El lenguaje de los animales, relato alemán anónimo

Los gnomos son criaturas inteligentes que pueden encontrarse en todas partes. Los hay malos y buenos, acostumbran a mostrarse muy caprichosos y sienten una cierta preferencia a prestar su ayuda a una sola persona. La literatura los describe habitualmente pequeños de tamaño, inteligentes y trabajadores, igual que si su actividad debiera mostrar una cierta tendencia a la organización, a la protección y al sentido común.

Como los gnomos nacieron en la Edad Media europea, los cuentos, relatos, leyendas e historias que los tienen como protagonistas han sido tantas, que han llegado a nosotros sin autores conocidos. Lamentablemente, hemos de llamarlos anónimos, como se hace con el soldado desconocido para conmemorar a todos los héroes caídos en los campos de batalla.

Aunque pueda resultar inapropiado nuestro último ejemplo, fueron las grandes culturas dominantes, las impuestas por los ejércitos vencedores, las que se encargaron de sepultar a los gnomos, juntos a los otros mitos. En realidad lo hicieron las religiones que los consideraban diablillos paganos. Sin embargo, continuaron viviendo en las historias que se contaban al amor de la lumbre. Los guardaron los druidas, junto a otros sacerdotes-magos de las civilizaciones derrotadas. Luego se encargarían de divulgarlos los bardos, los juglares y los trovadores. Sin embargo, fue en el siglo XVII cuando resucitaron poderosamente, para quedarse con nosotros… ¡Con el fin de divertimos, estimulamos y, sobre todo, proponemos no mantener quieta nuestra imaginación!

Muy lejos de las grandes puertas de la ciudad había levantado su cabaña un carretero, el cual era un buen trabajador, un excelente marido y un regular padre. Tenía un hijo al que había dado el nombre de Corazán, acaso porque soñaba con verle crecer tan duro y resistente como una coraza. Sin embargo, le salió muy diferente.

Pocas veces se le veía jugar con los niños de su edad y le disgustaban las diversiones violentas; pero le apasionaban los libros, el paseo por el bosque y, en especial, los animales. Se sabía el nombre de todas las plantas que crecían en los alrededores, podía deducir si una ardilla estaba enfadada porque otra le había robado las nueces almacenadas y hasta dónde ocultaban los huesos los perros más astutos.

Puede decirse que eran muchos los animales que le consideraban su amigo, ya que le rodeaban como si de verdad pudieran entenderle. Mientras, Corazán les contaba historias leídas en los libros o esas fábulas que a él le narraban su madre y su abuelo.

El día que este chiquillo llegó a la comprometida edad de los dieciséis años, su padre decidió mandarle a aprender un oficio. Era lo obligado, al menos lo que se estipulaba en aquellas tierras donde las costumbres resultaban bastante rudas e inhumanas.

Sin embargo, no le acompañó el éxito. Cada uno de los patrones de los que fue aprendiz le despidieron a los pocos días.

En el taller del zapatero, en lugar de coser unos botines, por ejemplo, se preocupaba de cambiar el agua al canario o en lavar al gato, al estimar que era más importante que estos animales estuvieran bien atendidos. En la sastrería, dejaba a un lado los patrones y las cajas de hilos, para ir al gallinero, donde la mala organización, por haber colocado a los gallos en una posición baja, mientras las cluecas se hallaban en lo alto, daba origen a unas constantes disputas, lo que redundaba en que las ponedoras no cumplieran su misión de soltar un huevo.

Gracias a Corazán se corrigió este error, lo que el sastre atribuyó a la casualidad, mientras al verdadero responsable lo arrojaba lejos de su casa por distraído.

Con el herrero le sucedió algo parecido, ya que en lugar de encargarse de echar carbón a la fragua, prefirió encontrar un remedio para librar de pulgas al mastín que había dejado de vigilar la casa al estar más pendiente de salvarse de tantos picores. Al jovencito se le llamó gandul injustamente y, después, fue devuelto a sus padres.

Y éstos se encontraron sin saber qué hacer con su hijo. Hasta que una mañana apareció allí el guardabosque, que era padrino de Corazán. Al conocer el problema, se mesó las barbas, rompió en una risotada y comentó:

—Si al chico tanto le gustan los animales, ¡conmigo tendrá todo lo que desea! Le convertiré en el mejor cazador. Adelante, ahijado, en mi casa cuento con una buena jauría de perros, y los bosques se hallan repletos de conejos, liebres, ciervos y otras bestias que nunca has podido ver. Te dejaré con ellas tanto como desees.

A Corazán estas perspectivas le agradaron muchísimo. De esta forma hizo un hatillo con las pocas cosas que tenía y se fue detrás de su nuevo patrón.

