Los gemelos, de Edogawa Rampo
(Confesión de un criminal condenado ante un sacerdote)
Padre, por fin he decidido confesarme ante usted. El día de mi ejecución se acerca, y deseo dar cuenta de todos mis pecados porque pienso que es el único modo de obtener unos días de paz antes de morir. Por tanto, suplico que dedique una parte de su valioso tiempo a escuchar la historia de mi infame existencia.
Como bien sabe usted, he sido condenado a muerte por el asesinato de un hombre y por haber robado dos millones de yenes de su caja fuerte. La verdad es que fui el autor de ese homicidio, pero nadie sospecha que haya cometido algún otro. De ahí que, ahora que me veo abocado al encuentro con mi Hacedor, no haya ninguna razón por la que me sienta obligado a desvelar otro crimen mucho más diabólico. Pero mi corazón se inclina a confesarlo todo mientras aún hay tiempo; cuando se me haya aplicado la pena capital, mis labios se habrán sellado para siempre.
Una vez oída mi confesión, padre, le ruego que se la traslade íntegra a mi esposa, ya que tiene derecho a saberlo todo. Con frecuencia los mayores villanos se muestran como hombres nobles cuando la muerte está a la vuelta de la esquina. Creo que mi mujer me odiaría por siempre si yo muriera sin confesar también el otro crimen. Aunque esta no es la única razón que me impulsa… ¡Toda la vida la he pasado con un miedo terrible a la venganza del hombre que asesiné! No, no me refiero al que maté cuando robé el dinero. Ese caso quedó cerrado al confesar mi culpa. Lo que sucede es que antes había cometido otro asesinato. Y siempre que pienso en mi primera víctima casi me vuelvo loco de terror.
El primer hombre a quien envié a la tumba era mi hermano mayor…, pero no se trataba de un hermano normal. Éramos gemelos, nacidos del vientre de nuestra madre de forma prácticamente simultánea.
Aunque lleva muerto mucho tiempo, su memoria me persigue día y noche. Sueño que camina sobre mi pecho con el peso de una rondada, y después atenaza mi garganta y me asfixia. Durante el día aparece en un muro y clava sus horrendos ojos en mí, o su rostro se muestra en una ventana y me dedica una amarga carcajada. Y el hecho de que fuéramos gemelos, idéntica la mirada y la forma de nuestro cuerpo, iguales, en fin, en todo, era algo que agravaba la situación. Muy poco después de haberlo asesinado, comenzó a aparecérseme cada vez que me contemplaba a mí mismo. Cuando pienso en el pasado, tengo la sensación de que fue la voluntad ávida de venganza de mi hermano la que me llevó a cometer el segundo asesinato, el que me condujo a la perdición final.
Desde el instante en que segué la vida de mi hermano gemelo empecé a tener miedo de todos los espejos. En realidad no solo de los espejos, sino de cualquier objeto que produjera un reflejo. Hice desaparecer de mi casa todos los espejos y los objetos de cristal. Pero ¿qué ganaba con eso? En las tiendas de la calle había escaparates y detrás de dios se veía el brillo de otros espejos. Cuanto más trataba de no mirarlos, más se me iban los ojos. Y dondequiera que dirigiese la vista, su rostro, su maligno y trastornado rostro, me devolvía la mirada con un puro gesto de venganza; se trataba, desde luego, de mi propia cara.
Una vez que estaba delante de un escaparate casi me desmayé al verme atacado no por una cara del hombre al que había asesinado, sino por miles que albergaban una cantidad increíble de ojos.
A pesar de que estas ilusiones me producían una enorme desazón, no me vine abajo; me sentía seguro y envalentonado por la firme convicción de que el plan urdido por mi magnífica inteligencia jamás sería descubierto. Y la constante inquietud a la que se veía sometida mi mente, que me obligaba a estar alerta en todo momento y a no relajarme un solo segundo, no me dejaba tiempo para sentir miedo. Sin embargo, ahora que estoy en prisión, mi mente es demasiado débil para seguir resistiendo, y aquel fantasma se ha aprovechado de la monotonía de la vida en prisión para hacerse dueño y señor de mis sentidos. Tal es así, que desde que fui condenado a morir en la horca he vivido en una perpetua pesadilla.
