Un Grillo, De Osamu Dazai

Voy a despedirme de ti. Todos estos años no han sido más que una sucesión de mentiras. Puede que también haya algo malo en mí, pero lo cierto es que no sé en qué debería cambiar. Tengo veinticuatro años ya. He llegado a una edad en la que ya me es imposible mejorar. A pesar de que me dijesen en qué exactamente, no sabría qué hacer. No lo conseguiría a no ser que muriese y resucitase, como Cristo. Pero no creo en el suicidio, pienso que es el peor de los pecados posibles, así que por eso me gustaría despedirme de ti para intentar empezar a vivir de la forma que yo crea conveniente. Lo cierto es que me das bastante miedo. Puede que, en este mundo, tu manera de vivir sea la correcta. Pero yo ya no puedo seguir con este tipo de vida que tú me impones.

Ya han pasado cinco años desde que nos casamos. Tenía diecinueve años cuando nos presentaron en aquel miai que tuvo lugar en primavera, ¿recuerdas? No me llevé casi nada cuando me fui a vivir contigo, poco después. Nunca te lo conté, pero, desde un principio, mis padres se opusieron con vehemencia a nuestro matrimonio. Mi hermano pequeño, que por aquel entonces acababa de empezar la universidad, también se opuso. Solía preguntarme de bastante mal humor: «Hermana, ¿estás segura de lo que vas a hacer?».

Tampoco te había dicho, porque pensé que te molestaría, que durante aquella época recibí otras dos propuestas de matrimonio. Por lo que recuerdo, una de ellas fue de un hombre de familia adinerada que acababa de licenciarse en Derecho por la Universidad Nacional y se estaba preparando para ejercer de diplomático. Incluso me mostraron algunas fotos suyas. Tenía una expresión alegre y parecía un chico de lo más optimista. La propuesta llegó gracias a las amistades de mi hermana mayor, la que vive en Ikebukuro. El otro candidato era un ingeniero de unos treinta años que trabajaba en la empresa de mi padre. Ya han pasado cinco años de aquello, por lo que no lo recuerdo todo con tanto detalle como debería, pero me comentaron que era una persona maravillosa, principal heredero de una familia muy bien situada. Era uno de los trabajadores predilectos de mi padre, así que no es de extrañar que tanto él como mi madre me animaran para que lo eligiese. Creo recordar que de este incluso no llegué a ver ni las fotos.

En realidad, esto que te cuento no son más que cosas triviales, pero te lo cuento tal y como lo recuerdo para que no te burles de mí. No pienses que te estoy contando todo esto para hacerte sentir mal ni nada por el estilo. Créeme. Tampoco estoy queriendo insinuar que si me hubiese casado con alguno de mis otros pretendientes mi vida ahora sería mejor. Lo cierto es que no podía elegir a otro que no fueses tú. Me molestaría mucho que te rieses de mí como sueles hacer siempre. Comprende que estoy sincerándome contigo. Por favor, préstame atención hasta que acabe. Ni durante aquellos días, ni ahora, he tenido la más remota intención de casarme con otro que no fueses tú. Eso tenlo por seguro.

Desde pequeña, he odiado mi indecisión. En la época en que tú y yo nos conocimos, tanto mis padres como mi hermana me insistían para que acudiese al menos a los otros miai que había en la ciudad, pero, para mí, el hecho de asistir a uno de esos miais equivalía a una especie de obligación de casarme con mi acompañante, así que me resultaba difícil plegarme a sus exigencias, por muy insistentes que se pusieran. Además, si eran hombres tan maravillosos como todo el mundo decía, seguro que no tendrían problemas en encontrar a una mujer mejor que yo. No me entusiasmaba mucho la idea de conocerlos. Por entonces, solía pensar que solo me casaría con alguien que, de entre todas las mujeres del mundo (y siempre que digo esto te ríes de mí) me eligiera solo a mí. Un hombre a quien le resultara imposible casarse con otra.