Debemos reconocer que durante los primeros días se lo pasó a lo grande. Se hizo amigo de la jauría, ya que mantenía limpios a los ocho perros que la componían, los cambiaba el agua dos veces al día y se cuidaba de alimentarios; además, sabía jugar con cada uno de ellos o con todo el grupa También se cuidaba de disponer de migas para los pájaros, verduras para los conejos y alguna que otra fruta para los ciervos. Aunque éstos tardaron en confiarse al tenerle mucho miedo al guardabosques.

Lo peor llegó cuando Corazán vio la primera liebre muerta colgando de las manos de su padrino. No pudo aguantar las lágrimas y comenzó a llorar desconsoladamente. A partir de entonces su vida cambió por completo, al sentirse de lo más infeliz teniendo que soportar la proximidad de tanto animal abatido por un disparo o estrangulado por una trampa. Lo mismo podían ser perdices, zorros, martas, patos o conejos. Y como no dejaba de gemir, el guardabosques terminó por insultarle:

—Tus padres en lugar de pantalones debieron ponerte faldas. ¡Tú eres un estorbo para mí! Cualquier otro chico se estaría frotando las manos, porque cada animal cazado supone comida y dinero. ¡Maldita la hora que te traje de la casa de mis primos!

Una mañana de primavera, Corazán estaba hablando con unas palomas que venían a esa hora a comer en sus manos. De repente apareció el guardabosques y, además de espantar a las aves, gritó al chico:

—¡Basta de perder el tiempo! Si quieres ganarte la comida que te comes, ve al bosque. Junto al viejo roble hay una cierva herida. Marcha a por ella, átala bien las patas y tráela aquí al momento.

El chico echó a correr hasta el lugar indicado. Al encontrar a la cierva herida, pudo advertir que tenía una de las patas destrozada por una bala. Los ojos del animal le observaban con mucha atención, aunque no reflejaban tristeza.

Se dejó coger por los fuertes brazos y ofreció toda la ayuda que pudo, mientras le era lavada la herida en el estanque y, después, se le vendaba con un pañuelo limpio.

Seguidamente, Corazán fue en busca de una buena carga de hierba fresca y aromática, ya que conocía la que más gustaba a los ciervos, y la puso cerca de su amiga. Una vez hubo comido, ésta le lamió las manos agradecida y, realizando un gran esfuerzo, se incorporó moviendo la cabeza.

El chico entendió el mensaje que el animal le estaba enviando con sus gestos y movimientos.

—¡Te acompañaré! ¡Sírveme de guía que yo iré detrás de ti hasta donde quieras!

La cierva empezó a caminar por entre los arbustos, sin dejar de cojear y volviéndose de vez en cuando, como si pretendiera comprobar que era seguida por Corazán.

Pronto el sendero se fue complicando, al verse cubierto el suelo de piedras, matorrales y arenas demasiado blandas. Finalmente, llegaron a la cumbre de un montículo, donde se detuvieron ante una piedra de formas muy singulares. La cierva golpeó con sus dos patas delanteras sobre ésta tres veces seguidas, pero con una cadencia especial, dando idea de que era una contraseña. Al mismo tiempo, soltó un ligero berrido, que repitió unas seis ocasiones.

Enseguida, la piedra comenzó a ser desplazada despacio, para terminar girando, con lo que dejó al descubierto la entrada de una gruta muy profunda. La cierva entró allí y el chico la siguió.
Después de caminar unos cien pasos, se encontraron en una sala iluminada con la luz solar que entraba por una abertura en la bóveda. Sentado en un tronco de árbol vieron a un hombrecito de rostro agradable y ojos bondadosos que llevaba una larguísima barca blanca. Al contemplar a la cierva, éste se quitó el gorro picudo y exclamó muy apenado:

—¡Ven que te sane del todo! ¡Esos malvados cazadores no paran de acosar a mis hijos e hijas, a los que dan muerte sin piedad!

Al momento su mirada se fijó en Corazán, que se había quedado inmóvil, silencioso, y las venas de la frente se le hincharon de rabia. Sin embargo, la cierva se cuidó de lanzar un berrido de aviso.

Al instante desapareció el enojo del hombrecito, hasta el punto de que pidió al chico que se acercara mucho más.