Aunque en esta cárcel no hay ningún espejo, él se aparece en el reflejo de mi cara en el agua cuando me lavo o cuando me doy un baño. Hasta la superficie de los cubiertos, los objetos metálicos brillantes y, de hecho, todo lo que puede reflejar la luz, me devuelve su imagen, en unos casos de gran tamaño, en otros más pequeña. Incluso mi sombra, dibujada por la luz del sol que entra por esa ventana, me aterroriza. Y lo peor de todo es que temo ver mi propio cuerpo, al tratarse este de una réplica exacta del de mi hermano muerto.
Prefiero morir a continuar atrapado en esta agonía: es el infierno en la tierra. En lugar de tener miedo de mi ejecución, estoy deseando que llegue, y cuanto antes mejor. Pero al mismo tiempo pienso que no puedo morir sin antes contar la verdad. Debo recibir su perdón antes de morir, aunque, de no ser así, al menos quiero quitarme de encima la sensación de verme perseguido por un fantasma. No conozco más que un modo de lograrlo: confesando mi crimen.
Padre, por favor, escuche atento mi confesión, y después tenga a bien trasladársela al tribunal y a mi esposa. Sé que le estoy pidiendo demasiado, pero me queda poco de vida y este es mi único ruego. Y ahora me dispongo a contarle la historia de mi otro crimen.
Permita que comience recordando que mi hermano y yo nacimos como gemelos tan misteriosamente idénticos, tan iguales por completo, que parecía que nos hubieran extraído del mismo molde. Había, no obstante, un solo rasgo distintivo. Se trataba de un lunar que yo tenía en el muslo, la única marca con la que nuestros padres nos diferenciaban. No me habría sorprendido que de haber contado nuestros cabellos el resultado hubiera sido el mismo. Ahora creo que aquella singular similitud entre ambos fue la simiente que poco a poco echó raíces en mi pensamiento hasta tentarme para que matara a mi otra mitad.
Lo cierto es que cuando por fin me decidí a asesinar a mi hermano, el único motivo de resentimiento que tenía hacia él eran unos celos abrasadores. El asunto es que él, en su calidad de primogénito, había heredado una inmensa fortuna y a mí me había tocado una parte muy pequeña en comparación. Al mismo tiempo, la mujer que amaba se convirtió en su esposa; sus padres la habían obligado a casarse con él a causa de su privilegiada situación con respecto a mí tanto en el plano económico como en el social. Es obvio que los culpables de todo esto, más que él, eran nuestros padres. Quizá debería haber dirigido mi odio hacia nuestros desaparecidos progenitores antes que contra él. Además, él desconocía el hecho de que su mujer había sido en otro tiempo el objeto de deseo de mi corazón. Pero el caso es que lo odiaba… con toda mi alma.
De todo esto se deduce que, si hubiera sido capaz de pensar de un modo racional, no hubiera sucedido nada. Pero tuve la desgracia de nacer con el mal dentro de mí y no tenía ni idea de cómo prosperar en el mundo. Para empeorar las cosas, mi vida carecía de un objetivo concreto porque era un auténtico gandul. Me había convertido en la clase de granuja que se conforma con vivir en la indolencia y al día, sin siquiera pensar un instante en el futuro. En consecuencia, tras perder tanto mi fortuna como mi amor de un solo golpe supongo que caí en la desesperación. En cualquier caso, tampoco tardé en dilapidar de forma estúpida el dinero que había heredado.
Por lo tanto, mi única posibilidad era solicitar ayuda financiera a mi hermano. Y la verdad es que me convertí en un auténtico problema para él. Poco a poco fue perdiendo la paciencia ante mis constantes peticiones, y un día me dijo sin andarse por las ramas que si no enmendaba mi comportamiento pondría fin a su generosa actitud.
