar tantas desgracias: eran decididamente ricos cuando tanto habían tenido para dar. Pero, de todos modos, el aire de esta mujer absorta y devota, que tenía siempre, cualquiera que fuese su postura, una hermosa línea natural, llevó a Stransom a la convicción de que había conocido más de una índole de congojas.

Stransom tenía gran amor por la música aunque muy poco tiempo para gozar de la misma; pero en ocasiones, una vez que el trabajo diario se veía suspendido los fines de semana, se acordaba de que en la vida había cosas bellas. También tenía amigos que le recordaban esto y junto a los cuales solía encontrarse sentado durante los conciertos. En una de esas tardes dominicales de invierno, en el St. James’s Hall, después de ya sentado, advirtió que la dama a quien veía tantísimas veces en la iglesia se hallaba en el asiento contiguo al suyo y que estaba patentemente sola, cosa que también le ocurría a él en aquella ocasión. Al principio ella se hallaba demasiado concentrada en la lectura del programa para prestarle atención a él, pero cuando por fin lo miró, él aprovechó la oportunidad de su movimiento para hablarle, interpelándola con el comentario de que le parecía haberla visto ya anteriormente. Ella sonrió y dijo: “Oh, sí; lo reconozco a usted”; pese a admitir de esta guisa un largo conocimiento, se trataba de la primera vez que él la veía sonreír. El efecto fue de, súbitamente, contribuir más a aquel conocimiento de lo que lo habían hecho todas las anteriores ocasiones en que habían coincidido. Hasta ahora él no había “caído”, según se dijo a sí propio, en que fuese tan hermosa. Más tarde, aquella noche (mientras rodaba en un cabriolé para cenar fuera de casa), agregó para sus adentros que no había caído tampoco en que ella fuese tan interesante. A la mañana siguiente, en mitad de su trabajo, lo embargó repentina y obstrusivamente la reflexión de que la impresión que de ella tenía, iniciada tanto tiempo atrás, no parecía sino un río serpenteante que al fin hubiese llegado al mar.

De hecho, su laboriosidad se vio algo interferida, todo aquel día, por la sensación de lo que había pasado entre ellos. Esto no era mucho, y sin embargo cambiaba las cosas. Juntos habían escuchado a Beethoven y a Schumann; habían conversado en los intermedios, y al final, ya en la puerta, hacia la cual se habían dirigido juntos, él le había preguntado si podía serle útil en el problema de marcharse. Ella le había dado las gracias pero había abierto el paraguas, deslizándose entre la multitud sin hacer una sola alusión a un futuro encuentro y dejándolo que pudiera acordarse de que no se había pronunciado ni una palabra acerca del escenario habitual de sus coincidencias. A él esta circunstancia le parecía tan pronto lógica como perversa. Ella tenía perfecto derecho a no haber aceptado en modo alguno que él tuviera permiso para dirigirle la palabra; y sin embargo, en tal caso, él juzgaba que sería mujer poco educada. Resultaba extraño que aun cuando, en realidad, nadie los había presentado el uno al otro, él hubiese sido capaz de dar tranquilamente por sentado que en cierto modo ya eran viejos amigos, que, extrañamente, esa cantidad negativa era más positiva de lo que ellos mismos podían explicar. Su éxito, es cierto, había sido restringido por la rápida huida de ella, de tal guisa que brotó en él un singular deseo de poner mejor a prueba tal éxito. Salvo que se viera ayudado por alguna otra improbable casualidad, dicha prueba sólo podría realizarse encontrándola de nuevo en la iglesia. De haber pensado sólo en sí propio habría ido a la iglesia aquella misma tarde, únicamente por la curiosidad de ver si la encontraba allí. Mas no pensaba sólo en sí propio, hecho que descubrió en el último instante, después de haber tomado ya prácticamente la resolución de ir. En verdad, la renuencia que acabó por mantenerlo alejado le hizo patente lo poco que sus Muertos abandonaban sus pensamientos. Él debía ir únicamente por ellos, y por nada más en el mundo.

La magnitud de esta influencia lo mantuvo alejado diez días: le repugnaba asociar aquel lugar con otra cosa que no fuera sus oficios, o poner de manifiesto la curiosidad que había estado a punto de hacerlo ir. Era absurdo tejer una maraña sobre asunto tan sencillo como el de una costumbre devota que fácilmente habría podido ser diaria y aun horaria; pero la maraña se tejió. Se dolió, se lamentó: no parecía sino que se hubiese roto un prolongado hechizo venturoso y él hubiese perdido una seguridad habitual. Al cabo, empero, se preguntó si iba a mantenerse eternamente alejado por temor a aquella mezcolanza de móviles. Después de un intervalo ni más largo ni más corto que lo corriente, volvió a entrar en la iglesia con la firme convicción de que apenas si le concedería importancia a la presencia o a la ausencia de la dama del concierto. Su ánimo indiferente no le impidió, sin embargo, observar que ella, por primera vez desde que él se percatara de su frecuentación, no estaba en el lugar. A tenor de esto, él no tuvo reparo en darle tiempo a que llegase; pero ella no llegó, y cuando él se marchó sin haberla visto, marchaba profana y consentidoramente pesaroso. Si la ausencia de ella hacía más intrincada la maraña, toda la culpa era de ella. Hacia finales de ese año la maraña presentaba un intrincamiento exagerado; pero para entonces ya se había persuadido de que la dama no le importaba en absoluto, y de que sus escrúpulos nacían exclusivamente de su delicadeza. Tres veces en tres meses había ido a la iglesia sin encontrarla, y tuvo el pensamiento de que no habrían sido menester estos experimentos para probar que su preocupación había desaparecido. Y sin embargo, incongruamente, no había sido la indiferencia, sino un refinamiento de su buena educación, lo que le había impedido preguntarle al sacristán, quien desde luego la habría reconocido inmediatamente al darle una descripción de ella, si había sido vista a otra hora. Su buena educación le había impedido hacer jamás preguntas acerca de ella, aunque por supuesto era esa misma virtud lo que lo había hecho mostrarse tan elegantemente atento con ella en el concierto.

Ahora le sirvió nuevamente aquella feliz cualidad, permitiéndole, cuando ella cruzó su mirada con la de él —era después del cuarto experimento—, resolverse sin vacilación a quedarse hasta el momento de que ella se retirase. No bien salió ella, él se le unió en la calle, pidiéndole permiso para acompañarla algún trecho. Con la plácida aquiescencia suya la acompañó hasta un edificio de la vecindad en el cual ella tenía asuntos: ella lo informó de que no era allí donde vivía. Vivía, según le dijo, en una casa muy pobre, con una anciana tía, persona acerca de la cual lo hizo saber que le ocasionaba un incremento de sus obligaciones cotidianas y sus deberes monótonos. Esta enlutada sobrina no se encontraba en su primera juventud, y su desaparecida lozanía había dejado paso a algo que, para Stransom, era una prueba de que ella había sido trágicamente sacrificada. Las respuestas que ella le dio, se las dio sin aclaraciones concretas. Igualmente podía ser una duquesa divorciada que una solterona que enseñaba a tocar el arpa.

 

V

Adquirieron por fin la habitud de caminar juntos casi todas las veces que se encontraban, si bien, durante mucho tiempo, sólo se encontraron en la iglesia. Él no podía pedirle que fuese a visitarlo, y ella, cual si no dispusiera de un domicilio apropiado para recibirlo, nunca invitó a su casa a su nuevo amigo. Ella conocía la parte elegante de Londres tanto como él, pero, debido a un sentimiento indiscutido de asunto privado, la que frecuentaban era la región que no figuraba en el mapa social. Al regreso lo hacía separarse de ella siempre en la misma esquina. Como pretexto para una pausa, miraba con él los tristones artículos de los escaparates suburbanos; y ni una sola palabra de todo lo que él le habló dejó ella de comprenderla hermosamente. Durante evos enteros él no supo su nombre, del mismo modo que ella no estuvo en condiciones de pronunciar el de él; pero no eran sus nombres lo importante, sino sus irreprochables prácticas y compartida necesidad.

