La voluntad de ser feliz, de Thomas Mann

El viejo Hofmann había hecho su fortuna como propietario de una plantación en Sudamérica. Allí se había casado con una nativa de buena familia con la que poco tiempo después se trasladó al norte de Alemania. Vivían en mi ciudad natal, de donde también era oriundo el resto de su familia. Aquí es donde nació Paolo.

A sus padres, por cierto, nunca llegué a conocerlos de cerca. De todos modos, Paolo era la viva imagen de su madres. Cuando lo vi por primera vez, es decir, cuando nuestros padres nos llevaron a la escuela por primera vez, era un muchachito flaco de rostro amarillento. Aún me parece estar viéndolo. Por entonces llevaba el negro cabello en largos rizos que caían desordenadamente sobre el cuello de su traje de marinero y enmarcaban su delgada carita.

Como a los dos nos había ido muy bien en casa, no estábamos en absoluto conformes con el nuevo entorno, ni con la sobria aula escolar ni, sobre todo, con esa persona fea y de barba pelirroja que se empeñaba en enseñarnos el abecedario. Cuando mi padre ya se disponía a marcharse, lo agarré del abrigo llorando; Paolo, en cambio, adoptó una actitud totalmente pasiva. Apoyado contra la pared en total inmovilidad, apretaba los finos labios mientras, con sus grandes ojos llenos de lágrimas, miraba al resto de aquella prometedora juventud que se estaba dando codazos mutuamente y se reía sin la menor compasión.

De tal modo rodeados de máscaras sardónicas, enseguida nos sentimos atraídos el uno por el otro y nos alegramos de que aquel pedagogo pelirrojo dejara que nos sentáramos juntos. Desde entonces ya no nos separamos, afianzando conjuntamente la base de nuestra formación e intercambiando nuestros bocadillos a diario.

Por cierto que, si mal no recuerdo, ya por entonces Paolo era un chico enfermizo. De vez en cuando tenía que perderse la escuela por un tiempo considerable y, cuando regresaba, sus sienes y mejillas mostraban, con mayor claridad que de ordinario, esas venitas azul pálido que muchas veces pueden apreciarse precisamente en las personas delicadas de pelo castaño. Siempre las conservó. Eso fue lo primero que me llamó la atención al reencontrarnos en Múnich y también después, en Roma.

Durante todos los años escolares mantuvimos nuestra camaradería más o menos por la misma causa que le había dado origen. Se trataba de ese «pathos de la distancia» frente a la mayoría de los compañeros, tan familiar para todo aquel que a los quince años haya leído a Heine a escondidas y en tercero de bachillerato ya dicte firmes sentencias sobre el mundo y los hombres.

También compartíamos la clase de baile —creo que por entonces tendríamos unos dieciséis años—, por lo que también vivimos juntos nuestro primer amor. A la pequeña muchacha que le había caído en gracia, una criatura rubia y alegre, Paolo la veneraba con un ardor melancólico notable para su edad y que a veces incluso me parecía algo siniestro.

Recuerdo sobre todo un baile. La muchacha le llevó a otro chico dos placas de cotillón seguidas mientras que a él no le llevó ninguna. Yo observaba con miedo su reacción. Estaba de pie junto a mí, apoyado contra la pared, mirándose impávido los zapatos de charol y, de repente, se desplomó en un desmayo. Lo llevaron a casa y pasó enfermo ocho días. Fue por aquel entonces cuando se supo —creo que incluso con motivo de esta ocasión— que la salud de su corazón no era precisamente la mejor.

Ya antes de aquellas fechas Paolo había empezado a dibujar, actividad en la que desarrolló un gran talento. Conservo un dibujo al carbón que refleja, con un parecido considerable, los rasgos de aquella muchacha, con una leyenda al pie que reza: «¡Eres como una flor! —Paolo Hofmann fecit».

No sé exactamente cuándo fue, pero ya nos hallábamos en los cursos superiores cuando los padres de Paolo abandonaron la ciudad para establecerse en Karlsruhe, ciudad en la que el viejo Hofmann mantenía buenos contactos. No se quiso que Paolo cambiara de escuela, por lo que fue alojado en régimen de pensión en casa de un anciano profesor.

