La oruga, de Edogawa Rampo
Tokiko se despidió, salió del edificio principal y mientras oscurecía atravesó el amplio jardín, descuidado por completo y cubierto de maleza, camino de la pequeña casa donde vivía con su marido. Durante el trayecto recordó las convencionales palabras de elogio con las que, una vez más, le había regalado al oído el general de división, dueño de aquella propiedad.
Tenía una sensación en cierto modo extraña, y en la boca seguía notando un regusto amargo parecido al de la berenjena asada, sabor que, por otra parte, detestaba con todas sus fuerzas.
—La lealtad y los méritos del teniente Sunaga son, no cabe duda, el orgullo de nuestro ejército —había afirmado.
El viejo general mantenía la absurda actitud de honrar con su antiguo rango al militar lisiado que aquella mujer tenía como marido.
—En lo que a usted respecta, sin embargo, su constante fidelidad la ha tenido alejada de los placeres y deseos de los que antes disfrutaba. Durante tres largos años ha sacrificado todo por ese pobre inválido sin dejar escapar ni un solo suspiro de queja. Usted siempre ha defendido que así está obligada a comportarse la esposa de un soldado, y tiene roda la razón. Pero en ocasiones no puedo evitar la idea de que se trata de un destino cruel para una mujer, sobre todo para una mujer tan atractiva y encantadora como usted, además de tan joven. Es realmente admirable. Con toda franqueza, creo que esta es una de las historias más conmovedoras de nuestro tiempo. La única duda es cuánto durará. Recuerde que todavía tiene usted un largo futuro por delante. Por el bien de su marido, espero que nunca cambie.
Al viejo general de división Washio le agradaba contar las maravillas del incapacitado teniente Sunaga (quien en otro tiempo había formado parte de su estado mayor y ahora residía como invitado en su propiedad) y de su esposa; y tanto le gustaba que se había convertido en un tópico a la hora de conversar con ella cada vez que la veía. Pero a Tokiko le resultaba muy desagradable y trataba de evitar al general en la medida de lo posible. De cuando en cuando, siempre que el tedio en la convivencia con su silencioso e inválido marido se hacía insoportable, buscaba la compañía de la esposa y la hija del general, casi siempre después de haberse asegurado de que este se hallaba ausente.
Tenía la secreta sensación de que su excepcional espíritu de sacrificio y su fidelidad bien merecían las generosas alabanzas del anciano, y al principio aquello halagaba su vanidad. Pero en esos primeros días todo el asunto poseía el brillo de la novedad. Después siguió siendo divertido, en cierto modo, cuidar de alguien tan completamente indefenso como su marido.
Aquella autocomplacencia, no obstante, poco a poco había ido transformándose en aburrimiento, y más adelante en miedo. Ahora se estremecía cuando recibía tan elevados elogios. Se imaginaba señalada por un dedo acusador mientras sentía que una voz sarcástica y chirriante le decía al oído: «¡Bajo el manto de la fidelidad escondes una vida de pecado y de traición!».
Día tras día, los cambios que de forma inconsciente se iban produciendo en su forma de pensar la sorprendían incluso a ella. De hecho, reflexionaba con frecuencia acerca de la volatilidad de los sentimientos humanos.
Al principio no había sido más que una fiel y sumisa esposa que nada sabía del mundo, ingenua y tímida en extremo. Pero ahora, a pesar de que en apariencia no había sufrido casi ningún cambio, en su corazón albergaba horribles pasiones, pasiones surgidas de la visión constante de su marido inválido y digno de lástima; tal era su grado de invalidez que esta palabra resultaba del todo inadecuada para describir el estado de quien, en otro tiempo, se condujera con tanto orgullo y tan noble porte.
Como si de un animal salvaje se tratara, o como si se hallara poseída por el diablo, ¡había empezado a sentir un insano deseo de satisfacer su lujuria! Sí, ¡hasta tal punto había cambiado! Se preguntaba de dónde procedía aquel desesperado impulso. ¿Podría atribuirse al misterioso hechizo ejercido por aquel trozo de carne? Porque, a decir verdad, eso era su marido: ¡un trozo de carne! ¿O, por el contrario, era obra de algún extraño poder sobrenatural imposible de definir?
Cuando el general Washio se dirigía a ella, Tokiko no podía evitar ese inexplicable sentimiento de culpa. Además, cada vez era más consciente de que aumentaba sin cesar el tamaño de su propio cuerpo.
—La situación es alarmante —se repetía una y otra vez—. ¿Por qué no dejo de engordar como una perezosa sin cerebro?
Sin embargo, la palidez de su rostro mostraba un acusado contraste con la evolución de su cuerpo, y muchas veces tenía la sensación de que el general lo observaba de forma dudosa mientras le dedicaba los habituales elogios. Quizá esa era la razón por la que detestaba a aquel hombre.