Estas cosas daban a sus relaciones un título tan impersonal, que carecían de las reglas y de los motivos que la gente halla en las amistades corrientes. No daban importancia alguna a las cosas que en las relaciones mundanas se suponen ineludibles. Un día terminaron formulando la idea (nunca supieron cuál de los dos la verbalizó primero) de que no se interesaban en absoluto el uno por el otro. Y sobre esta idea se hicieron sumamente íntimos: se apegaron a ella de un modo que selló un comienzo nuevo en sus confidencias. ¿Dónde iban a hallar seguridad alguna si el sentir hondamente a la par sobre ciertos temas completamente distintos de ellos mismos no la representaba? Ni con ligereza ni con frecuencia, ni sin pertinencia ni sin emoción, más o menos como cualquier otra alusión hecha por personas serias sobre un misterio de su propia fe; pero cuando ocurrió alguna cosa que, por así decirlo, allanó el camino, llegaron casi hasta el extremo de referirse a sus respectivos Muertos utilizando los nombres propios de éstos. Tuvieron la sensación de que eso fue acercarse en demasía a manifestar su pensamiento. La palabra “ellos” era lo bastante expresiva: restringía el mencionar, tenía una dignidad suya peculiar, y si alguien los hubiese oído cuando la mezclaban en sus conversaciones, habría podido tomarlos por una pareja de arcaicos paganos que con respeto se refiriesen a los dioses del lar. Nunca supieron —por lo menos, Stransom no lo supo nunca— de qué modo habían llegado a tener seguridad absoluta el uno en el otro. La certidumbre de cada uno de ellos sobre los motivos del otro para acudir allí había venido de alguna bella manera enigmática. Al fin y al cabo, toda fe tiene el instinto del proselitismo, conque resultaba tan natural como hermoso el que, sin esfuerzo, ambos hubiesen encontrado placer en la idea de sentirse correligionarios. Aunque cada uno de ellos tenía en el otro un único prosélito, ello había resultado suficiente para el caso. Sin embargo, la deuda de ella era, desde luego, mucho mayor que la de él, porque si ella le había dado simplemente una fiel, él le había dado a ella un magnífico santuario. En una ocasión, ella le dijo que lo compadecía por lo largo de su lista (había contado las velas casi con tanto menudeo como él), y esto hizo que él se preguntase cuál sería el largor de la suya. Anteriormente, él se había notado asombrado de la coincidencia de sus pérdidas, máxime considerando que de tiempo en tiempo se colocaba una nueva vela. Una vez, algo lo indujo a expresar esta curiosidad, y ella le respondió como llena de sorpresa viendo que él no la había entendido hasta ahora:

—Oh, por lo que a mí respecta, sepa usted, cuantas más sean, mejor: jamás habrá demasiadas. Me gustaría que fuesen centenares y centenares, me gustaría que fuesen millares; me gustaría una gran montaña de luz.

Entonces, como en un relámpago, naturalmente que él comprendió:

—¡Su Muerto es únicamente Uno!

Ella titubeó como no había titubeado nunca.

—Sólo Uno —confirmó, azorándose como si él supiera ahora un secreto celosamente guardado.

Lo cierto es que él tuvo la sensación de saber ahora menos que antes, de tan difícil como le resultaba figurarse una vida con una única experiencia que hubiese volatilizado todas las demás. Su propia vida, en torno a su pesar central, había sido bastante rica en experiencias. Tras eso pareció que ella lamentaba su confesión, a despecho de que en el momento de hacerla había habido orgullo en su turbación misma. Ella le manifestó que la de él había sido la más grandiosa, la más anhelable posesión, la suerte que ella habría elegido si hubiese podido elegir; le aseveró poder imaginarse perfectamente algunos de los ecos con que los silencios de él estaban poblados. Él sabía que ella no podía hacer nada semejante; la relación que uno mismo tiene con las cosas que ha amado u odiado era una relación demasiado distinta de las relaciones de los demás. Pero eso no alteraba en nada el hecho de que ambos iban haciéndose viejos conjuntamente en su piedad. Ella era una faceta de esa piedad, pero incluso en la más granada etapa de su mutua amistad, durante la cual se ponían de acuerdo para reunirse en un concierto o para ir juntos a una exposición, no era la faceta de ninguna otra cosa. Lo más que ocurrió es que su veneración se tornó aún más intensa. Fueron muriendo los amigos hasta que llegó un momento en que hubo más emblemas en su altar que casas en que él podía aún entrar. Para él, ella era más que cualquier otro de los amigos que aún le quedaban, pero era desconocida para todos los demás. En una ocasión en que se había dado cuenta de una estrella nueva —así las llamaban— empleó la expresión de que la capilla estaba por fin llena, y Stransom le replicó:

—¡Oh, no, para ello falta una gran cosa! La capilla no estará nunca completa hasta que en ella se coloque una vela ante la cual empalidecerán todas las demás. Será la vela más alta de todas.

El suave asombro femenino se volcó hacia él:

—¿A qué vela se refiere usted?

—Me refiero, mi querida amiga, a la mía propia.

Tras muchas dilaciones él se había enterado de que ella se ganaba el sustento con la pluma, escribiendo con un pseudónimo que ella nunca le reveló para publicaciones que él no vio jamás. Demasiado bien sabía ella qué era lo que él no era capaz de leer y lo que ella no era capaz de escribir, conque lo enseñó a cultivar la falta de curiosidad con un éxito que contribuyó mucho a sus buenas relaciones. La invisible industria de ella suponía una fuente de bienestar para él: consolidaba sus satisfechos pensamientos acerca de ella, pensamientos basados en la dignidad de la orgullosa vida anónima que ella llevaba con su arte escasamente remunerado y en su humilde hogar impenetrable. Perdida junto a su parienta valetudinaria en el oscuro mundo de los suburbios, era en lugares distantes donde ella surgía para él a la superficie. Realmente era la sacerdotisa de su altar, y en cuantas ocasiones él abandonaba Inglaterra lo dejaba al cuidado suyo. De nuevo ella le probó que las mujeres poseen más espíritu religioso que los hombres; le parecía que su propia fidelidad al altar era pálida y tenue en comparación con la de ella. Muchas veces él le decía que puesto que le quedaba tan poco tiempo de vivir, se alegraba de que a ella le quedara mucho más: así de intensamente lo satisfacía el pensar que ella continuaría ocupándose del templo cuando él fuese reclamado. Él tenía un gran plan para ello y por supuesto se lo participó: un legado de dinero para conservar el templo en un estado igual. Ella sería superintendente para la administración de aquel fondo, y si se sentía movida a ello podía incluso encender una vela para él.

—Y ¿quién se encargará de encender otra para mí? —le preguntó ella muy seriamente.

 

VI

Ella siempre vestía de luto, y, sin embargo, el día en que él regresó de la ausencia más larga que hasta entonces había hecho, el aspecto femenino le dijo inmediatamente que ella había sufrido una nueva pérdida. Se encontraron en el momento en que ella abandonaba la iglesia, conque él le propuso sin vacilación que, en vez de entrar él en la iglesia, daría media vuelta y la acompañaría. Ella lo meditó y después le dijo:

—Entre usted ahora, pero luego salga y visíteme dentro de una hora.