Sin embargo, tampoco esta situación duró mucho tiempo. Puede que lo que voy a contar a continuación no fuera precisamente la causa de que un buen día Paolo decidiera seguir a sus padres a Karlsruhe, pero no hay duda de que contribuyó a ello.

Sucedió que durante una clase de religión, el profesor se encaminó de pronto a la mesa de Paolo y extrajo de debajo del Antiguo Testamento que éste tenía delante un papel en el que se ofrecía impúdicamente a la mirada una figura en extremo femenina y prácticamente terminada, a excepción del pie izquierdo.

Así pues, Paolo se mudó a Karlsruhe y de vez en cuando intercambiábamos postales, una correspondencia que, poco a poco, terminó por quedar interrumpida.

Habían transcurrido unos cinco años desde nuestra separación cuando volví a encontrarlo en Múnich. Fue una hermosa mañana de primavera; mientras descendía por la Amalienstrasse vi bajar la escalinata de la Academia a alguien que, de lejos, casi parecía un modelo italiano. Cuando me acerqué, en efecto, resultó ser él.

De mediana estatura, delgado, el sombrero retirado sobre la espesa cabellera negra, el cutis amarillento y atravesado por venitas azules, vestido con descuidada elegancia —el chaleco, por ejemplo, tenía dos botones sin abrochar— y el pequeño bigote levemente revuelto: así fue como me salió al encuentro con su paso flexible e indolente.

Nos reconocimos prácticamente al unísono y nuestro saludo fue muy cordial. Mientras nos interrogábamos alternativamente en el café Minerva sobre el transcurso de los últimos años, me pareció que estaba de un humor positivo, casi exaltado. Le brillaban los ojos y sus movimientos eran generosos y amplios. Con todo, tenía mal aspecto. Parecía estar verdaderamente enfermo. Cierto que decirlo ahora resulta fácil. Con todo, es verdad que me llamó la atención e incluso se lo dije sin miramientos.

—¿Ah, sí? ¿Todavía? —preguntó—. Sí, me lo puedo imaginar. He pasado mucho tiempo enfermo. En los últimos años incluso gravemente. El problema está aquí.

Al decir esto, me señaló el pecho con la mano izquierda.

—El corazón. Siempre ha sido lo mismo. Pero en los últimos tiempos me encuentro muy bien, estupendamente. Es más, puedo decir que estoy completamente sano. Por otra parte, a mis veintitrés años… Sería muy triste…

Su humor era verdaderamente excelente. Me habló con alegría y viveza de lo que había sido su vida desde nuestra separación. Poco después de que ésta se produjera había logrado convencer a sus padres de que le permitieran ser pintor. Hacía casi un año que había terminado su formación en la Academia —que hubiera salido de ella hacía unos instantes era mera casualidad—, había estado de viaje durante algún tiempo, sobre todo en París, y llevaba unos cinco meses establecido aquí, en Múnich…

—Seguramente por mucho tiempo. ¿Quién sabe? Quizá para siempre…

—¿Ah, sí? —pregunté.

—Pues sí. Mejor dicho, ¿por qué no? ¡La ciudad me gusta, me gusta mucho! Toda su atmósfera…, ¿no? ¡La gente! Y además (y esto también es importante), aquí la posición social que se tiene como pintor, incluso como pintor desconocido, es excelente. Mejor que en cualquier otro lugar…

—¿Has conocido a gente agradable?

—Sí. A poca gente, pero muy selecta. Por ejemplo, te tengo que recomendar a una familia… La conocí en el carnaval… ¡Aquí el carnaval tiene mucho encanto! Se llaman Stein. La familia del barón Von Stein.

—¿Y qué clase de aristocracia es ésa?

—Es la que llaman «aristocracia del dinero». En sus tiempos el barón especulaba en la bolsa, en Viena. Su papel había sido colosal: se relacionaba con toda la nobleza, etcétera… Entonces, de pronto, entró en decadencia, logró salir del paso (según dicen, con un millón) y ahora vive aquí, sin mucho boato, pero con dignidad.