—¡Claro, tonto de mí, si tú eres el niño del que tanto me han hablado mis hijos! —exclamó con su extraña y chillona vocecita—. Ya me ha dicho la cierva que acabas de curarla. Tienes delante de ti al gnomo Protector, al que se le ha encargado el cuidado de todos los animales de esta parte del país. Voy a recompensar tu bondad con los míos de la mejor manera que se me ocurra, óyeme bien. Sé que no te va a asombrar lo que voy a decirte: cada uno de mis animales es casi un ser humano. Sin embargo, como su lenguaje no puede ser entendido por los hombres y las mujeres, jamás conocerán los grandes secretos que éstos han descubierto. Voy a proporcionarte el don de comprender el lenguaje de todos los animales, así podrás obtener el provecho que te parezca de lo que ellos te cuenten. Coge ese frasquito que hay allí, sobre el pedernal blanco. Es un licor elaborado por mí con bellotas, fresas, tallos de lirios e hierbabuena. Nunca te embriagará, aunque sí podría hacerlo lo que escuches. Toma sólo tres gotas y presta atención a lo que mis hijos te confíen.

Corazán recogió el frasquito, dio las gracias al gnomo y abandonó la cueva. Al salir al aire libre estaba convencido de que a partir de aquel momento su vida iba a dar un cambio definitivo. Cuando volvió a la cabaña del guardabosques, no dudó en contar parte de la verdad:

—Sentí tanta pena de la cierva, que le curé la herida y la dejé irse.

—¡Has perdido una valiosa pieza de caza! —gritó aquel hombre rojo de ira—. ¡Largo de mi casa! ¡Ya me he hartado de ti! Tu lugar debe encontrarse en un sitio donde no se me ocurre, acaso entre las monjas de un convento… ¡No tienes cabeza! ¡Fuera, fuera!

De esta manera el chico hizo su hatillo y salió a conocer mundo. Por la noche se vio ante una posada, que se alzaba en la entrada de un bosque. Como se sentía bastante cansado, no dudó en pedir alojamiento.

El propietario le dedicó una mirada astuta y, diciéndole algo a su mozo, el cual asintió con la cabeza, terminó por conducirle a un cuartucho.

Estaba limpio y disponía de una ventana. Corazán la abrió y, apoyado en el alféizar, se entretuvo escuchando el murmullo de la vida de los animales nocturnos. En las ramas más altas de un pino se encontraba una lechuza acechando en busca de su alimento.

—Ven a hacerme compañía, amiga —llamó Corazón con una voz amable—. Deseo hablar contigo.

La lechuza dio señales de haberle oído. Además, pareció que le miraba como si quisiera advertirle de algún peligro. Enseguida recordó el frasquito que le había entregado el gnomo y, sacándolo del bolsillo, bebió tres gotitas. Así entendió el mensaje de la lechuza:

Pipip, pip piquí,
escapa de aquí
Que dos ladrones
planean traiciones.

Corazán quedó muy impresionado. Comprendió que debía huir de allí sin más pérdida de tiempo. Cogió su hatillo, que aún no había deshecho, se subió al alféizar y saltó a las ramas del árbol más cercano, por cuyo tronco descendió hasta el suelo.

Y no acababa de esconderse tras unos matorrales, cuando vio al posadero y al mozo dentro del cuartucho. Llevaban unos cuchillos en las manos y no cesaban de maldecir dejando claro sus fallidas intenciones homicidas.

Una vez se encontró en lugar seguro, el chico se tumbó en la blanda hierba y se quedó dormido. Los rayos de la mañana vinieron a despertarlo. Se lavó en un riachuelo cercano, buscó algunas frambuesas silvestres y sacó un cantero de pan del hatillo. Bien alimentado llegó a una gran ciudad.

No había visitado muchas como aquella; sin embargo, al ver a tanta gente marchando en una sola dirección, comprendió que iban a presenciar algo importante.

Poco después se vio ante un patíbulo, en el que se levantaba una horca. Debajo se encontraba un joven maniatado, muy serio, al que rodeaban dos hombres que llevaban ropas de colores distintos: rojo y negro. Precisamente el que vestía de negro se estaba cubriendo el rostro con las dos manos y parecía muy afligido.

Como Corazán quiso saber lo que allí estaba ocurriendo, preguntó a uno de los curiosos. Así pudo enterarse de que el hombre de negro había dado alojamiento en su casa al muchacho y lo crió como a un hijo; pero una noche, al regresar a su vivienda, encontró que su esposa había sido asesinada, lo mismo que el crío que estaba en la cuna.

Al joven aquel suceso le impresionó tanto, que debió abandonar a la multitud, porque si le horrorizaba ver a un animal muerto, más pavor sentiría ante el cadáver de un ser humano.

No obstante, cayó en la cuenta de que cerca se encontraba un perro que no cesaba de ladrar, con un tono tan lastimero que sólo podía significar una cosa. Bebió unas gotas del frasquito del gnomo y, al instante, pudo comprender el mensaje del can.

Moviéndose con la velocidad de una centella, se metió entre las gentes, llegó hasta la altura del patíbulo y, apuntando un dedo hacia el hombre vestido de negro, gritó:

—¡Detened la ejecución de un inocente! ¡El verdadero asesino es ése, el marido!

