La torre encantada, del Marqués de Sade

Rodrigo, monarca de España, el más lujurioso e imaginativo en el arte de variar sus placeres, utilizaba su cetro como el arma eficaz de su tiranía. Pero le faltaba para coronar su fama de sanguinario poder decapitar a un niño de su rango. Por eso condenó sin ningún escrúpulo al único que podía satisfacer sus apetencias. No obstante, Anagilda, madre del elegido Sancho, del que Rodrigo era a la vez tío y tutor, tuvo la gran fortuna de anticiparse al complot que contra su hijo se planeaba. Al instante escapó a África, entregó a los árabes al legítimo heredero de la corona de España, les contó los planes homicidas que habían impulsado su huida, suplicó amparo y falleció, junto con el desgraciado infante, en el mismo momento que iba a ser ayudada generosamente.

Por aquellas fechas, Rodrigo ya únicamente se ocupaba de la satisfacción de sus apetitos. Y con el propósito de aumentar los motivos que alimentaban su lujuria, decidió secuestrar en su palacio a la totalidad de las hijas de sus súbditos de mayor alcurnia. Días más tarde, entre las bellas que daban unos testimonios de frescura y sinceridad a la morada putrefacta de aquel rey, Florinda, que sólo contaba dieciséis años, sobresalía entre sus hermanas de infortunio como la rosa sobre las demás llores. Era hija del conde Julián, al que Rodrigo había mandado a África para arruinar los planes de Anagilda; pero la muerte de ésta y de Sancho inutilizó la misión del conde, que pudo haber vuelto a la península de no haber sido por la hermosura de Florinda.

En el momento que el rey contempló a la deliciosa muchacha, supo que el retorno del padre obstaculizaría sus anhelos. En seguida le envió con un mensajero la orden de que siguiera en África. Después, le asaltaron las prisas por disfrutar de los placeres que se había asegurado. Y así dispuso que la bella Florinda fuese conducida a palacio, donde, más rápido en devorar manjares que en hacerse merecedor de ellos, culminó otro de sus grandes crímenes.

Sin embargo, la desesperación de la que ya no era doncella esquivó el refugio de la resignación. Pero, ignorando cómo informar a su padre sobre la afrenta que acababan de sufrir, recurrió a una sagaz alegoría de la que han dejado constancia los historiadores: confió al conde que el anillo que con tanto ahínco le aconsejó que asegurase bajo cuatro llaves, le había sido robado por el mismo monarca, el cual, habiéndose arrojado sobre ella portando una daga en la diestra, rompió la preciada alhaja cuyo deterioro irreparable jamás se podría lamentar lo suficiente, por lo que exigía una contundente represalia. Lo cierto es que la joven agonizó de angustia antes de conocer la respuesta. Mientras tanto, el conde Julián había entendido a la perfección el mensaje de su hija. Regresó a España y reunió a sus súbditos para informarles de la infamia. Todos le juraron fidelidad. De vuelta a África, el vengador hizo cómplices a los moros en el mismo empeño, basándose sobre todo en la hipótesis de que un tirano amigo de los mayores horrores no sería difícil de doblegar; además, les dibujó el rencor de los vasallos de aquel amo; resumiendo, se sirvió de todos los razonamientos propios de un ánimo cruelmente ofendido, y nadie le negó su ayuda.

El emperador Muza decidió la invasión en secreto con una pequeña expedición bélica, para cerciorarse de la validez de las afirmaciones del conde. Con estos guerreros se reagruparon los siervos encolerizados contra su rey; y todos ellos no tardaron en contar con nuevos ejércitos africanos. De una manera casi imperceptible, el sur de España se vio poblado de extranjeros. Mientras tanto, Rodrigo continuaba en sus aposentos. Por otra parte, ¿qué otra actitud podía adoptar? No disponía de los suficientes soldados, ni contaba con una ciudad fortificada, debido a que él mismo había impedido su construcción para que no sirviese de refugio a los enemigos de su tiranía sanguinaria. Y como saturación de sus desdichas, sus arcas ni siquiera guardaban una moneda de oro.