Él conocía el pequeño panorama de la calle de ella, cerrada al final y tan desesperanzadora como un bolsillo vacío, donde las casas, minúsculas y destartaladas, por parejas, medio separadas pero indisolublemente unidas, semejaban matrimonios mal avenidos. No obstante, por muchas veces que hubiera ido hasta su inicio, nunca había pasado de allí. La tía de ella había muerto: lo adivinó inmediatamente, así como que ello cambiaba las cosas; pero cuando ella hubo revelado por vez primera su número, él se sintió, cuando ella se separó de él, no poco agitado ante aquella súbita liberalidad. Ella no era persona con quien, al fin y al cabo, avanzase uno tan rápidamente: meses y meses había tardado él en saber su nombre; años y años en saber su dirección. Si ella le había parecido, en este reencuentro, tan envejecida, ¿cómo diantres le parecería él a ella? Ella acababa de alcanzar el período de la vida al cual él había llegado hacía bastante tiempo: un período en que, tras cada separación, la cara marcada del reloj del amigo con el cual nos encontramos nos proclama la hora que hemos tratado de olvidar. Él no habría sabido decir lo que se esperaba cuando, al finalizar su plazo de espera, dobló la esquina en que, durante años, siempre había debido detenerse; el no detenerse ahora, era ya motivo suficiente de emoción. Era un acontecimiento, de una u otra forma; y nada semejante se había producido jamás en todo su largo trato. El acontecimiento se hizo mayor cuando ella, cinco minutos más tarde, en la tenue elegancia de su saloncito, le dispensó trémula una bienvenida que patentizó hasta qué punto le concedía importancia. Él tenía una extraña sensación de haber acudido allí para algo concreto; dicha sensación era extraña porque, literalmente, entre ellos nunca había habido nada especial, nada excepto que ambos sentían al unísono respecto de su gran devoción, la cual hacía tiempo que se había convertido en una magnífica cosa rutinaria. Cierto es que en cuanto ella le dijo: “Ahora ya puede usted venir siempre”, pareció que la cosa para la cual él había acudido allí había ocurrido ya. Él le preguntó si la muerte de su tía era lo que representaba la diferencia; a lo que ella contestó:

—Mi tía no supo nunca que yo lo conocía a usted. Fue un expreso deseo mío.

El hermoso claror de su sinceridad —su marchita belleza personal se asemejó a un crepúsculo de verano— quitó a aquellas palabras toda sensación de engaño. Habrían podido antojársele un síntoma de profundo disimulo; pero ella siempre le había dado una impresión de nobles motivos. La tía desaparecida estaba presente, cuando él miró alrededor suyo, en los modestos lujos de la habitación, en el terciopelo con mostacilla y el tabí listado; y pese a que, como ya sabemos, él vivía en la veneración de los Muertos, tuvo la sensación de no lamentar de manera drástica la ausencia de aquella anciana. Sin embargo, aunque aquella anciana no figurara en su larga lista, sí figuraba en la breve lista de su sobrina, conque, a continuación, Stransom la hizo notar que al menos ahora ella tendría, en el lugar que visitaban juntos, otro objeto más de devoción.

—Sí: tendré otro, pues mi tía fue muy bondadosa conmigo. Eso sí representa una diferencia.

Él juzgó, haciéndose muchas preguntas antes de iniciar ningún nuevo movimiento, que, extrañamente, el cambio sería grandísimo, y que consistiría en otras cosas aparte la de haberlo dejado entrar en su casa. Casi lo deprimió, pues hasta entonces, tal como se comportaban, habían sido felices juntos. En cualquier caso, obtuvo de ella una insinuación de que ahora dispondría de más holgados medios de subsistencia, pues había heredado el pequeño caudal de su tía, así que en adelante consumiría ella sola lo que anteriormente había tenido que bastar para las dos. Aquello alegró a Stransom, porque hasta entonces le había sido parejamente imposible ofrecerle ayuda económica o sentirse satisfecho conteniendo su bolsillo. Había resultado sumamente violento permanecer de aquella manera al lado de ella, habida cuenta de que él nadaba en la abundancia y, sin embargo, le era imposible hacer alardes de generosidad, ya que, paladinamente, tal decisión habría constituido un paso en falso. Empero, la mejora en la situación femenina sólo parecía alejar transitoriamente la soledad del futuro de ella. Tal mejora la dejaría vivir más y más para su pequeño ceremonial mutuo, pero ello en un momento en que él, que lo había instituido, había empezado a pensar tristemente que quizá él mismo desaparecería pronto. Después de que ambos estuvieran algún rato en el apagado saloncito, ella se incorporó y dijo:

—Ésta no es mi habitación. Pasemos a ella.

Únicamente tuvieron que cruzar el estrecho vestíbulo, pero él sintió que pasaba a otro ambiente íntegramente distinto. Una vez que ella hubo cerrado la puerta del segundo cuarto, como lo denominó ella, él sintió que por fin la poseía por completo. Aquel lugar tenía el ímpetu de la vida: la expresaba a ella; sus paredes rojo oscuro hablaban mediante recuerdos y reliquias. Eran éstas cosas sencillas: fotografías y acuarelas, trozos de escritura enmarcados y fantasmas de flores embalsamadas; pero a él le bastó un instante para percatarse de que todas tenían un común sentido. Era allí donde ella había vivido y trabajado; y a él ya le había dicho que no modificaría nada en la decoración. Él advirtió que los objetos que la rodeaban se referían primordialmente a determinados lugares y momentos… y al cabo de un instante distinguió entre todos aquellos objetos la pequeña foto de un hombre. A cierta distancia y sin los lentes sus ojos se sintieron atraídos por él sólo lo bastante para sentir una ligera curiosidad. A continuación dicho impulso lo llevó a aproximarse más y, un segundo después, se halló examinando el retrato con estupefacción y con la sensación de haber exhalado un grito. Además tuvo conciencia de mostrarle a su compañera un rostro lleno de palidez cuando se volvió hacia ella y exclamó resollante:

—¡Acton Hague!

Ella patentizó un asombro no menor que el suyo:

—¿Lo conocía usted?

—Fue mi amigo de juventud, de toda mi primera hombredad. Y ¿lo conocía usted?

Ante esto, ella se sonrojó, y por un momento pareció como si le fallase el habla; su mirada abarcó todo cuanto había en el cuarto, y una extraña ironía asomó en sus labios cuando hizo de eco:

—¿Que si lo conocía?

Y fue entonces cuando Stransom comprendió, mientras la habitación se le movía como el camarote de un barco, que todo cuanto allí estaba contenido lloraba por Acton Hague, que era un museo en honor suyo, que los últimos años de aquella mujer habían estado consagrados a él, y que el altar que él mismo había creado había sido tergiversado apasionadamente para dedicárselo. Exclusivamente para Acton Hague se había arrodillado ella todos los días ante el altar. ¿Qué necesidad había de una vela dedicada a él, si se hallaba presente en la totalidad del despliegue? La revelación lo abofeteó con tal fuerza en la cara, que se dejó caer en un asiento y quedó enmudecido. Rápidamente se dio cuenta de que ella estaba conmovida ante la visión de su dolorosa sorpresa, pero cuando se sentó a su lado en el sofá y le puso la mano sobre su brazo, él comprendió con casi idéntica celeridad que ella no era capaz de condolerse tanto como ella misma habría deseado.

 

VII

En ese instante, él reflexionó dos cosas: una, que en todo el largo tiempo transcurrido no había llegado a conocimiento de ella nada sobre la gran intimidad de ellos y sobre su gran disgusto; la otra, que a pesar de dicha ignorancia, por extraño que parezca, ella le había dado justificados motivos de estupor.

—¡Qué cosa tan rara que no llegáramos a descubrir esta coincidencia hasta ahora! —exclamó él enseguida.

Ella esbozó una sonrisa ajada que a Stransom se le antojó más incongrua aún que el hecho mismo:

—¡Jamás, jamás hablé de él!

Stransom tornó a pasear la mirada por la habitación:

—Y ¿cómo ha podido eso ser posible si la vida de usted se hallaba tan llena de él?

—Y ¿no podría yo hacerle esa misma pregunta? ¿No había estado también su vida llena de él?