—¿Es judío?

—Creo que él no. Su mujer seguramente sí. Por lo demás no puedo sino decir que es gente extremadamente agradable y refinada.

—¿Y tienen… niños?

—No. Es decir… Una hija de diecinueve años. Los padres son encantadores…

Pareció sentirse incomodado unos instantes y después añadió:

—Te propongo muy seriamente que me permitas que te introduzca en el círculo de la familia. Para mí sería un placer. ¿No estás de acuerdo?

—Claro que sí. Te estaré muy agradecido. Aunque sólo sea por poder conocer a esa hija de diecinueve años…

Él me miró de soslayo y repuso, un instante después:

—Muy bien. Entonces no lo atrasemos más. Si te parece bien, pasaré mañana hacia la una o la una y media y te vendré a buscar. Viven en la Theresienstrasse, 25, primer piso. Me alegro de poder presentarles a un amigo del colegio. Quedamos así.

Efectivamente, al día siguiente, hacia el mediodía, los dos estábamos llamando al timbre del primer piso de una casa elegante en la Theresienstrasse. Junto a la campanilla se podía leer, en tipos anchos y negros, el nombre del barón Von Stein.

Durante todo el camino, Paolo se mostró excitado y casi relajadamente contento. Ahora, en cambio, mientras esperábamos a que nos abrieran la puerta, percibí en él una extraña transformación. A excepción de un tic nervioso en los párpados, parecía completamente sereno mientras estaba a mi lado: una serenidad violenta y tensa. Tenía la cabeza algo echada hacia delante. La piel de su frente estaba muy tirante. Casi parecía un animal aguzando convulsivamente las orejas y tensando todos los músculos al acecho.

El criado que se había llevado nuestras tarjetas de visita regresó para invitarnos a tomar asiento por unos instantes, pues la señora baronesa aparecería enseguida, y nos abrió la puerta que conducía a una habitación moderadamente grande y de muebles oscuros.

Cuando entramos en la casa, vimos incorporarse en la galería que da a la calle a una joven dama con un vestido claro de primavera que permaneció de pie un instante con ademán escrutador. «La hija de diecinueve años», pensé, mirando de reojo sin querer a mi acompañante. Él, por su parte, me susurró:

—¡La baronesa Ada!

Era de figura elegante, pero de formas maduras para su edad. Con sus movimientos extremadamente suaves y casi indolentes apenas daba la impresión de ser tan joven. El cabello, que llevaba peinado en dos rizos sobre las sienes, era de un negro brillante y generaba un efectivo contraste con su cutis sedoso y blanco. Por mucho que su rostro, de labios gruesos y húmedos, nariz carnosa y ojos negros y almendrados sobre los que se arqueaban cejas oscuras y suaves, no permitía el menor asomo de duda sobre su ascendencia al menos parcialmente semítica, era de una belleza muy poco habitual.

—¡Ah!, ¿visitas? —preguntó, saliendo unos pasos a nuestro encuentro.

Tenía la voz algo velada. Se llevó una mano a la frente, como para poder vernos mejor, mientras con la otra se apoyaba en el piano de cola que había frente a la pared.

—¡Y además, unas visitas muy bienvenidas! —añadió con la misma entonación, como si no hubiera reconocido a mi amigo hasta ese momento.

Entonces me dedicó a mí una mirada inquisitiva.

Paolo salió a su encuentro y, con la lentitud casi adormecida con la que uno se entrega a un placer exquisito, se inclinó sin mediar palabra sobre la mano que ella le ofrecía.

—Baronesa —dijo entonces—, me voy a permitir la libertad de presentarle a un amigo mío, a un compañero de colegio con el que aprendí el abecedario…

La joven me tendió la mano también a mí, una mano sin joyas, blanda y que parecía no tener huesos.

—Encantada —repuso ella mientras posaba en mí su mirada oscura, caracterizada por un leve temblor—. Y también mis padres lo estarán… Espero que ya hayan sido avisados.