A la vez, la amenaza del moro iba en aumento, hasta que llegó el instante en que Rodrigo recordó la existencia de un viejo monumento, que las gentes llamaban la Torre Encantada, en cuyo interior se decía que podían encontrarse unas riquezas fabulosas. No lo pensó más. Marchó allí con la mayor celeridad; pero se tropezó con un portón de hierro, defendido con millares de cerraduras, en el dintel del cual se leía en caracteres griegos:

«No te aproximes si te aterra la muerte». Rodrigo no retrocedió: aquellas eran sus propiedades y no contaba con otra posibilidad para obtener dinero. Ordenó que fuese abatido el obstáculo. Y así consiguió entrar donde quería.

Pero en los primeros peldaños de la lóbrega escalera le hizo frente un coloso de aspecto horripilante, que le colocó en el vientre la punta de una espada, a la vez que le gritaba:

–¡Quieto! ¡Si pretendes entrar aquí deberás hacerlo solo!

–¡No me importa! –replicó el monarca, dejando a sus hombres–. Busco dinero o la pérdida de mi vida…

–Es posible que veas satisfecha esas dos metas –contestó el fantasma, y el portón se cerró con gran estrépito.

Rodrigo avanzó sin que el coloso, que marchaba delante, se decidiera a hablarle. Después de un descenso de ochocientos escalones, se vieron en una gran estancia que se hallaba iluminada por una multitud de antorchas. En aquel lugar estaban concentrados la totalidad de los desgraciados que habían sido reos de los caprichos del tirano.

–¿Has olvidado a estos desdichados? –preguntó el coloso–. De esta forma deberían mostrarse a los déspotas todos sus crímenes. Hazte idea de los ríos de sangre que has hecho fluir al dar rienda suelta a tus viles pasiones. Ahora con una simple orden yo podría conceder la libertad a estos desesperados, para ofrecerles tu vida como satisfacción de su venganza.

–Eres muy libre de hacerlo –replicó el rey con orgullo–. No estoy aquí para dejarme impresionar por esa amenaza.

–Acompáñame –ordenó el coloso–, pues tu audacia es similar a la enormidad de tus crímenes.

Rodrigo salió de allí para entrar en otra estancia, en la cual su guía le mostró a todas las doncellas desvirgadas por el maligno apetito de su lujuria: un primer grupo se mesaban los cabellos; un segundo estaba intentando clavarse unas dagas en el corazón; y un tercero, cuyas componentes ya se habían arrebatado la vida, flotaban en unas charcas de sangre. Entre estas infortunadas, el rey vio salir a Florinda, que apareció como aquel día que fue deshonrada.

–Tirano –dijo el hermoso espectro–, los asesinatos han invadido tu reino de feroces enemigos. Mi padre intenta vengarme, pero jamás me devolverá la pureza y la existencia, pues ambos méritos perdí por el capricho de tu lascivia. Volverás a encontrarme de nuevo, Rodrigo; pero desea que no llegue ese instante crucial, ya que se convertirá en el postrero de tu vida. Para mí ha sido reservado el honor de vengar a todas las deshonradas.

El orgulloso rey alejó la mirada y entró con su guía en una tercera estancia, donde se encontraba la pétrea representación del Tiempo. Este empuñaba un martillo con el que golpeaba el suelo a cada momento, provocando un estrépito tan horrible que la totalidad de las paredes se veían estremecidas.

–Indigno monarca –clamó la figura de piedra–, tu maléfico empeño te ha traído a estos parajes. ¡Has de ser informado que no tardarás en verte derrotado por otros países, y así pagarás tus homicidios!

De inmediato se alteró el escenario: los techos y las paredes se desvanecieron, y Rodrigo avanzó impulsado por una etérea fuerza, sin separarse de su guía, hasta llegar a las más altas cúpulas de Toledo.

–Mira tu destino –le ordenó el coloso.

El monarca vio a los ejércitos árabes librando feroz combate contra sus vasallos, y a éstos tan maltrechos que ni siquiera contaban con huidos.

–¿Cuál es tu decisión frente a este teatro auténtico? –inquirió el espectro.

–Deseo regresar al interior de la Torre –exigió el soberbio monarca–. Voy a conquistar las riquezas que oculta y, también, desafiaré, una vez más, a la suerte, pues este espectáculo no me obliga a anticipar mi fracaso.