—Como lo estaría la vida de cualquiera que hubiese pasado por la abrumadora experiencia de conocerlo. Yo no he hablado nunca de él —añadió Stransom luego de un momento— porque cometió (hace ya muchos años) una imperdonable injusticia conmigo. —Ella guardó silencio, y su invitado casi se sobrecogió al no escuchar ninguna protesta de ella, sintiendo como sentía el efecto pleno de la presencia de Acton Hague alrededor. Ella aceptó sus palabras; él volvió la mirada hacia ella para ver de qué talante las había aceptado. Con aflorantes lágrimas y con una extraordinaria delicadeza en su gesto de enlazar su propia mano con la mano masculina, fue como las aceptó. Stransom nunca había presenciado cosa tan admirable como ésta de que, en aquella habitacioncita de recuerdo y de homenaje, ella reconociese con tan exquisita dulzura que cualquier afrenta era posible procedente de Acton Hague. En el silencio tictaqueaba un reloj —probablemente se lo había regalado Hague—, y a la par que la dejaba retenerle la mano con una ternura que casi era una aceptación de responsabilidad por su antiguo dolor no menos que por el reciente, Stransom exclamó tras un instante—: ¡Santo Dios, cómo debió de portarse con usted!

Ante esto la mujer dejó la mano de Stransom, se puso en pie y, cruzando la habitación, marchó a enderezar un cuadrito que él, al examinarlo, había torcido levemente. Entonces, volviéndose hacia el hombre, después de recobrar su pálida alegría, le manifestó:

—¡Yo lo he perdonado!

—Sé lo que usted ha estado haciendo —dijo Stransom—; sé lo que usted ha estado haciendo durante años. —Desde extremos opuestos del cuarto se miraron unos momentos, con su vieja comunidad de devoción en los ojos. A juicio de Stransom, para la mujer que tenía frente a sí equivalieron aquellos breves momentos a desnudar su alma en una confesión inmensa y absoluta; a renglón seguido, ella semejó haber percibido, arrebolándose súbitamente y volviendo a mudar de emplazamiento, lo que él había percibido de ella. Stransom se levantó y exclamó—: ¡Cómo ha debido usted de amarlo!

—Las mujeres no son como los hombres. Son capaces de amar incluso cuando han sufrido.

—Las mujeres son admirables —dijo Stransom—. Pero le aseguro que yo también lo he perdonado.

—De haber sabido yo cosa tan extraña, jamás habría hecho que usted viniera acá.

—¿Para que hubiésemos persistido en nuestra ignorancia hasta el fin?

—¿A qué llama usted el fin? —preguntó ella, sin dejar de sonreír.

Ante esto, él se sintió capaz de devolverle la sonrisa:

—Ya lo verá usted… cuando llegue.

Ella reflexionó un momento, y dijo:

—Quizá así sea mejor… aunque tal como estábamos antes, estábamos bien.

—Y ¿nunca hablaron ustedes de mí? —inquirió Stransom.

Meditando ella con más intensidad, no le contestó, y él comprendió velozmente que habría quedado adecuadamente contestado si ella le hubiese preguntado cuántas veces había hablado él de su terrible amigo. De pronto surgió en la faz femenina una luz más brillante, y a sus labios subió una emocionada idea al preguntarle a él:

—¿Usted lo ha perdonado?

—¿Cómo, si no, habría podido quedarme aquí todo este rato?

Ella se estremeció, por un momento, ante la ironía profunda aunque inintencionada de aquellas palabras; pero incluso mientras se estremecía le preguntó ilusionada:

—Entonces, ¿hay entre las luces de su altar…?

—¡No hay allí luz ninguna para Acton Hague!

Con perceptible gran decaimiento, ella se quedó mirándolo pasmada:

—Pero ¿no es él uno de sus Muertos?

—Él es uno de los Muertos del mundo… y uno de los Muertos de usted, si a usted le parece. Mis Muertos son únicamente aquéllos a quienes amé. Son míos en la muerte porque fueron míos en vida.

Él fue de usted en vida, aunque cesase de serlo por algún tiempo. Al perdonarlo, usted volvió a él. Aquéllos a quienes en un tiempo amamos…

—Son los que pueden dañarnos más —estalló Stransom con fuerza.

—¡Ah, entonces ello no es cierto, usted no lo ha perdonado! —gimió ella con un apasionamiento que lo sobresaltó.

La escudriñó un momento:

—Y ¿qué fue lo que él le hizo a usted?

—¡Todo! —Y abruptamente le alargó la mano en señal de despedida—: Adiós.

Él sintió el mismo frío que sintiera la noche en que leyó la noticia de la muerte de Acton Hague:

—¿Quiere decir con esto que ya nunca más nos veremos?

—No como nos veíamos…, ¡no allí!

Quedó atónito ante esta ruptura del gran vínculo que los unía, ante la renuncia que vibraba en la palabra enfatizada por ella de tan terminante manera, conque le preguntó:

—Pero ¿qué es lo que ha cambiado… para usted?

Ella aguardó con toda la vividez de una turbación que, por primera vez desde que se conocieran, la revestía de una espléndida severidad:

—¿Cómo podría usted comprender ahora lo que no comprendió antes?

—No comprendí antes porque nada sabía. Ahora que sé, comprendo con qué he estado viviendo todos estos años —insistió Stransom con gran gentileza.

Ella lo miró con mayor dulzura, como si agradeciera su buena disposición. Pero le preguntó:

—¿Cómo, pues, podría yo ahora, con este conocimiento que acabo de tener, pedirle a usted que siga viviendo con ello?

—Yo fundé mi altar con múltiples intencionalidades… —empezó a decir Stransom.

Pero ella lo interrumpió vivamente:

—Usted fundó su altar, y en el momento en que mayor necesidad tenía yo de uno, lo encontré magníficamente idóneo. Me serví de su altar, profesándole la gratitud que siempre le he mostrado a usted, pues desde el principio supe que estaba dedicado a Muertos. Ya le dije, hace tiempo, que mis Muertos no eran muchos. Los de usted lo eran, ¡pero cuanto usted había hecho por ellos no resultaba excesivo para mi devoción única! Usted había colocado una gran luz para cada uno de ellos… ¡yo las reuní a todas en uno solo!

—Simplemente teníamos intenciones distintas —repuso Stransom—. Como usted dice, eso sí lo sabía yo perfectamente, y no veo razón para que sus propósitos no se vean igualmente satisfechos ahora.

—Ello es porque usted es generoso, y capaz de pensar y de entender. Pero el encanto ha sido roto.

Al pobre Stransom le pareció, pese a sus protestas, que, en efecto, había sido roto, y el porvenir se le presentó gris y vacío. Todo lo que, no obstante, se sintió capaz de decir fue:

—Espero que, antes de renunciar al altar, trate usted de seguir en él.

—De haber sabido que usted lo conocía a él de antes, yo habría dado por seguro que él tendría su vela —replicó ella sin demoranza—. Lo que ha cambiado para mí, como dice usted, es que al hacer este descubrimiento he sabido que él no la tiene. Ello vuelve mi veneración… —se interrumpió, como pensando de qué modo podría lograr expresar su idea, y por fin agregó sencillamente—:…totalmente importuna.

—Siga usted viniendo —suplicó Stransom.

—¿Le pondrá usted su vela? —preguntó ella.

Él tardó en hablar, aunque tardó únicamente porque sus palabras iban a parecer despiadadas, no porque hubiese vacilación alguna en sus sentimientos.

—¡No puedo hacerlo! —manifestó al cabo.

—Adiós, pues. —Y otra vez volvió a ofrecerle la mano.

Él había recibido la despedida; además de ello, en medio de la agitación de todo cuanto se le había comunicado, sentía la necesidad de recobrarse, y esto sólo podía hacerlo en soledad. Empero, aguardó un momento antes de marcharse… aguardó por si ella tuviese algún acuerdo a que poder llegar, alguna atenuación que proponer. Pero sólo se encontró con sus grandes ojos llenos de tristeza, en los cuales, de hecho, leyó que ella lo lamentaba por él hasta el extremo. Esto lo movió a decir:

—Espero que, de todos modos, me permita seguir visitándola a usted.

