El regalo de boda, de Asataro Miyamori

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó un joven jinete furiosamente, alzándose sobre los estribos y agitando su fusta.

Era el noveno día de abril del duodécimo año de la era Tensho (1584). Acababa de tener lugar la batalla de la colina de Komaki, una de las cinco batallas más importantes de la historia japonesa, y había llegado la noticia al campamento de que habían caído Ikeda Nobuteru, señor del castillo de Ogaki en la provincia de Mino, y su hijo mayor.

Dolorido y rabioso, Terumasa, el único hijo que quedaba con vida, había montado en su caballo con la intención de romper las filas enemigas y vengar la muerte de los suyos. Dansuke, su fiel sirviente, había detenido al caballo para impedir que el impetuoso joven pusiera en peligro su vida.

Pero sus súplicas fueron inútiles. Terumasa estaba decidido y, enloquecido, golpeó a Dansuke varias veces con su fusta para obligarlo a que lo soltara.

—Ya que no atiende a razones, mi señor, es inútil que intente detenerlo. Vaya, señor, y gané popularidad a oídos amigos y enemigos por igual. Le deseo buena suerte. Deje que me encargue de su caballo para que vaya más rápido.

Dicho esto, el hombre golpeó al caballo en la grupa pero, astutamente, giró la brida del caballo hacia atrás antes de soltarlo. Como si estuviera poseído, el animal se encabritó y empezó a cabalgar en dirección opuesta a la que el amo quería ir.

—¡Demonios! —gritó Terumasa.

Intentó frenar y girar hacia un lado, pero todo fue en vano. El caballo mostró poseer más sentido que su amo, cosa que lo salvó de una muerte segura. Al final, tras acariciar suavemente el cuello del animal, Terumasa logró dar media vuelta y, justo cuando estaba dispuesto a cumplir su cometido, fue Dansuke el que, corriendo, lo detuvo otra vez.

—¿Quieres ponerme a prueba de nuevo? —gritó Terumasa—. ¡No me detengas, te digo, o lo lamentarás!

—Mi señor, mi señor —jadeó el sirviente—, le pido que se calme y que piense durante un momento. ¿A qué viene tan desesperado comportamiento?

—¿Quieres que me siente tranquilamente después de esta doble pérdida? ¿Quieres que me comporte como un hijo irresponsable y desleal? ¡Jamás! ¡Te digo que me dejes ir!

—No, no, mi señor. No le dejaré enfrentarse a una muerte segura. ¿Un solo hombre contra tantos? ¿Cree que no comprendo sus sentimientos? Los comprendo, los comprendo, pero, mi señor, ¿quién quedará para continuar con el linaje familiar cuando haya muerto intentando vengar valientemente la muerte de su honorable padre y hermano? ¿Qué será de la noble casa de los Ikeda? Si sigue el mismo camino que sus familiares hacia el otro mundo de este modo tan precipitado, ¿cree que su padre se sentirá orgulloso? Seguro que le diría: «Hijo mío, ¡no has hecho bien en seguirme!». Su afecto como hijo es admirable, pero su deseo de venganza no debería cegarle al deber que le aguarda, a la responsabilidad que le debe a su largo linaje de ilustres ancestros, a la perpetuación de su inmaculado apellido. No le pido que abandone su deseo de venganza, solo que lo posponga hasta un momento más propicio. Piense en la responsabilidad que tiene como único heredero vivo de su familia, mi señor, ahora que ni su padre ni su hermano viven. No hay duda de que llegará un momento en el que me agradecerá estas palabras. Mi señor, no se enfade, y escuche las palabras de su devoto sirviente.

Terumasa, enfadado e irritado, escuchó el largo discurso mientras intentaba liberarse con golpes y patadas. Pero Dansuke no soltó las riendas. El rostro lleno de lágrimas del sirviente conmovió al final a Terumasa, que desistió en su cometido. Viendo que no podía hacer otra cosa, dio permiso para que su sirviente retornara el caballo al establo. Allí recibió muchos pésames, pero todos estuvieron de acuerdo en que Dansuke había hecho bien, ya que no era el momento de pensar en venganzas.

