El soldado y la muerte, relato ruso anónimo

Un soldado terminó el servicio militar en el ejército del zar después de servir allí durante veinticinco años. Sin embargo, no ganó ni un rábano. Únicamente le dieron, para el camino, tres tortas de pan.

Caminó y, mientras caminaba, se comió dos de las tres tortas. Solo le quedaba una y aún le esperaba un largo camino hasta su casa.

Estando en estas, se encontró con un mendigo que le empezó a pedir:

—¡Una limosnita, por el amor de Dios, soldado!

El soldado sacó la última torta que le quedaba y se la dio al anciano.

—¡Yo ya me las arreglaré! —pensó—. Mi profesión es ser soldado y este pobre viejo, ¿de dónde lo va a sacar si no?

Eso fue lo que pensó, encendió una pipa y, cuando se la hubo fumado, se puso de nuevo en marcha.

Al cabo de cierto tiempo pasó junto a un lago. Justo en la misma orilla nadaban unos patos silvestres. El soldado se acercó sigilosamente, se preparó y atrapó tres gansos con ayuda de un palo.

—¡Ahora sí que podré comer!

Salió otra vez al camino y pronto llegó a la ciudad. Encontró una posada, entró y le dio los tres gansos al posadero: —¡Aquí tienes tres gansos! ¡Asa uno de ellos para mí, otro te lo quedas tú y el tercero es para que invites a tus huéspedes!

Mientras el soldado se quitaba el equipo y se ponía más cómodo, le prepararon la comida.

Le sirvieron el ganso asado y, al verlo, al soldado se le hizo la boca agua.

Con toda calma, el soldado le preguntó al posadero:

—¿De quién es ese palacete nuevo que se ve al otro lado de la calle?

Este le respondió:

—Un mercader muy rico, como los hay pocos, se construyó ese palacio; sin embargo, resulta que no puede vivir allí.

—¿Por qué?

—Pues verás: aquella mansión está dominada por un espíritu malo. Por la noche anidan allí diablos que hacen ruido, danzan y chillan de forma que no existe sosiego alguno. En cuanto oscurece, la gente tiene miedo de acercarse a esa casa.

El soldado le preguntó al posadero dónde podía encontrar al mercader.

—Me gustaría verle y charlar con él. ¿No podría ayudarle yo de alguna forma?

Tras la comida se acostó y descansó durante una hora. Nada más oscurecer, se fue a la ciudad. Encontró al mercader, que le dijo: —¿Qué quieres, soldado?

—Soy un caminante. Permíteme que pase la noche en tu nueva casa, ya que está vacía.

—No es la casa lo que me preocupa —le contestó—, solo que, ¿qué necesidad tienes de correr peligro? Pasa la noche en cualquier otro lugar. En la ciudad hay bastantes casas. En la mía, desde que la construyeron, han anidado los diablos y no hay forma de vivir allí.

—¡Puede que yo consiga expulsarlos! ¡Quizá los espíritus malignos escuchen a un soldado!

—Vinieron antes que tú valientes muchachos, pero ninguno de ellos consiguió nada, ¡todo fue inútil! Un hombre que también estaba de paso se ofreció a librar la casa de los malos espíritus y pidió pasar la noche allí. Pero por la mañana solo quedaban de él los huesos. La fuerza maligna se lo había tragado.

—¡Un soldado ruso no se hunde en el agua ni se quema en el fuego! Serví durante veinticinco años, estuve en campañas y batallas y he sobrevivido. Ahora, me defenderé de los diablos como sea, ¡no me rendiré!

El mercader le dijo:

—¡Bueno, es cosa tuya! ¡Pasa allí la noche si no te da miedo! Si logras echar a los demonios de la casa, te recompensaré por ello.

—Dame —le dijo el soldado— unas velas, algunas nueces y un rábano asado muy grande.

—Vayamos a la tienda y allí podrás coger lo que necesites.