Justo en aquel momento fue cuando nos llegó tu petición. Como fue una propuesta muy informal, mis padres se opusieron desde el primer momento. Recuerdo que me contaron cómo vino el señor Tajima, el dueño de la tienda de antigüedades, a la empresa de mi padre para venderle unos cuadros. Después de mantener una charla interminable, le dijo: «Estoy seguro de que el autor de este cuadro va a convertirse en alguien muy famoso algún día. ¿Qué le parece a usted para su hija?». Mi padre se lo tomó como una broma de mal gusto y no le hizo el menor caso. Aun así, compró el cuadro y lo colgó en la pared de la sala de espera de su oficina. Dos o tres días más tarde, el señor Tajima volvió para proponérselo de nuevo, pero esta vez de modo más formal. ¡Qué barbaridad! Mis padres se quedaron anonadados, sin dar crédito a que el señor Tajima y el autor del cuadro pudieran actuar de una manera tan inopinada. Pero, posteriormente, después de haber hablado contigo, nos enteramos de que tú no sabías nada de aquellos manejos y que todo había sido cosa del señor Tajima, que tenía un corazón de oro y quería ayudarte a que te ganaras una buena posición.

El señor Tajima ha hecho mucho por ti: nunca olvides eso. Todo el éxito del que gozas ahora se lo debes a él. Ha hecho todo lo posible por ayudarte, incluso en ocasiones ha dejado su negocio de lado, todo por ti. Es un hombre que confía plenamente en tus capacidades. Reconozco que, en aquel momento, aquella propuesta temeraria traída por el señor Tajima me sorprendió mucho, y quizás por eso me entraron tantas ganas de conocerte en persona. No sé por qué, pero todo aquello me resultaba muy emocionante. Un día fui a escondidas a la empresa de mi padre para mirar tu cuadro. ¿Alguna vez te lo había contado? Entré a la sala haciendo como que iba a ver a mi padre y me quedé contemplando tu obra a solas. Recuerdo que aquel día hacía mucho frío. Me quedé un buen rato de pie en un rincón de la amplia sala sin calefacción, tiritando de frío, mientras analizaba tu obra hasta el más mínimo detalle, intentando averiguar cómo eras tú. ¿Recuerdas? La pintura representaba un engawa con un pequeño jardín iluminado por el sol. En el engawa no había nada, solo un cojín blanco. Todo estaba hecho a base de tonos azules, amarillos y blancos, muy sencillos. Mirando aquella imagen, me acuerdo de que empecé a temblar tanto que casi no podía mantenerme en pie. Pensé que nadie más que yo podría entender esta obra en toda su dimensión. Te lo digo en serio, no te rías, por favor. Incluso dos o tres días después de haber ido a ver el cuadro, seguía temblando. Fue entonces cuando llegué a la conclusión de que debía casarme contigo. No me cupo ninguna duda de que tú serías el elegido.

Se lo supliqué a mi madre, aun sabiendo que no era lo más adecuado. Constantemente sentía una vergüenza que me abrasaba el cuerpo entero. Al principio mi insistencia no le hizo nada de gracia, pero yo ya sabía que iba a reaccionar de aquella manera, así que decidí ir a hablar directamente con el señor Tajima. Cuando me sinceré con él, el señor Tajima se alegró muchísimo. Se puso a dar voces de alegría y, al levantarse, se tropezó con la silla y se cayó al suelo, pero ninguno de los dos nos reímos.

A partir de aquí ya sabes lo que ocurrió. Mi familia hablaba cada vez peor de ti. Tú habías venido a Tokio desde tu pueblo, en el mar interior de Seto, sin decirle nada a tus padres; ellos suponían que tu familia estaría harta de ti. Te criticaban porque bebías mucho sake, porque nunca habías expuesto tus obras, porque parecías de izquierdas, porque no estaba claro que hubieses terminado tus estudios en la facultad de Arte, y por muchas otras cosas más. No sé de dónde habrían sacado toda esa información. Aun así, y gracias al impagable esfuerzo del señor Tajima, que hizo de intermediario, conseguimos celebrar el miai.

Mi madre y yo acordamos una cita contigo en la primera planta del Senbiki-Ya. Resultaste ser tal y como yo te imaginaba. Aunque lo que más me llamó la atención fue lo limpios que llevabas los puños de la camisa. Me temblaba todo el cuerpo, y cuando cogía la taza de té y sostenía el plato con la otra mano, la cucharilla se tambaleaba ruidosamente. Aquello fue de lo más incómodo. Aquella tarde, después de habernos ido a casa, mi madre me dijo que le habías parecido un maleducado. Parecía que lo que más le molestó fue que no le hubieses hecho mucho caso mientras fumabas sin parar. También solía repetirme que tenías cara de mala persona y que no te creía capaz de labrarte un buen futuro. A pesar de todo, yo ya había decidido que quería casarme contigo.