Una vez restablecida la paz, los dos bandos (Tokugawa Ieyasu y Hashiba Hideyoshi) se reconciliaron, y Hideyoshi fue proclamado regente. Los viejos enemigos se convirtieron, como el que cambia de camisa, en leales amigos. Ieyasu, que era viudo, pidió la mano en matrimonio de la hermana menor de Hideyoshi, y fue aceptado.

Hideyoshi, por su parte, adoptó al hijo de Ieyasu y su lema pasó a ser: «Después de la lluvia, el suelo se endurece».

Vinieron tiempos de paz y tranquilidad entre las dos familias. Los deseos de venganza de Terumasa prácticamente desaparecieron, y comenzó a ver las cosas desde una nueva perspectiva. ¿Con qué propósito había sacrificado su pobre padre la vida? ¡Para nada! No solamente su padre; también su hermano mayor y su cuñado habían muerto sin razón. Sus muertes no habían servido para nada. No había duda de que debían estar mordiéndose los nudillos de rabia en el otro mundo ante el sinsentido de todo aquello.

Terumasa había estado pensando mucho, tanto en los sentimientos de venganza que lo habían embargado en aquel momento como en la devoción de Dansuke, que había evitado que fuera otra víctima del mismo destino al que se habían enfrentado sus familiares.

—Dansuke me dijo, si recuerdo bien, que llegaría el momento en el que tendría que agradecer sus palabras. Sí, tenía razón. Ese momento ya ha llegado, y mucho antes de lo que él habría creído.

Terumasa, en agradecimiento por los servicios prestados, ascendió a su sirviente al rango de samurái; y Dansuke, que era un hombre de talento, no tardó en subir posiciones. Ban Daizen, que era como ahora se le conocía, ascendió poco a poco hasta el rango más alto y se convirtió en primer oficial del clan Bizen.

Todo el mundo sabía que en la puerta de entrada de la casa de Ban había colgado un par de estribos oxidados. Estos estribos se decía que eran los mismos que Terumasa había usado para golpear a Ban Daizen, por aquella época Dansuke, tras la memorable batalla de la colina de Komaki.

A pesar de que eran tiempos de paz entre los cabecillas de ambos clanes, Terumasa seguía sintiendo un profundo odio hacia Tokugawa Ieyasu, y había decidido que no saludaría jamás al hombre que, indirectamente, había enviado a la muerte a su padre y a su hermano. Era inevitable que se encontraran de vez en cuando en el palacio del regente, e Ieyasu no era tan estúpido como para no darse cuenta de la actitud del joven. A pesar de que era lo suficientemente perspicaz para saber lo que pasaba por la mente de Terumasa, Ieyasu hizo lo imposible por trabar amistad con él. Siempre que se cruzaban en algún lugar, Ieyasu se inclinaba para saludarlo cortésmente y hacía algún comentario respecto al tiempo, como «Señor Ikeda, ¡qué buen día hace hoy!» o «Señor Ikeda, el viento hoy es muy frío». Pero Terumasa se hacía el sordo y pasaba a su lado rápidamente, como si no lo conociera. Y así trascurrieron ocho años.

El regente era consciente del alejamiento entre estos dos grandes nobles, y esto le preocupaba.

—Me apena mucho —dijo un día a Ieyasu— saber que Terumasa y tú no tenéis una buena relación. Me alegraría que fuerais amigos.

—Su Excelencia —replicó Ieyasu—, a mí también me gustaría. Yo no tengo nada en contra de él, se lo aseguro. Todavía me culpa por lo que sucedió hace años en la batalla de la colina de Komaki, y alberga pensamientos de venganza contra mí. Pero ¿qué podría hacer yo?

—Si me lo permites, amigo mío, veré qué puedo hacer por ti. Tienes muchas hijas que, según me han dicho, son hermosas. ¿Qué te parece si entregas a una de ellas en matrimonio a Terumasa? Su mujer murió hace algún tiempo, y tiene un hijo pequeño. ¿Tendrías alguna objeción contra esta alianza?

—Ninguna, su Excelencia, pero, ¿cree que Terumasa aceptará una propuesta así? Por lo poco que le conozco, diría que la rechazará por completo.