Vivían en un barrio remoto, y la distancia que separaba la casa principal de la casita de la pareja era más o menos la equivalente a una manzana. Entre las dos viviendas había un terreno cubierto de hierba sin camino alguno para atravesarlo: una zona en la que era frecuente encontrarse con serpientes que susurraban escondidas en los matorrales. Además, si quien por allí anduviese daba un paso en falso, en seguida corría el riesgo de caer a un viejo pozo abandonado oculto entre la maleza. Un remedo de cercado muy poco uniforme rodeaba la enorme mansión y ante ella se extendían los campos.
Desde la oscuridad donde se encontraba, Tokiko veía la sobria vivienda de dos plantas, su morada, que por la parte de atrás daba a un extremo del bosquecillo de un santuario budista. En el cielo dos estrellas parecían brillar un poco más que las otras. La habitación en la que yacía su marido no tenía luz. No podía, como era natural, encender la lámpara, de ahí que el «trozo de carne» estuviera, con toda seguridad, parpadeando impotente, recostado en su silla, o resbalando del asiento para caer en las esteras sumido en la penumbra.
¡Qué lástima! Cuando pensaba en ello, unos escalofríos de rabia, de amargura y de pena parecían recorrerle la espalda.
Al entrar en la casa, se dio cuenta de que la puerta de la habitación de arriba estaba entreabierta, como si de una amplia y negra boca se tratase, y percibió el familiar soniquete de los golpes sobre las esteras.
—Oh, ya está otra vez —lamentó para sus adentros, y de pronto sintió tanta lástima por él que sus ojos se llenaron de lágrimas. Aquellos ruidos significaban que su marido incapacitado estaba tumbado de espaldas, llamando con impaciencia a su única compañía mediante los golpes que daba con la cabeza en las esteras, en lugar de las palmadas que cualquier esposo japonés hubiera utilizado.
—Ya voy. Debes de tener hambre.
Hablaba en voz baja según su costumbre, aunque sabía que nadie podía oírla. Luego subió la escalera, similar a una de mano, que conducía a la pequeña habitación de la segunda planta.
Aquella estancia tenía una alcoba con una lámpara de estilo antiguo en un rincón. Junto a ella había una caja de cerillas, pero él era incapaz de encender la luz con ellas.
La mujer le habló con el tono de una madre dirigiéndose a su hijo:
—Te he hecho esperar demasiado tiempo, ¿verdad? Lo siento mucho.
Después añadió:
—Aguarda solo un instante. No puedo hacer nada con esta oscuridad. Voy a encender la lámpara.
Aunque no dejaba de hablar entre dientes, sabía que su marido no la oía en absoluto. Encendió la luz y llevó la lámpara a una mesa situada en otro rincón de la habitación. Delante de la mesa había una silla baja con un cojín de muselina estampado sujeto a ella. Estaba vacía, y su último ocupante se hallaba ahora tendido en el suelo cubierto de esteras: una extraña y horrible criatura. Iba vestido —aunque «envuelto» sería el término más apropiado— con viejas ropas de seda.
Sí, allí estaba «aquello», un paquete viviente, envuelto en un kimono de seda, semejante a un envío que alguien hubiera abandonado sin más, ¡un fardo verdaderamente extraño!
Por uno de los lados del paquete sobresalía la cabeza de un hombre que no dejaba de golpear sobre las esteras como si fuese un insecto o algún insólito mecanismo automático. Al golpear, el enorme bulto se desplazaba poco a poco… de un modo similar al de un gusano arrastrándose.
—No deberías ponerte tan nervioso. ¿Qué es lo que quieres? ¿Esto?
Hizo un gesto que significaba comer.
—¿No? ¿Esto, entonces?
Probó con otras señas, pero su marido mudo negaba con la cabeza una y otra vez sin dejar de dar sus desesperados golpes en las esteras del suelo.
Se había hecho ya tanto daño con las astillas de una concha que la cabeza más bien parecía una masa informe. Había que acercarse mucho a él para reconocer en su rostro rasgos que en otro tiempo fueron los de un ser humano.
El oído izquierdo había desaparecido por completo, y en su lugar no había más que un pequeño hueco negro. Sufría un pronunciado tic a lo largo de la mejilla izquierda, desde la boca hasta el ojo, mientras que una fea cicatriz también surcaba la sien derecha hasta la parte superior de la cabeza. Tenía el cuello hundido, como si hubieran extraído la carne que lo protegía, y la nariz y la boca nada conservaban de su forma original.
Sin embargo, en medio de aquel monstruoso rostro aún permanecían dos ojos redondos y brillantes como los de un niño inocente, unos ojos que contrastaban de forma muy acusada con la fealdad que los rodeaban. En aquellos momentos refulgían de irritación.
