La mujer encantada, de Anna Kingsford

La primera sensación que vino a interrumpir mi sueño anoche fue la de estar flotando, la de ser arrastrada rápidamente por alguna fuerza invisible a través de un espacio inmenso; después sentí que me bajaban con suavidad y, a continuación, una luz, hasta que de forma gradual me encontré de pie bajo la claridad del mediodía, y ante mí el campo abierto. Montes y más montes hasta donde alcanzaba la vista, montañas con nieve en la cima y neblina rodeando los barrancos. Eso fue lo primero que vi con nitidez. Después bajé la vista al suelo y me percaté de que estaba rodeada de grandes masas de una materia gris, que al principio me parecieron bloques de piedra con forma de leones; pero al observarlos más detenidamente, comprobé con horror que estaban vivos. El pánico se adueñó de mí y traté de huir, pero al darme la vuelta descubrí que aquellas formas aterradoras estaban por todas partes, y las caras de las que tenía más cerca me infundieron un espanto inefable, pues sus ojos, y algo en la expresión de su cara, aunque no en la forma, eran humanos. Me encontraba completamente sola en un mundo terrible poblado por leones monstruosos. Haciendo un esfuerzo por recobrar la serenidad, volví a alzar el vuelo, pero mientras pasaba entre aquella afluencia de monstruos, me di cuenta de que no eran conscientes de mi presencia. Apoyé las manos incluso, al pasar, en la cabeza y la melena de unos cuantos, pero no dieron muestra alguna de verme o de notar que los habían tocado. Al cabo llegué a las puertas de un gran pabellón que no parecía construido por manos humanas, sino por la propia naturaleza. Las paredes eran sólidas, y sin embargo estaban formadas por una apretada hilera de árboles, a modo de columnas; y el techo lo formaba un denso follaje, a través del cual no se filtraba un solo rayo de luz del exterior. La luz que había era tenue y parecía surgir del suelo. Me encontraba sola en el centro del pabellón, contenta de haberme alejado de aquellas bestias horribles y de su implacable mirada.

Advertí que la luz nebulosa de aquel sitio se iba concentrando en un foco situado en la pared de columnas que quedaba frente a mí. Fue aumentando, ganando intensidad y después se expandió, revelando mientras lo hacía una serie de imágenes en movimiento que semejaban escenas representadas para mí. Pues las figuras de esas imágenes estaban vivas y se movían delante de mis ojos, aunque no escuché ninguna palabra ni sonido. Y esto es lo que vi. En primer lugar, apareció un texto en la pared del pabellón: «Esta es la historia de nuestro mundo». Mientras las miraba, estas palabras parecieron hundirse en la pared del mismo modo que habían surgido de ella un momento antes, y dieron paso a una sucesión de imágenes, difusas al principio, pero después claras y vívidas como escenas reales.

Primero contemplé a una mujer hermosa, con el rostro más dulce y la figura más perfecta que pueda imaginarse. Vivía en una cueva entre las montañas en compañía de su marido, quien también era de una belleza extraordinaria, más propia de un ángel que de un hombre. Daban la impresión de ser muy felices juntos, y su morada era como el Paraíso: todo belleza, reposo y luz del sol. Esta imagen también desapareció, igual que el texto. Y acto seguido, apareció otra: el mismo hombre y la misma mujer conduciendo juntos un trineo tirado por renos a través de campos de hielo, rodeados de nieve, glaciares y grandes montañas envueltas en un velo de niebla. El trineo avanzaba veloz y sus ocupantes hablaban alegremente entre ellos, a juzgar por su sonrisa y el movimiento de sus labios. Pero lo que más me sorprendió fue que llevaban entre ellos, o más bien en sus manos, una reluciente llama, cuyo fervor sentí reflejado en mis mejillas. El hielo de alrededor se iluminó con su brillo. La niebla que cubría las montañas nevadas captó su resplandor. Sin embargo, a pesar de lo intensos que eran la luz y el calor que desprendía, no parecían quemar o deslumbrar ni al hombre ni a la mujer. También esta imagen, que con su belleza y su resplandor me había causado una profunda impresión, desapareció como la anterior.

A continuación, vi a un hombre de apariencia terrible ataviado con ropa de mago y solo en un risco de nieve. Encima de él, suspendido en el aire como una libélula, había un espíritu maligno con cabeza y rostro humanos. El resto de su cuerpo recordaba la cola de un cometa, y parecía hecho de fuego verde, oscilando a un lado y a otro como mecido por el viento. Mientras lo contemplaba, vi de pronto, por un hueco entre las montañas, el paso del trineo, llevando a la bella mujer y a su marido; y en ese mismo momento también los vio el mago, y su cara se crispó, y el espíritu maligno descendió y se interpuso entre él y yo. La imagen desapareció entonces absorbida por la pared.