—¡No creo! No te preocupes por eso. Actuaré con prudencia y, si no estoy equivocado, todo irá como deseamos. ¿Confiarás el asunto a mi discreción?

—Por supuesto, su Excelencia; y, si tiene éxito, se lo agradeceré profundamente.

El siguiente paso del plan de Hideyoshi fue llamar a Terumasa ante su presencia. Cuando el joven apareció, le habló de la siguiente manera:

—Mi joven amigo, he oído que la trágica muerte de tu padre y de tu hermano en la batalla de la colina de Komaki todavía pesa en tu corazón, y que esta es la razón por la que te niegas a trabar amistad con Tokugawa Ieyasu. El incidente fue lamentable, pero fue el destino de la guerra el que se encargó de llevarse a esos hombres. La batalla era entre los Tokugawa y los Toyotomi, y no un conflicto privado entre los Tokugawa y los Ikeda. La paz se restauró hace tiempo, y no es propio de un guerrero albergar deseos de venganza contra un aliado cuando hay tantos enemigos reales ahí fuera. Como favor personal hacia mí, y no por otra razón, te pido que te reconcilies con Ieyasu y que olvides el pasado.

Estas amables palabras llegaron al corazón de Terumasa. No fue capaz de contestarle nada, excepto lo siguiente:

—Su Excelencia —dijo sin pensarlo, con su impetuosidad habitual—, será como usted desea. Desde ahora olvidaré mis deseos de venganza.

—Tu disposición te augura un gran futuro —dijo el respetado gobernante—. Te lo agradezco, querido Terumasa, y estoy seguro de que nunca te arrepentirás de tu generosidad.

Los dos siguieron hablando de otros temas y, cuando Terumasa se disponía a retirarse, el regente simuló que acababa de tener una idea.

—Terumasa —le dijo—, si no me equivoco todavía eres viudo. Ya es hora de que te cases otra vez.

—Algún día, su Excelencia. Pensaré en ello, pero por ahora no tengo prisa alguna.

—Se me ha ocurrido que sería de gran ayuda para tu reconciliación con Tokugawa que te casaras con una de sus hijas. Si me lo permites, se lo mencionaré a él.

Aquello iba más allá de lo que Terumasa deseaba pero, creyendo que las negociaciones fracasarían, aceptó.

—Confío en su buen hacer, su Excelencia —le respondió—. Estoy dispuesto a hacer todo lo que desee.

—Bien dicho, Terumasa. Ya te informaré, si tengo éxito.

El regente, sin perder tiempo, se lo contó todo a Ieyasu. Llegaron a un acuerdo por el cual Toku, su segunda hija, sería la novia. Ya que Terumasa no había ofrecido ninguna objeción, se preparó rápidamente el compromiso oficial.

Pero, antes de que eso sucediera, Terumasa se presentó ante Hideyoshi y le hizo una petición.

—Su Excelencia, ya que las cosas han progresado tanto gracias a su mediación, solo es cuestión de tiempo que los sirvientes de Tokugawa sean míos, y los míos suyos. En resumen: al reconciliarnos pasaremos a formar parte de la misma familia. Pero hay algo que debe quedar claro. Todo el mundo sabe que entre los sirvientes de Tokugawa hay uno llamado Nagai Naokatsu, que fue quien mató a mi padre en la batalla de Komaki. Es imposible que sienta algo más que enemistad hacia él. Tal como he dicho, esto debe quedar claro.

El regente estaba desconcertado. Habría sido irracional condenar los sentimientos de Terumasa y, de haberlo hecho, estaría dando al joven la excusa perfecta para desvincularse de la boda. Por tanto, lo único que pudo hacer fue poner buena cara y contestar cordialmente:

—Mi querido Terumasa, no tiene que haber desacuerdo por ello. Evidentemente, eres libre de sentir lo que gustes.

De esta manera, la hija de Ieyasu se comprometió con Terumasa y se decidió que la boda sería lo antes posible.