Estuve de mal humor un mes entero y, al final, mis padres se rindieron. Pedí consejo al señor Tajima y me fui a vivir contigo sin llevarme apenas nada de casa. Aquellos dos años que pasamos en el apartamento del barrio de Yodobashi fueron los mejores de mi vida. Cada mañana me levantaba emocionada pensando en lo que nos depararía el día. Mientras, tú pintabas lo que te apetecía, sin darle la más mínima importancia a ser reconocido o a exponer. Es curioso, a medida que nos íbamos haciendo más pobres, mi felicidad aumentaba. Debía de sentir nostalgia por las tiendas de empeño o por las librerías de segunda mano, era como si mis recuerdos de infancia estuviesen vinculados a ellas. Cuando nos quedábamos sin dinero, siempre podía poner a prueba mi esfuerzo, y eso me servía de acicate. Creo que la comida que se toma cuando uno no tiene dinero es mucho más sabrosa y divertida que la que uno disfruta cuando estás saciado. No paraba de inventar nuevos platos deliciosos hechos con cuatro cosas, ¿recuerdas? Ahora, ya no soy capaz. El hecho de saber que puedo comprar lo que quiera en cada momento hace que mi imaginación se haya quedado estancada. Voy al mercado y se me quitan las ganas de elegir. Y, al final, acabo siempre comprando lo mismo que el resto de las mujeres.

Desde que saltaste a la fama y dejamos el apartamento de Yodobashi para venirnos a vivir a Mitaka, perdí todo lo que me divertía. Ya no encuentro ocasiones para mostrar mis habilidades. De repente empezaste a ser más comunicativo con todo el mundo y, al mismo tiempo, empezaste a tratarme como una reina, pero yo me sentía como una gata mimada, y me aburría. Te confieso que al principio no creía que pudieses llegar a tener éxito. Estaba convencida de que serías pobre toda la vida, de que nunca te arrastrarías por nadie y de que solamente pintarías lo que de verdad te apeteciese sin tener en cuenta las opiniones de los demás, bebiendo tu sake favorito de vez en cuando y manteniéndote alejado de la vulgaridad de la gente. ¡Seré tonta! Aun así, siempre he creído, y todavía lo sigo creyendo, que deben de existir personas así de puras en el mundo. «Soy la única que ve la corona de laurel que hay en su cabeza. Todos le tratarán como a un imbécil y nadie querrá casarse con él, así que seré yo quien lo haga, y podré apoyarle y ayudarle durante toda la vida». Eso es lo que yo pensaba al principio. Creía que eras el ángel que siempre había buscado. Creía que nadie más que yo sería capaz de entenderte. No sé por qué, pero pensar en tu éxito, tan repentino, me produce muchísima vergüenza.

No es que odie que te hayas hecho tan famoso. Cuando me enteré de que tus pinturas, que transmitían una melancolía inexplicable, atraían cada vez a más gente, pasaba las noches dándole gracias a Dios por la suerte que habíamos tenido. De hecho, hasta lloraba de alegría. Durante aquellos dos años en el apartamento de Yodobashi, solías pintar el jardín que tanto te gustaba, o el paisaje nocturno de Shinjuku. Pintabas lo que de verdad te apetecía. Cada vez que nos quedamos sin ahorros, el señor Tajima venía a traernos algo de dinero a cambio de dos o tres de tus cuadros, lo que siempre te solía poner muy triste. En aquella época, el dinero no te interesaba. Siempre que venía, el señor Tajima me llamaba para que fuese al pasillo sin que te dieses cuenta y, haciéndome una profunda reverencia, me decía: «Muchas gracias por todo», y acto seguido me metía un sobre blanco entre el obi y el kimono. Solías poner cara de que aquello no te interesaba y tú no te rebajabas a abrir el sobre corriendo para ver cuánto dinero había dentro. Aunque no fuese mucho, me apañaba con lo poco que teníamos. Jamás te hice saber lo mal que lo pasábamos para llegar a final de mes. No quería corromperte. Nunca te pedí que ganaras dinero ni que te hicieses famoso. Creía que alguien brusco y que no sabía expresarse bien como tú (perdón), no sería capaz de hacerse rico ni de alcanzar la fama nunca. Pero, al parecer, todo era fingido. O eso, o es que yo fui una tonta todo el rato.