–Acepto –dijo el coloso–; pero ten presente que te enfrentarás a terribles desafíos y no contarás con mi ayuda para animarte.

–Realizaré lo que sea necesario.

–Que así sea –replicó el guía–. No olvides que, a pesar de tu victoria y de que obtengas las riquezas que persigues, aún no se te otorgará el triunfo definitivo.

–¡Qué más da! Peor lo conseguiré si no tengo un poderoso ejército.

En un instante, Rodrigo se halló con su guía en las profundidades de la Torre, junto a la estatua del Tiempo.

–Aquí me separo de ti –advirtió el coloso mientras se desvanecía–; pide a esa figura que te indique el lugar dónde se encuentran las riquezas que persigues.

–¿Qué ruta he de seguir? –preguntó el rey Rodrigo.

–Debes bajar a los infiernos.

–Ábrelos para que entre en ellos.

El suelo comenzó a temblar hasta que se agrietó. El español impulsivo se arrojó por una de las aberturas, cayendo a más de veinte mil metros de profundidad. Se puso en pie, miró a su alrededor y se encontró junto a una laguna llameante, por la que navegaban, en embarcaciones metálicas, unos seres escalofriantes.

–¿Deseas atravesar esa masa de agua hirviente? –le gritó uno de aquellos engendros.

–¿Debo hacerlo? –preguntó el monarca.

–En efecto, siempre que andes en busca del tesoro. Lo hallarás a treinta y ocho mil metros de este lugar, más allá de los desiertos del Tinaro. Ahora te encuentras junto al nacimiento del río Agraformikubos, que es uno de los dieciocho mil que atraviesan el averno.

–Llévame a la otra orilla.

Se adelantó uno de los navíos y él saltó a la ardiente barquilla, en la que ni siquiera pudo posar los pies sin brincar por las mordeduras del calor. El bote le llevó rápidamente a tierra firme, donde también dominaba una noche lóbrega. Después, siguiendo las indicaciones del monstruo que le había ayudado a desembarcar, el monarca siguió por un sendero cubierto de brasas y por caminos delimitados por árboles en llamas, de los que comenzaron a brotar unas fieras terribles. Lentamente el sendero se fue estrechando, y él ya únicamente pudo contemplar una gruesa viga de hierro que debía utilizar como puente si quería llegar, a unos doscientos metros de donde se encontraba, a la otra zona del territorio, que se veía distanciada por precipicios de mil doscientos metros de profundidad, en el fondo de los cuales se alargaban distintos brazos del caudal de fuego. Rodrigo valoró en un momento aquel acceso escalofriante y supo cuál sería su final si llegara a precipitarse. Nada le aseguraba el éxito.

«Luego de los riesgos que he superado –se dijo–, resultaría una cobardía si no me atreviese a seguir adelante… ¡Vamos allá!».

No obstante, cuando le quedaban cien pasos, la cabeza le jugó una mala pasada: en lugar de desviar los ojos de los riesgos que le rodeaban, los miró aterrorizado… Entonces perdió el equilibrio y cayó al abismo que se abría a sus pies.

Después de unos instantes de inconsciencia, se pudo levantar, sin entender cómo podía seguir vivo, y se dijo que si su caída había tenido un final tan feliz sólo podía deberse a la colaboración de un poder mágico. Recuperó su capacidad mental, y el primer motivo que atrajo su interés fue un pedestal de mármol negro, en él pudo leer: «Animo, Rodrigo, tu caída era imprescindible. El puente que no has llegado a superar es el signo de tu existencia. El hombre noble alcanza su destino sin enfrentarse a las calamidades, mientras que los homicidas, como tú, perecen. Continúa tu camino, no obstante, ya que tu arrojo y tu codicia te empujan. Nada más que te encuentras a doce mil metros de las riquezas. Camina seis mil hacia el norte de las Pléyades y la otra mitad frente al rostro de Saturno».

El monarca anduvo por las orillas de la corriente de llamas que serpenteaban de mil formas diferentes por aquella llanura estrecha. Una de sus curvas tortuosas le hizo detenerse en un lugar límite: el camino era imposible de continuar. Entonces, apareció un león terrorífico…

–Permíteme que atraviese este fuego sobre tu lomo –pidió a la bestia; al momento, ésta se posó a los pies del tirano, que la utilizó como montura sin ningún temor; y, en seguida, saltaron al río y llegaron a la orilla opuesta.

