El profesor Craig, De Soseki Natsume

El profesor Graig anida como una golondrina en el tercer piso. De pie en el borde de la acera y mirando hacia arriba, ni siquiera sus ventanas son visibles. Subo lentamente y, justo cuando los muslos empiezan a dolerme un poco, llego finalmente a la residencia del profesor. Aunque diga residencia, no es que haya ningún pórtico, sino tan sólo una puerta negra de apenas un metro de ancho en la que cuelga una aldaba de latón. Tras pararme un momento para recobrar el aliento, llamo a la puerta y ésta se abre desde dentro.

Siempre es una mujer la que abre la puerta. Quizá a causa de la miopía, lleva gafas y parece constantemente sobresaltada. Tiene unos cincuenta años, por lo que se puede suponer que ha estado viviendo en el mundo y mirándolo durante bastante tiempo, pero todavía parece asustada. Como si lamentara que yo haya tenido que llamar a la puerta, abre unos grandes ojos y dice: «Entre».

En cuanto entro, la mujer desaparece. La primera habitación es un salón… aunque primero no pensé que lo fuera. No es especialmente decoroso ni nada. Solo hay dos ventanas e hileras y más hileras de libros. Aquí es donde suele estar instalado el profesor Craig. Cuando me ve entrar, dice hola y ofrece la mano. Como esto es la señal de darse un apretón de manos, hago lo que toca y estrecho su mano, aunque la mía nunca es estrechada a cambio. Dado que yo tampoco me siento particularmente cómodo estrechando manos, se diría que esto es razón de más para que ni él ni yo nos tomáramos la molestia de hacerlo, pero, sin embargo, después de decir hola, el profesor ofrece su mano velluda, arrugada e invariablemente retraída. Las costumbres son una cosa extraña.

El propietario de esta mano es el profesor particular a quien dirijo mis preguntas. Cuando nos vimos por primera vez, le pregunté sobre sus honorarios, y él dijo: «Umm…», y, tras mirar brevemente por la ventana: «¿Qué le parece siete chelines cada vez?». Si esto era demasiado, no le importaba hacerme una reducción, me dijo. Así, acordamos una tarifa de siete chelines cada vez, con el total de los honorarios pagadero al final de cada mes, pero después me encontré inesperadamente con que el profesor me pedía con insistencia que le pagara.

—Voy algo corto de dinero, por lo que me preguntaba si podría pagarme hoy —decía.

—Por supuesto —respondía yo, sacando unas monedas del bolsillo de mi pantalón y entregándoselas sin cumplidos. Diciendo: «Muchas gracias», las aceptaba abriendo su mano siempre retraída y echándoles una breve ojeada antes de meterlas finalmente en el bolsillo de su pantalón. Para incomodidad mía, el profesor nunca da cambio. Cualquier esperanza de que el sobrante pudiera descontarse de los honorarios del mes siguiente se ve defraudada cuando a la semana siguiente me importuna diciendo: «Mire, hay unos libros que deseo comprar, por lo que me preguntaba…»

El profesor es irlandés, de modo que sus palabras son totalmente incomprensibles. Cuando se apasionaba, sus palabras resultan tan difíciles de entender como una pelea entre alguien de Tokio y alguien de Satsuma. Además, es un hombre extremadamente distraído, fácilmente irritable, por lo que, cuando las cosas se complican demasiado, simplemente me resigno al destino y observo el rostro del profesor.

También este rostro está lejos de ser corriente. Siendo un occidental, el profesor tiene la nariz prominente, pero ésta es abollada y demasiado carnosa. En este respecto, se parece a la mía, pero a primera vista esa nariz no da lugar a ningún tipo de sensación agradable. Por el contrario, es muy triste y un tanto rústica. Lamentablemente, el profesor lleva su barba blanca y negra demasiado crecida. Una vez me topé con él en Baker Street y pensé que era un cochero que había olvidado su látigo.