Cuando el señor Tajima vino para sugerirte que montaras una exposición, fue cuando empezaste a cuidar un poco tu imagen. Lo primero que hiciste fue acudir al dentista. Tenías muchas caries y, cuando te reías, parecías un anciano, pero no le dabas importancia. Siempre que yo te pedía que visitases alguna clínica dental, me decías bromeando: «¿Qué más da? Si se me terminan cayendo todos los dientes me pondré dentadura postiza. ¿Quién querría tener más éxito entre las mujeres si es a costa de tener todos los dientes de oro?». Pero, no sé por qué, a partir de una determinada época empezaste a hacer huecos con frecuencia para poder ir a la consulta del dentista, y cada vez volvías con un diente de oro nuevo. Cuando te insistía para que te rieses y me los enseñases, las mejillas cubiertas de vello se te sonrojaban y me contestabas con un tono de modestia que jamás te había escuchado: «Es que Tajima me insiste para que lo haga».

La exposición se celebró cuando ya llevábamos dos otoños en Yodobashi. En aquel momento yo era feliz. Por supuesto que me alegraba mucho saber que cada vez había más gente a la que le gustaban tus obras. Tuve buen ojo, ¿no crees? Pero, al mismo tiempo, que todo estuviese yendo tan bien me asustaba. Los periódicos te alababan, la exposición se vendió entera, e incluso recibimos cartas con halagos de algunos grandes maestros. El señor Tajima y tú me insistíais para que fuese a ver la exposición, pero yo no podía más que quedarme en casa haciendo punto sin parar de temblar, muerta de miedo. Solo de imaginarme veinte o treinta de tus cuadros colocados en línea con un montón de gente contemplándolos, me entraba la histeria. Incluso llegué a pensar que, si de repente recibíamos tantas cosas buenas, eso era porque luego nos pasaría algo malo. Todas las noches le pedía perdón a Dios. Pedía que no nos diese más, que ya éramos suficientemente felices con lo que teníamos, y rezaba para que te protegiese y te alejase de las enfermedades y las demás cosas malas de la vida.

Empezaste a salir cada noche con el señor Tajima para conocer a los grandes maestros a los que tanto admirabas. Había veces que cuando llegabas ya había amanecido. A mí no me importaba, pero tú me contabas todos los detalles de la noche anterior, que si tal maestro era no sé qué, que si el otro era un imbécil y cosas por el estilo. Aquellas charlas, te lo aseguro, podían ser sumamente aburridas. No te reconocía. Tú siempre habías sido de muy pocas palabras. Hasta aquel momento, después de haber pasado dos años viviendo juntos, jamás te había escuchado hablar mal de nadie. Parecía como si los demás maestros te diesen igual, pero a raíz de tu primera exposición adoptaste una actitud en la que la única persona que te importaba eras tú mismo. Además, al darme tantos detalles de tu vida, yo pensaba que lo que intentabas era demostrarme que la noche anterior no había ocurrido nada raro que tuvieses que ocultarme. ¡Pero si no tenías por qué darme una justificación tan rebuscada! Yo ya no soy una niña que no se entera de nada; sabes que, aunque tuviese que sufrir un poco, prefiero siempre que me cuentes la verdad. No es que me fíe ciegamente de ti cuando sales, pero tampoco me preocupo de manera exagerada. Es algo que no me quita el sueño. Aunque ocurriese algo, podría aguantarlo con una sonrisa; al fin y al cabo, era yo la mujer con la que ibas a compartir el resto de tu vida.