—¡Ah! Me quieres decir algo, ¿no es así? Espera un momento.
Cogió un cuaderno y un lapicero del cajón de la mesa, colocó el lápiz en la boca deforme y sostuvo el cuaderno ante ella. Su marido no podía ni hablar ni sujetar nada para escribir, ya que, además de carecer de órganos vocales, también había perdido los brazos y las piernas.
—¿Cansado de mí?
Aquellas palabras fueron las que garabateó con su boca el inválido.
—¡Ja, ja, ja! Otra vez estás celoso, ¿verdad? —se reía ella—. No seas tonto.
Pero el lisiado volvió a dar impacientes cabezazos contra el suelo. Tokiko comprendió lo que quería y de nuevo situó el cuaderno ame la punta del lápiz sujeto entre los dientes de su marido.
Una vez más, el lápiz se movió inseguro y escribió: «¿Dónde fuiste?».
En cuanto lo leyó, Tokiko arrancó el lapicero de la boca del hombre con un gesto brusco y escribió: «A la casa de Washio», y colocó la respuesta casi pegada a los ojos de su esposo.
Cuando él hubo leído el seco mensaje, ella añadió: «¡Deberías saberlo! ¿A qué otro sitio voy a ir?».
El inválido pidió otra vez el cuaderno y escribió: «¿Tres horas?».
Ella sintió un nuevo arrebato de comprensión. «No sabía que hubiera tardado tanto», escribió como respuesta. «Lo siento».
Dio rienda suelta al sentimiento de lástima que la invadía, y se inclinó e hizo gestos con la mano mientras hablaba:
—No volveré a ir. Nunca más volveré. Lo prometo.
El teniente Sunaga, o más bien «el fardo», aún se hallaba lejos de parecer satisfecho, pero quizá se había cansado de escribir con la boca, porque tenía la cabeza apoyada sin fuerza en el suelo y ya no se movía. Transcurridos unos instantes, le dedicó a su mujer una mirada dura con la que sus grandes ojos dieron a entender todos sus sentimientos.
Tokiko solo conocía un medio para tranquilizar a su marido. Como las palabras y las disculpas no servían de nada, siempre que se producían esas extrañas «disputas de enamorados» ella recurría a aquel expeditivo método.
Se inclinó de repente sobre su esposo y cubrió de besos la retorcida boca. Los ojos del hombre no tardaron en mostrar una mirada de gran satisfacción y profundo placer, y después dibujó una desagradable sonrisa. Ella seguía besándolo, con los ojos cerrados para olvidar su fealdad, y, de manera gradual, fue apareciendo el deseo de burlarse de aquel pobre inválido que se encontraba en un estado de tan absoluta indefensión.
El lisiado a quien besaban con tal pasión sufrió tremendas contorsiones al verse incapaz de respirar y su rostro se deformó en una mueca extravagante. Como siempre sucedía, aquella visión excitó a Tokiko de una forma extraña.
El caso del teniente Sunaga había supuesto una importante conmoción en el mundo médico. Le amputaron los brazos y las piernas y su rostro fue reconstruido con habilidad por los cirujanos. La prensa, por su parte, también le dio una gran publicidad al caso, y un periódico llegó incluso a hablar de él como «el patético muñeco roto cuyos preciados miembros fueron cruelmente arrancados por los caprichosos dioses de la guerra».
El teniente Sunaga era, si cabe, aún más digno de lástima, ya que, a pesar de haber sufrido una cuádruple amputación, poseía un torso muy desarrollado. Quizá debido a su magnífico apetito (comer era su única diversión), Sunaga había llegado a tener un vientre brillante y prominente. Lo cierto es que aquel hombre parecía una enorme oruga amarilla.
Le habían amputado los brazos y las piernas de tal manera que ni siquiera le quedaban los muñones, sino únicamente cuatro bultos de carne que señalaban el lugar que antes ocuparan los cuatro miembros. Solía tumbarse sobre su abultado vientre y, sirviéndose de esos bultos, lograba impulsarse y dar vueltas sobre sí mismo: una peonza de carne y hueso.
Unos instantes después, Tokiko comenzó a desnudarlo. Él no ofreció resistencia y se limitó a mirar expectante los ojos de su mujer, entrecerrados de un modo extraño, unos ojos similares a los de un animal que vigila a su presa.
Tokiko comprendía muy bien lo que su impedido esposo quería decirle con su apasionada mirada. El teniente Sunaga había perdido toda capacidad sensorial, excepto las referidas a la vista, la sensibilidad física y el gusto. Nunca había mostrado demasiado interés por los libros y, además, la explosión de la que fue víctima le provocó una impresión tan grande que dañó sus facultades mentales. Por consiguiente, ahora había desaparecido incluso su escasa afición a la lectura y los placeres físicos constituían su única diversión.