–Te he pagado bondad por maldad –añadió la fiera al marcharse.

–¿Qué estás diciendo? –preguntó Rodrigo.

–En mi figura se refleja el más mortífero de tus rivales. Tú me has acosado en el mundo y yo acabo de ayudarte en los infiernos… Tirano, en el caso de que logres mantener tus dominios, ten presente que un monarca sólo merece serlo cuando siembra la dicha entre sus súbditos, ya que el Eterno le ha situado sobre el resto de los humanos para que los socorra y no para que los transforme en juguetes de sus iniquidades.

–Rey de las bestias –exclamó Rodrigo–, estoy en la tierra para regalarme con esas pasiones que tú me reprochas, pues me resultan muy satisfactorias. ¿Quién soy yo para oponerme a mi naturaleza?

–¿Acaso desconoces lo que te aguarda en la otra existencia?

–¡Me trae sin cuidado! Es mi deber enfrentarme hasta al peor de los desafíos.

–Pues sigue tu destino, pero nunca olvides que tu meta se encuentra bastante próxima.

El monarca se puso en camino. No tardó en dejar atrás las orillas del río llameante, se adentró por una senda angosta, encajonada, entre rocas agudísimas cuyas cúspides perforaban las nubes; mientras, continuamente, se desplomaban enormes peñascos ante él, poniendo en peligro su supervivencia y cerrándole el paso. Se enfrentó a todos estos riesgos, y alcanzó, por fin, un valle extenso en el que la inexistencia de un sendero ponía freno a su angustiosa caminata. Deshecho por el agotamiento, la sed y el hambre se abandonó sobre un montón de arena. Luego, olvidándose de su soberbia, suplicó ayuda al coloso que le había guiado hasta los abismos que formaban el subsuelo de la Torre. Súbitamente, surgieron ante él seis calaveras humanas y un manantial de sangre manó bajo sus pies.

–¡Asesino! –vociferó una garganta desconocida sin que fuera capaz de identificar al ser que la poseía–, sírvete en el averno de los alimentos con los que te sacias en el mundo.

Al momento el altanero español se incorporó para reanudar su camino. Mientras, el río de sangre le seguía, aumentando su caudal progresivamente, y convirtiéndose en una ruta a tomar como rumbo en aquellos páramos desolados. Muy pronto empezaron a surgir sombras peregrinas sobre la roja superficie… y él las reconoció, ya que pertenecían a las deshonradas que había encontrado en las profundidades de la Torre Encantada.

–Este cauce de sangre es obra de tus crímenes –vociferó una de ellas–. Tirano, fíjate cómo nadamos en el líquido que nos daba la vida… ¿Por qué lo rechazas como bebida si en el mundo te gustaba hasta embriagarte? ¿Es que aquí te has vuelto más refinado que en medio de la maligna voluptuosidad de tu corte?

De pronto, unas serpientes de fabulosas proporciones brotaron del fondo del río y se incorporaron a los tenores nacidos de las sombras fantasmagóricas que sobrevolaban la superficie.

A lo largo de dos jornadas completas, Rodrigo estuvo bordeando aquellas orillas sangrientas, hasta que, por último, bajo la luz de un débil atardecer, descubrió el límite del valle. Lo cerraba un volcán descomunal y parecía irrealizable poder llegar al otro lado. A medida que se acercaba, le rodearon ríos de lava, contempló las más gigantescas piedras erupcionadas por el cráter, que se alzaban sobre las nubes. Pronto quedó vestido de cenizas, a la vez que era imposible seguir avanzando. Frente a este nuevo obstáculo, el monarca español invocó a su guía:

–Supera la montaña –aconsejó la voz que le había hablado anteriormente–, y hallarás unas criaturas con las que te resultará fácil entenderte.

