El mejor de los mundos, de Ion Hobana

Recostado sobre la mesa de operaciones, el astronauta aparecía todavía más masivo de lo que el profesor recordaba haber visto en las fotografías y películas de los periódicos y la televisión.
No tan solo más masivo, sino también más apuesto. La larga hipotermia le daba la dureza y aspecto noble del mármol; unas sombras violetas surcaban su rostro exangüe, con los párpados cerrados.

¿De qué color serían sus ojos? ¿Negros? ¿Grises?

El profesor se colocó sus lentillas y se acercó al cuerpo inanimado. Todas las dudas que lo habían envuelto hasta aquel momento, como en una tela de araña, desaparecieron de repente: aquel enfermo no era más que un caso entre tantos otros con los que se había encontrado a lo largo de su carrera médica. Un hombre clínicamente muerto. Un hombre al que iba a devolver la vida. Su asistente pulsó un conmutador y la luz descendió lentamente. La mesa de operaciones, pivotando sobre su eje, tomó una posición casi vertical. Parecía que el astronauta no tendría más que hacer un gesto para liberarse de las ataduras magnéticas y ponerse en pie sobre el suelo transparente.

—¡Contacto!

Un haz de chispas verdes comenzó a bailar sobre una pantalla, dibujando poco a poco los contornos del cerebro dañado. Los detalles se precisaron, muy agrandados. El profesor modificaba de tiempo en tiempo el ángulo de observación; su propio diagnóstico se unía al ya facilitado por el auscultador cibernético, que había hallado lesiones irreparables en los alrededores de los centros de la memoria.

Las células de reemplazo, irrigadas artificialmente en su cuba de vidrio, estaban dispuestas para el trasplante: reproducían exactamente las células vivas del cerebro del astronauta. Era la primera vez que se trataba de reconstruir completamente un tejido orgánico de tal complejidad.

El profesor contempló especulativamente a su paciente. Los experimentos de este tipo sólo habían sido llevados a cabo hasta el momento en animales, y no siempre habían sido coronados por el éxito. Seguían siendo necesarios todavía muchos meses de investigaciones. Meses…

En la glauca penumbra, el astronauta había perdido su aspecto cadavérico; se habría dicho que estaba sumergido en un profundo sueño reparador. Pero su corazón ya no latía. Tan solo la hipotermia lo mantenía en las fronteras de una muerte clínica… que amenazaba convertirse en cualquier momento en muerte a secas.

La recuperación se hizo esperar más tiempo del previsto. El trasplante de células había tenido un éxito superior al que habían osado imaginar, el corazón latía con un ritmo normal. Y, sin embargo, el estado del paciente permanecía estacionario. Este, al recuperar fuerzas, había solicitado un magnetófono y útiles de escritura, pero pronto había perdido todo interés. Silencioso, inmóvil, permanecía todo el día acostado en su habitación, con las persianas bajadas. Comía poco y de mala gana, no aceptando medicinas ni nuevos tratamientos.

Al cabo de dos semanas, el profesor pasó a verlo entre consultas a una hora desacostumbrada. Gordo y pesado, se dejó caer en un sillón cercano al lecho y, sin más preámbulos, declaró escuetamente:

—¡Tengo muchos reproches que hacerte, muchacho!

—Tiene usted todo el derecho a hacerlo —murmuró el astronauta, sin siquiera volver la mirada vaga que mantenía clavada en el techo—. Le debo la vida… gratitud eterna… etcétera, etcétera… Ya conozco ese estribillo.

El profesor se irguió.

—No conseguirás hacerme enfadar.

El astronauta se apoyó sobre un codo y replicó brutalmente:

—Me río de sus estados anímicos. No me interesan. Ni usted tampoco me interesa.

Esperaba la reacción del profesor. Como este guardaba silencio, se dejó caer de nuevo sobre la almohada.

—¡Qué niñería! —dijo al fin el profesor con una sonrisa que llenó de pequeñas arrugas las comisuras de sus labios. Luego, con un tono más calmado, como si hablase de cosas intrascendente como el tiempo, agregó—: En cambio, tú me interesas mucho a mí.

—Ya lo sé, ya lo sé. ¿Acaso no soy el valeroso explorador espacial que tiene en su haber el descubrimiento de cinco planetas?