Tomó asiento en la otomana mientras nosotros ocupamos sendas sillas frente a ella. Sus manos blancas y exánimes reposaban en su regazo mientras charlaba. Las mangas abullonadas le llegaban casi hasta el codo. Me llamó la atención la suavidad del arranque de la articulación de sus manos.

Unos minutos después se abrió la puerta que daba a la habitación contigua y entraron sus padres. El barón era un señor elegante, de baja estatura, con calva y perilla gris. Tenía una manera inimitable de devolver a su sitio, bajo el puño de la camisa, una gruesa pulsera de oro con un solo ademán del brazo. No se podía distinguir a ciencia cierta si algún día, con el fin de ser ascendido a barón, tuvo que renunciar a unas cuantas sílabas de su nombre[4]. Su esposa, por el contrario, no era sino una judía pequeña y fea ataviada con un vestido gris de pésimo gusto. Grandes brillantes centelleaban en sus orejas.

Después de haber intercambiado algunas preguntas y respuestas relativas a mi procedencia y a los motivos de mi estancia en Múnich, se empezó a hablar de una exposición en la que se exhibía un cuadro de Paolo, un desnudo femenino.

—¡Un trabajo verdaderamente excelente! —dijo el barón—. Hace poco pasé media hora de pie frente a él. El tono de la carne sobre la alfombra roja es de un gran efecto. Sí, sí, ¡el bueno del señor Hofmann! —Al decir esto le dio a Paolo una palmadita condescendiente en el hombro—. ¡Pero no trabaje demasiado, joven amigo! ¡De ninguna manera! Necesita usted con urgencia cuidarse un poco. ¿Cómo está de salud?

Mientras yo daba las informaciones pertinentes sobre mi persona a los señores de la casa, Paolo aprovechó para intercambiar unas palabras en voz baja con la baronesa, que tenía sentada delante y muy cerca de él. Aquella serenidad extrañamente tensa que había podido observar en él unos momentos antes estaba lejos de haberlo abandonado. Sin que yo hubiera sido capaz de estimar a ciencia cierta a qué se debía, su actitud hacía pensar en una pantera presta a saltar. Los ojos oscuros en el rostro amarillento y delgado tenían un brillo tan enfermizo que me conmovió casi funestamente la confianza con que respondió a la pregunta del barón:

—¡Oh, excelente! ¡Muchas gracias! ¡Me encuentro muy bien!

Al cabo de un cuarto de hora aproximadamente, cuando nos pusimos en pie para despedirnos, la baronesa le recordó a mi amigo que dos días después ya sería jueves y que no se olvidara de tomar con ellos el té de las cinco. Aprovechó la ocasión para invitarme cordialmente también a mí a que retuviera este día de la semana en la memoria…

Ya en la calle, Paolo se encendió un cigarrillo.

—¿Y bien? —me preguntó—. ¿Qué me dices?

—¡Oh, parece gente muy agradable! —me apresuré a responder—. La hija de diecinueve años incluso me ha impresionado.

—¿Impresionado?

Paolo soltó una breve carcajada y volvió la cabeza.

—¡Si, tú ríete! —dije yo—. En cambio, ahí arriba, en algún momento, me ha parecido como si… un secreto anhelo te enturbiara la mirada. ¿Me equivoco?

Guardó silencio unos instantes. Después negó lentamente con la cabeza.

—Si supiera cómo has…

—¡Qué más da eso! Por lo que a mí respecta, ya sólo me queda preguntar si también la baronesa Ada…

Paolo volvió a quedarse un momento ensimismado, mirando al suelo. Al cabo de un rato dijo en voz baja y confiada:

—Creo que voy a ser feliz.

Me separé de él estrechándole cordialmente la mano, aunque interiormente no pude reprimir cierto reparo.

A partir de entonces transcurrieron un par de semanas en las que, de vez en cuando, acompañaba a Paolo a tomar el té de la tarde en el salón del barón. Solía reunirse allí un círculo reducido, pero muy agradable: una joven actriz de la corte, un médico, un oficial… Ya no puedo recordarlos a todos.