Una tarde volvía yo a mi casa desde la suya tras haber recibido una nueva negativa a mis ruegos cuando, de pronto, se me ocurrió una idea terrible. Al principio me estremecí y traté de quitármela de la cabeza. Pero aquel pensamiento regresaba una y otra vez, y, cuantas más vueltas le daba, más me convencía de que era un plan factible. Poco a poco llegué a la conclusión de que me hallaba ante la ocasión de mi vida, de que si llevaba a cabo aquella trama con inteligencia y determinación podría obtener al mismo tiempo fortuna y amor sin riesgo alguno. Durante varios días no pensé en nada que no fuera mi siniestro plan. Y, tras considerar todas las variantes posibles, por fin decidí que el camino estaba despejado y podía seguir adelante.
Por favor, créame si le digo que mi malvada resolución no era consecuencia de animosidad alguna. Como truhán maleducado que era, solo deseaba obtener placer a cualquier precio. Pero, a pesar de mi maldad, era un cobarde y jamás hubiera tomado una decisión de aquella índole si hubiera intuido el menor peligro. Aunque no existía la más mínima posibilidad de fracaso, o al menos eso es lo que yo creía.
Me puse manos a la obra de inmediato. El primer paso consistió en visitar la casa más a menudo para estudiar con detalle el comportamiento cotidiano de mi hermano y de su mujer. Traté de observar hasta el último detalle de sus vidas sin dejar nada al margen. Sirva como ejemplo que incluso llegué al extremo de fijarme en el modo en que él escurría la toalla tras lavarse.
Después de aproximadamente un mes, y una vez terminadas todas mis observaciones, anuncié de repente y sin previo aviso que me iba a Corea a buscar trabajo. Yo era entonces un soltero empedernido, de modo que aquella súbita noticia no suscitó ningún recelo. Por el contrario, mi hermano se alegró al oírla, aunque yo tenía la sospecha de que su regocijo venía propiciado por la idea de que al fin se iba a librar de mí. Sea como fuere, el caso es que me entregó una considerable cantidad de dinero como regalo de despedida.
Poco después, un día perfecto para mis planes, me subí a un tren con destino a Shimonoseki, en la estación de Tokio, y me despedí de mi hermano y de su esposa. Pero solo una hora después, más o menos, me bajé del tren en Yamakita procurando pasar inadvertido y tras dejar pasar cierto tiempo, cogí otro tren de vuelta a Tokio. Hice el viaje entre la multitud de tercera clase, de modo que regresé a Tokio poco después de haber salido y sin que nadie se hubiera enterado.
En este punto del relato debería decir que, mientras esperaba el tren de Tokio en la estación de Yamakita, entré en los servicios y me quité el lunar del muslo con una cuchilla: era la única marca que me distinguía de mi hermano. Tras esta sencilla operación mi hermano y yo éramos, por así decirlo, dos auténticas fotocopias.
Cuando llegué a Tokio estaba amaneciendo. Este hecho también formaba parte de mi plan. Procuré no perder un solo segundo y me puse a toda prisa un kimono que había mandado hacer a propósito antes de partir. Era de la misma seda de Oshima que mi hermano utilizaba en su ropa de uso diario. Además, también me vestí con la misma ropa interior, el mismo fajín, los mismos zuecos: en realidad, todo lo que él solía emplear. Luego me dirigí a su casa en el momento idóneo, con una precisión ajustada al segundo. Con cuidado de que nadie me sorprendiera, salté la cerca trasera y entré a hurtadillas en su amplio jardín.
Aún era muy temprano y seguía oscuro, de ahí que nadie me viera escalar el lateral del pozo que había en uno de los rincones del jardín. Aquel viejo pozo abandonado fue uno de los elementos que más importancia tuvo en mi decisión de cometer el crimen.
Hacía tiempo que se había secado y no se utilizaba desde entonces. Recordaba que mi hermano consideraba un peligro la existencia de una trampa así y tenía la intención de rellenarlo pronto. Junto a él había ahora un montículo de tierra que, sin duda, habían acarreado hasta allí los jardineros, a quienes yo había sugerido sólo unos días antes que rellenaran el agujero aquel mismo día.