¡Cuántas dificultades! Aquella cumbre en llamas, que vomitaba peñascos y fuego, parecía tener una altura cercana a los dos mil metros. La totalidad de sus caminos se veían delimitados por abismos inundados de lava. El rey de España hizo un cálculo visual de lo que le faltaba y, sirviéndose de un arrojo casi suicida, llegó al punto indicado. Todo lo que haya podido ser escrito queda empalidecido frente a las atrocidades que contempló Rodrigo. La entrada de aquel precipicio alucinante alcanzaba unos cincuenta metros de diámetro. Sabiendo que llovían rocas descomunales que le podían aplastar, abandonó aquel horno terrible y, encontrando al otro lado una suave cuesta, bajó por ella con la mayor velocidad. Entonces, se vio rodeado por unas manadas de bestias de formas pavorosas.

–¿Qué buscáis? –preguntó el monarca–. ¿Habéis venido para cumplir la misión de guías o para frenar definitivamente mi camino?

–Todos representamos tus pasiones homicidas –gritó un leopardo gigantesco–, las cuales te dominaban impidiendo que adivinaras sus consecuencias. Precisamente una de ellas te ha traído a estos parajes infernales donde nunca entró mortal alguno. Continúa hasta donde te conduce tu codicia; pero encontrarás otros rivales más poderosos que nosotros, frente a los que quizá acabes siendo derrotado. ¡Avanza, tirano, no dudes en atravesar el valle, pues todavía te faltan cuatro mil metros! Entonces sabrás lo que te aguarda al final…

–¡Mal veo mi suerte! –exclamó Rodrigo–, ¡Cómo recuerdo los mensajes de mis peores instintos, que me adulaban y me horrorizaban, por épocas, y a los que obedecía sin entenderlos!

El monarca caminó por un sendero bajo que le llevó, casi sin darse cuenta, ante la boca de una sima. En este punto, halló una inscripción que le empujó a entrar. No obstante, cuanto más adelantaba por aquel lugar, el sendero se iba estrechando a su alrededor. Al final, nada más que encontró ante él un pasillo de un metro de ancho, erizado de dagas. También éstas aparecían en el techo, y sus puntas afiladas le presionaban, hasta herirle. Su propia sangre le bañó todo el cuerpo. El ánimo ya se le debilitaba, cuando unas palabras tranquilizadoras le invitaron a seguir avanzando:

–Estás a punto de localizar el tesoro. Lo que pretendas hacer con éste es cosa tuya. Si las heridas del arrepentimiento te hubiesen maltratado en el momento que te envenenaban los halagos, seguro que ahora tendrías las arcas a rebosar. Continúa avanzando, hasta que no se cuente que tu soberbia te ha dejado y que ya ignoras el significado del valor. Éstos son los únicos méritos que te restan.

Rodrigo descubrió una zona de luz, el pasillo se hizo más ancho, dejó de hallarse bajo la amenaza de las dagas y se vio en la salida de la gruta. En este punto encontró una rápida corriente, en la que se hacía necesario contar con una embarcación. Localizó una canoa y no dudó en utilizarla. Seguidamente, unos momentos de tranquilidad vinieron a calmar sus desdichas, ya que el cauce por el que navegaba se encontraba sombreado por árboles de frutos apetitosos: uvas de moscatel, naranjas, melocotones, higos, ananás y cocos se ofrecían al alcance de sus manos. No desperdició el fresco alimento; al mismo tiempo, le regalaban los oídos la sinfonía de un millar de aves distintas, que volaban entre la espesura. Sin embargo, debido a los escasos goces que se le habían reservado aún tenían que combinarse con pesares sanguinarios, resultó lógico que la canoa alcanzase una velocidad inusitada. De pronto, surgió la amenaza de una catarata de altura abismal, y Rodrigo comprendió la causa de la rapidez con que estaba siendo transportado. Casi no disponía de tiempo suficiente para detenerse a pensar antes de que la embarcación se precipitara a más de mil metros de profundidad. Y allí volvió a escuchar la voz que ya le era conocida:

–¡Rodrigo, acabas de contemplar la denuncia de tus placeres homicidas, que crecían ante ti igual que esos frutos que durante un momento te han servido de alimento! Pero, ¿dónde te han conducido esos placeres? Monarca orgulloso, compruébalo: has caído, como la canoa, en un averno de martirio, que únicamente superarás para volver a desplomarte en seguida. Ahora prosigue el sendero tenebroso encajonado entre esas dos montañas, cuyas cimas desaparecen entre las nubes. En el otro extremo del desfiladero encontrarás lo que deseas.