No logré apreciar nada nuevo en la conducta de Paolo. Normalmente, a pesar de su preocupante aspecto, solía estar de muy buen humor, aunque en la proximidad de la baronesa siempre volvía a mostrar aquella siniestra serenidad que ya había percibido en él la primera vez.

Entonces, un día —casualmente hacía dos que no veía a Paolo— me encontré con el barón Von Stein en la Ludwigstrasse. Iba a caballo y me tendió la mano desde la silla.

—¡Me alegro de verle! Espero que se deje caer en casa mañana por la tarde…

—Si usted me lo permite, no le quepa duda, señor barón. Incluso aunque, por algún motivo, mi amigo Hofmann no pudiera venir a buscarme como cada jueves…

—¿Hofmann? Pero… ¿no lo sabe? ¡Se ha ido de viaje! Creí que al menos a usted se lo habría dicho.

—¡Pues no me ha dicho ni una palabra!

—Se ha ido así, de bote pronto… Debe de ser eso que llaman «extravagancia de artista»… En fin, entonces, ¡hasta mañana por la tarde!

Dicho esto espoleó a su montura y me dejó atrás, totalmente perplejo.

Fui corriendo a casa de Paolo. Sí, así era. Desgraciadamente, el señor Hofmann había salido de viaje. No había dejado ninguna dirección.

Estaba claro que el barón estaba al corriente de algo que iba más allá de una mera «extravagancia de artista». Su propia hija terminó por confirmarme lo que yo ya había supuesto.

Fue durante un paseo organizado por el valle del Isar al que yo también fui invitado. No salimos hasta entrada la tarde y, de regreso a casa, a primera hora de la noche, se dio la circunstancia de que la baronesa y yo quedamos rezagados en el seguimiento de la comitiva.

Desde la desaparición de Paolo no había logrado percibir en ella ninguna transformación. La joven parecía conservar la calma por completo y ni siquiera mencionó a mi amigo cuando sus padres se deshicieron en expresiones de condolencia por su repentina partida. Aquel día caminábamos uno junto a otro por la zona más agradable de los alrededores de Múnich. La luz de la luna centelleaba entre las hojas y nos quedamos un rato escuchando en silencio el parloteo del resto del grupo, monótono como el fluir de las aguas que se deslizaban junto a nosotros.

Entonces, de pronto, empezó a hablar de Paolo; lo hizo con un tono de voz muy sereno y firme.

—¿Es usted amigo suyo desde la infancia? —me preguntó.

—Sí, baronesa.

—Comparte usted sus secretos?

—Creo que compartía su secreto más importante, incluso sin necesidad de que él me lo comunicara.

—Y yo, ¿puedo confiar en usted?

—Espero que no le quepa ninguna duda, señorita.

—Pues bien —dijo, alzando la cabeza con ademán decidido—. Ha pedido mi mano y mis padres se la han negado. Está enfermo, me dijeron, muy enfermo. Pero me da igual: le amo. Puedo hablar con usted en este tono, ¿verdad? Yo…

Se mostró confusa unos instantes y después prosiguió con la misma determinación:

—No sé dónde se encuentra. Pero le doy a usted mi permiso para repetirle, en cuanto vuelva a verlo, las siguientes palabras que él ya ha oído pronunciar de mi boca, o bien de escribírselas cuando haya dado con su dirección: no le daré nunca mi mano a ningún otro hombre. Y ahora, ¡veremos!

Además de terquedad y determinación, en esta última exclamación se reflejaba un dolor tan desamparado que no pude por menos de tomar su mano y estrechársela en silencio.

Por aquel entonces me dirigí por carta a los padres de Hofmann con el ruego de que me informaran sobre el paradero de su hijo. Obtuve una dirección del sur del Tirol, aunque la carta que le envié allí me llegó devuelta con la observación de que el destinatario ya había abandonado el lugar sin haber dejado indicado su nuevo destino.

No quería que nadie lo molestara. Había salido huyendo de todo para poder morir en algún lugar en la más completa soledad. Sí, sin duda para morir, pues después de todo aquello yo ya había asumido la triste probabilidad de que no fuera a volver a verlo.