Entraron en la tienda. El soldado cogió diez velas y tres libras de nueces, y después volvió a la cocina del mercader. Eligió un nabo asado, el más grande de todos, y por fin se dirigió a la casa nueva.

Se dispuso a dormir en el salón, pues era la mejor habitación y también la más grande. Colgó de un clavo el capote y la mochila. Encendió las velas y se preparó una pipa. Mientras fumaba la pipa sentado, iba partiendo las nueces y así se iba pasando el tiempo.

Pero, justo a medianoche, ¿qué era todo ese escándalo? Se comenzó a escuchar un gran estrépito y alboroto: las puertas daban portazos, las tablas del suelo rechinaban, por todas partes se escuchaban gruñidos como para taponar los oídos. Todo estaba en movimiento.

A pesar de todo, el soldado seguía sentado, impasible, como si no pasara nada: partía nueces y fumaba su pipa.

De pronto se abrió una puerta de par en par y se asomó la cabeza de un diablillo. Al ver al soldado gritó: —¡Ahí hay un hombre sentado! ¡Eh, venid! ¡Hoy tenemos banquete!

Se oyeron pisadas alrededor y pronto todos los diablos se reunieron en el salón donde estaba el soldado. Se amontonaron junto a la puerta para verle, empujándose unos a otros, y chillaron: —¡Lo vamos a destrozar, lo vamos a comer!

—¡Dejad ya de vanagloriaros! —dijo el soldado—. ¡En mi vida he visto una cosa parecida! ¡Pegar a vuestro hermano! ¡Eso está bastante feo! ¿No comprendéis que conmigo os vais a atragantar?

Entonces, el demonio más grande de todos se abrió paso entre los demás y dijo: —¡Midamos nuestras fuerzas!

—¡Muy bien, midámoslas! —contestó el soldado—. ¿Cuál de vosotros es capaz de exprimir una piedra y sacar jugo de ella?

El diablo mayor ordenó traer de la calle un adoquín y enseguida uno de los diablillos se apresuró a obedecerle, trayendo de la calle una piedra pequeña. Se la dieron al soldado.

—¡Toma, inténtalo!

—¡Será mejor que pruebe alguno de vosotros primero: para mí no tiene ninguna dificultad!

El diablo mayor agarró la piedra y la apretó tan fuerte que lo único que quedó de ella fue un puñado de arena.

—¡Qué te parece! —dijo.

El soldado sacó el nabo cocido de la mochila.

—¡Mira, mi piedra es mucho más grande que la tuya!

Exprimió el nabo y consiguió sacar jugo.

—¿Has visto?

Los diablos se quedaron boquiabiertos y muy callados. De pronto, uno de ellos preguntó: —¿Qué es eso que estás venga a partir?

El soldado le respondió:

—Nueces. Pero creo que vosotros no sois capaces de cascarlas.

Y ofreciéndole al mayor de ellos una bala, le dijo:

—¡Toma, prueba las nueces de los soldados!

El demonio se metió la bala en la boca. La mordió y la mordió, aplastando completamente el plomo, pero le fue imposible partirla. Mientras, el soldado no dejaba de cascar nueces y se las iba metiendo en la boca una detrás de otra.

Los diablos se apaciguaron y se calmaron. Refunfuñaron un poco y se quedaron mirando al soldado.

—He oído —dijo el soldado— que vosotros sois muy astutos con las adivinanzas; también que os podéis hacer grandes siendo pequeños, y siendo grandes os podéis volver pequeños y caber en cualquier rendija.

—¡Todos nosotros podemos hacerlo! —se alegró el diablo.

—¡Bueno, pues intentadlo! ¡Meteos todos los que estáis aquí en mi mochila!

Los diablillos entraron en la mochila a porfía. Apresurándose y empujándose unos a otros, se comprimieron allí dentro. No había pasado ni un segundo y ya no quedaba ninguno fuera: todos se habían colocado en la mochila.