—Sí, ciertamente. Pero también eres un ser humano que ha perdido los deseos de vivir. Mi ayudante está convencido de que tu apatía solo se puede explicar por la existencia de alguna lesión que aún no hemos descubierto en tus células cerebrales. Yo, en cambio, opino que…

—Tengo sueño. ¿Tendría la bondad de dejarme dormir? —interrumpió el enfermo.

¡He tomado un mal camino!, pensó el profesor, modificando su táctica.

—De acuerdo, no discutamos más. ¡Ya tengo bastante con lo que me hacen pasar los periodistas para que ahora deba que escuchar tus reproches!

—¿Ha expuesto su hipótesis a esos plumíferos? ¿Qué es lo que han hecho: revelarlas con grandes titulares o insinuar lo peor entre líneas?

El profesor se sacó del bolsillo varios periódicos de la tarde y los dejó negligentemente sobre las sábanas.

—¡Míralo tú mismo, si es que tienes ganas!

El astronauta se quedó mudo. El profesor se arrancó del sillón.

—Todavía tengo otros pacientes que visitar. Te dejo. Volveré pronto. Muy pronto.

Los diarios, desdeñados, seguían en el mismo lugar. Pero el penetrante ojo del profesor no dejó escapar el detalle de que varias hojas estaban arrugadas, como si hubiesen sido vueltas a plegar apresuradamente. En la segunda página se leía con grandes titulares: ¡ESTÁ PRÓXIMA LA RECUPERACIÓN DE NUESTRO ASTRONAUTA!

Luego, con letra más pequeña: Según las declaraciones del médico en jefe, el explorador espacial ya no corre peligro. En un próximo futuro, el héroe del espacio podrá…

—Ya es la hora de la lluvia vespertina —dijo el profesor—. La lluvia me inspiró en otro tiempo mis primeros poemas, pero ahora solo me produce un reumatismo que mis estimados colegas no logran curarme. Pero no puedo quejarme de mi suerte, porque soy víctima de mi propia imprudencia. En efecto, una mañana, durante una excursión a Venus…

—¿No tiene nada mejor que hacer, profesor, que tratar de distraerme contándome su vida? Su tiempo es precioso.

—Pero tu curación es más preciosa todavía.

—Comprendo —dijo el astronauta con una risa amarga—. ¡El creador no querría que su creación fracasase!

El profesor se sobresaltó, pero continuó contemplando con tranquilidad a través de la ventana, mirando cómo los aviones del Servicio Metereológico recogían las nubes para la lluvia del atardecer. Tras un instante de silencio, dijo, pareciendo cambiar completamente de tema:

—Una época de nuestra historia se llamó la Edad Media…

—Mi padre —ironizó el piloto— poseía una maravillosa colección de conchas que había traído de Alfa Centauro.

El profesor ignoró la interrupción:

—En aquella época habían gentes que se afanaban en crear monstruos. ¡No, naturalmente que no se trataba de una verdadera teratología científica! Se contentaban con mutilar a niños, a los que se enviaba luego a mendigar por las calles. O bien se los exhibía en las ferias como si fueran fenómenos, excitando la curiosidad de los ignorantes. Era un negocio muy lucrativo. Los que se dedicaban a él no se paraban en barras, torturando a la vez a su propia imaginación y a sus víctimas para lanzar sin cesar al mercado nuevas «maravillas».

Las nubes se extendían ahora por encima de la ciudad, como el domo irisado de una enorme medusa. Los aviones habían desaparecido. De repente se iluminó la antena del Centro Meteo, y los relámpagos surcaron zigzagueantes el cielo. Alcanzada en pleno corazón, la medusa se descompuso en millares de tentáculos de plata.

—No quería ofenderle —dijo el astronauta—. ¡Pero es que me siento tan inútil ahora! Es un verdadero complejo, mi complejo…

—¿Inútil?