En lo que a Tokiko se refiere, y a pesar de que era de natural tímida, siempre había albergado una extraña inclinación a abusar de los débiles. Además, la contemplación de la agonía de aquel pobre inválido despertó muchos de sus instintos ocultos.
Aún inclinada sobre él, siguió dedicándole sus aberrantes caricias, provocando en el inválido una excitación que lo llevaba cada vez más cerca del éxtasis…
Tokiko lanzó un grito y se despertó. Había tenido una terrible pesadilla y estaba sentada en medio de un sudor frío. La lámpara de la mesilla se hallaba ennegrecida por el humo y la mecha se había consumido por completo.
El interior de la habitación, el techo, las paredes… todo parecía estirarse como si fuera de goma y luego contraerse hasta alcanzar formas inverosímiles. Junto a ella, el rostro de su marido poseía un brillante tono anaranjado.
Recordó que él no podía haber oído su grito de ninguna manera, pero se dio cuenta, con inquietud, de que su esposo tenía la mirada fija en el techo y los ojos abiertos de par en par. Miró el reloj de la mesa y vio que era algo más de la una.
Una vez despierta del todo, trató de borrar los horribles pensamientos procedentes de la pesadilla que había invadido su mente, pero cuanto más intentaba olvidarlos, más persistentes se hacían las imágenes. Al principio tuvo la sensación de que la bruma se alzaba ante sus ojos y, cuando esta se hubo disipado, pudo ver con gran nitidez un enorme trozo de carne que flotaba en el aire y daba vueltas y más vueltas como una peonza. De repente surgió el cuerpo de una mujer gorda y repulsiva que parecía venir de ninguna parte, y las dos figuras se fundieron en un apasionado abrazo. Esta increíble escena erótica trajo a la memoria de Tokiko la ilustración de una postal donde se representaba un pasaje del Infierno de Dante; pero, a pesar de todo, mientras su mente divagaba, el desagradable y repulsivo abrazo de la pareja pareció excitar todas sus pasiones reprimidas y paralizar sus nervios. Se preguntó, presa de un escalofrío, si acaso no sería una pervertida.
Apretó los brazos en torno a su pecho y dejó escapar un grito desgarrador. Luego miró con atención a su marido, como un chico que estuviera viendo una muñeca rota. Él seguía con la vista fija en el mismo punto del techo sin prestarle la menor atención a su mujer.
—Otra vez está pensando —dedujo.
Era extraño, incluso en los mejores momentos, contemplar a un hombre que solo podía comunicarse con los ojos, allí tumbado, la vista fija siempre en un solo punto, y todavía era peor cuando, como ahora, eso sucedía en plena noche. Claro que su mente estaba dañada, pensó ella, pero un hombre con una incapacidad tan grande sin duda vive en un mundo totalmente distinto a cualquiera de los que yo pueda conocer jamás. Y se preguntaba si se trataría de un mundo placentero. O quizá fuera un infierno…
Cerró de nuevo los ojos durante un instante y trató de dormir, pero le fue imposible. Tenía la sensación de que, girando a su alrededor, había llamas que producían un inmenso estruendo y terminó por angustiarse. Algo después, de forma caprichosa, volvieron a aparecer y desaparecer diversas ilusiones y alucinaciones. Entremezclados con ellas venían los múltiples acontecimientos que hacía tres años habían transformado una vida normal en aquella existencia miserable…
Al recibir la noticia de que su marido había resultado herido y regresaba a Japón, sintió un alivio indescriptible porque al menos había salvado la vida. Las esposas de sus colegas oficiales incluso envidiaron su «buena suerte».
Al poco tiempo los periódicos se hicieron eco de los brillantes servicios prestados por su marido. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había sufrido heridas muy graves, pero jamás pensó ni por un instante que le habían provocado una incapacidad tan notable.
Tampoco olvidaría nunca la primera vez que le permitieron visitar a su esposo en el hospital militar. Tenía el rostro cubierto de vendas y no se le veían más que los ojos, unos ojos que la miraban como se mira el vado. Recordaba que había llorado llena de amargura al enterarse de que las heridas y la impresión sufridas le habían dejado sordomudo. Poco se imaginaba, no obstante, los horribles descubrimientos que aún la aguardaban.
El jefe del equipo médico, con gesto digno y tratando de mostrar su profunda compasión, retiró las blancas sábanas con mucho cuidado.
—¡Sea valiente! —fueron sus palabras.