Me escondí entre los arbustos y aguardé tranquilo, esperando oír en cualquier momento los pasos de mi hermano, ya que tenía la costumbre de dar un paseo por el jardín rodas las mañanas al salir del baño. Mientras esperaba noté que unas gotas de sudor frío procedentes de las axilas me caían por los brazos. No recuerdo cuánto estuve así, pero sí que el tiempo dio la sensación de haberse detenido. Puede que fuera unas tres horas más tarde, horas que parecieron años, cuando por fin oí el ruido de sus zuecos. Mi primer impuso fue el de salir corriendo…, huir del horror de mi propio y diabólico plan; pero, por algún extraño motivo, tuve la impresión de que mis piernas habían echado raíces en el suelo y no podía moverme.
Antes de que me diera cuenta, mi víctima, a la que tanto tiempo llevaba esperando, se había situado delante de los arbustos en los que me hallaba escondido, y de pronto me di cuenta de que había llegado el momento. Con una agilidad asombrosa, di un súbito salto y rodeé el cuello de mi hermano con la soga que tenía preparada; después lo estrangulé muy lentamente.
Él se resistía, desesperado, retorciéndose sin cesar, mirando cada dos por tres hacia atrás para ver quién era su asaltante. Yo, por mi parte, trataba de evitar que lo lograra. Pero su descolorido rostro, como movido por un resorte de gran potencia, se iba girando hacia mí, centímetro a centímetro. Al final, su enrojecido e hinchado semblante —idéntico al mío— se dio la vuelta y mi cara quedó por muy poco dentro del campo de visión de sus ojos desafiantes y enloquecidos. En cuanto me reconoció, la impresión le produjo un fuerte escalofrío. Jamás podré olvidar su cara en aquel momento. Era una máscara de muerte, ¡una horrible expresión que clamaba venganza!
No obstante, tardó poco en rendirse. Después se quedó inmóvil y cayó al suelo. En ese momento yo estaba exhausto, y tras soltarlo me froté las manos con fuerza porque las tenía rígidas y paralizadas a causa del esfuerzo. A continuación, con las rodillas aún temblando, llevé su cuerpo rodando hasta la boca del pozo como si fuera un leño y lo tiré de cabeza al interior. Luego cogí un tablón y lo utilicé para echar un poco de tierra suelta, lo suficiente para tapar el cadáver.
Si hubiera habido un testigo en aquel escenario, con toda seguridad aquello le habría parecido un mal sueño. ¡Imagíneselo! Hubiera visto a un hombre estrangulando a otro que iba vestido con la misma ropa, con un cuerpo idéntico al suyo, e incluso la misma cara.
Bien, así cometí el terrible asesinato de mi propio hermano. Fue una historia semejante a la de Caín y su hermano Abel, con la diferencia de que en nuestro caso los hermanos tenían la misma apariencia, ya que, ¿acaso no poseíamos cuerpos idénticos?
¿Le sorprende que una persona cualquiera sea capaz de perpetrar un crimen con tanta sangre fría? A mí no. Pero, en lo que a mí respecta, el auténtico motivo por el que deseaba matarlo consistía en que éramos dos personas en una. ¡Y cómo odiaba a mi otra mitad! Me pregunto si usted habrá sentido alguna vez ese odio incontrolable, mucho más intenso que el que puede llegar a sentirse por una persona con la que no se tiene ningún vínculo importante. Y en mi caso particular era incluso más fuerte, ya que éramos gemelos y los celos me habían hecho perder la cabeza.
Retomaré mi relato contando que, tras cubrir el cuerpo con la tierra necesaria, permanecí absorto durante largo rato. Después de una media hora me di cuenta, alarmado, de que llegaban los jardineros, guiados por una de las criadas, y yo volví a esconderme. Acto seguido, el diablo me susurró una vez más que aquello era la señal para mi segunda entrada en la escena de una obra aberrante y brutal: ¡una representación protagonizada por un maníaco!
Fingí ser mi hermano y salí sin prisa del lugar donde me escondía, mirando a aquella gente con cierta inquietud.
—Vaya, vaya —apunté del modo más natural posible—, así que habéis venido temprano. Os he ayudado un poco con vuestra labor, ¡ja, ja! Espero que rellenéis el pozo antes de que se haga de noche. Bueno, ¡será mejor que empecéis cuanto antes!
Tras dirigirles estas palabras, me alejé de allí con la forma de andar habitual de mi hermano muerto y entré en la casa.