El aludido retiró las manos de la cara, miró con gesto desesperado a quien le acusaba, se puso muy pálido y, sin proferir palabra alguna, perdió el sentido.

La gente comprendió ante aquella reacción que era el auténtico culpable. Se desató al muchacho; y éste corrió a arrodillarse ante los pies de Corazán, al mismo tiempo que le besaba las manos como muestra de gratitud.

Mientras tanto, los representantes de la Justicia habían marchado a la vivienda del acusado, donde no tuvieron necesidad de efectuar un gran registro para encontrar el cuchillo utilizado en el delito.

La ciudad convirtió a Corazán en su héroe. Se vio aclamado allí por donde pasaba, todo el mundo quería invitarle y regalarle cosas. Pero a él no le gustaban estas fiestas. A la menor oportunidad que se le presentó, escapó de allí sin dejar de correr hasta encontrarse en un bosque.

Como todos los animales de aquella parte estaban avisados por el gnomo Protector, el chico dispuso de alimentos y agua para la cena, un refugio calentito donde pasar la noche y, a la mañana siguiente, un conejo y una ardilla vinieron a despertarle.

Al mediodía, mientras atravesaba un prado, se encontró delante de un caballo pura sangre, de piel tan blanca como la nieve y con una cola larga y espectacular por la coloración de sus crines. Cuando se aproximó a él, le escuchó relinchar amigablemente; sin embargo, no pudo ocultar un tono de tristeza. Esto llevó a que Corazán bebiese unas gotas del frasquito del gnomo. Así pudo entender el mensaje siguiente:

Óyeme con mucha atención:
se encuentra triste y exangüe;
nada más que una rosa de sangre
podrá curar su dolido corazón.

Este verso el caballo lo repitió insistentemente, dando idea de que significaba una clave. Corazán entendió que alguien se hallaba muy enfermo. Dio unas palmaditas al animal en el cuello y, luego, le susurró:

—Voy a ser tu jinete, amigo mío, porque has de llevarme donde tú crees que puedo ser útil.

El caballo se dejó montar a pelo. Una vez el chico estuvo bien asentado, pudo cabalgar a tal velocidad que el aire silbaba a su alrededor. Por último, llegaron ante el abierto puente levadizo de un castillo impresionante.

Cuando entraron en el patio de armas, fueron rodeados por una muchedumbre de gentes que no cesaban de hablar asombrados. Pero caballeros, escuderos, servidores, damas y doncellas… ¡todos iban vestidos de luto, lo mismo que sus expresiones eran las propias de quienes se han acostumbrado a la muerte!

No obstante, al comprobar que aquel caballo les era conocido, empezaron a sonreír, primero débilmente, hasta que llegaron a las risas, y ya se unieron en un estallido de alegría:

—¡Ha vuelto el caballo favorito de nuestro rey! ¡Seguro que este muchacho es portador de las más gratas noticias! ¡Las sombras de la tragedia se han disipado para nosotros!

Aquellos hombres rodearon a Corazán, que acababa de descabalgar, y le preguntaron dónde había encontrado la montura. Como primera medida, el joven los pidió que se tranquilizaran, ya que necesitaba ser informado de lo que estaba sucediendo allí. Al momento se adelantó un noble anciano, para decirle:

—Te encuentras en un castillo que es propiedad del poderoso Rey Luzsol, que ha vivido en el mismo hasta hace unos meses, feliz con su bella hija Luzluna. Días atrás sucedió una horrible desgracia, cuando el mago Rodamundo llegó aquí exigiendo la mano de la Princesa. El Rey rechazo la imposición y, al instante, ordenó que se le expulsara. La reacción del mago, que es un enano repugnante, fue maldecimos a todos. Entonces el cielo se cubrió de nubes de tormenta, desapareció el sol y los truenos resonaron por todo el país. Cuando se fueron las sombras, nuestro bondadoso Monarca ya no se encontraba en el castillo y a la cara de nuestra amada Princesa se le había arrebatado toda la anterior hermosura: su piel ya era grisácea, arrugada y fea. Por fortuna, no se le modificó la voluntad, ni los sentimientos; pero su habitual alegría dio paso a una inmensa tristeza. Al poco tiempo de ocurrir la tragedia, se presentó en esta ciudad un príncipe extranjero. Desde el primer momento actuó con dureza y atrevimiento, especialmente al ofrecerse como esposo de la Princesa Luzluna.

«—Reconozco que no puede ser más horrible físicamente —explicó sin ninguna delicadeza—. Esto supone que me debéis estar agradecidos por la compasión que muestro al querer privaros de verla, ya que voy a llevármela de aquí nada más que nos casemos.