–¡Oh, divina providencia! –exclamó Rodrigo–. ¿Vas a someterme durante toda la vida a este cruel rastreo?

Tenía la sensación de que habían transcurrido mil años desde que llegó a las entrañas de la tierra, a pesar de que sólo llevaba allí una semana. Pero el cielo, que no había cesado de contemplar desde que abandonó la caverna, se cubrió con las gasas más tétricas, alucinantes relámpagos rasgaron las nubes, y bramó el trueno, con lo que su estrépito se multiplicó en las altas cumbres que custodiaban el camino por el que se movía el monarca español. Continuamente las llamas del cielo, al incidir sobre las rocas, hacían caer inmensos peñascos que rodaban a los pies del infortunado Rodrigo; y una granizada terrible vino a unirse a tantos cataclismos. Millares de fantasmas, a cual más terrorífico, descendieron de las nubes llameantes para sobrevolarle, dándole cerco; y cada una de estas amenazas continuó ofreciéndole el reflejo de sus víctimas.

–Nos seguirás contemplando bajo mil formas distintas –amenazó una de ellas–, ¡y acudiremos a rasgarte el corazón para que lo devoren las furias!

La tormenta iba en aumento. A cada instante se desprendían de la bóveda celeste torbellinos llameantes; mientras, el horizonte se veía rasgado por relámpagos que estallaban y que se cruzaban en todas las direcciones. A derecha y a izquierda la tierra paría trombas de fuego, que se alzaban por los cielos y caían formando chubascos hirvientes. Nunca los elementos encorajinados ofrecieron unos terrores más sobrenaturales.

Guarecido tras una roca, Rodrigo se enfrentó a Dios sin suplicar ni arrepentirse. Se puso en pie, echó una mirada a su alrededor, acusó un escalofrío en medio de tantas catástrofes, y creyó que únicamente había motivos para proferir sus blasfemias:

–Criatura ilógica y sanguinaria, ¿cómo te atreves a acusarme cuando tu voluntad me muestra tanto caos y tantos cataclismos? Pero ¿dónde me encuentro y qué me espera sumergido en estas tinieblas?

–Fíjate en ese águila posada en el peñasco que utilizas como parapeto –gritó la voz que se había acostumbrado a escuchar–. Alcánzala, súbete en ella y serás conducido hasta donde ambiciona tu codicia.

El rey español lo hizo así, y a los pocos minutos se hallaba siendo transportado por el aire.

–Rodrigo –dijo el pájaro que le llevaba–, fíjate si tu vanidad se corresponde con la realidad… Allí abajo se te ofrece el mundo entero. Contempla la pequeña porción del globo en la que gobernabas. ¿Valía la pena que te ensoberbeciera tu poder?

Con esta pregunta, el águila se posó en una de las cimas más altas de Asia.

–Ya estamos a cuatro mil metros del lugar donde te recogí –anunció el celeste cómplice de Júpiter–. Desciende por tu propio pie, pues en la base de la montaña se halla lo que deseas.

Y se alejó al instante. Rodrigo empleó bastante tiempo en abandonar aquella pared escarpada, para encontrarse frente a una cueva cerrada por una puerta enrejada, la cual estaba defendida por seis colosos de unos quince pies de estatura.

–¿Qué buscas aquí? –preguntó uno de los cancerberos.

–El tesoro que debe ocultarse en esa gruta.

–Antes has de vencernos a todos –replicó el coloso.

–Tal empresa no me intimida. ¡Ordena que se me equipe para el combate!

En seguida unos siervos armaron a Rodrigo, que atacó sin más pérdida de tiempo. Al primero le bastaron unos minutos para abatirle; le arremetió el segundo, y lo venció de la misma manera. Le llevó dos horas conseguir la victoria sobre todos sus rivales.

–Tirano –gritó la voz conocida–, disfruta de tus postreros laureles, ya que los triunfos que te aguardan en España no resultarán tan gozosos como éstos. Tu suerte ha sido óptima. ¡Ya es tuyo el tesoro de la gruta, pero únicamente te brindará la ruina!

–¿Es que se me ha permitido vencer para acabar derrotado?