De la noche a la mañana nos hicimos ricos. Empezaste a estar muy ocupado. Te hicieron miembro de la asociación Nika y empezaste a sentirte avergonzado de nuestro humilde apartamento. El señor Tajima te recomendó que nos mudásemos. «No creo que sea fácil conseguir la confianza de los demás viviendo en un apartamento como este», te decía. «Además, no creo que los precios de tus cuadros suban mucho más. Date el lujo de alquilar una casa grande ahora que puedes». A lo que tú, emocionado, contestabas: «Tienes razón, la gente me va a tomar por un muerto de hambre si sigo viviendo en este apartamento de mierda». Que sepas que eso que dijiste me entristeció mucho. El señor Tajima fue en bicicleta a buscar por todas partes y nos encontró un sitio en Mitaka. A finales de año, trajimos los pocos muebles que teníamos y empezamos a vivir en esta casa inmensa.

Un día, te fuiste a los grandes almacenes sin decirme nada y compraste un montón de muebles caros. Cuando empezaron a llegar los repartidores, uno tras otro, recuerdo que sentí un fuerte dolor en el pecho. Me entró una tristeza muy grande al ver cómo habías cambiado. No nos diferenciábamos en nada del resto de los nuevos ricos a los que tanto odiaba. Me sentía mal por ti, así que te ocultaba mis verdaderos sentimientos y hacía como si me alegrase mucho de todo. Sin que me diese cuenta, estaba representando el papel de una de esas esposas desagradables que pueblan los suburbios de las ciudades. Hasta llegaste a decirme que contratásemos una sirvienta, pero me negué rotundamente. Me veo incapaz de mandarle a otra persona que haga mi trabajo.

Después de la mudanza, encargaste a una imprenta que hiciese trescientas tarjetas de año nuevo en las que figuraba nuestra nueva dirección. ¡Trescientas! ¿Cuándo conociste a tanta gente? Empecé a sentir que corríamos un gran peligro y eso me asustaba. «Algo malo ocurrirá dentro de poco. No somos del tipo de personas que entablamos relaciones superficiales para sacar beneficio», pensaba sin poder hacer nada al respecto, salvo temblar. Pasaba los días sumida en una gran preocupación. Sin embargo, no paraban de ocurrirte cosas buenas. ¿Será que estaba equivocada?

Hasta mi madre empezó a visitarnos de vez en cuando. Cada vez que venía, me traía mis piezas de kimono, mis libretas y otras cosas que me había dejado en casa. Siempre estaba de muy buen humor. Mi padre, que odiaba tu cuadro de la sala de espera y lo había escondido en el almacén de la empresa, lo llevó a casa, le puso un marco de lujo y lo colgó en su despacho. Incluso mi hermana, la de Ikebukuro, empezó a mandarme cartas de felicitación.

Luego empezó a venir a casa muchísima gente. Ha habido veces en las que nuestro salón se ha llenado de invitados. Tus carcajadas se podían escuchar desde la cocina. Nunca parabas de hablar. Antes eras una persona muy reservada y yo lo achacaba a que, como sabías y entendías de todo, no te merecía la pena decir nada. Pero resulta que estaba equivocada. Te pasabas el día hablando de cosas aburridas con todo el mundo. Hubo una vez en la que incluso repetiste las mismas teorías sobre el mundo de la pintura que le habías escuchado a otro pintor explicarte a ti el día anterior.

Recuerdo cuando te conté mis conclusiones sobre una novela que acababa de leer. «Incluso Maupassant sentía temor de la religión», te dije. Al día siguiente, cuando iba a entrar al salón para serviros el té a ti y a tus amigos, estabas diciendo exactamente lo mismo que yo te había comentado la noche anterior. La vergüenza que sentí en aquel momento me dejó paralizada por un buen rato. Nunca has tenido ni idea de nada. Lo digo con todos los respetos. Tampoco es que yo sepa mucho, pero al menos tengo mis propias opiniones. Tú, sin embargo, o no dices nada o bien, si lo dices, se lo copias a los demás. Y a pesar de todo, curiosamente, eres el que has tenido éxito.