¿No había quedado claro que esta persona enferma sin remedio amaba a aquella joven muchacha con esa pasión silenciosa, volcánica y ardientemente sensual equivalente a las primeras agitaciones de este tipo que había sentido en su adolescencia? El instinto egoísta del enfermo había desarrollado en él el ansia de unirse con la salud más floreciente. ¿Y acaso no era forzoso que este ardor, al quedar insatisfecho, consumiera rápidamente la energía vital que todavía le quedaba?

Y así transcurrieron cinco años sin que obtuviera señales de vida de Paolo… ¡Pero también sin que me llegara la noticia de su muerte!

El caso es que este último año pasé un tiempo en Italia, particularmente en Roma y sus alrededores. Había aguardado en la montaña a que transcurrieran los meses de calor y a finales de septiembre regresé a la ciudad. Así, una tarde calurosa me hallaba sentado frente a una taza de té en el café Aranjo. Mientras hojeaba el periódico me quedé ensimismado contemplando la febril actividad que imperaba en aquel espacio amplio y lleno de luz. Los clientes iban y venían, los camareros corrían de un lado a otro y, de vez en cuando, en el interior de la sala resonaban los interminables voceos de los repartidores de periódicos que llegaban a través de las puertas abiertas de par en par.

De pronto veo a un caballero de mi edad que avanza despacio entre las mesas en dirección a la salida. Esa forma de andar… Pero en ese mismo instante él ya vuelve la cabeza hacia mí, enarca las cejas y me sale al encuentro con un, «¡ah!» de jubilosa sorpresa.

—¿Tú aquí? —exclamamos los dos al unísono, y él añadió:

—¡Así que los dos seguimos vivos!

Sus ojos se desviaron un poco al decir esto. Prácticamente no había cambiado en estos cinco años, sólo que tal vez se le había alargado un poco la cara y los ojos se le habían hundido más profundamente en las órbitas. De vez en cuando necesitaba tomar aliento.

—¿Hace tiempo que estás en Roma? —preguntó.

—No, en la ciudad aún no llevo mucho. Pasé un par de meses en el campo. ¿Y tú?

—Hasta hace una semana estaba en la costa. Ya sabes, siempre he preferido el mar a la montaña… Sí, desde la última vez que nos vimos he podido conocer una buena porción del mundo.

Y, mientras se tomaba conmigo una copa de Sorbetto, empezó a contarme cómo habían transcurrido para él todos aquellos años: de viaje, siempre de viaje. Había estado vagando por las montañas del Tirol para después recorrer poco a poco toda Italia, partiendo después a África desde Sicilia; también me habló de Argelia, Túnez y Egipto.

—Finalmente pasé algún tiempo en Alemania —siguió diciendo—, en Karlsruhe. Mis padres querían verme urgentemente y sólo me han dejado partir de nuevo a regañadientes. Ahora ya hace tres meses que estoy otra vez en Italia. En el sur me siento como en casa, ¿sabes? ¡Roma me gusta por encima de todo!…

Yo, por mi parte, aún no había mediado palabra para preguntarle cómo se encontraba. Pero llegado este momento le dije:

—De todo esto puedo deducir que tu estado de salud ha mejorado significativamente.

Me miró interrogativamente unos instantes. Después repuso:

—¿Lo dices porque viajo tan alegremente de un lado para otro? Mira, te diré: se trata de una necesidad muy natural. ¿Qué quieres que haga? Me han prohibido beber, fumar y amar. Necesito algún tipo de narcótico, ¿entiendes?

Como yo guardaba silencio, añadió:

—Y desde hace cinco años… lo necesito especialmente.

Habíamos llegado por fin al punto que hasta entonces habíamos estado evitando, y la pausa que se produjo fue una manifestación elocuente de que ninguno de los dos sabía cómo continuar. Paolo estaba apoyado contra el respaldo de terciopelo, con la vista alzada hacia la araña de cristal. Entonces dijo de pronto:

—Sobre todo… me perdonarás que no haya dado noticias mías en tanto tiempo, ¿verdad?… ¿Puedes entenderlo?

