Una habitación puede ser demasiado pequeña para tres, aunque uno esté fuera, de Ambrose Bierce

En una pequeña cabaña de leños compuesta por una sola habitación, escasa y toscamente amueblada, había una mujer sentada en el suelo, con la espalda apoyada en una de las paredes, que aferraba contra su pecho a un niño. Fuera, en todas las direcciones, se extendía durante muchas millas un bosque denso e ininterrumpido. Era de noche y la habitación estaba a oscuras: ningún ojo humano hubiera podido discernir a la mujer y el niño. Sin embargo, eran observados estrecha y vigilantemente, sin que por un instante se relajara la atención; y este es el hecho sobre el cual gira la presente narración.

Charles Marlowe era de esa clase de pioneros del bosque que ha desaparecido ya en este país: hombres que encontraban su ambiente más aceptable en las soledades selváticas que se extendían a lo largo de la pendiente oriental del valle del Mississippi, desde los Grandes Lagos hasta el golfo de México. Durante más de cien años, generación tras generación, aquellos hombres fueron avanzando hacia el oeste con el rifle y el hacha, reclamando aquí y allí a la naturaleza y a sus hijos salvajes unos acres aislados para arar, que tan pronto habían reclamado como tenían que entregar a sus sucesores, menos aventureros pero más prósperos. Al final, atravesando el borde del bosque, llegaron a campo abierto y se desvanecieron como si se hubieran caído de un risco. El pionero de los bosques ya no existe; el pionero de las llanuras —aquel cuya fácil tarea consistió en dominar y ocupar dos terceras partes del país en una sola generación— es una criatura distinta e inferior. Compartiendo con Charles Marlowe, en las extensas soledades, los peligros, durezas y privaciones de aquella vida extraña y poco provechosa, estaban su esposa y su hija, a quienes se sentía apasionadamente unido, como era habitual entre los de su clase, para quienes las virtudes domésticas eran una religión. La mujer era todavía lo bastante joven como para resultar bonita, y el aislamiento terrible de su destino le era tan nuevo que aún podía sentirse alegre. Manteniendo una gran capacidad para ser feliz, aunque las satisfacciones simples de la vida en el bosque no pudieran llenarla, el cielo la había tratado honorablemente, pues sus necesidades se veían abundantemente provistas con las tareas ligeras de la casa, su hija, su esposo y algunos libros absurdos.

Una mañana de mediados de verano, Marlowe cogió el rifle que estaba colgado de la pared, por medio de unos ganchos de madera, dando a entender su intención de salir a cazar.

—Tenemos suficiente carne —le dijo la esposa—. No salgas hoy, por favor. ¡Anoche tuve un sueño terrible! No puedo recordarlo, pero estoy casi segura de que si sales sucederá en realidad.

Resulta doloroso confesar que Marlowe recibió aquella afirmación solemne con menor gravedad de la que correspondía a la naturaleza misteriosa de la calamidad presagiada. Para ser sinceros, se echó a reír.

—Intenta recordar —le dijo—. Quizá soñaste que Baby había perdido la facultad de hablar.

Aquella conjetura se la había sugerido, evidentemente, el hecho de que Baby, aferrándose al borde de la capa de caza del padre con sus diez deditos gordinflones, expresaba en ese momento lo que le provocaba la situación con una serie de exultantes «gu-gus» inspirados por el gorro de piel de mapache del padre.

La mujer cedió: como carecía de sentido del humor, no pudo ofrecer resistencia a las bromas amables de su marido. Por tanto, después de besar a la madre y a la hija, salió de la casa cerrando para siempre la puerta a la felicidad.

Al caer la noche no había regresado. La mujer preparó la cena y aguardó. Después acostó a Baby y le cantó suavemente hasta que se durmió. Para entonces, el fuego del hogar sobre el que había cocinado la cena se había apagado y la habitación estaba iluminada por una sola vela. La colocó en la ventana abierta como señal de bienvenida al cazador, por si acaso se aproximaba por ese lado. Precavidamente había cerrado y colocado la barra en la puerta contra los animales salvajes que pudieran preferirla a una ventana abierta; en cuanto a las costumbres de los animales de presa de entrar en una casa sin ser invitados, no estaba bien informada, pero con auténtica previsión femenina había considerado la posibilidad de que lo hicieran por la chimenea. Conforme avanzaba la noche no fue sintiéndose menos ansiosa, pero sí más somnolienta, y finalmente apoyó los brazos en la cama junto a la hija y reposó la cabeza sobre ellos. La vela de la ventana se quemó hasta el candelero, chisporroteó y llameó un momento y se apagó sin que nadie la viera, pues la mujer dormía y estaba soñando.