Lo siguiente que vi fue la misma cueva entre las montañas que había visto antes, y a la hermosa pareja junta en su interior. De repente una sombra oscureció la entrada de la cueva, y allí estaba el mago, preguntando si podía pasar. Ellos lo invitaron alegremente a entrar, y cuando el mago se acercó con sus ojos de serpiente fijos en la encantadora mujer, comprendí que deseaba tenerla para él solo, y que en ese preciso momento estaba planeando la forma de llevársela. El espíritu que flotaba a su lado parecía ocupado en sugerirle ardides para conseguirlo. En ese momento la imagen se fundió y se volvió borrosa, dando paso a otra en la que se veía al mago llevándose a la mujer en brazos, mientras ella forcejeaba y lloraba, con su melena larga y brillante ondeando a su espalda. Esta escena se desvaneció como si un viento la hubiera arrastrado, y surgió en su lugar una imagen que me impresionó más vivamente que las otras, por la acusada sensación de realidad que transmitía.

Representaba un mercado, en medio del cual había un montón de leña y una estaca, tal como se utilizaban antes para quemar a herejes y brujas. El mercado, rodeado por filas de asientos como si se esperase una gran concurrencia de espectadores parecía, no obstante, totalmente desierto. Solo había allí tres seres vivos: la atractiva mujer, el mago y el espíritu maligno. Sin embargo, tuve la impresión de que los asientos estaban ocupados en realidad por espectadores invisibles, pues de vez en cuando se advertía una agitación en la atmósfera como la que produce una gran multitud; a lo que se añadía, además, la sensación de encontrarme frente a muchos testigos. El mago condujo a la mujer a la hoguera, la ató con cadenas de hierro, encendió la leña a sus pies y se retiró unos metros, donde se quedó plantado con los brazos cruzados, mirando cómo las llamas la engullían. Di por sentado que ella había rechazado su amor, y que movido por la ira la había denunciado por bruja. En el fuego, por encima de la hoguera, vi entonces al espíritu maligno sobrevolándola como una mosca: subiendo, bajando y revoloteando en la espesa humareda. Mientras me preguntaba qué podía significar aquello, las llamas que habían ocultado a la hermosa mujer se abrieron por la mitad, revelando una visión tan aterradora e inesperada que un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza. Se me heló la sangre. Encadenada a la estaca no estaba la bella mujer que había visto antes, sino un monstruo horrendo; una mujer, sí, pero con tres cabezas y tres cuerpos unidos en uno solo. Sus largos brazos no terminaban en una mano, sino en una garra como la de un ave rapaz. Su pelo se asemejaba al de Medusa, y sus caras eran inefablemente repugnantes. Se retorcía entre las llamas, con todas sus horribles cabezas y extremidades, y sin embargo parecía que estas no la consumían. Atrapó las llamas con sus garras y las hizo bajar; su triple cuerpo pareció succionar el fuego, como si una ráfaga de aire lo empujase dentro. La escena me horrorizó. Me cubrí la cara con las manos y no quise volver a mirar.

Cuando al fin aparté las manos y levanté la vista hacia la pared, la imagen que tanto me había aterrorizado ya no estaba, y en su lugar vi al mago volando por el mundo, perseguido por el espíritu maligno y por la mujer horrenda. Parecían estar recorriendo el mundo entero. Las escenas cambiaban a una velocidad extraordinaria. A veces la imagen resplandecía con la riqueza y la magnificencia de la zona tórrida, otras hacían su aparición las banquisas nórdicas. Pero siempre las mismas tres figuras por los aires, siempre la arpía tricéfala persiguiendo al mago y, junto a ella, el espíritu maligno con alas de libélula.

Esta sucesión de imágenes terminó al fin, y contemplé una región desolada, en mitad de la cual estaba sentada la mujer, con el mago a su lado y la cabeza de este apoyada en su regazo. O bien la presencia de la mujer se había convertido en algo familiar para él y, por tanto, menos aterradora, o bien ella lo había subyugado con un hechizo. Sea como fuere, se habían apareado al fin, y sus hijos estaban esparcidos a su alrededor, sentados en el suelo de piedra o moviéndose de aquí para allá. Eran leones, monstruos con rostro humano, como los que había visto al principio de mi sueño. Goteaba sangre de sus mandíbulas, caminaban de un lado a otro, dando coletazos. Después también se desvaneció esta imagen y se la tragó la pared, como había ocurrido con las otras. Y sus contornos desdibujados formaron de nuevo las palabras que había visto al principio: «Esta es la historia de nuestro mundo». Solo que por algún motivo me parecieron distintas, pero cuál era ese motivo, no sabría decirlo. El horror de todo aquello pesaba tanto sobre mí, que no me atrevía a seguir mirando la pared.

Y desperté, repitiéndome una y otra vez la misma pregunta: ¿cómo podía una mujer convertirse en tres?