El doctor Saúl Ascher, de Heinrich Heine
A lo largo de aquella noche que permanecí en Goslar, me ocurrió un suceso realmente asombroso. Hasta en este preciso instante soy incapaz de recordarlo sin verme asaltado por el terror más obsesivo.
¿Cómo nace el pánico? ¿Qué es? ¿De dónde surge, acaso del cerebro o del corazón, es alimentado por las ideas o por los sentimientos?
Éste es un tema que solía emplear en mis discusiones con el doctor Saúl Ascher durante la temporada que estuve viviendo en Berlín, sobre todo al citarnos en el Café Royal, donde los dos teníamos la buena costumbre de comer.
Pero nada más que del cerebro proviene la fuerza, jamás de los sentimientos.
Al mismo tiempo que yo daba cuenta del menú y de un mejor vino, el doctor Ascher se obstinaba, sin perder el ánimo, en dejar claro que el cerebro primaba sobre todo nuestro cuerpo.
Nada más finalizar su exposición casi académica, sacaba su reloj y miraba la hora, para terminar con esta frase que en sus labios parecía lapidaria:
«El cerebro es el fundamento más sublime de nuestra naturaleza humana».
¡El cerebro! Siempre que escucho esta palabra creo tener delante al doctor Saúl Ascher, con sus pies algo torcidos, su importante levita de un tono grisáceo y su cara seria y gélida, que me parecía arrancada de un cuadro pintado por un geómetra.
Este personaje se hallaba más entre los sesenta años que en los cincuenta, y toda su vida había transcurrido en la más absoluta rectitud moral.
En su obsesión por observar las conductas más positivas, este infeliz terminó por apartar de su existencia todo lo que ofrece de hermoso y placentero el mundo: por ejemplo, el resplandor del sol, las creencias en la religión o en la poesía y hasta en las más modestas flores de un jardín. Marchaba tan tranquilo en busca del féretro severo y positivo.
Lo singular es que cuando hablaba se servía de un tonillo irónico, no exento de malicia, muy propio de quien se cree en posesión de la única verdad. Una costumbre que no abandonaba ni siquiera al referirse al Apolo de Belvedere o a la religión cristiana. En lo que se refiere a esta última cuestión, se había atrevido a escribir un pequeño libro para dejar claro su ateísmo y lo ilógico que resultaba creer en Dios. Era autor de un buen número de obras, en todas las cuales se había empeñado en resaltar, casi obsesivamente, las excelencias del cerebro inteligente, y había recurrido a unos razonamientos tan convincentes que sus lectores no dejaban de alabar tanto apasionamiento, aunque no se dejaran convencer por el mensaje esencial.
Sin embargo, lo más divertido de su comportamiento era cuando componía un gesto severo, no exento de comicidad, en el momento que se enfrentaba a un problema que era incapaz de entender.
Una mañana que se me ocurrió hacerle una visita, ya que llevaba varios días sin acudir al Café Royal, su criado me anunció:
–Señor, el doctor acaba de fallecer.
Si he de ser sincero, la noticia me causo el mismo efecto que si hubiera oído algo como esto:
–Señor, el doctor acaba de salir a dar un paseo por la ciudad…
Sin embargo, conviene que volvamos a Goslar.
«El cerebro es el fundamento más sublime de nuestra naturaleza humana», pensé una noche en el momento que me iba a meter en la cama. Quería que me sirviera para conseguir dormir con la mayor tranquilidad. Pero el recurso fue inútil.
Conviene que cuente al lector que había terminado, unos minutos antes, de leer los Cuentos alemanes, de Varnhagen von Enses, con lo que me había visto viajando mentalmente hasta la ciudad de Klausthal. El relato era alucinante, ya que un hijo, mientras planeaba la forma de matar a su propio padre, vio aparecer, nada más escuchar las campanadas de la medianoche, el fantasma amenazante de su difunta madre.
El argumento era tan dramático, al haber sido escrito con las palabras más eficaces, que mientras lo estaba leyendo no pude evitar que me asaltaran una serie de escalofríos de pánico. Estremecimientos que me acompañaron hasta el final de la historia.