Nunca he visto ni una sola vez al profesor vestido con camisa blanca y puños blancos. Siempre lleva franela a rayas, con zapatillas mullidas en los pies, y saca los pies, e incluso los inserta en medio de la estufa, y a veces se da golpecitos en sus cortas rodillas —una vez que lo hizo me di cuenta por primera vez de que el profesor llevaba un anillo de oro en su retraída mano—, y a veces, en vez de golpearse las rodillas, se frota los muslos mientras me enseña. Sobre qué me enseña, por supuesto que no tengo ni idea. Mientras escucho, el tema está sujeto despiadadamente a la inclinación del profesor. Y la inclinación del profesor cambia constantemente, como cambian las estaciones y el tiempo. A veces pasa de un extremo al otro entre un día y el siguiente. Si quisiera ser cruel, podría decir que todo es un disparate, pero, si lo considero por el lado positivo, podría decir que el profesor ofrece una conversación literaria, y, cuando lo pienso ahora, me doy cuenta de que no es posible recibir clases extensas y metódicas por siete chelines. O sea que, en este respecto, el profesor tenía razón y era yo, que refunfuñaba interiormente por ello, quien estaba siendo estúpido. Claro que la mente del profesor, tal como lo ilustra su barba, parece inclinarse un tanto hacia el desorden, o sea que, por otra parte, quizá es mejor que no aumentara sus honorarios para pedirle que me diera clases grandiosas.

La especialidad del profesor es la poesía. Cuando lee poesía, el área situada entre su cara y sus hombros oscila como una neblina de calor… Sí, realmente oscila. En vez de leer para mí, tiende a olvidar mi presencia y lee para sí, por lo que en definitiva soy yo el que sale perdiendo. En una ocasión llevé algo de Swinburne titulado Rosamund, y el profesor dijo: «Déjeme ver», pero, después de leer dos o tres versos, puso de pronto el libro sobre su rodilla, se quitó las gafas lentamente y dejó escapar un suspiro, diciendo: «Ah no, no es bueno, también Swinburne está demasiado viejo para escribir esta clase de poemas». Fue en esa época cuando concebí la idea de leer la obra maestra de Swinburne, Atalanta.

El profesor me ve como un niño. «¿Ha oído hablar de esto?», «¿Lo entiende?», me pregunta una y otra vez respecto a cosas triviales. No obstante, sin previo aviso, pasa rápidamente a tratarme como un igual y de repente me plantea una cuestión muy difícil. En una ocasión leyó ante mí un poema de Watson y preguntó: «Hay quien dice que este poema tiene puntos de similitud con Shelley y hay quien dice que es completamente diferente, pero ¿qué piensa usted?» ¿Qué pensaba? Si, antes de escuchar un poema occidental, no lo había examinado a fondo con los ojos, el poema era completamente incomprensible para mí, por lo que di una respuesta superficial. He olvidado si dije que había un parecido con Shelley o no. Pero, aunque parezca extraño, el profesor se dio repetidos golpecitos en la rodilla y dijo: «Yo también lo creo», dejándome con una sensación de gran desconcierto.

Una vez sacó la cabeza por la ventana y, mirando a la gente que pasaba afanosamente en el lejano mundo de abajo, dijo: «Tanta gente que va caminando, pero desgraciadamente no hay una persona entre cien que aprecie la poesía. En realidad los ingleses son una nación incapaz de comprender la poesía. En cuanto a esto, los irlandeses son admirables. Son infinitamente más cultos… De hecho, hay que decir que usted y yo somos afortunados al poder saborear la poesía». Agradecí muchísimo que me incluyera en la compañía de los que pueden apreciar la poesía, pero en general el trato que me da es extremadamente frío. En este profesor nunca he observado ningún tipo de afecto. No parece ser más que un anciano que habla de forma completamente mecánica.