—Oh, desde luego, venga cuando guste. Pero no creo que resulte.

Una vez más, Stransom tornó a contemplar toda la habitación; en verdad cobró conciencia de que a buen seguro no resultaría. Cada vez con mayor fuerza sintió el frío, que lo obligaba a hacer verdaderos esfuerzos para no ponerse a tiritar.

—Trataré de seguir viniendo aquí, si usted es incapaz de seguir yendo allí —repuso doloridamente. Ella salió con él hasta el vestíbulo, lo acompañó hasta el marco mismo de la puerta, y, ya aquí, él le hizo la pregunta que su propio ingenio se sentía más inepto para contestar—: ¿Por qué motivo no me permitió nunca venir a esta casa anteriormente?

—Porque mi tía lo habría visto a usted, y yo habría tenido que explicarle el modo como lo conocí.

—Y ¿qué inconveniente habría puesto ella?

—Eso habría exigido como consecuencia otras explicaciones; por lo menos habría habido ese peligro.

—Ella sabía que todos los días iba usted a la iglesia, ¿no es así? —le dijo Stransom como objeción.

—Ella no sabía para qué iba allí.

—Entonces, ¿jamás oyó hablar de mí?

—Usted va a tomarme por embustera, pero el caso es que nunca me vi en la necesidad de serlo.

Stransom estaba ya en el último de los escalones de entrada, y su anfitriona tenía ya medio cerrada la puerta ante él. Él veía su rostro enmarcado en la abertura. Le hizo una interpelación suprema:

—¿Qué fue lo que él le hizo a usted?

—Mi tía habría ido a visitarlo a usted y se lo habría contado. Ese miedo de mi corazón, ¡fue mi motivo! —Y cerró la puerta, dejándolo afuera.

 

VIII

Él la había abandonado de manera inhumana: eso, sin duda, era lo que Hague le había hecho. Stransom fue coligiéndolo todo en soledad, fácilmente, juntando gradualmente las piezas sueltas y descifrando uno a uno un centenar de puntos oscuros. Ella había conocido a Hague cuando ya las relaciones de Hague con su amigo habían terminado por completo: evidentemente mucho tiempo después de ello; y era bastante lógico que ella sólo supiese de la vida anterior de aquél lo que aquél había tenido a bien comunicarle. En dicha vida había capítulos que era completamente concebible que Hague se hubiese guardado de referir aun en los instantes de más amorosa confidencialidad. De muchos hechos de la carrera de un hombre tan público, naturalmente que todo el mundo tenía un conocimiento extenso; pero aquella mujer había vivido ignorante de los asuntos públicos, y el único periodo perfectamente claro para ella habría sido el que siguió al alborear del propio drama de ella misma. Un hombre, en el lugar de ella, habría “indagado” el pasado, habría llegado a consultar los viejos periódicos. De todas formas, seguía siendo llamativo que en su largo contacto con el compañero de su vida retrospectiva no hubiese habido ninguna casualidad; mas no había por qué darle vueltas; en realidad sí había ocurrido una, que había consistido tan sólo en que había primado la confianza. De buena fe había aceptado ella lo que Hague le había contado, y su total ignorancia con respecto a las demás relaciones de éste resultaba únicamente una simple pincelada en el cuadro de aquella sumisión que Stransom tenía poderosas razones para saber que tan gran maestro habría despertado infaliblemente.

Durante algún tiempo, dicho cuadro fue lo que únicamente vio nuestro amigo; una y otra vez se quedó sin aliento al comprender que esa mujer con la cual había mantenido por espacio de tantos años un nexo tan poético era una mujer que había sido moldeada, más o menos, precisamente por Acton Hague. Tal como estuvo allí sentada hoy, aparecía indeleblemente marcada por él. Aunque Stransom la juzgaba bondadosa y desprovista de culpa, no podía quitarse de encima la sensación de que lo habían, como quien dice, estafado. Ella lo había engañado inmensamente, a despecho de haber estado sabiéndolo tan poco como él. Todos los años recientes se presentaron en sus pensamientos como un tiempo grotescamente perdido. Tal fue por lo menos su reflexión primera; al cabo de cierto rato se encontró más indeciso y, como consecuencia, cada vez más turbado. Interpretó, recordó, reconstruyó, se imaginó él solo por su cuenta la verdad que ella había rehusado desvelarle; el efecto de lo cual fue que ella le pareciese tan sólo una persona aún más transida del propio destino de él mismo. Por entre toda aquella perplejidad, él tuvo la sensación de que el espíritu de ella era más delicado que el suyo propio, en el grado mismo en que ella había podido ser, lo había sido ciertamente, más perjudicada. Cuando a una mujer se la perjudica, sin duda se la perjudica más que a un hombre, y había elementos que garantizaban que lo menos que ella podía haber sufrido era más que el máximo de lo que él tenía que sobrellevar. Estaba seguro de que aquella infrecuente criatura no habría sufrido el mínimo. Quedó asustado ante el presentimiento de tal entrega, de tal abatimiento. Desde luego, ella había sido moldeada por manos poderosas, para haber trocado su injuria en una exaltación tan sublime. Aquel individuo no había tenido más que morir para que todo lo que en él había habido de siniestro se viese lavado como en un torrente. Era inútil tratar de adivinar lo que había ocurrido, pero nada podía estar tan claro como que había acabado por echarse la culpa a sí propia. Ella había absuelto a Hague en todo; adoraba sus mismísimas propias heridas. De nuevo la pasión de la cual se había beneficiado Hague se dirigía impetuosa hacia éste después de su muerte, y ahora la marea de ternura, fija para siempre en su punto más alto, era demasiado profunda para alcanzar a medirla. Stransom había creído honradamente haberlo perdonado; ¡pero cuán lejos estaba de haber realizado el milagro que había realizado ella! El perdón de él era el silencio, pero el de ella era ni más ni menos que una música inexpresada. La luz que ella había pedido en su altar habría roto el silencio de Stransom con un trompetazo, mientras que todas las luces de la iglesia eran un silencio demasiado grande para ella.

Ella había señalado acertadamente la diferencia, había dicho la verdad acerca del cambio; pronto se percataría Stransom de sentirse paradójica pero inequívocamente envidioso. Su marea había refluido en vez de crecer: aunque él había “perdonado” a Acton Hague, tal perdón era un impulso situado sobre una base rota. El hecho mismo de que fuese ella quien insistiese en lograr de él un signo material, un signo que pusiese a su amante muerto en igualdad de condiciones con todos los demás, hacía que la concesión resultase más gravosa de lo tolerable. Él Jamás se había considerado un hombre duro, pero un requerimiento exorbitante podía fácilmente convertirlo en tal. Se movió dando vueltas y vueltas alrededor del mismo, pero sólo en círculos cada vez más alejados: cuanto más lo examinaba, menos aceptable le parecía. Al mismo tiempo, no se forjaba ilusiones respecto de las consecuencias de su negativa: veía perfectamente cómo aquello podría acarrear una definitiva ruptura. Durante muchos días estuvo sin ir a verla; pero cuando al fin tornó a visitarla, esta convicción se había confirmado cruelmente. Él había dejado de ir a la iglesia durante ese lapso, y no le fue menester un nuevo rechazo para saber que ella no había acudido tampoco. El cambio no dejaba de ser completo: había quebrado la vida de ella. De hecho había quebrado también la suya, pues no le parecía sino que todas las velas de su altar se hubiesen apagado súbitamente. Se apoderó de él una gran apatía, cuyo peso era de por sí un dolor; y nunca había sabido todo lo que su devoción había significado para sí propio hasta que, en aquel conflicto, había finalizado lo mismo que una guardia que se abandona. Ni tampoco había sabido la inmensa confianza con que había contado con aquel servicio final que ahora le fallaba; lo mortal del desengaño residía en que mediante tamaño abandono se derrumbaba todo el futuro.