Ella quiso coger las manos de su marido… pero no pudo hallar los brazos. Después vio que tampoco tenía piernas; era como un fantasma en una pesadilla. Bajo las sábanas solo yacía el tronco de su cuerpo, vendado de un modo grotesco que lo asemejaba a un a momia.
Intentó hablar, luego gritar, pero de su garganta no salió un solo sonido. También ella había perdido momentáneamente el habla. ¡Dios! ¿Aquello era todo lo que quedaba del marido al que tanto había amado? Había dejado de ser un hombre para convertirse en un simple busto de escayola.
El jefe médico y las enfermeras la llevaron a otra sala, y entonces fue cuando se vino abajo del todo, estallando en un inconsolable llanto sin importarle la presencia de toda aquella gente. Se dejó caer sobre una silla, hundió la cabeza entre los brazos y lloró hasta quedarse sin lágrimas.
—Ha sido un auténtico milagro —oyó decir al médico—. Otro en su lugar no hubiera sobrevivido. Por supuesto, todo se debe a la maravillosa habilidad como cirujano del coronel Kitamura: es un verdadero genio con el bisturí. No hay otro igual en ningún hospital militar del mundo.
De ese modo trataba el médico de consolar a Tokiko. Por todos lados se repetía la palabra «milagro», pero ella no sabía si alegrarse o lamentar.
Pasó medio año como si fuera un sueño. El «cadáver viviente» del teniente Sunaga fue finalmente escoltado hasta su casa por su comandante y sus camaradas de armas, y se vio abrumado por las atenciones que le dedicaba todo el mundo.
A lo largo de los días que siguieron, Tokiko cuidó de él con enorme ternura y en medio de un mar de lágrimas. Familiares, vecinos y amigos, todos ellos la animaban a sacrificarse cada vez más, le repetían sin cesar su concepto del «honor» y de la «virtud». La exigua pensión de su marido apenas daba para la manutención de ambos, de ahí que cuando el general de división Washio, antiguo jefe de Sunaga en el frente, tuvo el detalle de ofrecerles de forma desinteresada la casa de campo que poseía dentro de su propiedad, ellos aceptaron agradecidos.
A partir de entonces, la vida cotidiana se convirtió en una rutina, pero eso también dio lugar a una exasperante soledad. La causa principal era, por supuesto, la tranquilidad que los rodeaba. Otra de las razones era que la gente dejó de interesarse por la historia del héroe de guerra lisiado y la esposa consciente de su deber. El asunto perdió interés y su lugar en primera plana de la actualidad lo ocuparon nuevas personalidades y nuevos acontecimientos.
Los familiares de su marido rara vez se pasaban por allí. En lo que a ella se refería, sus padres habían muerto, mientras que a todas sus hermanas y hermanos les traía sin cuidado su desgracia. La consecuencia era que el pobre soldado inválido y su fiel esposa vivían solos en una solitaria casa de campo, aislados por completo del mundo exterior. De todos modos, incluso aquella situación habría sido más soportable si uno de ellos no hubiera sido un muñeco de barro.
Al principio, el teniente Sunaga se hallaba bastante desconcertado. Aunque tenía conciencia de su trágica situación, su gradual retorno a un estado de salud normal trajo consigo los remordimientos, la melancolía y la más completa desesperación.
Toda comunicación entre Tokiko y su marido se realizaba mediante la palabra escrita. Los primeros vocablos que él escribió fueron «periódico» y «condecoración». Con el primero daba a entender que deseaba ver los recortes donde se hablaba de sus gloriosas hazañas; y con «condecoración» pedía que le mostraran la Orden de la Cometa de Oro, la más alta distinción militar de Japón, que le habían concedido. Se trataba de los primeros objetos que el general de división Washio le había puesto ante los ojos tras recuperar la conciencia en el hospital, y se acordaba de ellos.
Desde ese momento, el inválido escribió con frecuencia las mismas palabras para realizar su petición, y en todas y cada una de esas ocasiones Tokiko le enseñaba la medalla y las noticias, y él las contemplaba durante bastante tiempo. Tokiko veía en cierto modo absurdo que su marido leyera una y otra vez los mismos periódicos, pero al mismo tiempo se sentía bien al comprobar que los ojos de su cónyuge albergaban una mirada de profunda satisfacción. Solía sostener ante él los recortes y la condecoración hasta que las manos se le quedaban casi dormidas.
Con el paso del tiempo, el teniente Sunaga terminó por hartarse de la palabra «honor». Durante una temporada no volvió a solicitar las reliquias de sus hechos de guerra. En su lugar pedía cada vez más comida, ya que, a pesar de la deformidad que sufría, su apetito iba en aumento. De hecho, se sentía tan ávido de comida como cualquier paciente que estuviera convaleciente de algún desorden de tipo alimenticio. Si Tokiko no accedía a su petición de inmediato, él daba rienda suelta a su ira arrastrándose como un loco sobre las esteras.