Pero luego ocurrió lo siguiente. La pensión en la que estaba se me hizo extremadamente desagradable; así, pensando que tal vez podría alojarme en casa del profesor, un día esperé a que terminara nuestra clase y saqué el tema a colación. El profesor inmediatamente se golpeó la rodilla y dijo: «Ya veo. Venga conmigo y le enseñaré nuestras habitaciones», y me mostró casi todas las habitaciones, desde el comedor hasta la habitación de la criada y la cocina. Claro que, como se hallaba en el ángulo del tercer piso, este lugar no era muy espacioso. Al cabo de dos o tres minutos ya había visto todo lo que había que ver. Luego el profesor volvió a su asiento original, y cuando yo pensaba que iba a decir: «Ya lo ve, no hay modo de alojarle en ningún sitio», empezó a hablar inmediatamente sobre Walt Whitman. «Hace muchos años Whitman vino y estuvo aquí conmigo durante algún tiempo —hablaba de modo extremadamente rápido, por lo que no le entendí del todo, pero en todo caso parece ser que Whitman le visitó—. Primero, cuando leí sus poemas, me pareció que no tenían mucho sentido, pero, tras releerlos muchas veces, poco a poco llegaron a gustarme, y al final llegué a apreciarlos mucho. Así pues…» El asunto de alojar a su alumno parecía haber quedado completamente olvidado en alguna parte. Me limité a seguirle la corriente diciendo: «Umm, realmente» mientras le escuchaba. Ahora hablaba sobre el hecho de que Shelley al parecer había tenido una disputa con alguien. «Las disputas son desagradables, y me gustan los dos, y el hecho de que dos personas que me gustan disputen es extremadamente desagradable», dijo, presentando su protesta. Por mucho que protestara, siendo así que tuvieron la disputa hace muchas décadas, él no podía hacer mucho sobre ello ahora.

El profesor es descuidado, por lo que a menudo extravía sus libros. Y cuando no puede encontrar uno se pone muy nervioso y llama con voz agitada, como si se hubiera producido un pequeño incendio o algo por el estilo, a la anciana de la cocina. Con lo cual la anciana, con un rostro igualmente agitado, aparece en el salón.

—¿Dónde ha puesto mi Wordsworth?

La anciana agranda como platos sus siempre asustados ojos y pasea su mirada por las estanterías, pero, aunque asustada, su mirada es aguda e inmediatamente se posa sobre el Wordsworth. Diciendo: «Aquí está, señor», lo pone delante del profesor como si le regañara ligeramente. Él se lo arranca de las manos y, dando golpecitos a la sucia tapa con dos dedos, se lanza diciendo: «Pues bien, Wordsworth…» La mujer pone una mirada cada vez más asustada y se retira a la cocina. El profesor da golpecitos al Wordsworth durante dos o tres minutos. Pero, al final, el Wordsworth que tantas molestias se ha tomado por encontrar permanece sin abrir.

El profesor de vez en cuando me envía cartas. Su caligrafía es totalmente ilegible. Claro que sólo constan de dos o tres líneas, por lo que tengo tiempo de mirarlas repetidas veces, pero nunca llego ni remotamente a ninguna conclusión sobre ellas. Si llega una carta del profesor, desde el principio decido evitarme el trabajo de leerla y concluyo que debe de haber surgido algo que le impide dar la clase. De vez en cuando la anciana asustada escribe cartas en su nombre. En estas ocasiones no tengo absolutamente ningún problema para entenderlas. El profesor, por suerte, tiene un secretario hábil. Me dice con un suspiro que la caligrafía del profesor es imposible. Afirma que mi caligrafía es infinitamente mejor.

Me preocupa saber qué manuscritos se podrían producir con semejante caligrafía. El profesor es un editor del Arden Shakespeare. Creo que su caligrafía difícilmente puede ser apta para transformarse en letra impresa. El profesor, sin embargo, escribe alegremente introducciones y está orgulloso de las notas que añade. Por otra parte, en una ocasión, después de decirme: «Lea esta introducción», me hizo leer la introducción que había añadido a Hamlet. Cuando volví a verle, le dije que era interesante, y él me pidió que ayudara a introducir el libro cuando regresara al Japón. El Hamlet del Arden Shakespeare es un libro del que iba a sacar un enorme provecho cuando di clases en la universidad tras mi regreso a mi país. Creo que probablemente no hay nada tan escrupuloso y sensato como estas notas sobre Hamlet. Pero en aquel momento no me impresionaron, si bien ya antes de eso me habían admirado las investigaciones del profesor sobre Shakespeare.