Aquellos días de ausencia femenina le patentizaron de qué era ella capaz; tanto más cuanto que ni por un momento pensó que ella fuese vengativa o siquiera que estuviese enojada. No lo había abandonado henchida de cólera, sino por mero sometimiento a la dura realidad, a la crudeza del destino. Esto lo comprendió él al sentarse otra vez en su compañía en el cuarto en que la voz de la difunta tía perduraba, cual la tonalidad de un piano estropeado. Ella procuró hacerlo olvidar lo mucho que se habían alejado uno de otro; mas era imposible no sentir pena por ella en la presencia misma de aquello a que habían renunciado. Él recibía de ella mucho más que lo que ella recibía de él. De nuevo arguyó, mostrándose dispuesto a dejarla disponer del altar como si fuera suyo; pero ella se limitó a negar con la cabeza con tristeza suplicante, pidiéndole que no malgastase palabras en pro de lo imposible, lo ya extinto. ¿Es que él no veía que los ritos que él mismo había establecido daban virtualmente como resultado una compleja exclusión en lo tocante a la necesidad peculiar de ella? Ella no deploraba nada de lo pasado; todo ello había sido hermosísimo en tanto no había sabido la realidad, y lo único que sucedía era que ahora sabía demasiado y que como sus ojos habían sido abiertos, ellos dos no tenían más remedio que conformarse. Para ambos había sido desde luego una gran dicha haberse sentido juntos tanto tiempo. Se mostró gentil, resignada, agradecida; pero esto no era sino la manifestación de una profunda implacabilidad. Él se percató de sentirse invenciblemente averso a trasponer el umbral del segundo cuarto, y tuvo la sensación de que aquello solo bastaba para convertirlo en un extraño y para dar una perceptible rigidez a sus visitas. Le habría repugnado tener que volver a sumergirse en ese pozo de recordativos, si bien la alternativa de la soledad le era equiparablemente odiosa.

Después de haberla visitado tres o cuatro veces quedó profundamente desolado comprobando que la atroz consecuencia de haber sido finalmente admitido en su casa había sido la disminución de su intimidad. Cuando meramente habían paseado juntos o se habían arrodillado juntos, la había conocido mejor, había tenido mayores posibilidades de simpatizar con ella. Ahora ya no hacían sino fingir; antes habían sido noblemente sinceros. Probaron a volver a compartir sus paseos, pero éstos resultaron una mala imitación, pues desde el principio, de una u otra forma, sus compartidos paseos habían estado en relación con sus visitas a la iglesia: unas veces se habían ido caminando al salir de ella, otras habían entrado al regreso para descansar. Además, Stransom se tambaleaba ahora: no podía caminar como en otros tiempos. La omisión lo emponzoñaba todo; era cruel mutilación de sus existencias. Nuestro amigo se mostró franco y monotemático, sin hacer un misterio de sus reproches ni un secreto de su estado. La respuesta femenina, cualquiera que fuese, siempre revertía en lo mismo: era una implícita invitación a que él juzgase, ya que hablaba de estados, la gran felicidad que ella hallaba en el suyo. Por cierto que para él no había alivio ni siquiera en el lamentarse, pues cada alusión a lo que habían perdido contribuía únicamente a hacer que estuviese más presente el autor de sus dificultades. Acton Hague se interponía entre ellos, ésa era la esencia del asunto; y cuando más se interponía era cuando ellos estaban más próximos. Stransom, aunque por lo que se afanaba era por quitarlo de en medio, tenía la rarísima sensación de pugnar por un bienestar que entrañaba aceptarlo. Hondamente atribulado a causa de lo que sabía, se sentía todavía más atormentado a causa de lo que no sabía. Absolutamente convencido de que habría sido cosa de horrenda vulgaridad hablar mal de su antiguo amigo o contarle a su compañera la historia de su pelea, aun así lo soliviantaba el que la profunda discreción de ella no le proporcionase ningún atisbo y crease la impresión de una magnanimidad superior a la suya.

Se censuró, se acusó a sí propio, se preguntó si no estaría enamorado de ella para andar preocupándose de tal modo por las aventuras que ella hubiese podido tener. Ni por un solo instante admitió estar enamorado de ella; por consiguiente, nada podía sorprenderlo tanto como el descubrir que se encontraba celoso. ¿Qué otra cosa sino los celos podía inspirar al hombre aquel dolorido anhelo ardiente de buscarle los detalles a lo que había de hacerlo sufrir? Le constaba que jamás podría obtenerlos de la única persona que, en la actualidad, estaba en condiciones de facilitárselos. Ella lo dejaba abrumarla con su mirada sombría mientras le sonreía a él con una exquisita bondad, pero sin decir una sola palabra que descubriese su propio secreto ni que intentase refutar el innegable derecho de él a la amargura. No reveló nada, no juzgó nada; todo lo aceptó, menos la posibilidad de su retorno a los viejos símbolos. Stransom adivinó que también para ella habían sido vívidamente concretos, habían simbolizado momentos determinados o rasgos individuales, eslabones de la cadena de su vida. Se aclaró perfectamente a sí mismo —así al menos lo creyó— que su propia dificultad estribaba en que la índole misma del alegato en favor de su infiel amigo exigía una negativa: el hecho de venir de ella constituía precisamente el impedimento al cual iba ligado. Estaba seguro de que habría estado dispuesto a escuchar la voz de la generosidad impersonal: habría transigido ante un intercesor que, hablando en nombre de la justicia abstracta, conocedor de su negativa sin haber conocido a Hague, hubiese tenido el capricho de decirle: “Ah, acuérdese únicamente de lo mejor de él; compadézcalo; provea en favor suyo”. El proveer en favor suyo basándose precisamente en haber descubierto otra de sus villanías, no era para él compadecerlo, sino glorificarlo. Cuanto más reflexionaba Stransom, más discernía que, cualquiera que hubiese sido aquella relación personal de Hague, no había podido ser sino un engaño llevado a cabo con diestra habilidad. ¿Cuándo había salido dicha relación a la luz para que todos hubiesen podido verla? ¿Por qué él nunca había oído hablar de la misma si había tenido la franqueza de las cosas honorables? Stransom sabía bastante de los otros enredos de Hague, de sus añagazas e imposturas, por no hablar de su carácter global, para alumbrar la certeza de que se había tratado de alguna infamia. De una u otra manera, a aquella mujer la habían sacrificado despiadadamente. Y tal era el motivo de que, una y otra vez, él se sintiera en la obligación de continuar dejándolo postergado.

 

IX

Y, sin embargo, esto no constituía una solución, máxime después de que hubiese hablado nuevamente a su amiga acerca de todo cuanto deseaba que ella hiciese por él. Había hablado acerca de ello en otros tiempos, y por entonces ella le había respondido con una franqueza mediatizada sólo por una cortés reticencia, una reticencia que lo había conmovido, a hacer hincapié en la cuestión de su muerte. En aquellos días ella había aceptado virtualmente el cometido, le había permitido sentirse seguro de poder confiar en ella como guardián final de su altar; y fue en nombre de lo que así había ocurrido entre ellos como él le suplicó que no lo dejase olvidado actualmente. Ella lo escuchó ahora con una especie de cálida frialdad y toda su característica abstención de insistir en sus propios requisitos: su disconformidad fue más tierna aún, pues dejó entrever la compasión que su propio sentir experimentaba al verlo abandonado. Empero, sus requisitos continuaban siendo los mismos, y apenas si fueron menos audibles porque no los verbal izara… aunque Stransom estuvo seguro de que, secretamente, más aún que él, ella se sentía huérfana de la satisfacción que aquel solemne cargo le habría infundido. Ambos perdían el hermoso porvenir, pero sobre todo ella, porque, a fin de cuentas, el porvenir iba a ser preponderantemente de ella; y a él aquella aceptación femenina de la pérdida le indicaba la medida plena de su preferencia por el recuerdo de Acton Hague sobre todo lo demás. Cuando se preguntó a sí mismo: “¿Porqué diantres ella lo quiere a él mucho más que a mí?”, tuvo humorismo bastante para reírse algo amargamente; así de fáciles de comprender eran las razones. Pero incluso tal facultad de análisis dejó subsistir su irritación, y esta irritación resultó ser quizá la mayor de las calamidades que lo habían embargado jamás. Nunca hasta entonces había conocido nada que de tal manera lo hubiese forzado a renunciar. A estas alturas, por supuesto, ya había llegado a la edad de las renuncias; pero hasta ahora no había comprendido con tal vividez que era hora de renunciar a todo.

