Un cálido sueño, de Soseki Natsume

El viento golpea los altos edificios e, incapaz de atravesarlos directamente, se desvía en un instante y se abate en diagonal sobre la acera. Con la mano derecha aguanto mi bombín mientras camino. Delante de mí el conductor de un coche de caballos está esperando un cliente. Parece haber observado este estado de cosas desde el asiento del conductor y, cuando quito la mano de mi sombrero y corrijo mi postura, levanta el dedo índice. Es la señal para decir: «¿No va a subir?». No subo. El conductor aprieta el puño y se golpea el pecho furiosamente. A cinco o seis metros de distancia todavía puedo oír el sonido de sus golpes. Así es como los cocheros de Londres se calientan las manos y a sí mismos. Me doy la vuelta y lanzo una rápida mirada al cochero. Por debajo de su raído casco se proyecta su pelo espeso y canoso. Vuelve a meter el codo derecho dentro de un basto abrigo marrón que parece hecho con retales de mantas y, girando el codo hasta que está paralelo con sus hombros, se golpea ruidosamente el pecho. Es como una especie de movimiento mecánico. Me pongo a caminar de nuevo.

Todos los que pasan por la calle me adelantan. Ni siquiera las mujeres se quedan atrás. Se levantan ligeramente la falda por detrás de la cintura y caminan apresuradamente, pisando la acera estrepitosamente y con tanta ferocidad que me pregunto si sus zapatos de altos tacones resistirán. Si uno se fija, ve que todos y cada uno de los rostros van escasos de tiempo. Los hombres miran directamente al frente; las mujeres nunca miran a los lados, sino que corren resueltamente en línea recta en la dirección deseada. Su boca está bien cerrada. Sus cejas, profundamente inmóviles. Van con la nariz severamente levantada; sus rostros sólo tienen reposo de perfil. Y sus pies les llevan como una exhalación hacia sus asuntos. Su actitud parece indicar que no soportan caminar por la calle ni estar al aire libre y que tienen que esconderse bajo techo lo más rápidamente posible o sufrir una vergüenza eterna.

Mientras camino desgarbadamente, me siento un tanto oprimido de estar en esta metrópolis. Cuando miro hacia arriba, el gran cielo parece como si en algún momento del pasado hubiera sido tabicado por edificios que se elevan como acantilados a derecha e izquierda, dejando sólo una estrecha cinta residual de cielo que atraviesa de este a oeste. El color de esta cinta es gris desde la mañana, pero poco a poco se va volviendo marrón. Los edificios son, claro está, de color ceniza. Es como si, habiendo perdido el interés por la cálida luz del sol, los edificios la hubieran simplemente bloqueado a ambos lados. La ancha tierra se ha convertido en sombras en el fondo de valles claustrofóbicos, donde los segundos pisos se han amontonado encima de los primeros pisos y los terceros pisos encima de los segundos para impedir que el sol de lo alto llegue al fondo. Pequeñas personas van y vienen a lo largo de una sección del fondo, tiritando en la oscuridad. Soy la partícula más inactiva en medio de aquellos objetos que se mueven oscuramente. El viento, cogido y atrapado, barre el fondo del valle mientras lo atraviesa. Como pececitos que se escabullen entre las mallas de una red, los objetos negros se dispersan. Incluso un hombre lento como yo es finalmente empujado por este viento, y me refugio en una de las casas.

Siguiendo los largos corredores y ascendiendo dos o tres tramos de escaleras, llego a una gran puerta accionada por muelles. Apoyo ligeramente mi peso contra ella y al instante, silenciosamente, mi cuerpo se introduce en medio de una gran galería. Todo lo que está ante mis ojos tiene un brillo deslumbrante. Cuando me vuelvo, la puerta se ha cerrado de repente y me encuentro en un lugar en el que hace un calor primaveral. Para acostumbrar los ojos a la luz, parpadeo un instante. Después miro a mi alrededor. Hay mucha gente en todas partes. Pero todo el mundo está tranquilo. Todos los rostros parecen relajados. Hay aquí muchísima gente, pero, a pesar de su número, no se tiene ninguna sensación de incomodidad. Todo el mundo está a gusto con los demás. Miro hacia arriba. Encima de mí hay un gran techo abovedado, de colores voluptuosos y atractivos, que brilla con su admirable y resplandeciente pan de oro. Miro hacia adelante. El espacio que hay frente a mí termina en una barandilla. Detrás de la barandilla no hay absolutamente nada, un gran agujero. Me acerco a la barandilla, inclino ligeramente la cabeza por encima de ella y miro con curiosidad dentro del agujero. El fondo, muy por debajo de mí, está lleno de pequeñas personas que parecen pintadas en un cuadro. A pesar de su número se destacan brillantemente. Esto es lo que llaman un mar humano: blanco, negro, amarillo, azul, púrpura, rojo, todos los colores imaginables, como ondas en un gran océano, apretados unos contra otros en el fondo, allá abajo, muy lejos, y como una colección de escamas multicolores, moviéndose ligera y bellamente.

Entonces esa masa móvil desaparece súbitamente y, desde el gran techo hasta el fondo del valle, todo se vuelve oscuro. Hay allí muchos miles de personas, pero ahora están enterradas en la oscuridad, no se oye ni una sola voz. Es como si la existencia de cada persona se hubiera extinguido en esta gran oscuridad, y sombra y forma ya no existen, y hay un silencio total. Pero allá en el fondo, una sección de la parte delantera, recortada en forma de cuadrado, parece estar elevada en medio de la oscuridad y de repente ha empezado a iluminarse débilmente. Al principio pienso que no es más que un tono distinto de oscuridad, pero poco a poco se va haciendo cada vez menos oscuro. Para cuando he comprobado que realmente hay una suave iluminación, ya he vislumbrado en medio de la luz brumosa unos colores turbios: amarillo, púrpura e índigo. El amarillo y el púrpura empiezan finalmente a moverse. Agudizo mi mirada, fuerzo mis sentidos y observo sin pestañear esos objetos móviles. La niebla se aclara de pronto ante mis ojos. Allá lejos, contemplando un mar que brilla en la intensa luz, un hombre apuesto vestido con una chaqueta amarilla y una mujer con largas mangas púrpura son claramente visibles en la verde hierba. La mujer está sentada en un banco de mármol situado debajo de un olivo, mientras que el hombre está de pie a su lado y la mira desde arriba. Atraída por una cálida brisa que sopla del sur, una suave melodía llega flotando a través de las olas lejanas.

La parte superior y el fondo del agujero de repente empiezan a agitarse. La gente no ha desaparecido en medio de la oscuridad. Está mirando en la oscuridad un sueño de la cálida Grecia.