Hacia finales de febrero del año siguiente fue necesario que Ieyasu regresara a su casa de Edo para ciertos asuntos privados. La guerra con Corea estaba en su punto álgido y las autoridades de mayor rango militar habían pasado algunos meses en el campamento del regente en Hizen, Nagoya. La presencia de Ieyasu en Edo ofrecía la primera oportunidad para celebrar las nupcias de su hija, y se decidió que Terumasa acompañara a su futuro suegro al castillo de Edo lo antes posible.

El ánimo de Ieyasu no era todo lo alegre que correspondía a una boda. Hideyoshi le había contado lo que el novio había dicho sobre el hombre que había asesinado a sus familiares, y Ieyasu temía lo que esas palabras podían significar. Se le había pasado por la mente la posibilidad de que Terumasa le demandara la cabeza de Naokatsu como regalo de boda.

—Intentad prestar al señor el mayor respeto y reverencia —dijo a sus cuatro sirvientes—. No se me va de la cabeza el enorme resentimiento que siente hacia el pobre Nagai Naokatsu. Intentad no mencionar su nombre, y puede que el señor Ikeda lo olvide. Confío en que no me fallaréis en este importante y delicado asunto.

—Puede confiar en nuestra prudencia, mi señor —contestó uno de ellos—. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para evitar que el señor Ikeda piense en temas peligrosos. Y, por si ocurriera algún accidente, advertiremos a Nagai para que se mantenga alejado. No se preocupe, mi señor: tomaremos todas las precauciones posibles.

—Está bien, cuento con vuestra lealtad.

Terumasa llegó al castillo. Los cuatro sirvientes de Ieyasu lo recibieron con la mayor cortesía y lo condujeron a la espaciosa habitación de invitados. Lo acomodaron con todos los honores y, tras dirigirse al otro extremo de la habitación, pusieron las palmas de las manos sobre el tatami y se inclinaron ante él, pronunciando las siguientes palabras de bienvenida:

—Señor Ikeda, nos alegramos de verle y de que haya llegado sano y salvo tras los peligros de su largo viaje. Nos honra poder ofrecerle nuestras humildes felicitaciones en un día tan especial como el de hoy, y rezaremos para que usted y su esposa gocen de buena fortuna.

—Es un placer encontrarme en este lugar y con una misión tan agradable —contestó Terumasa afablemente—. No es necesario que me presente, porque ya sabéis quién soy. Había decidido no tener jamás una relación cordial con el señor Tokugawa pero, tras la amable mediación de su Excelencia, el regente, todos mis pensamientos desagradables desaparecieron. Desde ahora, ya que ambas familias se unirán, todos vosotros os convertiréis en mis siervos, así como los míos lo serán del señor Tokugawa. Ya ha desaparecido la vieja enemistad que existía entre nosotros. Estoy encantado de conoceros.

—Mi señor, es muy amable por su parte que nos honre de esta manera. Permítanos aprovechar la ocasión para ponernos a su servicio.

—¿Puedo preguntaros vuestros nombres?

—¡Ah, qué descuidados hemos sido! Yo, el que habla, soy Li Naomasa. A su servicio.

—Y yo Sakai Saemon, mi señor.

—¡No puede ser! Conozco bien vuestros nombres y recuerdo haberos visto alguna vez durante la batalla de la colina de Komaki. Luchasteis valientemente.

—Nos halaga, mi señor. No nos merecemos tales alabanzas.

—¿Y quién eres tú, mi amigo?

—Mi nombre, su señoría, es Nakatsukasa Tadakatsu, anteriormente conocido como Honda Heihachiro.

—¡Lo sé! Te vi luchando valientemente junto al río una neblinosa mañana, cerca del templo Ryusenji de Kasugai. Sí, sí, fue algo espléndido.

—Mi señor, no merezco tantos halagos. Solo soy un soldado.

—Todavía queda alguien más. ¿Puedo preguntarte cómo te llamas?

—Sakakibara Yasumasa, mi señor.

—¿Estoy frente al famoso Sakakibara, que persiguió al propio Hideyoshi cuando este se vio obligado a retirarse hacia Hosonigaki? Tu temeridad en aquella ocasión todavía es recordada por su Excelencia. En una de nuestras conversaciones nocturnas admitió que nunca, en toda su vida, había tenido tanto miedo. ¡Ja! Fuiste muy audaz.