El soldado se acercó, la ató con la correa en forma de cruz, apretó bien y enganchó la hebilla.

—¡Ahora sí que voy a poder descansar!

Descolgó el capote, se cubrió con él y se quedó dormido.

A la mañana siguiente el mercader mandó a sus empleados:

—Entrad y comprobad si el soldado sigue vivo. Si está muerto, recoged sus huesos.

Los empleados llegaron, pero el soldado ya no dormía, sino que deambulaba por la casa.

—¡Buenos días, soldado! ¡No pensábamos que te íbamos a encontrar sano y salvo, y habíamos traído esta caja para guardar en ella tus huesos!

—¡Todavía es pronto para que me entierren! —se rió el soldado—. ¡Ayudadme mejor a llevar la mochila a casa del herrero! ¿Está muy lejos de vuestra casa?

—¡No, está cerca! —le contestaron.

Los empleados cogieron la mochila y se la llevaron. Al llegar a la herrería el soldado dijo: —Veréis, jóvenes herreros, lo que quiero es que coloquéis esta mochila en el yunque y que la golpeéis con los instrumentos más fuertes que tengáis en la fragua.

El maestro y los demás herreros comenzaron a dar martillazos a la mochila, después de colocarla en el yunque. Los diablos vieron las estrellas y gritaron a una sola voz: —¡Apiádate, soldado! ¡Déjanos en libertad!

Los herreros seguían haciendo su trabajo sin interrupción. El soldado les animó: —¡Muy bien, muchachos, pegad con fuerza! ¡Les enseñaremos cómo tienen que tratar a las personas!

—¡No nos asomaremos por aquella casa en un siglo! —gritaron los diablos—. ¡Tampoco dejaremos que otros de los nuestros se aproximen a ella! ¡No apareceremos más por la ciudad, y a ti te daremos un buen regalo, con tal de que nos dejes con vida!

—¡Está bien! ¡Recordad que no se puede competir con un soldado ruso!

Ordenó a los herreros que pararan. Soltó la correa de la mochila y dejó salir a los diablillos de uno en uno. Solo quedaba el mayor de ellos: —¡Hasta que no me deis el regalo, no le dejaré salir!

Aún no había terminado de fumarse su pipa, cuando vio que un diablillo le traía un viejo zurrón.

—¡Aquí tienes el regalo!

El soldado cogió el zurrón, que le pareció muy ligero. Lo desató, miró en su interior, y al no ver nada le gritó al diablillo: —¿Qué te has creído? ¿Creías que te podías burlar de mí? Ahora vamos a rematar a tu jefe de dos martillazos.

Pero aquél, desde la mochila, gritó:

—¡No me pegues, no me machaques, soldado! ¡Escucha! Este no es un zurrón cualquiera: es un zurrón mágico, es único en el mundo. Cualquier cosa que quieras, la tendrás: piensa en ella, desata el zurrón y mira en su interior. Aparecerá dentro de él conforme a tu deseo. Y si quieres cazar un pájaro o cualquier otra cosa, ábrelo de par en par y pronuncia esta palabra: ¡Adentro!

—¡Está bien, probemos y veamos si dices la verdad!

El soldado se puso a pensar: «¡Que aparezcan en el zurrón un ganso asado y una hogaza de pan!». Repentinamente, sintió que el zurrón pesaba más. Lo desató y vio que dentro había un ganso asado con manzanas y una gran hogaza de pan.

Comió abundantemente con los herreros. Cuando terminaron, el soldado salió a la calle y miró a los lados hasta ver un gorrión posado en el tejado. Abrió de par en par el zurrón y dijo: —¡Adentro!

Apenas había pronunciado esta palabra cuando el gorrión se metió de un salto en el zurrón. El soldado volvió a la herrería y dijo: —Has dicho la verdad, sin engaños. Este zurrón me servirá, a mí que soy un viejo soldado. ¡Ahora, sal y vete fuera de mi vista, lo más lejos posible! ¡Si te cruzas en mi camino alguna vez, solo tú tendrás la culpa de lo que pueda ocurrir!