La obra que presentaste para la exposición de la asociación Nika de aquel año recibió un premio por parte de un importante grupo de prensa. Los periódicos alababan tus cuadros de manera exagerada, usando palabras que casi no puedo ni repetir de la vergüenza que me daban cuando las leía: que si traslucían una hermosa soledad, que si el autor gozaba de una honorable pobreza, que si en ellos se apreciaba el poder de la meditación y la oración, que si recordaban a Chavannes. Patrañas por el estilo. Luego, le contaste a tus invitados, sin el más mínimo recato, que el artículo del periódico te había parecido más o menos correcto. ¡¿Cómo eres capaz?! Nosotros no somos «unos pobres honorables», de eso nada. ¿Quieres que te enseñe la libreta del banco? Desde que nos mudamos a esta casa no haces más que hablar de dinero, de dinero, de dinero. Era como si tu personalidad hubiese cambiado por completo una vez que empezaste a tener éxito.

Cuando alguien te encargaba un cuadro, lo primero que hacías era decirle el dinero que le costaría. Y ni te inmutabas. Es mejor dejarlo todo claro desde el principio para no tener problemas después, eso decías. Cada vez que te escucho con ese cuento me pongo enferma. ¿Por qué estás tan obsesionado con el dinero? Creo que, si siguieses haciendo buenas obras, simplemente, obras decentes y brillantes, podríamos seguir perfectamente con nuestra vida, como si nada. No hay necesidad de hacerse famoso, uno puede ser pobre y llevar una vida modesta, sin tener que venderse a sí mismo. No hay forma más divertida de vivir. Yo no necesito más dinero. Me encantaría poder llevar una vida discreta sin poner en peligro mi orgullo.

Incluso has empezado a controlar cuánto dinero me gasto últimamente. Cuando cobras, divides parte del dinero metiendo cinco grandes billetes en tu cartera y uno doblado en cuatro partes en mi monedero. Lo que sobra lo depositas en la oficina de correos o en el banco. Y mientras, yo no hago más que mantenerme a tu lado, viendo cómo actúas. Hubo una vez que se me olvidó echar la llave del cajón de la estantería donde guardábamos la libreta del banco. Al darte cuenta, te molestó tanto que me regañaste. «¡Muy mal!», me gritabas. «¡Muy mal!». Aquello fue humillante.

Siempre que vas a alguna galería a cobrar, tardas unos tres días en volver a casa. Abres la puerta haciendo mucho ruido y, nada más entrar, me dices cosas que me entristecen como: «¡Mira, no he gastado tanto, todavía me quedan trescientos yenes! ¡Compruébalo, venga!». Es tu dinero. No debería importarme cuanto gastas, ¿no crees? Imagino que habrá ocasiones en las que te entren ganas de gastar parte de tu dinero en diversiones. ¡Por mí como si te lo gastas todo! Yo también soy consciente de que el dinero es importante para vivir y para mantenerse, pero no me paso todo el día pensando exclusivamente en él. Lo que sí que me molesta es tu actitud. Consigues no gastar trescientos yenes y vuelves a casa orgulloso de ello. A mí el dinero no me importa. No me interesa comprar, comer en restaurantes caros o asistir a espectáculos. Las cosas necesarias para el hogar las consigo reutilizando lo que sobra, y reparando todo lo que se rompe. Cuando estropeo un kimono o se me queda viejo lo tiño de nuevo y lo coso. Así no tenemos que comprar nada. Sé apañarme con poco. No necesito estar todo el día comprando cosas nuevas, ni siquiera me hace falta un colgador para las toallas. Es algo innecesario. Ha habido veces en las que hemos ido al centro y me has llevado a comer a restaurantes chinos de lujo, pero a mí esa comida no me parece tan deliciosa como tú dices. Me hace sentir incómoda cada vez que vamos. Siempre me ha parecido un derroche inútil.

¿Quieres que te diga lo que me alegraría muchísimo? Que me construyeses una pérgola con una enredadera que diese frutos en el jardín. Cuando se pone el sol, entra mucha luz por el engawa. Si colocásemos allí la pérgola, quedaría muy bien y daría sombra. Cada vez que te lo he pedido me dices que llame a un jardinero, y cosas por el estilo. Odiaría comportarme como la gente rica, así que me niego a llamar a un jardinero. Quiero que me lo hagas tú, pero siempre te escabulles diciendo que al año que viene, al año que viene, y, al final, nunca lo haces. Cuando gastas dinero para tus cosas ahí si que no tienes reparos, pero cuando se trata de gastar para los demás, haces como si aquello no fuese contigo.