—El pasado, pasado y olvidado está, mi señor. Ahora soy uno de los más obedientes sirvientes de su Excelencia. Nuestro trabajo es el de la guerra y, ya que el dios de la misma es quien lanza los dados, no tenemos elección en el asunto.

—La presencia de tantos valientes soldados que lucharon en la batalla de la colina de Komaki me satisface. Mis pensamientos vuelven al pasado, y eso me recuerda una cosa. Mis valientes señores, ¿podríais responderme a una pregunta?

—A tantas como le plazca, mi señor.

—He oído que alguien llamado Nagai Naokatsu también estuvo en la batalla. ¿Qué ha sido de él?

Los cuatro veteranos, aunque eran hombres valientes, se miraron unos a otros consternados, buscando la mejor manera de contestarle. Aquello era lo que su señor les había advertido. Terumasa, viendo lo que sucedía, intentó presionarles para obtener una respuesta.

—¿Qué ocurrió con Nagai? ¿Dónde está ahora? —repitió impacientemente.

Los allí presentes volvieron a mirarse unos a otros. Ninguno de ellos daba señal de querer contestar.

—¿Os habéis quedado sordos de repente? Lo volveré a preguntar. ¿Qué ha sido de Nagai?

Estaba claro que Terumasa estaba empezando a enfadarse.

—Le pido perdón, mi señor —titubeó Sakai Saemon, a cuya espalda se habían colocado gradualmente los otros para animarle a cumplir con su labor habitual de portavoz—. Creo que goza de buena salud, y que todavía está al servicio de nuestro señor.

—¿Todavía está al servicio de vuestro señor? Me alegro de saberlo; esto me quita un gran peso de encima. He viajado tantos kilómetros para poder ver a Nagai, el asesino de mi padre. Os pido que lo traigáis ante mí sin perder un instante.

—Mi señor, le sugiero que lo haga después de reunirse con el señor Tokugawa.

—Eso puede esperar. Desearía ver a Nagai primero. Si os negáis me marcharé de Edo enseguida, sin presentar mis respetos ante su señoría. He dicho.

No había duda alguna de que Terumasa hablaba en serio. Lo único que podían hacer era notificar a su señor de lo que había ocurrido, y dejarlo a su juicio.

—Mi señor, concédanos unos minutos —dijo Sakai Saemon, con una reverencia.

—Espero que no tengáis intención de engañarme. ¡No os atreváis a jugar conmigo!

Sakai se retiró; sus tres amigos ya habían desaparecido. Terumasa sonrió lúgubremente. A él no se le escapaba nada.

Los cuatro sirvientes entraron apresuradamente en la habitación de Ieyasu.

—Bueno, ¿ya ha llegado? —les preguntó.

—Sí, mi señor.

—¿Está todo bien?

—No, mi señor. Nos tememos que ha ocurrido lo peor.

—¡Oh! ¿Qué quieres decir?

—Exige ver a Nagai.

—¿No os advertí…? —empezó Ieyasu, enfadado. Después se recompuso y, con los brazos cruzados y la cabeza gacha, evaluó la situación—. ¿Decís que Ikeda ha insistido en ver a Nagai Naokatsu?

—Sí, mi señor.

—Entonces, dejémosle que vea a Nagai. Ikeda no es ningún loco. Ha venido hasta aquí para casarse con mi hija. No creo que, a menos que haya perdido el norte, sea capaz de estropear todos nuestros planes y de perder el favor del regente solo para satisfacer una vieja contienda.

—A juzgar por sus palabras y sus maneras, no hay forma de saber lo que hará, mi señor.

—Uhm…

—Si saca su espada cuando tenga a Nagai ante él, no podremos evitar que lleve a cabo su venganza. Y si pide la cabeza de Nagai como regalo de boda, ¿cómo podremos negarnos?

—¿Creéis que llegará tan lejos?

—Es muy probable, mi señor.

—Me lo temía. Dejadme pensar lo que podemos hacer.