—Debe saber que nací a bordo de una astronave partida para explorar los planetas de la estrella doble de Barnard. Eran aún los tiempos heroicos de los viajes espaciales. Los aparatos, sometidos a las leyes de la aerodinámica, se posaban en los planetas mismos. Todavía no disponíamos de los bloques propulsores atómicos, y nuestra velocidad de crucero causa hoy risa. La ida y el regreso costaban casi veinte años. Veinte años interrumpidos tan solo por una breve escala en un mundo inhospitalario sin el menor parecido con la Tierra. Veinte años en estado de ingravidez…

»Sí, los tiempos heroicos… el peor enemigo de los nautas del espacio no residía en los meteoritos o las radiaciones cósmicas, sino en el tiempo. La tripulación comía, dormía, hacía guardias frente a los paneles de mando… Yo creo que es de aquella época de cuando debe datar la expresión matar el tiempo, aunque los filólogos pretendan que es muchísimo más antigua.

»La astronave poseía una filmoteca, unas salas vastas y confortables, un gimnasio. En este batíamos todas las marcas terrestres de salto o de lanzamiento. Pero yo prefería, sobre todo, la conversación.

»La gente dice que los veteranos del espacio son gigantes taciturnos, con el rostro y el corazón de piedra. ¡No hay nada más falso! Yo pasaba horas escuchándolos, mientras cada uno de ellos defendía con entusiasmo su estrella o su planeta. Al término de aquellas justas verbales, los campeones enfrentados presentaban sus pruebas testificales y me tomaban como arbitro: entonces, sentado frente a una pantalla tridimensional, me deleitaba en la contemplación de las imágenes, los sonidos, los colores y los aromas de aquellos mundos de una belleza incomparable; y no me perdía ni una sola palabra de los comentarios que los acompañaban: Un bosque de cristal púrpura… La única forma de vida existente en 61 doble de Cisne.

»Allí perdimos a tres de nuestros camaradas… Las plantas carnívoras se inclinaban hacia ellaEse globo tiene una masa dieciséis veces la de Júpiter, nos costó muchas dificultades posarnos en él.

»También hablaban de la Tierra con una nostalgia que no lograba comprender. ¿Qué puede ofrecerle la Tierra a quien atormenta la sed de lo desconocido?

»Ya sé lo que me va a decir: cuna de la Humanidad, madre patria, hogar de nuestra civilización… ¡De acuerdo! Pero, ¿cómo podría habituarme jamás a vivir entre unas personas que llaman Aventura, con A mayúscula, a una vulgar excursión a Urano?

»¿Se pregunta el por qué de estas confidencias? Ahora lo sabrá.

»Todos los miembros de nuestra expedición eran especialistas en las disciplinas más diversas. Ellos me enseñaron cosmografía, astrobotánica, biofísica y las reglas del vuelo a velocidades sublumínicas. Todos estos conocimientos son necesarios para quien quiere obtener el título de explorador galáctico. Yo seguía mis estudios y esperaba sin impaciencia mi primer encuentro con Sol III, que no representaba para mí más que otra escala cualquiera.

»La repentina aparición de un enjambre de meteoritos entre las órbitas de Saturno y Júpiter nos obligó a realizar un tremendo gasto de carburante. Llegamos demasiado de prisa a las proximidades de la Tierra. Fue preciso frenar brutalmente nuestro descenso, y mi madre no sobrevivió a esta maniobra.

»Más tarde entré en la Escuela Astro-naval, debatiéndome con la continua molestia del peso de mi cuerpo, algo nuevo para mí. Pasé todos los exámenes y realicé mi año de prácticas en una base de Beta Centauro.

»Mi padre obtuvo el mando de otra expedición. Lo acompañé, abandonando sin la más mínima pena Sol III.

»No, no me interrumpa. De lo contrario, quizá no tenga el valor de continuar…

»Hemos atravesado el cosmos durante lustros, explorando decenas de sistemas solares. Yo descubrí cinco planetas. El fenómeno de la interferencia del campo magnético lleva mi nombre. Tras largas investigaciones, me puse a punto y patenté un compensador del efecto Doppler, aparato que hoy es de uso corriente a bordo de todas las astronaves. Consideraba otros proyectos, estudiando los medios más eficaces para terraformar ciertos planetas.