»Nuestra Princesa le rechazó con la mayor contundencia. No obstante, a los pocos días cayó en la cuenta de que el reino necesitaba ser gobernado por un hombre firme. Se lo pensó durante unas semanas y, al final, dio su consentimiento a la boda. Con esto dejó bien claro su amor por todos nosotros, ya que prefería ir contra de sus propios deseos para conseguir la prosperidad— Ahora que ese brutal y decidido príncipe extranjero sea capaz de evitar la ruina de tantas familias. Dentro de unas semanas, cuando la dote de la novia se haya establecido, podrá celebrarse la boda.»

—¿Qué me contáis del caballo que me ha permitido Segar a este castillo? —preguntó Corazán.

Los ojos del anciano caballero se inundaron de lágrima y bajo la cabeza, como si pretendiera mirar la punta de su larga barba blanca. Luego, siguió contando:

—En el momento que el singular príncipe hizo intención de montar el caballo blanco, que era el preferido de nuestro Rey, no pudo hacerlo. Y cuando lo logró, empleando la fusta, terminó rodando por el suelo. Pero el animal se cuidó de escapar del castillo, temiendo volver a ser castigado. Por este motivo, al verle entrar hemos supuesto que nuestra anhelada Majestad había regresado o, al menos, tú sabrías algo de lo que le había sucedido. De ahí que fueses recibido con tantas muestras de alegría.

—No hay duda de que yo estoy muy lejos de parecerme a vuestro Rey —dijo el joven—. Sin embargo, creo que dispongo de un remedio para curar a la Princesa. Sólo necesito que me llevéis a su jardín personal.

Muy esperanzados con estas palabras, los servidores condujeron a Corazán hasta el lugar por el mencionado. Allí le dejaron moverse a su antojo. Tardó poco en localizar una rosa de color sangre. La cortó por la parte más baja del tallo y, enseguida, solicitó que se le llevara a los aposentos de la Princesa.

Para ello debió atravesar largos corredores y unas salas inmensas, hasta que entró en unos grandes aposentos cubiertos de negros cortinajes. En el centro aparecía un trono, en el que estaba sentada una dama vestida totalmente de luto. Llevaba la cara cubierta con un grueso velo oscuro, pero en su regazo descansaba un gatito blanco.

Corazán le dedicó una reverencia y, después se arrodilló ante ella —obedeciendo a las normas de cortesía que había leído en los libros—. Después de solicitar permiso para hablarla, le entregó la rosa roja, aconsejándola que la oliera profundamente.

Esto fue lo que hizo la Princesa, para reaccionar incorporándose con gran enerva. También se quitó el velo. Con lo que el muchacho debió retroceder espantado, ya que en ningún momento pudo imaginar que el rostro que estaba viendo hubiera sufrido tantos estragos, ya que era el propio de una vieja de ochenta años, pero con el agravante de la fealdad. Sin embargo, la víctima del maleficio comentó:

—De repente me he sentido feliz y confiada, como si todas mis preocupaciones se hubieran desvanecido. Ha llegado para mí la primavera de la esperanza. ¡Ya pueden sonar los clarines! ¡Daré orden de que sea retirado todo lo negro y volverá a escucharse música en nuestro castillo!

Ha pasado el dolor; alejemos la tristeza,
la esperanza renace, la alegría comienza.
Sin embargo, nada más entonar este pareado se escuchó en la lejanía el batir de los cascos de una veintena de caballos y el sonido de unas trompetas de guerra. Nada alegres, y sí pesimistas y estremecedoras.

A los pocos minutos, la puerta principal de los aposentos fue abierta, para dar entrada al príncipe extranjero. Como lo primero que llamó su atención fue la rosa de color sangre que la princesa tenía en sus manos, no pudo reprimir un arrebato de cólera:

—¡He sido traicionado! ¡Os previne sobre la intervención de cualquier forastero, señora! ¡Soldados, arrojad a la más fría de las mazmorras a este patán por haber osado molestar a mi prometida!
Su orden fue obedecida de inmediato. De esta manera Corazán se vio en un profundo y frío calabozo, sólo con sus amargos pensamientos. Nada más que una tenue claridad atravesaba los barrotes de una ventana.

De repente, escuchó un ligero batir de alas y vio a paloma arrullando en un tono bajo, pero sin dejar de mirarle. Esto le permitió saber que le traía un mensaje.

—¿Quieres contarme algo, amiguita?—preguntó el joven—. Dentro de unos segundos te podré entender. Lo que tarde en sacar el frasquito del gnomo que escondí en los bajos de mi camisa.
Con la mayor rapidez extrajo el recipiente y bebió una* gotitas de líquido mágico. Así el arrullo de la paloma se convirtió en una comunicación inteligible:

Arrú, arrú, arrú,
arráncame una pluma
que además de ser bonita
es más preciosa que el oro
y como llave es tu tesoro.