Ieyasu pensó durante un rato. De repente, la solución se presentó ante sus ojos y habló con voz firme.

—Llevad a Nagai Naokatsu en presencia de Ikeda tal como desea y, si pide su cabeza como regalo de boda, negaos. Estas son mis órdenes.

—Mi señor, es fácil obedecer sus órdenes pero, si actuamos de tal manera, el matrimonio no se llevará a cabo y usted podría ganarse la antipatía de su Excelencia, el regente. ¿Se atreve a correr ese riesgo?

—No os preocupéis por los resultados; solo tenéis que hacer lo que os he pedido. Si Ikeda pide la cabeza de Nagai como regalo de boda, recordarle que la batalla de Komaki fue entre los Tokugawa y los Toyotomi, y que no tuvo nada que ver con los Ikeda. Nagai sirvió bajo las órdenes de su general y mató a Ikeda Nobuteru en una contienda justa. No hizo sino cumplir con su deber. Si Terumasa siente alguna animosidad por la muerte de sus familiares, esta debería dirigirse a mí, y no hacia Nagai que solo luchaba bajo mis órdenes. Por tanto, decidle que puede, si lo desea, liberar su ira contra mi hija Toku, su futura esposa. Que la haga trizas si quiere y yo no interferiré, pero haced que comprenda que jamás sacrificaré a un siervo fiel, sea por la razón que sea.

—Mi señor, sus palabras nos han impresionado profundamente. Volveremos e intentaremos que todos quedemos satisfechos.

Llamaron a Nagai Naikatsu. Los cuatro sirvientes le contaron lo que sucedía y le advirtieron que estuviera en guardia. A continuación, los cuatro regresaron a la habitación donde estaba Terumasa esperándoles. Sakakibara Yasumasa fue el primero en hablar.

—Mi señor, le pedimos disculpas por la larga espera —empezó diciendo.

—¿Habéis traído a Nagai? ¿Dónde está? —lo interrumpió Terumasa.

—Sí, señor. Está fuera.

—Está bien. Traedlo inmediatamente ante mi presencia.

—Sí, mi señor.

Abrieron las puertas correderas y allí, en la antecámara y a una distancia calculada expresamente para que pudiera escapar en caso de necesitarlo, estaba sentado Nagai, con la cabeza inclinada escondiendo su rostro.

—¿Eres Nagai?

—Sí, mi señor.

—Ven aquí, Nagai.

—Mi señor, no soy digno de estar cerca de su honorable persona.

—¡Déjate de excusas! Ven aquí, te lo ordeno.

—Mi señor, no puedo aventurarme tan lejos.

—¡Estás poniendo mi paciencia al límite!

Terumasa se puso en pie precipitadamente y se acercó a Nagai. Los cuatro sirvientes que presenciaban la escena estaban temblando.

—¿Por qué no vienes cuando te llamo? —gritó Terumasa cogiéndole de la muñeca y arrastrándolo por el suelo— ¡Te enseñaré a obedecerme!

Terumasa era grande y poseía una gran fuerza, por lo que Nagai era como un gorrión atrapado entre las garras de un halcón. Antes de darse cuenta, fue lanzado por los aires hasta donde Terumasa había estado sentado.

—¡Mírame! —le ordenó Terumasa.

—Mi señor —contestó Nagai con voz aterrorizada—, no puedo mirarle.

—Mírame. No eras tan cobarde cuando mataste a mi padre, Nobuteru, a sangre fría, en el noveno día de abril del duodécimo año de la era Tensho.

—Razón por la cual debería temblar de miedo ahora mismo.

—¡Eres más terco que una mula! ¿Por qué no obedeces?

Terumasa agarró al hombre del cuello y lo obligó a levantar la cabeza. Lo examinó tranquilamente.

—Bueno, Nagai Naokatsu, me alegro mucho de verte. Me habían contado que eras el mejor parecido de todos los hombres al servicio del señor Tokugawa, y no hay duda de que mi informador estaba en lo cierto. Me satisface que mi padre muriera a manos de un gran soldado como tú. No hay duda de que pasó de la mejor manera al mundo de los espíritus. Te lo agradezco, Nagai.