A efectos prácticos, al cabo de seis meses, había renunciado a la amistad que le había resultado tan encantadora y consoladora. Esta privación tenía dos rostros, y el que se le había mostrado cuando su último conato de preservar aquella amistad, fue el que él se sintió menos capaz de mirar. Éste consistía en la privación que él infligía; el otro, en la que le era infligida. Él solía formularse en soledad el requisito que ella no pronunciaba nunca: “Una más, una más… nada más que una”. Ciertamente, él estaba en franca decadencia; muchas veces lo notaba al darse cuenta de que, durante el trabajo, se había distraído mirando al vacío y musitando tamaña absurdidad. Además tenía una concluyente prueba en su debilidad y en su enfermedad. Su irritación tomó la forma de melancolía, y su melancolía la de la convicción de que su salud se había quebrantado por entero. Aparte, su altar había dejado de existir; su capilla, en sus sueños, no era más que una gran caverna oscura. Todas las luces habían desaparecido, todos sus Muertos habían muerto otra vez. Al principio no logró entender cómo había conseguido la última de sus amistades extinguirlas, ya que no era para ella ni por ella como habían tomado el ser. Más tarde comprendió que la resurrección de sus Muertos había tenido lugar dentro de su propia alma, y que éstos ya no podían respirar en el aire de su alma. Podían las velas arder maquinalmente, pero cada una de ellas había perdido el fulgor. La iglesia se había trocado en un desierto: había sido la presencia de él, la presencia de ella, su presencia común, lo que había constituido el hábitat indispensable. Si algo iba mal, todo iría mal; y la ausencia de ella había malogrado toda armonía.

Pasaron tres meses más y se sintió tan solo que volvió… pensando que sus Muertos, ya que durante años habían sido su mejor compañía, acaso lo ayudarían aún de algún modo antes que permitirle olvidarlos. Estaban allí, tal como los había dejado, en su elevado brillo, en el fúlgido ramillete que ya anteriormente lo había instigado, en las ocasiones en que fue propenso a comparar las cosas pequeñas con las grandes, a equipararlos a un grupo de luceros colocado al borde del océano de la vida. Para él constituyó todo un consuelo, tras un rato de estar sentado allí, la sensación de que aún conservaban unas ciertas facultades. En la actualidad sentía que cada vez se fatigaba más fácilmente, así que siempre se desplazaba en carruaje; su corazón estaba débil y no le proporcionaba los mismos bríos que su fantasía. A pesar de ello volvió otra vez allí, volvió en varias ocasiones, y por último, durante seis meses, frecuentó el lugar con un renacimiento de su afición y con un reforzamiento de su ímpetu. Durante el invierno la iglesia no estuvo caldeada, y a él le había sido prohibida la exposición al frío, pero el brillo de su altar ejercía un influjo en el cual experimentaba casi la sensación de estar tomando el sol. Sentábase y se preguntaba a qué habría reducido él a su compañera ausente, qué haría ella ahora en las horas de su ausencia. Había otras iglesias, había otros altares, había otras velas: de tal o cual modo su piedad seguiría ejercitándose; no era posible que él la hubiera privado absolutamente de sus ritos. Así razonaba él, aunque sin convicción; pues de sobra sabía que no existía otro altar parecido a la montaña de luz que ella le había mencionado cierta vez como la plena satisfacción de su necesidad. A medida que para él fue perfilándose nuevamente grandiosa tal montaña, y haciéndose más regular su piadosa práctica, sentía una punzada cada vez más dolorosa cuando se imaginaba la oscuridad de ella; pues nunca sus ritos habían sido tan reales como en esas semanas, ni nunca su arracimada asamblea había parecido hasta tal punto sonreír y aun invitar. Él se dejaba perderse en la gran irradiación de luz, que iba siendo cada vez más lo que desde el principio había querido que fuese: tan deslumbrante como la visión de los Cielos en la imaginación de un niño. Entre los altos cirios, vagando por los campos de luz, él pasaba de ringlera a ringlera, de un brillo a otro brillo, de un nombre a otro nombre, de la blanca intensidad de un claro emblema, de un alma rescatada, a la de otro. Su extraño instinto profundo se regocijaba con la tranquila sensación de haber rescatado a aquellas almas. No se trataba de una confusa salvación teológica, no había en él la merced de un mundo intangible: se habían salvado mejor de lo que podían salvarlas la fe o las obras, se habían salvado para el mundo cálido al no morir del todo, se habían salvado para la materialidad, la continuidad, la certeza del humano recuerdo.

A estas alturas él ya había sobrevivido a todos sus amigos: la última erguida llama databa de tres años atrás, ninguna quedaba por ser agregada a la lista. Una y otra vez examinó el conjunto, y lo vio compacto y completo. ¿Dónde iba a poder poner otro cirio? ¿Dónde, de no haber las otras objeciones, hallaría un lugar en el despliegue? Reflexionó, con una falta de sinceridad de la cual tuvo plena conciencia, que sería arduo encontrar ese lugar. Por lo demás, cada vez se daba más cuenta, cara a cara con su pequeña legión, releyendo innumerables biografías, reemplazando las velas consumidas y acariciando el silencio, de que jamás había permitido la intrusión de un extraño. Había tenido, sí, sus grandes compasiones, sus indulgencias… incluso casos en que éstas habían sido enormes; pero, en último término, ¿qué habría quedado de su devoción si intrínsecamente no hubiese sido un respeto? Lo sorprendía, sin embargo, su propia inflexibilidad; la responsabilidad de la misma ocupó a finales del invierno el primer lugar en sus pensamientos. En éstos se había hecho omnipresente el estribillo, la petición de sólo uno más. Día llegó en que, por puro hartazón, si para una perfecta simetría hubiese hecho falta uno más, habría estado dispuesto a dejar contenta a la simetría. La simetría era armonía, y la idea de la armonía empezó a perseguirlo; se decía a sí propio que desde luego la armonía lo era todo. Hizo pedazos, imaginariamente, su composición, redistribuyéndola en nuevas disposiciones, ensayando diversas yuxtaposiciones y contrastes. Cambió de lugar esta y aquella otra vela, varió las separaciones, suprimió la desfiguración de una posible abertura. Había interrelaciones sutiles y complejas, un esquema de referencias recíprocas, y momentos en los cuales creía percibir el vacío tan notorio para la mujer que vagaba desterrada o que permanecía donde él la había visto con el retrato de Acton Hague. Al final, de esa guisa, llegó a un concepto de la totalidad, del ideal, que dejaba una clara oportunidad para otro único emblema. “Sólo uno más, únicamente por redondearlo; sólo uno más, uno sólo”, seguía zumbándole en su interior. En su pensamiento había una extraña confusión, pues tenía el presentimiento de que estaba cercano el día en que él también sería uno de los Otros. ¿Qué le importaban a él en semejante coyuntura los Otros, dado que sólo podían tener importancia para los vivos? Aun mirado como otro más de los Muertos, ¿qué le importaría a él su altar, ya que la idea aquella de mantenerlo póstumamente se había desvanecido? ¿Qué pintaba la armonía en el caso suyo, si todas sus luces habían de ser apagadas? Su sueño había sido de algo claramente instituido. Podía perpetuar aquel altar con tal o cual pretexto, pero su sentido íntimo se perdería. Dicho sentido tenía que vivir con la vida de aquella otra persona que lo había comprendido.