A partir de ese momento todo funcionó a la perfección. Me pasé el día entero encerrado en el estudio sin despegar los ojos del diario de mi hermano y de sus libros de contabilidad, ya que, aunque había analizado hasta el último detalle antes de anunciar mi viaje a Corea, no había tenido la posibilidad de acceder a ninguno de esos documentos. Por la noche me senté a cenar con mi «esposa», la mujer que había estado casada con mi hermano y ahora era mi cónyuge, y tuve una agradable charla con ella como solía hacer él, consciente de que aquella mujer ignoraba por completo la horrible verdad.
De noche, ya bastante tarde, incluso me aventuré en su dormitorio, pero una vez allí me sentí algo inseguro al no saber nada acerca de los hábitos de mi hermano en aquel contexto tan íntimo. Sin embargo, todavía con una confianza absoluta en mí mismo, y es que estaba del todo convencido de que, en caso de descubrir la verdad, ella no rechazaría a su antiguo amor, abrí con cuidado la puerta corredera de su dormitorio y apagué las luces rápidamente.
Después de haberme convertido en un adúltero, además de un asesino, ahora mi espíritu se había sosegado y pasé un año bastante feliz. Disponía de gran cantidad de dinero y tenía a mi servicio a la mujer a la que amaba; mi vida parecía una perpetua bendición…, pero había un obstáculo: mi conciencia. Noche tras noche me atormentaba haciendo que el espíritu de mi hermano se me apareciera en sueños. En realidad, aquel año fue el más largo de mi vida. Poco a poco empecé, como el canalla sin remisión que era, a cansarme de aquella monótona existencia.
Volví a mis antiguas y reprobables costumbres. La enorme fortuna de mi hermano iba menguando porque el dinero se me escurría entre los dedos, y un día descubrí que, en lugar de ser un hombre rico, estaba endeudado hasta el cuello. Por si fuera poco, ya no tenía a nadie a quien acudir. ¡Qué desgracia! Aquella circunstancia fue la que me empujó a cometer el segundo crimen.
Si lo piensa usted bien, comprobará que este hecho no es más que la lógica consecuencia de mi primer asesinato. Cuando decidí matar a mi hermano ya tenía en mente este segundo plan. Había llegado a la conclusión de que si era capaz de convertirme en mi hermano mayor hasta en el último de los detalles, nada me impediría llevar a cabo otros crímenes. Supongo que no se le escapa a usted que incluso si el hermano pequeño, de quien no había noticia alguna desde que partiera rumbo a Corea, llegara a cometer un asesinato o un robo, o cualquier otro delito, el hermano mayor siempre quedaría exento de responsabilidad y al margen de toda sospecha.
Se dio otra peculiar circunstancia en esta singular cadena de acontecimientos. Después de mi primer asesinato realicé por casualidad un hallazgo sorprendente que me enseñó lo fácil que sería cometer el siguiente crimen sin riesgo de ser descubierto.
Un día estaba yo añadiendo una entrada al diario de mi hermano, tratando de imitar de forma precisa su caligrafía. Era un auténtico fastidio, pero había que hacerlo, ya que se trataba de otra de sus costumbres diarias. Tras escribir varias líneas, comparé lo que yo había escrito con lo redactado por él, y me llevé un buen susto al ver una huella dactilar en una de las esquinas de la página; no cabía duda de que pertenecía a mi hermano.
La impresión producida por aquel descubrimiento me dejó estupefacto durante unos instantes porque había pasado por alto ese importante detalle. Mi negligencia me había llevado a pensar desde el principio que el lunar era la única diferencia entre mi hermano y yo, y ahora me hallaba perplejo. ¡Qué idiota había sido! ¡Pero si hasta un estudiante de primaria sabe que todas las personas tienen huellas dactilares distintas, y yo, con más motivo, debería haber caído en la cuenta de que ni siquiera en el caso de los hermanos gemelos coinciden las huellas! En aquel momento, con la imagen de la huella dactilar del diario ante mí, temí que esta pudiera ser la prueba que terminase delatándome.