»Todos estos trabajos no son en la actualidad para mí sino títulos de libros desprovistos de todo significado. Ya no me acuerdo de nada, o de casi nada. Los paisajes de esos cinco planetas, el cálculo de la interferencia, el principio del compensador… ¡nada! ¡Ya nada! ¡Hasta las reglas elementales del vuelo espacial han huido de mi mente! Me he torturado el cerebro durante horas para tratar de encontrar en él algunos rudimentos de astronomía. ¡En vano! El vacío…

»Supongo que el accidente es el culpable de esto. ¡Ese maldito accidente! No cabe duda de que los centros de la memoria han sido afectados. Sería preciso que volviese a comenzar de nuevo, a partir de cero, ¡y eso es imposible! Comprenda profesor: no tengo el tiempo ni las ganas de hacerlo…

»¡Ah!, pero ya sé lo que me va a decir: aquí mismo, en la Tierra, hay una multitud de oportunidades. En todas partes seré acogido con los brazos abiertos. Me ofrecerán, por ejemplo, vigilar los invernaderos de cultivos venusianos; una readaptación de tan solo seis meses bastaría para prepararme. Y una readaptación de un año…

»No, profesor, no me tientan tales perspectivas para el porvenir. Imagine sus propias reacciones si, de un día para otro, se olvidase de toda su profesión; si le fuera imposible curar a un enfermo e imaginar nuevos tratamientos. Y eso que, usted al menos, no se encontraría en tan mal estado como yo: tendría una familia, un hogar y sería un terrestre. Mientras que yo…

»Esto es todo. Ya le he dicho lo que tenía que decirle. Ahora es su turno: estoy dispuesto a escuchar sus reproches.

El inmueble del Centro de Investigaciones Cósmicas brillaba con toda la luminosidad solar almacenada durante el día. Como una gran mariposa negra atraída por esa luz, el graviplano fue a posarse en la terraza más alta. El profesor descendió y se apresuró en dirección a la oficina del director.

—Le esperan. Haga el favor de entrar.

El profesor atravesó la antecámara, apreciando con una sonrisa interna el armonioso tono de contralto de la secretaria robot. El director, pensó, debe ser un melómano. Lo encontró en pleno trabajo. Al tiempo que seguía en una pantalla el aterrizaje de una astronave que llegaba de Marte, dictaba una respuesta al Consejo Solar y rebuscaba entre un montón de carpetas marcadas todas con las siglas luminiscentes de su Centro. Esta facultad de fijar su atención sobre varios sujetos a la vez recordaba los métodos de un general de otros tiempos, pensó el profesor. ¿Cómo se había llamado?

Efectivamente, le esperaban. El director apagó la pantalla del televisor, apartó las carpetas e interrumpió el dictado. Después ordenó a la robot melodiosa que registrase todos los informes y anotase todas las llamadas. Por fin, se volvió hacia su visitante y le preguntó solícito:

—¿Qué tal está el muchacho?

Escuchó con atención el informe del profesor, mientras su rostro se iba ensombreciendo.

—¡Hemos de hacer algo por él! —exclamó—. El Centro, con todos sus medios, está a su disposición: tanto nosotros, como toda la Unión Solar estamos en deuda con ese hombre. Él…

El profesor negó con la cabeza.

—No puedo devolverle la memoria.

—No obstante, debemos intentarlo todo.

Una hora más tarde, el director llamaba a su secretaria y le rogaba convocar a uno de sus colaboradores.

Era joven, delicado y estaba tan intimidado por la celebridad de su interlocutor, que comenzó a tartamudear mientras le exponía su teoría. Y ahora esperaba la respuesta del astronauta mientras seguía con mirada inquieta sus incesantes paseos por la habitación. El piloto se hablaba a sí mismo, con pedazos de frases casi inaudibles:

—Velocidad hiperlumínica… eso querría decir… increíble ampliación de las zonas a explorar… una puerta abierta al espacio… los sistemas de la Vía Láctea más lejanos… quizá hasta las metagalaxias…

Se detuvo bruscamente frente al joven.

—Si la práctica confirma sus teorías, su nombre quedará inscrito en los anales de la astronáutica. Le agradezco haber pensado en mí. Pero, por desgracia, mi estado de salud no me permite….

—El profesor ha dicho… —comenzó a decir el joven enrojeciendo.

—¡El profesor no se lo ha dicho todo! —le cortó el piloto, y luego, tras una corta pausa—: A menos que…

Tomó el silencio del otro por una aquiescencia.