El joven no tuvo necesidad de que se le repitiera el consejo. Cogió delicadamente a la paloma con una mano, y con la otra le quitó una pluma de la cola. Después la introdujo en la cerradura y, sin necesidad de girada, la puerta se abrió. Como no se había montado ningún tipo de vigilancia, ya que de allí jamás se había escapado un prisionero, poco le costó salir del castillo. Pero no se confió hasta que se encontró a bastante distancia. Finalmente, agotado más por la tensión que por la carrera, se tumbó junto a unos frondosos árboles y se quedó dormido.

Pero le resultó imposible hacerlo durante mucho tiempo. El lugar se hallaba inundado de los sonidos propios de la Naturaleza, que él podía percibir mucho mejor gracias al bebedizo mágico del gnomo. Escuchó la caricia del viento al pasar sobre las ramas, el constante movimiento de las aguas de un lago próximo y a las ranas que no cesaban de croar.

—¿Acaso estáis intentando transmitirme otro mensaje? —preguntó sorprendido—. ¿Algo os preocupa? Supongo que el gnomo Protector os habrá hablado de mí. Lo más acertado sería que me contaseis lo que sucede.

Se acercó el frasquito a la boca y bebió las gotas necesarias. Al momento pudo captar estas palabras de las ranas:

Croác y croác, croác.
En el lago hay oro y plata
dentro de una bolsa escarlata,
con esmeraldas y perlas
que ciegan nada más verlas.

Corazán se incorporó con la mayor velocidad.

—Voy a buscarlo, amigas. ¡Gracias!

Nada más llegar a la orilla del lago pudo ver a tres ranas sobre unas piedras. Y con el simple hecho de que saltaran de las mismas, comprendió que debajo había un tesoro. En efecto, levantó las piedras y se fue a encontrar con una bolsa de color escarlata.

La llevó a un lugar seco, la abrió con alguna dificultad y pudo comprobar que estaba llena de piedras preciosas y de monedas de oro y plata. Aquel tesoro le pertenecía; pero no podía llevárselo al faltarle algún medio donde ocultarlo, como hubiera sido un saco, un cofre o algún otro elemento similar.

Terminó escondiéndolo al pie de un roble milenario, junto a las raíces. Por último, tapó el hoyo con hierba y hojas; pero antes se cuidó de guardar en sus bolsillos un buen montón de monedas de oro. Mientras estaba finalizando el trabajo, pudo escuchar el canto de un cuclillo desde un árbol cercano.

—¿También tú pretendes comunicarme algo, amiguito? —preguntó—. Aguarda un instante y podré entenderte.

Bebió las gotas del frasquito entregado por el gnomo y, al momento, le llegó este mensaje:

Cucú, cucú, cucú.
El príncipe es un mal bicho,
un brujo y un mago odioso
que en un zapato un hechizo
oculta siempre cauteloso.

—¿Será cierto? —se preguntó Corazán sin poner en duda la información—. Ya lo supuse al ver la forma tan injusta de tratar a la Princesa. Así que se hace pasar por un príncipe extranjero, cuando en realidad es un malvado. ¡Mañana me encargaré personalmente de desenmascararlo!

Al poco rato de hablar de esta manera, se dio cuenta de que en el bosque se había hecho el silencio. Los animales iban a dejarle dormir. Se tumbó bajo un árbol y pudo descansar unas horas.
Con el alba se despertó, procuró lavarse y comer algunos frutos silvestres, para enseguida volver a la ciudad. Allí los comerciantes no hacían preguntas sobre el origen de las monedas de oro. Esto le permitió comprar un espléndido traje, una capa de terciopelo y un sombrero engalanado con una pluma larga y ondulante. También adquirió una espada y un caballo con silla guarnecida de plata.

Equipado a la manera de un caballero entró en el castillo, donde ninguno de los vigilantes pudo reconocer en él al joven del día anterior. En el patio de armas fue atendido por el mismo noble anciano que le contó la historia del Rey Luzsol y la Princesa Luzluna, junto al cual llegó a la sala del trono.

Como parecían encontrarse allí casi todos los hombres y las mujeres más importantes del reino, desenvainó la espada y anunció con voz firme y poderosa:

—Damas y caballeros, he llegado aquí para demostrar que el príncipe extranjero es un impostor. Bajo su disfraz se esconde un mago y un hechicero. Le considero indigno de convertirse en el marido de vuestra Princesa. ¡Y estoy dispuesto a defender mis acusaciones espada en mano!