Compré una lupa con discreción y analicé aquel manchón, que resultó ser la huella de un dedo pulgar. Estampé la huella de mi pulgar en un trozo de papel y las comparé. A simple vista parecían muy similares. Pero al examinarlas de forma más exhaustiva, línea por línea, espiral por espiral, comprobé que tenían muchas diferencias. Después me las arreglé para obtener en secreto las huellas de mi «esposa» y de las criadas para estar del todo seguro, pero eran tan distintas que no me hizo falta ni compararlas con la del diario. Estaba claro que la huella del libro era de mi hermano. Y era natural que se pareciese a la mía, debido a nuestra condición de gemelos.
Como pensaba que la existencia de otras huellas dactilares de ese tipo constituiría un problema muy serio, realicé una minuciosa búsqueda de otras posibles marcas semejantes. Miré en todos los libros, en cada una de sus páginas, en el polvo de cada rincón de los estantes, en los armarios, en el guardarropa, en fin, en cualquier lugar donde él pudiera haber dejado sus huellas. Pero no hallé ninguna más. Eso me tranquilizó un tanto, aunque no estaba dispuesto a correr riesgo alguno. A continuación arranqué la página del diario y me disponía a arrojarla al brasero de carbón, seguro de que la destrucción de aquella pequeña prueba eliminaría todas las posibles preocupaciones que me aguardaran en el futuro. Pero, de repente, tuve una brillante idea. Parecía propiciada por la inspiración…, la inspiración no de un ángel, sino del propio diablo.
Pensé si acaso no sería práctico lograr un molde de aquella huella dactilar. Sin duda: podría utilizarlo en el escenario de mi próximo crimen… y en los que vinieran después. Nadie sería capaz de recordar las huellas de mi personalidad real, es decir, nadie tendría la posibilidad de decir a quién pertenecían…, y el simple hecho de que mis huellas dactilares no encajaran con las de mi hermano bastaría para determinar mi inocencia. En lo que a la policía se refiere, no les quedaría más remedio que buscar a la persona que tuviera aquellas huellas dactilares sin saber que estaba enterrada a diez metros bajo tierra.
Esta maravillosa idea me elevó al séptimo cielo del placer. Lo había conseguido, tenía la oportunidad de hacer realidad el fantástico papel de Jekyll y Hyde… sin ser atrapado jamás.
Puse en marcha mi malvado plan y no tardé en robar una gran cantidad de dinero de la casa de un amigo, dejando de forma deliberada la huella dactilar de mi hermano. Me resultó fácil, ya que tenía cierta experiencia como fotograbador y, ni que decir tiene, había fabricado una plancha a tales efectos.
Más adelante, siempre que estaba mal de dinero a causa de mi vida disipada, acudí de nuevo a ese recurso y nunca me descubrieron ni sospecharon de mí. Ebrio de éxito, seguí robando a diestro y siniestro, y como la ley no era capaz de echarme el lazo acabé por cometer otro asesinato.
Usted ya habrá leído los informes acerca de este último crimen, de ahí que no entre en demasiados detalles. Baste decir que me enteré de que otro amigo poseía una enorme cantidad de dinero: dos millones de yenes, para ser exactos, depositados en su caja fuerte. Cuando un poco después supe que se trataba de un dinero guardado en secreto, y cuyo destino era financiar una campaña electoral, el decorado me pareció casi perfecto.
Una vez analizados todos los pormenores entré en la casa una noche con mi verdadera personalidad, la del hermano menor. Me deslicé en la habitación donde se hallaba el dinero, abrí la puerta de la caja fuerte con las manos enguantadas y saqué los fajos de billetes. Conocía la combinación porque el dueño había abierto una vez la caja en mi presencia sin desconfiar de mí, ya que yo, es decir, mi desaparecido hermano, era un viejo amigo suyo.
De pronto se encendieron las luces que yo había apagado previamente. Sorprendido, me di la vuelta, ¡y me encontré cara a cara con el propietario de la caja! Presa de la desesperación, saqué un cuchillo del bolsillo y se lo clavé en el pecho. Cayó al suelo quejándose de dolor y unos instantes más tarde estaba muerto. Agucé los oídos, pero por fortuna el ruido de aquella breve refriega no había despertado a nadie.