—Bien, entonces ya sabe porque no puedo aceptar. Le hace falta un colaborador, no un peso muerto. Yo no sería capaz ni de interpretar correctamente las cifras de los cuadrantes de los aparatos.

—Comencé a trabajar en este proyecto tras haber leído su tesis sobre la interferencia del campo magnético. Es con usted, y no con otro, con quien quiero partir. Todos los ensayos son concluyentes. ¡Estamos en las vísperas de una gran aventura! Además, el profesor espera que…

Se detuvo. Los ojos del astronauta chispearon.

—¿Sí?

—Que al franquear el muro de la luz tendrá una especie de choque que tal vez le pueda despertar la memoria.

Una extraordinaria aurora boreal rutilaba sobre la pantalla semicircular. Azul, verde, rojo… los colores vibraban, palidecían, se entremezclaban sutilmente, estallaban en cascadas de chispas, en haces de rayos. Fascinado, el astronauta observaba el brillante espectáculo del que nunca había sido testigo a bordo de las naves sublumínicas.

—Nos acercamos a Lalanda 21183 —anunció el joven sabio, inclinado sobre una carta de navegación—. El planeta gravita a 0,132 unidades astronómicas de su sol. Masa relativa: 0,06. Período de revolución sobre su eje: 14 años.

El astronauta casi no le escuchaba, perdido en la contemplación de la aurora boreal cósmica.

El resultado de los análisis se demostró satisfactorio: la atmósfera no contenía ningún elemento nocivo. Los cosmonautas cambiaron sus escafandras por una combinación de melenita ignífuga, ligera y, sin embargo, más resistente que el acero.

Una vegetación lujuriosa cubría esa zona del planeta: altas hierbas, lianas, plantas trepadoras de largas raíces aéreas, árboles cuyas copas se expandían en un domo desmesurado.

El astronauta y el joven científico se abrieron con dificultad camino hacia el río que habían entrevisto antes de posarse. Un calor anonadador aplastaba el lugar. A su alrededor todo vibraba con una vida oculta: las hojas y los matorrales zumbaban disimuladamente.

¡El río! Una larga cinta gris que se deslizaba hacia un océano desconocido.

El astronauta, curioso, se acercó a la ribera. Un paso. Luego otro. Su compañero apenas si tuvo el tiempo de retenerlo: enmascarada por las hierbas, la orilla caía a pico. El agua plomiza lucía con pequeños destellos.

—¿Piensa que este río pueda ser peligroso?

—¿Debo citarle el párrafo 37 del código de exploración galáctico?: Todo líquido que no haya sido analizado según los métodos reglamentarios será considerado como nocivo. Mire…

Había tomado una rama seca y la había lanzado a la corriente. Casi no había tocado el trozo de madera la superficie del agua cuando una boca dentada, surgida de las profundidades, la atrapaba al vuelo y la engullía.

El astronauta se estremeció al pensar en todos los monstruos que se debían hallar al acecho bajo las aguas traidoramente en calma del gran río. Al mismo tiempo, su corazón se henchía de reconocimiento hacia el compañero, el amigo, que le había salvado. Era un sentimiento nuevo y exaltante para él, habituado hasta entonces a dejar el cuidado de su seguridad a la vigilancia de los robots electrónicos; a bordo de su astronave natal, prácticamente siempre había estado solo.

Cediendo al calor de su emoción, se giró con viveza hacia el joven para darle las gracias, para apretarle las manos… para darle un abrazo. Pero se encontró con su mirada preocupada, escrutadora… y el astronauta, roto el primer impulso, ya no osó decir nada.

Por otra parte, un pensamiento subconsciente no dejaba de atormentarle: el temor de no ser más que un caso, susceptible tan solo de inspirar una curiosidad despreciativa o, lo que aún era peor, la piedad.

Controló cuidadosamente su voz para decir, con una fingida indiferencia:

—En efecto, este no parece ser el lugar más ideal para disputar un campeonato de natación.

La astronave hendía el espejo tranquilo del océano que cubría el planeta.

—Sistema de Ross 614 —había anunciado el joven sabio, algunas horas antes—. Un mundo totalmente acuático, cuya revolución se cumple en quince años.