Al escuchar estas palabras los habitantes del castillo se quedaron atónitos. Cuando el aludido tan gravemente se enteró de lo que había ocurrido, se presentó con ánimo de pelear. Sin embargo, el noble anciano se interpuso entre los dos enemigos.

—El desafio se ha presentado de acuerdo a las reglas de la caballería —recordó—. Esto obliga a imponer unas normas. La cuestión debe resolverse en el patio de armas, donde se encontrará una representación de la justicia, el clero y la nobleza del castillo. Las damas podrán situarse en los balcones. Cuando nos encontremos en nuestros puestos, se dará la señal con tres toques de clarín. A partir de ese momento podrá comenzar la contienda.

La Princesa había vuelto a cubrirse la cara con el velo negro, como se apreció al verla sentarse en una silla colocada en el centro del balcón principal. La acompañaban sus damas de honor. El gato blanco seguía acurrucado en el regazo de su dueña.

Y el noble anciano estaba a punto de ordenar que sonase el clarín, cuando Corazán alzó la mano derecha para solicitar lo siguiente:

—Antes de que se inicie la pelea me veo obligado a imponer una regla. Vamos a enfrentamos en un Duelo de Honor, en el que se pondrán a prueba nuestro valor y fortaleza. Pero nunca se podrá recurrir a la magia. He sido informado de que mi contrincante esconde un hechizo en uno de sus zapatos. Para evitar que juegue sucio, pido a los jueces que nos autoricen a combatir descalzos.

Nada más terminar de hablar se cuidó de quitarse los zapatos. Entonces el rostro del príncipe extranjero se quedó tan blanco como la nieve. Amigando el entrecejo vociferó:

—¡Me niego a aceptar tan humillante imposición!

La Princesa se levantó y, apoyándose en la balaustrada, levantó la mano para imponer silencio. Cuando éste fue total, nadie dejó de escuchar su voz nítida y rotunda, con esa confianza propia de quien tiene la seguridad de hablar con la mayor justicia:

—Príncipe, estáis obligado a respetar las condiciones de vuestro adversario. Habéis sido acusado de ocultar un hechizo en el calzado. Como prueba de que no es cierto, debéis quitároslo para que todos podemos comprobarlo. ¡Os advierto que yo jamás me casaré con quien ha podido servirse de las artes mágicas para vencer en un Duelo de Honor! ¿Acaso os importa poco que pueda avergonzarme de vos?

—¡No lo toleraré! —vociferó el adversario de Corazán—. ¡Nunca me someteré a un trato tan humillante!

De nuevo intervino la Princesa:

—Si respetáis las normas que he dictado y vencéis en el desafío, prometo casarme con vos hoy mismo. Debéis satisfacer mis deseos por vuestro honor y el mío.

Pero aquel traidor continuó negándose. Esto supuso que Luzluna se pusiera muy triste. Miró a sus damas y les dijo que volvieran a sus aposentos. De repente, el príncipe cambió de postura, ya que había examinado a Corazán y no le consideraba un enemigo peligroso.

—No te vayas, Princesa. Venceré a este mentiroso, para limpiar mi buen nombre y, además, por el amor sincero que te profeso.

Al momento un servidor llegó a su lado y le quitó los borceguíes de gamuza. Los dos contendientes montaron en sus caballos, llevando las resplandecientes espadas en la mano derecha y los escudos en la izquierda. Se oyeron los clarines. Ya podía dar comienzo el Duelo de Honor.

Con el primer encuentro de las espadas, Corazán vaciló en la silla, debido a que los libros no le habían enseñado a combatir. Pero confiaba en el hecho de que la razón y la justicia estaban de su lado. Tampoco olvidó la importante colaboración del gnomo Protector.

Como pudo comprobar al producirse la segunda acometida de los caballos. Porque el que montaba a su rival se alzó sobre las patas traseras, desconcertando a su jinete. Y cuando éste pensaba rematar al joven, quedó totalmente descubierto. De esta manera la espada de Corazán fue directa al corazón del enemigo.

El alarido de muerte atronó las paredes rocosas del patio de armas, a la vez que el cuerpo del príncipe extranjero se desplomaba sobre las losas del suelo. Un chorro de negra sangre manó de la herida.

Y cuando los pajes y escuderos acudieron a socorrer al caído, descubrieron aterrorizados que allí se encontraba el cadáver de un enano repugnante. Era el perverso mago Rodamundo, el cual había pretendido con sus hechizos apoderarse del castillo después de casarse con la Princesa. Los servidores escaparon corriendo de allí, igual que si temieran ser infestados por aquel cuerpo muerto.