El diablo y los diablillos salieron de estampida, como una exhalación. El soldado cogió su mochila y el zurrón, se despidió de los herreros y se fue a ver al mercader.

—¡Múdate a tu nueva casa, vive allí tranquilo porque ya nadie te volverá a molestar!

El mercader miró al solado y no daba crédito a lo que veía.

—¡Entonces, es una verdad genuina que un soldado ruso no se hunde en el agua ni se quema en el fuego! Cuéntame: ¿cómo te deshiciste de los malos espíritus y sigues vivo?

El soldado le contó todo lo que había pasado y los empleados lo confirmaron. El mercader pensó: «Habrá que esperar un par de días y posponer la mudanza para ver si allí sigue reinando la calma y no vuelve el espíritu del mal».

Por la tarde envió a aquellos mismos jóvenes con el soldado para que fueran hasta la mañana siguiente a la casa nueva: —Preparadlo todo. Si ocurre algo, el soldado os protegerá.

Pasaron la noche tranquilamente y por la mañana volvieron sanos, salvos y muy contentos. A la tercera noche, el propio mercader se atrevió a dormir allí con ellos. La noche pasó otra vez tranquila y serena, y nadie los molestó. Entonces, el mercader ordenó trasladar todos sus bienes a la nueva mansión y se comenzaron a hacer los preparativos para celebrarlo. Asaron, cocieron y dispusieron de todo. Reunieron a los invitados. Colocaron sobre la mesa toda clase de viandas, tantas que la mesa se doblaba por el peso: —¡A comer y beber cuanto se le antoje a cada uno!

El mercader situó al soldado en el lugar de honor y le agasajó como al más apreciado de sus invitados.

—¡Coge cuanto quieras, soldado! Recordaré toda mi vida lo que has hecho por mí.

El banquete se prolongó hasta el amanecer.

Cuando despertaron, el soldado se levantó para ponerse en marcha, pero el mercader le detuvo.

—¡No tengas tanta prisa, quédate un poco más! ¡Serás mi invitado!

—¡No, muchas gracias, debo seguir mi camino y regresar cuanto antes a mi casa!

El mercader le llenó la mochila hasta arriba con objetos de plata.

—¡Toma, para tu ajuar!

—No necesito la plata. Soy un hombre soltero y todavía puedo trabajar. Puedo sustentarme solo.

Se despidió, colocándose su zurrón mágico y la mochila vacía sobre los hombros, y se puso en camino.

Al cabo de cierto tiempo, después de recorrer muchos caminos y senderos, llegó a su tierra natal. Desde la colina divisó su aldea y se sintió muy contento y relajado.

El soldado se acercó a su isba. Se aproximó al porche y llamó. Encontró a su anciana madre y, corriendo hacia donde estaba, la abrazó.

Ella, al reconocer a su hijo, lloró y rió de alegría al mismo tiempo.

—¡Hijo, tu padre no dejó nunca de pensar en ti, pero no pudo volverte a ver, no le dio tiempo! ¡Hace ya cinco años que le enterramos!

Después, la anciana comenzó a buscar por toda la casa algo que poder ofrecer a su hijo. El soldado la tranquilizó: —¡No te preocupes por nada, madre! ¡Desde ahora te cuidaré y vivirás tranquila!

Desató el zurrón, pensó en algunas cosas para comer y todo ello apareció dentro. Lo colocó en la mesa e invitó a su madre: —¡Come y bebe todo lo que quieras!

Al día siguiente volvió a desatar el zurrón mágico, sacó algunas cosas de plata y comenzó a organizar la casa. Dejó la isba como si fuera nueva. Compró una vaca y un caballo, y trajo todo lo necesario para vivir.

Cuando hubo acabado, eligió una novia, se casó y vivió la vida felizmente, gobernando su casa. Su anciana madre cuidaba de los nietos y siempre estaba contenta.