Muchas veces he podido comprobar que los cuentos de fantasmas causan un mayor efecto si son leídos durante un viaje; y sobre todo si es por la noche. Peor si uno se encuentra en una ciudad, una casa y una estancia que le son totalmente extrañas, al no haber estado antes en ellas.
¿Cuántos horrores habrán podido suceder en el mismo lugar donde nos encontramos?
Recuerdo que la luna confería a mi habitación una semipenumbra misteriosa, ya que en las paredes no dejaban de moverse unas sombras enemigas de la paz. Procuré incorporarme en el lecho para comprobar que sólo eran el efecto de las luces. Y en aquel momento pude ver…
No existe otra cosa más tétrica que contemplar, inesperadamente y fruto de la casualidad, la propia imagen reflejada en un espejo.
En aquel preciso instante, una campanada sonó en la lejanía, trayéndome un eco tan espantoso, tan pausado que, al oírse la última campanada de las doce, tuve la sensación de que todo un día acababa de pasar delante de mí, y que la noche entera se iba a desarrollar en un instante.
Recuerdo que al escucharse la undécima campanada, un reloj de pared comenzó a funcionar en el fondo de la casa; sin embargo, lo hizo con tanta velocidad y con unos sonidos tan estridentes y amargos, que llegué a pensar que era un ser humano protestando por la exasperante lentitud de un colega muy molesto.
En el momento que las dos voces metálicas quedaron en silencio, la ausencia de ruidos se me hizo opresiva, como si necesitara seguir escuchando las campanadas. Pero, en seguida, percibí unos sonidos muy diferentes. Provenían del pasillo, al otro lado de la puerta cerrada de mi dormitorio. Me parecieron las pisadas inseguras y furtivas de un viejo bastante cansado.
Por último, la puerta fue abierta y el difunto Saúl Ascher entró en mi dormitorio.
Una serie de escalofríos estremecieron mi cuerpo. Me puse a temblar igual que una hoja azotada por el viento, sin fuerzas para levantar la mirada para volver a contemplar al fantasma. Pensé que seguía siendo el mismo: llevando su levita gris, con sus piernas torcidas y su rostro que parecía haber sido pintado por un geómetra. Sólo su piel había adquirido un tono más amarillento, aunque me dije que seguramente la claridad lunar era la responsable de ese cambio. En lo que se refiere a sus ojos, me pareció que resultaban más penetrantes. Con unos andares imprecisos, ya que necesitaba la ayuda de un bastón de juncos españoles, se aproximó a mi cama, para susurrarme con la mayor educación:
–Por favor, deje de sentirse aterrorizado al suponer que tiene delante un espectro. En el caso de que considere algo semejante, debe reprochárselo a un juego equívoco de su fantasioso cerebro. Seamos sinceros: ¿qué es realmente un fantasma? Adelante, permita que escuche su definición. Deje claro, por medio de sus inteligentes deducciones o inducciones, la existencia de muertos que caminan por las noches. ¿Qué diferencia existe entre una aparición de esas características y una proyección del espíritu? Fíjese que he empleado el término «espíritu», porque nada más que soy espíritu.
Seguidamente, el fantasma del doctor Saúl Ascher se entregó a una disertación sobre el espíritu, para lo cual recurrió a la Crítica de la razón pura, de Kant, eligiendo la segunda parte, del tomo segundo y el capítulo tercero. Se sirvió de todos los silogismos, para terminar con el razonamiento lógico de que él nunca podía ser un espectro.
Mientras no dejaba de hablar, a mí me corría por la espalda un sudor frío, a la vez que me castañeteaban los dientes.
Sin dejar de mover la cabeza, para apoyar los razonamientos que escuchaba, con el fin de no enojar a aquel fantasma que se hallaba empeñado en demostrar que no existían los fantasmas.
Por último, con sus ademanes de siempre, intentó sacar de uno de sus bolsillos el reloj; no obstante, lo único que vi en sus manos fue un montón de bulliciosos gusanos. Al advertir su equivocación, los volvió a guardar en su bolsillo con una rapidez inusitada, al mismo tiempo que insistía:
«El cerebro es el fundamento más sublime de nuestra naturaleza humana».
Entonces un reloj hizo sonar la campanada de la una de la madrugada, con lo que el fantasma desapareció entre las maderas de la puerta, sin tener necesidad de abrirla.