En el sueño se encontraba sentada junto a la cuna de una segunda hija. La primera había muerto. El padre había muerto. La casa del bosque se había perdido y el lugar donde vivía no le resultaba familiar. Tenía unas pesadas puertas de roble que estaban siempre cerradas, y por el lado exterior de las ventanas, incrustadas en los gruesos muros de piedra, había barras de hierro que evidentemente (así lo pensó ella) estaban puestas contra los indios. Todo aquello lo percibió con una infinita piedad hacia ella misma, pero sin sorpresa: una emoción que resulta desconocida en los sueños. El cobertor impedía ver a la niña que estaba en la cuna, pero algo le impulsó a apartarlo. Lo hizo así y quedó al descubierto el rostro de un animal salvaje. Despertó del sueño con el sobresalto de aquella revelación temible temblando en la oscuridad de su cabaña del bosque.

Recuperando lentamente el sentido de lo que la rodeaba realmente, tocó a la niña real y se aseguró de que respiraba y estaba bien; pero no pudo evitar pasarle ligeramente una mano por el rostro.

Después, movida por algún impulso que probablemente no habría podido explicar, se levantó, tomó en sus brazos al bebé dormido y lo apretó contra el pecho. La mujer se dio entonces la vuelta hacia la pared junto a la que se encontraba la cabecera de la cuna y, al levantar la mirada, vio dos objetos brillantes que producían un resplandor verde-rojizo en la oscuridad. Los tomó por dos carbones del hogar, pero al recuperar el sentido de la dirección cobró conciencia, con inquietud, de que no se encontraban en esa zona de la habitación, sino que estaban demasiado elevados, casi al nivel de su mirada… de su propia mirada. Pues eran los ojos de una pantera.

El animal se encontraba en la ventana abierta que tenía enfrente, a menos de cinco pasos. Lo único que podía verse eran aquellos ojos terribles, pero en el tumulto angustiado de sus sentimientos, cuando comprendió la situación, supo que el animal se encontraba apoyado en sus cuartos traseros, con las patas delanteras sobre la repisa de la ventana. Aquello significaba un interés maligno y no una simple gratificación de una curiosidad indolente. La conciencia de su actitud fue un horror añadido que acentuó la amenaza de aquellos ojos terribles, en cuyo fuego firme se consumieron totalmente la fuerza y el valor de la mujer. Mientras se interrogaba a sí misma en silencio, se estremeció y se sintió enferma. Le fallaron las rodillas y gradualmente, tratando de evitar instintivamente un movimiento repentino que provocara a la bestia a lanzarse sobre ella, fue agachándose, se apoyó en la pared y trató de proteger al bebé con su cuerpo tembloroso sin apartar la mirada de las esferas luminosas que la estaban matando. En su dolor, ni siquiera pensó en la llegada de su esposo: no tenía ninguna esperanza o sugerencia de que pudiera escapar o la rescataran. Su capacidad de pensar y sentir se había reducido a las dimensiones de una sola emoción: el miedo al salto del animal, al impacto de su cuerpo, al golpe de sus grandes patas, al contacto de sus dientes en la garganta, que devorara a su bebé. Totalmente inmóvil y en absoluto silencio, aguardó su destino mientras los momentos se convertían en horas, en años, en eras; pero durante todo aquel tiempo los ojos diabólicos mantuvieron la vigilancia.

Al regresar tarde a su cabaña aquella noche, con un ciervo sobre los hombros, Charles Marlowe intentó abrir la puerta, pero esta no cedió. Llamó y no obtuvo respuesta. Dejó el ciervo en el suelo y rodeó la cabaña para dirigirse a la ventana; al dar la vuelta a la esquina creyó oír el sonido de unos pasos sigilosos y unos crujidos en el matorral del bosque, pero eran demasiado ligeros para estar seguro de ello, a pesar de que su oído era muy fino. Se acercó a la ventana y se sorprendió al encontrarla abierta, pero pasó una pierna por encima de la repisa y entró en la cabaña. Todo era oscuridad y silencio. Se abrió camino hasta el hogar, encendió una cerilla y prendió una vela. Miró entonces a su alrededor y vio a su esposa acobardada en el suelo, apoyada en la pared, aferrando a la niña. Cuando corrió hacia ella, esta se levantó y rompió a reír, con una risa prolongada, fuerte y mecánica, desprovista de alegría y de sentido: ese tipo de risa que se asemeja al rechinar metálico de una cadena. Sin darse cuenta de lo que hacía, extendió los brazos hacia ella. Seguía sosteniendo el bebé, pero estaba muerto: la fuerza del abrazo de la madre había sido mortal.