No recuerdo cuando fue exactamente, pero una vez vino tu amigo, el señor Amemiya, a pedirte ayuda porque su esposa había caído enferma. Me llamaste para que fuese al salón y me preguntaste muy serio: «¿Nos queda algo de dinero ahora mismo en casa?». Tu pregunta me pareció tan ridícula y tan estúpida que no supe qué contestarte. Me puse colorada y me bloqueé. Entonces me dijiste, con sorna: «Venga, no lo ocultes. Busca por ahí, seguro que encuentras veinte yenes o algo». ¿¡Solo veinte yenes!? Entonces hiciste un gesto con la mano como intentando apartar mi mirada y me dijiste: «Vale, vale. Déjalo… Pero mira que eres tacaña», y te volviste para seguir hablando con el señor Amemiya. «¡Qué duro es ser pobre cuando se tienen este tipo de problemas!, ¿verdad?», le decías. No daba crédito a lo que estaba oyendo. Lo que no tienes es dignidad. ¿Melancolía? ¿Qué parte de ti contiene algo tan bonito como ese sentimiento del que tan poco sabes? Tú eres todo lo contrario a alguien melancólico, no eres más que un egoísta y un despreocupado.

Todas las mañanas, cuando estás en el lavabo, cantas a grito pelado esa canción de Oitoko Bushi. Me da mucha vergüenza lo que puedan pensar los vecinos cuando te oigan. ¿Meditación?, ¿Chavannes? No eres digno siquiera de esos halagos. ¿Hermosa soledad? ¿Pero no te das cuenta de que vives rodeado de gente que no hace más que halagarte? Cuando los que vienen a visitarte te llaman maestro, entonces tú te dedicas a criticar las obras de los demás, como si nadie pudiese hacerte sombra. Si en serio lo creyeses, no haría falta hablar mal de los demás para convencer a la gente de tu entorno. Lo que intentas es conseguir su aprobación, aunque solo sea por un instante. Siendo así, ¿qué es eso de la «hermosa soledad» de la que hablan? No hace falta que todo el mundo que venga a casa quede prendado de tus obras. No eres más que un mentiroso.

Recuerdo lo mal que lo pasé cuando el año pasado te fuiste de Nika y fundaste esa asociación llamada «Neorromanticistas». Has juntado a todos aquellos a los que ridiculizabas y criticabas y has creado una asociación con ellos. Careces de personalidad. ¿Acaso te crees que tu manera de vivir es la correcta? Cuando viene el señor Kasai, sueles hablar mal del señor Amemiya, y se rien de él y lo critican, pero cuando viene el señor Amemiya, le tratas con mucha amabilidad y le dices que es tu único amigo de verdad. Se lo dices con tanto entusiasmo que me cuesta creer que sea mentira y, acto seguido, se ponen los dos a criticar al señor Kasai. ¿Acaso serán así todas las personas que disfrutan, como tú, del éxito? ¿Cómo puedes seguir así sin caer en tu propia trampa? Pensar en ello me produce escalofríos.

«Seguro que le ocurrirá algo malo. Será lo mejor». En algún rincón oculto de mi corazón llegué a desear que te ocurriese alguna desgracia, por tu bien. Aunque solo fuera para demostrar que Dios existe. Sin embargo, no ocurrió nada. Ni siquiera un pequeño tropiezo, nada. Por el contrario, no hacíamos más que recibir buenas noticias. ¡Si hasta la primera exposición de tu ridícula asociación tuvo éxito! Algunos visitantes me comentaron que tu pintura del crisantemo mostraba que tu corazón era todavía más puro que antaño, y que era capaz de transmitir la esencia del amor verdadero. ¿Cómo puede ser posible? ¡Qué cosa más extraña!