—Claro que sí.

—¿Estás al corriente de mis vivencias en Múnich? —prosiguió en un tono que casi se podía considerar duro.

—Con todo detalle. ¿Y sabes que durante todo este tiempo he estado cargando con un recado para ti? ¿Un recado de parte de una dama?

Sus cansados ojos se encendieron por un instante. Después dijo, en el mismo tono seco y áspero de antes:

—Pues a ver si me cuentas algo nuevo…

—Probablemente no. Sólo una confirmación de lo que ya has oído de sus labios…

Y en medio de aquella multitud charlatana y gesticulante le repetí las palabras que aquella noche me había dicho la baronesa.

Me escuchó atentamente mientras se pasaba la mano por el pelo con lentitud. Después dijo, sin la menor señal de emoción:

—Te lo agradezco.

Su tono empezaba a ponerme nervioso.

—Claro que desde que pronunció estas palabras han transcurrido muchos años —dije yo—, cinco largos años que habéis vivido ella y tú, los dos… Miles de nuevas impresiones, sentimientos, ideas, deseos…

Me interrumpí, pues Paolo se incorporó y me dijo, con una voz en la que volvía a temblar la pasión que yo, por un momento, había creído extinguida:

—Sin embargo, yo… ¡Mantengo esas palabras!

Y en ese instante pude reconocer en su rostro y en toda su postura esa expresión que había observado antaño en él, cuando vi a la baronesa por primera vez: esa serenidad violenta, convulsivamente tensa que muestra el depredador momentos antes del ataque.

Cambié de tema y volvimos a hablar de viajes y de los estudios artísticos que había hecho a lo largo del trayecto, que no debían de ser muchos, pues se expresó al respecto con bastante indiferencia.

Poco después de medianoche se puso en pie.

—Querría irme a dormir o estar un rato solo… Me encontrarás mañana en la galería Doria. Estoy copiando a Saraceni. Me he enamorado de su ángel músico. Sé buen chico y pásate por ahí. Me alegro mucho de que estés aquí. Buenas noches.

Y se fue: lentamente, sereno, con movimientos laxos y cansinos.

Durante todo el mes siguiente recorrí la ciudad con él. Roma, este museo de todas las artes de rebosante riqueza, esta moderna metrópoli del sur, esta ciudad pletórica de una vida ruidosa, acelerada y sensual y a la que, aun así, los vientos cálidos llevan la sofocante indolencia de Oriente.

El comportamiento de Paolo siempre era el mismo. La mayor parte del tiempo permanecía serio y callado. A veces podía caer en un desmayado cansancio para, de pronto, con un repentino centelleo en los ojos, reponerse enseguida y proseguir con vehemencia una conversación que se había ido apagando.

Debo recordar un día en el que mencionó unas palabras que hasta hoy no habían adquirido para mí su auténtico significado.

Era domingo. Habíamos empleado aquella espléndida mañana de finales de verano para dar un paseo por la Via Apia y, tras haber seguido un largo trecho aquella antigua calzada, descansábamos por fin en esa pequeña colina flanqueada de cipreses desde la que se disfruta de una vista encantadora sobre toda la soleada campaña, con su gran acueducto y los montes Albanos, inmersos en una tenue neblina.

Prácticamente tumbado, la barbilla apoyada en la mano, Paolo descansaba junto a mí sobre la cálida hierba mientras miraba el horizonte con ojos fatigados y turbios. De pronto se dirigió a mí en una de esas recuperaciones repentinas de la apatía absoluta:

—¡Esta atmósfera…! ¡La atmósfera lo es todo!

Yo respondí vagamente dándole la razón y volvió a hacerse el silencio. Y entonces, de repente, sin transición alguna, me dijo, volviendo la cara hacia mí de forma algo penetrante:

—Dime, ¿es que aún no te ha llamado la atención el hecho de que siga vivo?

Callé, afectado, y Paolo volvió a mirar a lo lejos con expresión meditabunda.