–Basta de rastrear en la voluntad del Eterno, que siempre es inalterable. Confórmate con conocer que las fortunas insospechadas jamás suponen para el hombre otra cosa que el anuncio de sus infortunios.

La caverna se abrió, y en su interior Rodrigo encontró infinidad de riquezas. Súbitamente, un leve sopor se apoderó de sus sentidos. Y al volver a la realidad, se encontró frente a la entrada de la Torre Encantada, teniendo cerca a sus vasallos, y quince vagones repletos de oro. Abrazó a sus fieles, les dijo que nadie sería capaz de imaginar todo lo que él acababa de sufrir, y terminó queriendo saber cuánto tiempo había estado ausente.

–Trece días –le respondieron.

–¡Oh, justicia divina! –exclamó el monarca–. Creí que llevaba ahí dentro más de cinco años.

Nada más proferir esta frase, montó en un caballo andaluz y cabalgó hacia Toledo. Pero, en cuanto se había distanciado unos cien metros de la Torre, escuchó un estruendo pavoroso. Se dio la vuelta, y vio como aquel viejo monumento se proyectaba por los aires como una saeta; seguidamente, él también voló a su palacio. No debía perder más tiempo, ya que en todas las provincias las puertas de las ciudades se estaban abriendo ante el ímpetu del moro. Recinto un poderoso ejército, cabalgó a su frente, encontró al enemigo en las cercanías de Córdoba, arremetió contra ellos y se entabló un combate que se prolongó durante ocho días. Fue el más sangriento que se hubiera conocido en las dos Españas. En veinte ocasiones la caprichosa victoria pareció sonreír a Rodrigo, y en otras tantas se burló de él cruelmente. Al atardecer de la última jornada, en el instante en que habiendo reorganizado a su tropa, se hallaba dispuesto a cosechar el triunfo definitivo, hizo su presencia un valiente que desafió al monarca a librar un duelo a muerte.

–¿Cómo te atreves a buscar ese honor? –preguntó el rey español.

–Soy el jefe de los moros –respondió el héroe–, ¿Acaso la vida de los súbditos de un país ha de sucumbir por la codicia de sus amos? Si los monarcas combatiesen entre ellos cuando sus rivalidades se enconan, seguro que las guerras serían muy cortas. Elige campo, español soberbio, y mide tu lanza con la mía. El vencedor gozará de las mieles del triunfo definitivo. ¿Lo aceptas?

–Sí. Considero más favorable luchar contra un solo rival, como tú, que continuar enfrentándome a esa marea incontable de africanos.

–¿No me tienes por un enemigo peligroso?

–Nunca vi a un guerrero menos dotado.

–Te diré que me has vencido otra vez, Rodrigo, pero no te encuentras en el día de tu victoria. Lejos quedan los tiempos en los que te regalabas con malignas voluptuosidades, que desafiabas derramando la sangre de tus siervos y arrebatando el honor a sus hijas.

Al final de estos reproches, los dos contendientes eligieron sus respectivos terrenos; mientras los ejércitos mantenían su atención fija en ellos. Se acercaron el uno al otro, pelearon con empeño, se asestaron mandobles furiosos; y, por último, Rodrigo mordió el polvo.

–Mira quien te ha derrotado, tirano, antes de agonizar –anunció el triunfador alzando su casco.

–¡Maldita seas! –gritó el monarca vencido.

–Estás temblando, cobarde. ¿Has olvidado que te advertí que volverías a ver a Florinda en el postrer momento de tu existencia? El cielo ofendido por tus crímenes me ha concedido el derecho de abandonar a los muertos para castigarte. ¡Contempla cómo a la que robaste su honra ahora destruye tu vanidad y tu lujuria! ¡Muere, oh príncipe desgraciado! ¡Qué en ti vean los reyes del mundo que sólo la virtud respalda el poder, y que el abuso de autoridad halla, tarde o temprano, un castigo implacable!

Nada más que Rodrigo expiró, los españoles huyeron, con lo que los árabes dominaron la totalidad de las provincias. Fue ésta la época en la que se adueñaron de casi toda la península. Hasta que una revolución más cercana a nuestro presente, originada por un crimen similar, les arrojó para siempre del territorio conquistado.