Pasaron así seis o siete años, hasta que un día el soldado cayó enfermo. Estuvo en la cama durante un día y otro día… y otro más. No comía ni bebía, y cada vez estaba peor. Al tercer día, al anochecer, vio desde la cama que la muerte estaba detrás de él y lo miraba afilando su guadaña.

—¡Prepárate, soldado —le dijo—, he venido a buscarte! ¡Ahora te vendrás conmigo y morirás!

—¡Espera un poco, déjame que viva todavía treinta añitos más! Educaré a mis hijos. Casaré a los muchachos, a las muchachas las ofreceré en matrimonio y me darán nietos. Los conoceré y… después puedes venir. ¡Ahora es pronto para morir!

—¡No, soldado, no te voy a dar ni tres horas más de vida!

—¡Bueno, si no puedo vivir treinta años más, espera por lo menos tres años! ¡Me quedan aún algunas cosas que hacer! ¡Tengo que hacerlo todo!

—¡Lo harán sin ti! ¡No me supliques más, no te voy a dar más de tres minutos de vida! —le respondió la muerte.

El soldado dejó de implorar a la muerte, aunque no tenía ningún deseo de morir. Entonces, se las ingenió para alcanzar, de detrás de la cabecera de la cama, el zurrón mágico. Lo abrió de par en par y gritó: —¡Adentro!

Apenas lo hubo dicho, cuando se sintió mucho mejor. Miró y vio que la muerte ya no estaba en el mismo lugar. Echó un vistazo al zurrón y allí estaba.

El soldado ató más fuerte el zurrón y recuperó totalmente la salud, entrándole enseguida un gran apetito. Se levantó de la cama, partió un pedazo de pan, le puso sal y se lo comió. Después se bebió una taza de kvas y sanó del todo.

—¡Desnarigada, no quisiste hablar conmigo por las buenas, pues ahora ahí te quedas! ¡Ea, cacarea como un gallo! ¡Aprenderás a no desafiar a un soldado ruso!

Desde el zurrón se pudo escuchar una voz:

—¿Qué vas a hacer conmigo?

El soldado contestó:

—¡Lo siento por el zurrón, pero no voy a hacer nada! ¡Ahora saldré de casa, te arrojaré en un pantano estancado, sin sacarte del zurrón, y no podrás salir jamás!

—¡Suéltame, soldado! ¡Te daré tres años más de vida!

—¿Tres años me ofreces?, ¡entonces no te suelto!

—¡Suéltame, por favor: vivirás treinta años más!

—Está bien —dijo el soldado—, si durante esos treinta años no te acercas a la gente, te soltaré.

—¡Eso no puede ser! —contestó la muerte—: ¿Cómo voy a poder vivir si no hago morir a la gente?

—Durante esos treinta años puedes roer tallos, raíces y guijarros del campo. Ya verás como es saludable para ti.

La muerte, al oír aquellas palabras, enmudeció —como si le hubiera dado vértigo—, y no contestó nada. El soldado se calzó, se vistió y dijo: —Puesto que no aceptas lo que te propongo y te callas, te llevaré al pantano estancado.

Entonces la muerte se precipitó a hablar:

—De acuerdo, no volveré a acercarme a nadie durante treinta años. Me alimentaré con tallos, raíces y guijarros del campo, con tal de que me dejes en libertad.

—¡Que no se te ocurra engañarme! —exclamó el soldado.

Se llevó a la muerte a las afueras del pueblo y desató el zurrón.

—¡Vete lejos de aquí, y deprisa, antes de que me arrepienta!

La muerte cogió su guadaña y puso los pies en polvorosa, adentrándose en el bosque a toda velocidad…

Durante todo aquel tiempo la gente vivió sin preocupaciones: todos gozaban de salud, nadie enfermaba ni moría. Pasaron así los treinta años enseguida.