—Ross 614 —repitió el astronauta, y su frente se arrugó mientras trataba en vano de hallar algún eco perdido entre las ruinas de sus recuerdos.

—Hace treinta años usted cruzó estos parajes. Su libro de a bordo lleva la siguiente mención: «Las astronaves de exploración deberían estar estudiadas para poder navegar en cualquier elemento. ¡Es una lástima abandonar este planeta sin conocer nada de los misterios que se ocultan bajo sus aguas!».

El amnésico dio una mirada asombrada a su compañero: ¿no resultaba casi increíble que unas palabras escritas por él mismo hacía tiempo pudieran vivir todavía en la memoria de aquel joven?

Unas sombras extrañas pasaron por la pantalla. Las hubiera contemplado más detenidamente, pero la aguja del batímetro enloqueció de repente; la astronave frenó y se detuvo.

—¿Un obstáculo?

Sin responder, el joven sabio acopló la gran pantalla semicircular a un periscopio. El expiloto retuvo una exclamación. Atrapada en el cono luminoso de los proyectores, emergía de las tinieblas una fantástica ciudad submarina, con sus edificios enormes, sus domos y sus torres multiformes.

—¿Una civilización acuática?

—No. La tercera expedición del Centro ha descubierto aquí ricos yacimientos de uranio.

Los proyectores mostraban ahora el hormigueo atareado de las palas mecánicas y de las barrenas, las cintas de los conductores que llevaban al precioso mineral a unos inmensos abrigos de paredes transparentes.

Por primera vez en su vida, el astronauta se sintió orgulloso de ser uno de aquellos terrestres, que a conciencia podían afirmar: «¡Miren nuestra obra, la obra de nuestra raza!». Sintió el brusco deseo de unirse a aquellos mineros desconocidos y de trabajar codo a codo con ellos para arrancarle al océano aquellos bloques de uranio, fuente de energía de las astronaves y las fábricas de Sol III.

—Alfa de Orión, también llamado Betelgeuse. Una estrella de un volumen aproximadamente quinientas veces superior al de nuestro sol.

El joven científico se calló y apartó la vista, pero continuaba sintiendo encima la mirada insistente del astronauta, mientras ambos franqueaban, en búsqueda de cualquier traza de vida, bien poco probable en aquel desierto, las dunas de arena de violáceas sombras.

—Masa relativa: 0,1. Fuerte gravedad —volvió a decir el joven—. Atmósfera de metano y amoníaco. Mortal para nosotros.

Continuaron su camino, curvados bajo el peso de las escafandras. El sol no había desaparecido aún tras el horizonte; se elevaban tres lunas malvas.

—Descansemos un poco —dijo el expiloto.

Llegaron a un grupo de árboles coronados de penachos de hojarasca alargada y se detuvieron bajo su sombra, apoyados en sus troncos escamosos.

—El crepúsculo… —murmuró el astronauta. Y su voz, deformada por el micro del casco, temblaba.

Una cascada de luz, amatista y zafiro salpicó el cielo con su esplendor real, desde el cenit hasta el horizonte ya ahogado por las sombras.

El joven sabio suspiró.

—Debemos volver a bordo. La temperatura caerá bruscamente una vez se haya puesto el sol.

No hubo respuesta. Se volvió hacia su compañero. Aquel, de pie, inmóvil, perdido en sus pensamientos, se había quitado el casco. Su rostro parecía rejuvenecido. Se dejaba arrastrar por la amarga y mayestática poesía de aquel planeta al fin descubierto, tras una larga vida de vagabundeo cósmico.

Con algo de embarazo, y bastante de alegría y alivio, el joven se sacó el casco a su vez, respirando el olor de las palmeras, el aire seco y puro del Sahara.

«¿Lo había comprendido ya en nuestra primera escala en las orillas del Amazonas?», pensó, «¿o fue luego, en el fondo del Atlántico?».

El sol acababa de ocultarse. La Luna y los dos satélites artificiales brillaban con una luz más viva. En la repentina noche aparecieron las constelaciones.

El astronauta las contempló por un instante y luego se giró para mirar tan solo a la acogedora Tierra: su patria reencontrada.