Formando ángulo con el salón hay un pequeño estudio. El lugar elevado donde el profesor se ha instalado es de hecho un ángulo de un tercer piso, y en un rincón de este ángulo hay un importante tesoro para el profesor. Quizá diez cuadernos de tapas azules de unos cuarenta y cinco centímetros de largo y treinta de ancho están a la vista. El profesor escribe constantemente en los libros de tapas azules palabras que ha anotado en pedazos de papel y, como un avaro que acumula pequeñas monedas, hace del incremento de su contenido el placer de su vida. Al poco tiempo de venir aquí por primera vez me enteré de que estos libros de tapas azules eran el manuscrito de un diccionario de Shakespeare. Para poder compilar este diccionario, el profesor al parecer ha renunciado a una cátedra de literatura en cierta universidad de Gales para así tener tiempo para ir al Museo Británico todos los días. Teniendo en cuenta que ha renunciado a una cátedra universitaria, es muy poco probable que preste mucha atención a un estudiante de siete chelines. Mañana y noche, este diccionario es la única preocupación de la mente del profesor.

—Profesor, ¿por qué sigue adelante con esta obra cuando ya existe el Shakespeare Lexicon de Schmidt? —le pregunté una vez. A lo cual el profesor, que parecía incapaz de contener su desprecio, dijo: «Mire esto», y me mostró su propia edición de Schmidt. Vi que todas las páginas de los dos volúmenes estaban completamente negras. Me quedé boquiabierto y miré sorprendido el Schmidt. El profesor parecía exultante:

—Si fuera a producir algo del mismo nivel que Schmidt, ¿habría alguna necesidad de tomarse todo este trabajo? —dijo, y de nuevo se puso a dar golpecitos con dos dedos, esta vez sobre el Schmidt totalmente negro.

—¿Cuándo demonios empezó usted todo esto?

El profesor se levantó, fue a la estantería de enfrente y empezó a buscar algo con ardor, pero su voz irritada habitual gritó: «Jane, Jane, ¿qué le ha ocurrido a mi Dowden?». Preguntaba a la mujer sobre el paradero del Dowden incluso antes de que aquélla apareciera. De nuevo sobresaltada, la mujer apareció. Luego le reprendió con su habitual: «Aquí está, señor» y se marchó, pero el profesor parecía completamente indiferente a sus palabras y, abriendo ávidamente el libro, dijo:

—Sí, aquí está. Dowden, con justicia, ha incluido aquí mi nombre. Escribe sobre el Sr. Craig, especialista en estudios shakespearianos. Este libro fue publicado en 187…, y mi investigación es muy anterior a esto.

Quedé maravillado ante la perseverancia del profesor. Aproveché para preguntarle cuándo estaría terminado.

—No tengo ni idea —dijo, devolviendo el Dowden a su lugar anterior—. Simplemente, haré todo lo que pueda antes de morirme.

Al cabo de poco tiempo dejé de ir a casa del profesor. Poco antes de dejarlo, el profesor me preguntó si en alguna universidad japonesa tenían necesidad de un profesor occidental. «Si fuera más joven, iría», dijo con una expresión un tanto melancólica. Esta fue la única vez en que se insinuó algún sentimiento en el rostro del profesor. Le consolé diciendo que todavía era joven, pero él dijo: «No, no, podría pasarme algo en cualquier momento. Ya tengo cincuenta y seis años», y se quedó extrañamente abatido.

Dos años después de mi regreso al Japón, se publicó un artículo en una revista literaria recién aparecida en el que se decía que el Sr. Craig había muerto. Habían añadido dos o tres líneas informando de que era un especialista en estudios sobre Shakespeare. Dejé la revista y me pregunté si aquel diccionario habría quedado finalmente inacabado y si habría acabado como papel usado.