Naokatsu se dio por vencido. Normalmente no era cobarde, pero las severas palabras del discurso de Terumasa lo habían intimidado y sobrecogido.

Los cuatro sirvientes estaban preparados por si tenían que intervenir en el último momento; ellos también pensaban que el final de Nagai estaba cerca.

Todavía agarrando a Nagai por el cuello, Terumasa siguió mirándolo fijamente a los ojos. Entonces se dirigió al resto de siervos y preguntó:

—¿Qué estipendio anual recibe?

—Mil kokus de arroz de su feudo de Kawagoe.

—¿Y cuánto recibía en la época de la batalla de Komaki?

—Doscientos kokus, mi señor.

Terumasa apartó a Nagai y se puso las manos en las rodillas, con los ojos anegados de lágrimas de mortificación.

—¿Es eso cierto? En el momento de la batalla, su estipendio era de doscientos kokus. Después de diez años solo ha aumentado hasta los mil kokus, ¡y de un agujero perdido en la nada como es Kawagoe! ¡Pobre chico! ¡Y pensar que mi padre murió en manos de una criatura tan insignificante! ¡Es demasiado humillante! Padre, me temo que jamás podrás perdonarte a ti mismo por haber permitido que ocurriera algo tan deshonroso. ¡Yo, Terumasa, tu hijo, te compadezco desde lo más profundo de mi corazón!

Su emoción era tan auténtica que las lágrimas caían por sus oscuras mejillas. Parecía haber olvidado que en aquel lugar había gente observándolo. Cuando recuperó la compostura, miró a los hombres allí presentes.

—Señores —les dijo—, os he dicho que había venido a Edo para contemplar el rostro de este hombre, el asesino de mi padre y de mi hermano. Lo he visto y no estoy decepcionado. Pero hay una petición que me gustaría que hicierais llegar a mi futuro suegro. Está relacionada con el propio Nagai Naokatsu. Es la costumbre que el padre de la novia otorgue al novio un regalo de boda.

Los cuatro sirvientes no pudieron evitar temblar de miedo, y Nagai se puso pálido.

—Mi señor —tartamudeó uno de los sirvientes—, lo que acaba de decir es razonable, y ya lo esperábamos. Pero ¿no cree que lo pasado, pasado está? Lo de Komaki ocurrió hace casi diez años, y ahora es demasiado tarde para desenterrarlo. Además, hoy se unirán dos nobles familias. No enturbiemos la ocasión con una sanguinaria venganza. Le pido que reconsidere sus palabras, y que perdone compasivamente la vida a Nagai.

—¡Señor, le suplicamos humildemente por la vida de este desafortunado hombre! —dijeron los otros tres a la vez.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Terumasa bruscamente— ¿Quién ha dicho que yo quiera la vida de Nagai? Nada más lejos de mi intención. Esto es lo que deseo que pidáis al señor Tokugawa: que use su influencia con su Excelencia, el regente, para que Nagai sea nombrado daimio tan pronto como sea posible, con una paga anual de, digamos, diez mil kokus.

Los rostros de los cinco hombres se llenaron de sorpresa. Sorpresa, y alivio. Ieyasu, que estaba escondido detrás de una de las puertas y había escuchado todo lo que había ocurrido, entró en la habitación

—Terumasa, ¡has dejado bien clara tu nobleza! —le dijo, cogiendo sus manos entre las suyas—. No merezco un yerno tan bondadoso. Haré todo lo posible para cumplir tu caballerosa solicitud.

Tras la boda, Terumasa regresó con su esposa a la ciudad de Nagoya, a donde Ieyasu llegó poco después. Contó toda la historia al regente y le hizo su petición. Hideyoshi dio una palmada de aprobación.

—Terumasa es un auténtico samurái —dijo—. Atenderé su petición inmediatamente.

Por tanto, Nagai Naokatsu, que hasta entonces había sido un siervo con una paga de mil kokus de Kawagoe, fue ascendido a daimio con un estipendio de diez mil kokus anuales.

Y, desde entonces, nadie pudo volver a decir que Ikeda Nobuteru murió a manos de un samurái anónimo.