En el mes de marzo sufrió una enfermedad que lo obligó a guardar cama una quincena, y cuando se recuperó un poco fue enterado de dos cosas que habían ocurrido en el intervalo. La una era que en tres ocasiones una dama cuyo nombre ignoraba la servidumbre (porque no lo dijo) había acudido a preguntar por su salud; la otra era que en una ocasión, durante su sueño, cuando su inteligencia evidentemente divagaba, se lo había oído murmurar una y otra vez: “Uno más solamente… ¡uno más!”. En cuanto se sintió en condiciones de salir a la calle, y antes de que el médico que lo atendía se hubiese pronunciado a ese respecto, se hizo llevar en carruaje a visitar a la dama que había ido a preguntar por su salud. Ella no estaba en casa; mas eso le dio oportunidad de tomar el camino de la iglesia antes de que le flaqueasen otra vez las fuerzas. Entró solo; había declinado que salieran con él para acompañarlo su criado o su enfermera, de la manera feliz que él tenía de declinar con efectividad. Sabía ahora muy bien lo que aquella buena gente pensaba: habían descubierto su relación clandestina, el imán que lo había arrastrado durante tantos años, y sin duda habían atribuido un significado peculiar a las extrañas palabras que le habían referido que había murmurado. La dama sin nombre era la relación clandestina, hecho que nada podía demostrar mejor que su indecorosa prisa por reunirse con ella. Cayó de rodillas delante de su altar, en tanto su cabeza caía sobre sus manos. Lo embargó su debilidad, su agotamiento vital. Le pareció que había acudido allí para la máxima entrega. Al principio se preguntó si conseguiría volver a la calle; después, al fallarle la fe en sus energías, fue abandonándolo gradualmente el propio deseo de moverse. Había venido, como venía siempre, para dejarse perderse; allí estaban todavía los campos de luz para que vagase por ellos; sólo que esta vez no regresaría de aquellas extensiones. Se había entregado por completo a sus Muertos, y esta vez sus Muertos se lo quedarían con ellos. Le fue imposible levantarse de su posición genuflexa; estaba convencido de que ya jamás lograría levantarse; lo único que podía hacer era alzar los ojos y fijarlos en las luces. Se le antojaron inhabitual y extraordinariamente esplendentes, pero aquélla que siempre lo atrajo más tenía ahora un fulgor inaudito. Era la voz fundamental del coro, el resplandeciente corazón de la luminosidad, y en esta ocasión pareció expandirse, desplegar unas grandes alas ígneas. Todo el altar brillaba, deslumbrante y enceguecedor; pero la fuente de luminosidad suprema ardía con claridad superior a la del resto, concretándose en una forma, y esa forma era de belleza humana y de cariño humano, era el lejano rostro de Mary Antrim. Ella le sonreía desde la gloria celeste, descendió a tierra con aquella gloria para recogerlo a él. Él inclinó la cabeza, sumiso, y en ese mismo instante lo invadió otra distinta oleada. ¿Se trataba de la intensificación del júbilo hasta el paroxismo? Comoquiera que fuese, en medio de su gozo, sintió que el deslumbrado rostro se le enardecía como con algún mensaje comunicado que tenía la fuerza de un reproche. Súbitamente se sintió instado a contrastar aquel éxtasis suyo de felicidad con la bendición que él le había negado a otra persona. Todo lo que ésta había pedido había sido ese aliento de pasión inmortal; el descenso de Mary Antrim abrió a su espíritu —con una gran palpitación de arrepentimiento— para el descenso de Acton Hague. Era como si Stransom hubiese leído lo que los ojos de ella le habían dicho.

Un instante después miró a su alrededor con un decaimiento que lo hizo sentir como si el flujo de la vida se retirase de él. Todo ese rato la iglesia había estado vacía, él continuaba solo; pero quería que una cosa fuera hecha, necesitaba materializar una última decisión. Tal propósito le prestó energías para realizar un esfuerzo; se puso en pie con un movimiento que lo hizo tambalearse; se apoyó en el respaldo de un banco. Detrás de él había una figura de rodillas, una figura que él ya había visto antes; era una mujer de luto riguroso, sumida en su dolor o en su plegaria. Él la había visto en otro tiempo, el día de su primera entrada en aquella iglesia; vaciló ligeramente y se quedó mirándola hasta que le pareció que ella se había percatado de él. Ella levantó la cabeza y sus miradas se encontraron: la compañera de sus largas veneraciones había vuelto. Con expresión sorprendida y asustada lo contempló un instante; él comprendió que la había preocupado. Irguiéndose sin pérdida de tiempo, ella acudió hacia él extendiendo ambas manos.

—¿Conque ha sido usted capaz de volver aquí? ¡Eso es que Dios la ha enviado! —murmuró él, sonriendo de felicidad.

—Está usted muy enfermo. No debería estar aquí —lo apremió ella en alarmada respuesta.

—A mí también Dios me ha enviado aquí, me da la impresión. Me sentía enfermo cuando vine, pero el verla a usted realiza maravillas. —Él asió las manos femeninas, que lo aquietaron y lo vivificaron—. Tengo algo que decirle.

—No me diga nada —le rogó ella con ternura—. Déjeme contarle yo una cosa. Esta tarde, por un milagro, por el más bello de los milagros, me abandonó toda conciencia de nuestra discrepancia. Yo estaba cerca, paseando solitaria, meditando, cuando, de golpe, algo cambió en mi corazón. Ésa es mi confesión; ahí la tiene. Volver aquí, volver al instante: tal idea me dio alas. Fue como si yo hubiese tenido una súbita revelación, como si las cosas se me hiciesen posibles. Yo podía continuar viniendo aquí guiada por la misma razón por que usted venía: ésa bastaba. Y aquí estoy. No he venido aquí por el mío: eso ya pasó. Sino que me encuentro aquí por Ellos. —Y sin aliento, aliviada infinitamente por su confusa explicación precipitada, lo miró con ojos que reflejaron en toda su magnificencia la luminosidad de su altar.

—Ellos se encuentran aquí por usted —dijo Stransom—; están presentes aquí esta noche como nunca lo han estado. Hablan intercediendo por usted (¿no los ve?) en una apoteosis de luz: cantan en voz alta como un coro de ángeles. ¿No oye usted lo que dicen?… Ellos piden aquello mismo que usted me pidió.

—No hable usted de ello, no piense en semejante cosa; ¡olvídela! —Ella habló con emocionada súplica y, mientras la alarma se hacía más intensa en su mirada, soltó una de las manos masculinas y le pasó el brazo por la espalda para ofrecerle apoyo mejor, para ayudarlo a tomar asiento.

Él se dejó, apoyándose en ella: se dejó caer en el banco y ella se colocó de rodillas a su lado. Él le rodeó los hombros con su brazo. Así permaneció por un instante, con la vista alzada hacia su altar:

—Ellos dicen que hay una ausencia en el despliegue…, dicen que no está lleno, completo. Un cirio más —siguió insistiendo suavemente—. ¿No era eso lo que usted deseaba? Sí, uno más, uno más.

—¡No, ninguno más, ninguno más! —gimió casi privada del habla, como presa de una súbita repugnancia imprevista hacia semejante idea.

—¡Sí, uno más, uno más! —reiteró él sencillamente. Y, dicho esto, su cabeza cayó sobre el hombro de ella, quien lo creyó desmayado de debilidad. Pero, sola con él en la oscura iglesia, sintió un gran temor de lo que aún pudiera seguir, pues el rostro de él tenía la blancura de la muerte.