Corazán se aproximó dónde estaba la Princesa. Se arrodilló ante ella, y le fue puesta la corona de laurel que merecía por haber sido el vencedor en el Duelo de Honor. Seguidamente, ella le tendió la mano para que se incorporara y, al mismo tiempo, le preguntó:

—¿Cómo podré recompensarte por habernos librado de ese monstruo? —Se quedó un rato silenciosa y, sin dejar de acariciar al gato blanco que había vuelto a su regazo, susurró—: De ser bonita y alegre como hace unos meses, encontraría la mejor manera de premiarte, ¿no es cierto, gatito?

Este animal comenzó a maullar con tanta insistencia que el joven comprendió que se le iba a comunicar otro mensaje. Sacó el frasquito del gnomo y bebió las tres gotas. Así pudo escuchar estas palabras:

Miau, miau, miau.
Triste y marchita
te ves, Princesita.
Si con agua clara
de la fuentecita
te lavas la cara
quedarás bonita.

Como la reacción de Corazán fue la de echarse a reír, la Princesa pensó que tenía delante a un loco. No cambió de idea al verle correr hasta la fuente del patio de armas, donde llenó un cubo de agua. Enseguida volvió muy serio y le pidió:

—Si se lava la cara, Majestad, podrá asistir a un suceso asombroso. Le ruego que no desconfíe de mis palabras, aunque le haya parecido muy anormal mi comportamiento anterior. ¿Mentí en mis acusaciones contra el hechicero?

Ella creyó que se hallaba ante un muchacho muy sensato. Se lavó la cara con el agua fresca y, al momento, no fue necesario que se le pusiera un espejo delante para saber que había recuperado totalmente su belleza.

Este prodigio proporcionó una gran alegría a todos sus súbditos. Y cuando se supo que Corazán, su salvador, iba a casarse con Luzluna el entusiasmo no tuvo límites… ¿Acaso los héroes se merecen algo distinto a las mejores recompensas?

La noche anterior a su boda, la Princesa y Corazán se hallaban sentados ante una ventana. Contemplaban el espléndido paisaje que se extendía más allá del castillo, bañado por la luz y con la calma propia del final de una gran amenaza.

Pero la pareja no era del todo dichosa. Allí faltaba el Rey Luzsol. A pesar de la felicidad que su hija sentía al encontrarse junto al joven que amaba, las lágrimas corrían por sus mejillas.

—¿Qué te aflige, cariño mío? —preguntó él con dulzura—. Confíame tus penas. Sabes que deseo compartir tanto tus alegrías como tus pesares.

Ella no tuvo necesidad de responder, su única reacción fue taparse la cara con las dos manos y sollozar quedamente. El joven se notó triste e intranquilo.

De pronto, sus amargos pensamientos fueron interrumpidos por el canto de un gallo que se encontraba muy cerca de la ventana. Como entendió que se le estaba queriendo comunicar otro mensaje, extrajo el frasquito del gnomo y bebió las tres últimas gotitas. Así pudo escuchar:

Kikiriquí, kikiricó.
Dentro del alto pino
está prisionero
un noble guerrero
llamado Luzol.
Con un fuerte tajo
de tu fuerte acero
se vendrá abajo
el hechizo fiero.

Corazán lanzó un grito de alegría y se guardó el frasquito del gnomo, a pesar de que ya estaba vacío.

—Me has prestado un gran servicio, mi inolvidable amigo. Gracias a la bebida que me proporcionaste he conocido el lenguaje de los animales, y con esto los grandes secretos que me han permitido impedir una tragedia y, al mismo tiempo, resolver mi futuro de la forma más espléndida. Procuraré conservar esta recipiente en un lugar importante.

La Princesa no pudo entender lo que estaba oyendo, aunque confiaba que su prometido se lo explicara más adelante. De momento le vio correr lejos de allí, llevando en la mano derecha la espada.
El héroe salió por el puente levadizo y se detuvo ante un pino alto y centenario, sobre cuyo tronco descargó el acero. Al instante el árbol se abrió por completo, para dejar en libertad al desaparecido Rey Luzsol. Porque el mago Rodamundo le había transformado en ese pino.

El viejo Monarca se frotó los ojos, al superar un sueño de meses. Junto a Corazán fue al encuentro de la Princesa, que se hallaba radiante de felicidad al haber recuperado a su padre.
Al día siguiente se celebró la boda. Las campanas de todo el reino repicaron bulliciosamente, sonaron los clarines y redoblaron los tambores. Las gentes gritaron de entusiasmo y nadie dejó de bailar por las calles y las plazas.

Y así ocurrió, gracias al gran amor que Corazán sentía por los animales. Un don que le permitió conocer al gnomo Protector, el cual le proporcionó una bebida mágica para entender el lenguaje de esos amigos de todos, a los que bien merece la pena cuidar con unas atenciones parecidas a las que dedicamos a los seres humanos más queridos.