En año nuevo, recuerdo que me llevaste a visitar al famoso maestro Okai, del que se rumorea que es uno de tus mayores admiradores. Es un hombre muy famoso, pero vive en una casa algo más pequeña que la nuestra. Como tiene que ser. Es una persona oronda y da la sensación de que nadie sea capaz de moverle de su silla. Allí sentado, con las piernas cruzadas, me lanzó una mirada con sus grandes ojos desde detrás de sus gafas. Esos ojos sí que expresaban una hermosa soledad. No pude evitar sentir escalofríos al contemplarlos. Era casi igual a lo que sentí cuando vi por primera vez tu cuadro en la fría sala de espera de la empresa de mi padre. El maestro nos estuvo hablando un buen rato de cosas sencillas. No se hizo el interesante en ningún momento. Al verme, exclamó, dirigiéndose a ti: «¡Anda, qué buena esposa tienes! ¡Parece que proviene de una familia de samuráis!». No era más que una broma, pero tú contestaste lleno de orgullo: «Bueno, lo cierto es que sí. Su madre es descendiente directa de samuráis». Un sudor frío me recorrió la espalda. ¿Cómo que mi madre es descendiente directa de samuráis? Los familiares de mis padres han sido plebeyos durante generaciones. Seguro que, dentro de poco, también empezarás a contarle a los que te halagan que mi madre proviene de una familia de samuráis. ¡Qué horror! No entiendo cómo, incluso alguien tan distinguido como aquel maestro, no fuera capaz de calarte. ¿Funciona así la sociedad que tú conoces? El maestro parecía muy preocupado de que últimamente sufrieses a causa del trabajo. Yo, mientras tanto, apenas podía contener la risa al pensar en ti cantando esa horrible canción cada mañana. Al salir de su casa, cuando ni siquiera habíamos caminado cien metros, le diste una patada a una piedra y dijiste: «¡Tsk!, no soporto cómo se comporta delante de las mujeres». Aquello me impactó. ¡Serás despreciable! Hasta hacía un momento te humillabas ante esa bellísima persona, y no te alejas ni cien metros de su casa y ya empiezas a criticarle. Tú no estás bien de la cabeza.

Fue justo en aquel momento cuando decidí poner fin a esta relación. No te aguanto más. Creo que no lo estás haciendo bien. Espero que sufras alguna desgracia. Pero, hasta ahora, nunca te ha ocurrido nada malo. Además, parece que hubieses olvidado todo lo que el señor Tajima ha hecho por ti. Acuérdate de lo que les dices a tus amigos cada vez que él aparece: «Otra vez el tonto de Tajima, que ha venido a visitarme». No sé cómo, pero debe de haberse enterado de lo que andas diciendo a sus espaldas, y, últimamente, cuando nos visita, entra por la puerta de atrás diciendo con una sonrisa humilde: «Otra vez viene el tonto de Tajima a visitaros». Yo ya no entiendo nada. ¿Dónde habrá ido a parar su orgullo? Voy a despedirme de ti. Últimamente hasta me ha dado por pensar que tú y tus amigos me critican a mis espaldas.

El otro día, supongo que te acordarás, hablaste por la radio sobre el significado de la asociación de los «Neorromanticistas» aplicado a la situación actual del arte. Yo estaba leyendo el periódico de la tarde en la sala de estar, cuando de repente dijeron tu nombre y a continuación se escuchó tu voz. Me pareció la voz de un desconocido, una voz turbia. «¡Qué persona más desagradable!», pensé. En aquel momento fui capaz de vislumbrar tu personalidad con claridad desde el punto de vista de una persona que no te conociera. Resulta que no eres más que un hombre normal y corriente y, aun así, tremendamente exitoso. ¡Qué absurdo! Apagué la radio justo cuando empezaste a decir: «Hoy en día no estaría aquí si no fuese por…». No sé qué pretendes. Debería darte vergüenza. Por favor, nunca más vuelvas a repetir una frase tan terrible como: «Hoy en día no estaría aquí si no fuese por…». En fin, creo que lo mejor será que tropieces cuanto antes y espabiles.

Aquella noche me fui pronto a la cama. Apagué la luz y me tumbé boca arriba mirando al techo. De pronto, bajo mi espalda, noté como un grillo cantaba con todas sus fuerzas. Estaba entre el suelo de la casa y el terreno del jardín, pero como se encontraba justo debajo de mí, sentía como si aquel pequeño grillo estuviese cantando desde dentro de mi columna vertebral. Decidí guardar aquel débil sonido en mi interior para no olvidarlo jamás. Imagino que, en este mundo, tú serás quien tenga razón y yo la que esté equivocada, pero lo cierto es que todavía no consigo comprender qué es lo que he hecho mal.