Mientras, los hijos del soldado habían crecido, los muchachos habían elegido novia y se habían casado, y las hijas ya tenían esposo. La familia había crecido. A uno había que ayudarle, a otro dar consejo, al tercero enseñarle, darle a cada uno un oficio y explicárselo.

El soldado vivía feliz con estas cosas. Todo le salía bien y su vida iba sobre ruedas. Tenía muchas cosas que hacer y eso le gustaba. ¿Acaso iba a pensar el soldado en la muerte?

Pero la muerte sí que se acordaba del día exacto:

—Hoy han pasado justo treinta años. Ha terminado el plazo acordado en el trato. ¡Prepárate, soldado, pues voy a por ti!

El soldado no quiso discutir:

—Yo soy un soldado y estoy acostumbrado a obedecer inmediatamente lo que se me ordena. Si ha terminado el plazo, ¿para qué darle más vueltas? ¡Venga, arrastra hasta aquí el ataúd que será mi féretro!

La muerte trajo un ataúd de madera de roble, con una anilla de hierro, y levantó la tapa: —¡Túmbate, soldado!

El soldado se enfadó y gritó:

—¿Acaso no conoces las reglas? ¡Los treinta años en el bosque te han embrutecido completamente! ¿Es que no conoces el estatuto del soldado y quieres hacerlo sin ton ni son? Cuando yo estaba en el servicio militar, siempre que surgía algo nuevo, primero nos enseñaban cómo y dónde hacerlo. Después, obedecíamos. No tengo costumbre de hacerlo de ninguna otra forma. ¡Enséñame tú primero y después obedeceré!

La muerte se tumbó en el ataúd:

—Mira, soldado, así es como lo tienes que hacer: estiras las piernas y te pones una mano sobre la otra. ¡Es muy sencillo!

El soldado no tardó mucho en cerrar la tapa y enganchar la anilla.

—¡Pues quédate ahí tú sola! ¡Yo estoy muy bien aquí!

Montó el ataúd en una carreta, la condujo hasta un despeñadero y la arrojó por el precipicio.

El ataúd de madera de roble cayó al río, que se llevó a la muerte hasta el mar. Pasaron muchos años y la muerte seguía atrapada entre las olas del mar.

La gente vivía felizmente y honraba al soldado. Él mismo vivía muy bien sin envejecer. Se casaron sus nietos, también asistió a la boda de sus nietas y educó a sus bisnietos. Trajinaba por la casa desde la mañana a la noche sin cansarse.

Un día se levantó una fuerte tormenta en el mar. Las olas golpeaban furiosas el ataúd contra las rocas hasta que, mecido por el viento, llegó destrozado a la orilla.

La muerte, maltrecha, pudo por fin salir del ataúd y, a duras penas, fue arrastrándose a visitar al soldado.

En esta ocasión, en vez de entrar en la casa, esperó a que él saliera.

En ese momento el soldado se disponía a ir a sembrar trigo. Cogió un saco vacío y se fue al granero a por semillas. En cuanto entró en él, la muerte salió de una esquina y acercándosele se echó a reír.

—¡Ahora sí que no te escaparás!

El soldado comprendió que no se podía escapar.

—¡Que sea lo que Dios quiera y pase lo que pase! —pensó—. Si no me puedo deshacer de la muerte, por lo menos asustaré a esa desnarigada.

Se sacó del refajo el saco vacío y gritó:

—¿Acaso echas de menos el zurrón? ¿Quieres ir al pantano estancado?

La muerte vio el saco que sujetaba el soldado y, temerosa de que fuera de nuevo el zurrón mágico, se apresuró a huir lejos de allí. Enseguida desapareció de la vista del soldado.

Desde entonces la muerte aprendió a acercarse a las personas con sigilo, pues pensaba que, si no, iba a volverse a tropezar con el soldado: «¡Si me ve, me arrojará al pantano estancado!», pensaba.

Y dicen que el soldado siguió con vida y riendo durante muchos, muchos años.