Tras recobrar el aliento, saqué el molde de la huella dactilar de mi hermano y la mojé en la sangre que se había desparramado por el suelo. Luego la puse sobre la superficie de la pared más próxima y, después de haberme asegurado de que no quedaba ninguna otra prueba, salí de allí a toda velocidad cuidando de que mis pisadas no dejaran rastro.
Al día siguiente recibí la visita de un detective. Pero eso no supuso inconveniente alguno para mí, ya que aún confiaba en que el truco funcionaría una vez más. Me informó de un modo educado, y como excusándose, de que había visitado a todos los que sabían que la caja fuerte de la víctima contenía una gran cantidad de dinero. También me dijo que en el lugar había una huella dactilar que no coincidía con la de ningún exconvicto, y que sentía molestarme pero deseaba comprobar mis huellas, ya que yo era una de las personas que conocía la existencia del dinero en la caja.
—Es pura rutina —me aseguró.
Mientras me reía de él por dentro, le hice muchas preguntas con la intención de demostrar lo apenado que me hallaba por la pérdida de mi amigo, y después le permití que me tomara la huella de uno de los pulgares. Tras la marcha del detective me olvidé inmediatamente de él y me dirigí a toda prisa a mi lugar favorito para las juergas con el monedero bien repleto.
Dos o tres días más tarde aquel mismo detective me visitó de nuevo, Más adelante descubrí que era uno de los mejores elementos de la policía metropolitana. Cuando entré con aire despreocupado en el salón, aquel hombre me miró sonriendo de una forma peculiar. Sin inmutarse, puso sobre la mesa una hoja de papel, y al mirarla me di cuenca de lo que era: ¡una orden para detenerme!
No podía apartar los ojos del papel, casi hipnotizado por el terror, y él aprovechó aquellos instantes para acercarse a mí rápidamente y esposarme. Momentos después me di cuenta de que un fornido agente de policía esperaba en la puerta.
Muy poco después me vi entre rejas. Sin embargo, aún me quedaba la suficiente ingenuidad como para creer que seguía teniendo posibilidades. Confiaba en que nunca podrían probar que había cometido un asesinato. Pero ¡qué sorpresa tan grande me aguardaba! Al comparecer ante el fiscal y escuchar de su boca los cargos que había contra mí, me quedé clavado en el suelo, con la boca abierta y atónito. Yo, siempre tan astuto, había cometido un error tan absurdo que casi me daban ganas de reírme de mí mismo. ¡Seguro que aquello era una maldición lanzada por mi hermano!
¿Cómo pude haberme equivocado? Lo cierto es que cuando se explica con palabras suena demasiado estúpido. ¡La huella dactilar que yo atribuí a mi hermano en realidad era mía! La marca que encontré en el diario no era una huella estampada allí de forma directa, sino que se había grabado después de que yo me secara las manos manchadas de tinta. Es decir, fue la tinta que quedaba en los surcos formados por las protuberancias, más que las propias protuberancias de la yema del dedo pulgar, lo que había dado lugar a aquella marca, produciendo de ese modo una impresión similar a un negativo fotográfico.
Se trataba de un error tan burdo que apenas podía creer que fuera cierto. El fiscal decidió hablarme por propia voluntad acerca de un caso sucedido en 1913. Dijo que la esposa de un comerciante de Fukuoka fue asesinada un día de forma cruel, y la policía detuvo a un sospechoso. La huella dactilar hallada en la escena del crimen y la del sospechoso no parecían concordar, aunque daba la sensación de que poseían una enorme semejanza. La policía no sabía qué camino tomar y pidió a un especialista que estudiara las marcas de un modo científico: al final resultaron ser idénticas. El caso era igual al mío. La huella del lugar del crimen era el negativo. Pero el experto, después de una minuciosa investigación, había invertido los colores de una de las fotografías de las dos huellas dactilares, cambiando el negro por el blanco… y las imágenes coincidieron a la perfección: el caso estaba resuelto.
Ya le he contado todo. Le suplico, padre, que dé a conocer estos hechos, sobre todo a mi «esposa», porque solo así podré subir con serenidad los trece escalones que conducen al patíbulo.