Al principio Tokiko sintió un vago temor por aquel comportamiento tan brusco, pero con el tiempo fue acostumbrándose a los extraños caprichos de su marido. Al hallarse ambos encerrados por completo en la solitaria casa de campo, si uno de ellos no hubiera decidido comprometerse, la vida habría resultado insoportable. De ese modo, como dos animales enjaulados en un zoológico, siguieron adelante con su solitaria existencia.
En consecuencia, se mire como se mire, lo lógico era que Tokiko terminara considerando a su marido como un gran juguete con el que se podía disfrutar a voluntad. Asimismo, la gula de su impedido esposo había contagiado su propio carácter hasta el punto de convertirla en una persona avariciosa en extremo.
Solo parecía existir un único consuelo para su amarga «carrera» como niñera de un inválido. La realidad era que aquella desgraciada y extraña cosa que no solo era incapaz de hablar o de oír, sino que ni siquiera podía moverse por sí misma, de ningún modo estaba hecha de madera o de barro: estaba viva y era real, y poseía todas y cada una de las emociones e instintos humanos; para ella se trataba de una fuente inagotable de fascinación. Y además estaban aquellos ojos redondos, su único órgano de expresión, que hablaban a veces tan llenos de tristeza y otras con tanta ira: eso también ejercía sobre ella una extraña atracción. Era digna de lástima la incapacidad de aquel hombre para enjugar las lágrimas que sus ojos aún derramaban. Y, por supuesto, cuando se enfadaba, solo podía amenazar a su mujer sumiéndose en arrebatos histéricos fuera de lo común. Tales accesos de rabia solían hacer su aparición siempre que recordaba que jamás volvería a sucumbir, por su propia iniciativa, ante la abrumadora tentación que nunca abandonaba sus entrañas.
Entretanto, Tokiko también se las arreglaba para encontrar otra fuente de placer atormentando cuando le venía en gana a aquella indefensa criatura. ¿Cruel? ¡Sí! Pero divertido… ¡Muy divertido!
Todo lo acontecido a lo largo de los últimos tres años tenía su vívido reflejo en el interior de los cerrados párpados de Tokiko, como si de la proyección de una linterna mágica se tratase: los recuerdos fragmentados que tomaban cuerpo en su mente y se disipaban uno tras otro. Aquel fenómeno se daba siempre que algo no funcionaba bien en su cuerpo. En esas ocasiones, sobre todo durante sus períodos mensuales de indisposición física, se ensañaba de forma cruel con el pobre lisiado. La brutalidad de sus acciones había ido aumentando cada vez más a medida que pasaba el tiempo. Ella era consciente, desde luego, de la naturaleza criminal de su comportamiento, pero las bestiales fuerzas procedentes de sus entrañas escapaban por completo a su control.
De pronto notó que el dormitorio se estaba quedando a oscuras, que otra pesadilla se acercaba a ella. Pero esta vez decidió verla con los ojos abiertos. Aquella idea le dio miedo, y se aceleró el ritmo de los latidos de su corazón. Logró tranquilizarse y se convenció de que era una persona propensa a imaginar cosas. La mecha de la lámpara de la mesilla se había consumido y la luz comenzó a parpadear. Saltó de la cama y tiró de la mecha para sacarla un poco más.
La habitación se iluminó de inmediato, pero la luz de la lámpara se hallaba envuelta en una bruma de color naranja, y eso hizo crecer su inquietud. Tokiko volvió a contemplar el rostro de su marido con aquella misma iluminación, y se asustó al ver que sus ojos seguían clavados en el mismo punto del techo. ¡No se habían movido siquiera un milímetro!
Se preguntaba, con un escalofrío, en qué podría estar pensando su esposo. A pesar de sentir un enorme desasosiego, lo que la dominaba de verdad era el odio hacia la actitud de aquel hombre. Y una vez más ese odio despertó en ella todos sus deseos innatos de atormentarlo… de hacerle sufrir.
De repente, sin aviso alguno, se lanzó sobre el lecho de su marido, lo cogió por los hombros con sus grandes manos y comenzó a zarandearlo llena de furia.
Desconcertado por aquella súbita violencia, el inválido empezó a temblar. Se mordió los labios y dedicó una feroz mirada a su esposa.
—¿Te has enfadado? ¿Por qué me miras así? —preguntó Tokiko con tono sarcástico—. No te sirve de nada enfadarte, ¡ya lo sabes! Estás por completo a mi merced.
Sunaga no era capaz de responder, pero las palabras que hubiera podido pronunciar salían a la luz por medio de su penetrante mirada.
—¡Tienes unos ojos de loco! —gritó Tokiko—. ¡Deja de mirarme así!
Presa de un inesperado arrebato, clavó los dedos con fuerza en los ojos del hombre en medio de terribles chillidos.
—¡Ahora intenta mirarme si puedes!
El inválido se defendió de forma desesperada retorciendo el torso sin cesar, y al final su intenso sufrimiento le dio la fuerza necesaria para elevar el tronco y derribar de un golpe a su mujer, que cayó de espaldas.
Tokiko recuperó el equilibrio enseguida y se dio la vuelta para reanudar la agresión. Pero se detuvo de pronto… ¡Qué horror! La sangre manaba a borbotones de los ojos de su esposo; su rostro, deformado por el dolor, había adquirido la palidez de un pulpo hervido.
El miedo dejó paralizada a Tokiko. Había privado cruelmente a su marido de la única ventana que poseía para comunicarse con el mundo exterior. ¿Qué le quedaba ahora? Nada, nada en absoluto… excepto un montón de carne con aspecto cadavérico en medio de la más completa oscuridad.
Bajó las escaleras con paso inseguro y, tambaleándose, se aventuró descalza en la negrura de la noche. Atravesó la puerta trasera del jardín, llegó corriendo hasta el camino del pueblo a toda velocidad, como perseguida por espectros en una pesadilla: muy deprisa, pero sin que apenas se notara el movimiento.
Por fin llegó a su destino: la solitaria casa de un médico de la zona. Tras oír el histérico relato de la mujer, el doctor la acompañó a su hogar.
Su marido seguía debatiéndose de un modo violento en el dormitorio, víctima de una tortura infernal. El médico había oído hablar muchas veces de aquel hombre sin miembros, pero nunca lo había visto; la impresión que le provocó la horrible vista del inválido fue tan intensa que se quedó sin palabras. Le administró una inyección para aliviar el dolor, vendó los cegados ojos y luego salió de allí como alma que lleva el diablo, sin pedir siquiera una explicación acerca del «accidente».
Cuando cesaron los esfuerzos del teniente Sunaga ya había amanecido. Tokiko le acariciaba el pecho llena de ternura, y, hecha un mar de lágrimas, imploraba:
—Perdóname, amor mío. Por favor, perdóname.
El trozo de carne se hallaba abatido por la fiebre, tenía el rostro enrojecido y el corazón le latía muy deprisa.
Tokiko no abandonó el lecho de su paciente en todo el día, ni siquiera para comer. No hacía más que ponerle paños húmedos en la cabeza; y, en los intervalos de tiempo entre uno y otro, escribía sin parar «Perdóname» con los dedos sobre el pecho de su marido. Había perdido la noción del tiempo.
Por la noche remitió algo la fiebre, y la respiración del enfermo pareció recobrar su ritmo habitual. Tokiko conjeturó que también habría recuperado la conciencia, por eso volvió a escribir en su pecho «Perdóname». El trozo de carne, no obstante, no hizo el menor intento por responder. A pesar de haber perdido la visión, aún le hubiera sido posible contestar mediante algún tipo de señal, bien moviendo la cabeza, bien sonriendo. Pero su expresión facial no se alteró. Ella sabía, por el sonido de la respiración, que no estaba dormido, aunque le resultaba imposible decir si también había perdido la capacidad de comprender el mensaje trazado sobre su pecho, o si en realidad aquel silencio estaba provocado por la ira.
Tokiko no dejaba de contemplarlo y era incapaz de controlar los temblores que le ocasionaba el terror. Aquella «cosa» que yacía ante ella era, no cabía duda, una criatura viva. Tenía pulmones, estómago y corazón. Sin embargo, no veía, no oía, no hablaba, y carecía de brazos y piernas. Su mundo era un insondable pozo de silencio perpetuo y de oscuridad sin límites. ¿Quién era capaz de imaginar un mundo así? ¿Con qué se podrían comparar las sensaciones de un hombre que viviera en aquel abismo? Seguro que ansiaba poder gritar para pedir ayuda con todas sus fuerzas… ver formas, por borrosas que fueran… oír voces, aunque se tratase del más tímido de los susurros… aferrarse… asirse a algo.
De pronto Tokiko rompió a llorar presa del remordimiento por el irreparable crimen que había cometido. Con el corazón desgarrado por el miedo y por el dolor, dejó a su marido allí y corrió en busca de los Washio en la casa principal: deseaba ver un rostro humano… cualquier rostro que no fuese deforme.
El anciano general escuchó muy preocupado la larga confesión de la mujer, en ocasiones incoherente a causa de los ataques de llanto, y una vez finalizada quedó tan atónito que no pudo articular palabra. Unos instantes después dijo que visitaría al teniente de inmediato.
Como ya había oscurecido, al anciano le prepararon un farol. Tokiko y él atravesaron lenta y pesadamente el terreno cubierto de hierba por el que se iba a la casa de campo: los dos caminaban en silencio, absortos en sus propios pensamientos.
Cuando por fin llegaron a la malaventurada habitación, el viejo miró dentro y luego exclamó:
—¡Aquí no hay nadie! ¿Adónde ha ido?
Tokiko, sin embargo, no se alarmó.
—Debe de estar en su cama —apuntó.
Se dirigió a la cama casi en tinieblas, pero la halló vacía.
—¡No! —gritó—. ¡No… no está aquí!
—No puede haber salido —reflexionó el general—. Tenemos que buscar en el interior de la casa.
Tras mirar hasta en el último rincón de la vivienda y no encontrar nada, el general Washio no tuvo más remedio que admitir que su antiguo subordinado, en efecto, no estaba allí.
De repente, Tokiko descubrió unas letras garabateadas en una de las paredes de papel.
—¡Mire! —exclamó ella con gesto de sorpresa, señalando aquel mensaje escrito—. ¿Qué es eso?
Ambos se agacharon para ver mejor. Tras pasar un rato tratando de descifrar unos trazos casi ilegibles, ella dio con la solución.
«Te perdono», era lo que decía el texto.
De los ojos de Tokiko brotaron las lágrimas al instante y comenzó a sentirse mareada. Era evidente que su marido se las había arreglado para arrastrar su cuerpo mutilado por la habitación, se había hecho con un lapicero de la mesa baja utilizando la boca y, con un esfuerzo enorme, había conseguido escribir el lacónico mensaje, y después…
Tokiko reaccionó de pronto, dispuesta a actuar.
—¡Rápido! —gritó palideciendo—. ¡Puede que esté tratando de suicidarse!
Hicieron levantarse a todos los que habitaban en la casa de los Washio, y poco después los criados salieron al campo con faroles para iniciar la búsqueda. Miraron por todas partes, pisoteando la maleza entre la casa principal y la pequeña casa de campo.
Tokiko seguía ansiosa al viejo Washio y la débil luz del farol que este sostenía. Mientras caminaba, la frase «Te perdono» acudía una y otra vez a su mente; estaba claro que se trataba de la respuesta de su marido al mensaje que ella había dibujado en su pecho. No dejaba de dar vueltas al significado de aquellas palabras hasta que se dio cuenta de que también querían decir «Voy a morir. Pero no sufras, ¡porque te he perdonado!».
¡Se había portado como una bruja sin corazón! Era capaz de imaginar con gran nitidez a su marido cayendo escaleras abajo y arrastrándose en la oscuridad, y creyó que el dolor y el remordimiento la terminarían asfixiando.
Después de andar un buen rato, la golpeó un pensamiento horrible. Se volvió hacia el general y aventuró:
—Por aquí había un pozo, ¿no es así?
—Así es —respondió él con aire serio, comprendiendo de inmediato lo que ella quería decir.
Los dos echaron a andar a toda prisa en una nueva dirección.
—El pozo debería estar por aquí, creo —señaló el anciano por fin, como hablando para sus adentros. Luego alzó el farol para conseguir la máxima iluminación posible.
En ese preciso instante, Tokiko fue alcanzada por una extraña intuición. Se detuvo por completo. Aguzó los oídos y oyó un débil susurro, como el que hace una serpiente arrastrándose entre la hierba.
Tanto ella como el anciano dirigieron la vista hacia aquel sonido, y casi de modo simultáneo los dos se vieron paralizados por el terror.
En medio de aquella luz tan tenue, había algo que se retorcía con lentitud por la espesa maleza. De pronto, aquello alzó la cabeza y se arrastró hacia delante restregando por el suelo unas protuberancias semejantes a excrecencias situadas en las cuatro esquinas de su cuerpo. Avanzaba con sigilo, centímetro a centímetro.
Un poco después, la erguida cabeza desapareció de repente en el suelo llevándose al cuerpo tras ella. Unos segundos más tarde oyeron el apagado sonido de algo que caía al agua muy por debajo del nivel del suelo, como si de las entrañas de la tierra se tratase.
Tokiko y el general lograron reunir por fin el coraje suficiente para dar un paso adelante… y allí, oculto entre la hierba, hallaron el viejo pozo con su enorme boca negra abierta.
Aunque parezca extraño, durante aquellos instantes que habían quedado al margen del tiempo, la imagen que relampagueó una vez más en la mente de Tokiko fue la de una oruga: una criatura abotargada que se arrastraba despacio por la rama muerta de un árbol seco en una noche oscura… avanzando paso a paso hasta el final de la rama y entonces, de pronto, se precipitaba… caía… caía a la insondable oscuridad que aguardaba debajo.