—A mí, sí —prosiguió lentamente—. En el fondo es algo que me sorprende todos los días. ¿Sabes en qué estado me encuentro? El médico francés de Argelia me dijo: «¡Sólo el diablo entiende cómo puede usted seguir viajando por ahí! ¡Le recomiendo que vuelva a casa enseguida y se meta en la cama!». Siempre era así de directo conmigo porque todas las noches jugábamos juntos al dominó.

»Pero yo sigo vivo. Casi todos los días estoy en las últimas. Por la noche me quedo tumbado en la cama —en la posición adecuada, claro está—, a oscuras, y siento cómo el corazón me late hasta querer salírseme por la garganta. Entonces me mareo hasta romper a sudar de puro miedo y, de pronto, noto como si la muerte me rozara. Por un instante es como si todo se quedara quieto en mi interior; mi corazón deja de latir, me falla la respiración. Entonces me incorporo, enciendo la luz, aspiro profundamente, miro a mi alrededor y devoro las cosas con la mirada. Después tomo un sorbo de agua y me tumbo otra vez, ¡siempre en la posición adecuada!, y poco a poco consigo dormir.

»Duermo muy profundamente y durante mucho tiempo, pues en realidad siempre estoy muerto de sueño. ¿No crees que, si quisiera, podría tumbarme aquí mismo y morir?

»Creo que este año ya he visto a la muerte cara a cara unas mil veces. Sin embargo, no me he muerto. Hay algo que me sostiene. De pronto me incorporo, pienso en algo, me agarro a una frase que me repito a mí mismo veinte veces mientras mis ojos absorben ansiosos toda la luz y la vida que hay a mi alrededor… ¿Me comprendes?

Yacía inmóvil y no parecía estar esperando realmente una respuesta. Ya no recuerdo lo que le dije, pero jamás olvidaré la impresión que me causaron sus palabras.

Y entonces llegó aquel día. ¡Parece como si fuera ayer!

Era uno de los primeros días de otoño, uno de esos días grises, terriblemente calurosos, en los que el viento húmedo y asfixiante que procede de África atraviesa las calles y por la noche hace que el firmamento entero se estremezca continuamente con sus relámpagos.

Por la mañana fui a buscar a Paolo a su habitación para salir a hacer una excursión juntos. Tenía la enorme maleta en medio de la habitación y el armario y la cómoda estaban abiertos de par en par. Los bocetos a la acuarela traídos de Oriente y el vaciado en yeso de la Juno vaticana seguían en su sitio.

Él estaba de pie, muy derecho, frente a la ventana, y ni siquiera dejó de mirar impertérrito el exterior cuando yo me detuve tras él con una exclamación de asombro. Un instante después se volvió un momento, me tendió una carta y lo único que me dijo fue:

—¡Lee!

Me lo quedé mirando. En aquel rostro delgado y amarillento propio de un enfermo, con sus ojos negros y febriles, había una expresión de esas que, por lo común, sólo es capaz de suscitar la muerte, una seriedad monstruosa que me obligó a bajar la mirada hacia la carta que le había tomado de la mano. Y leí:

«Honorable señor Hofmann:

Debo a la amabilidad de sus señores padres, a quienes me he dirigido con este fin, el conocimiento de su dirección. Ya sólo me queda esperar que tenga Usted a bien recibir de buen grado las presentes líneas.

Espero que acepte, estimadísimo señor Hofmann, la garantía de que durante estos cinco años le he recordado siempre movido por el sentimiento de la más sincera amistad. Si tuviera que suponer que su repentina partida tras aquel día tan doloroso tanto para Usted como para mí no fue sino una manifestación de su ira para con nosotros, la aflicción que esto me causaría sería aún mayor que el espanto y el profundo asombro que sentí en el momento en que me solicitó la mano de mi hija.

Por aquel entonces hablé con Usted de hombre a hombre y le expuse de forma franca y sincera, a riesgo de parecer brutal, el motivo por el que me veía obligado a negarle la mano de mi hija a un hombre al que —y no puedo insistir en ello lo suficiente— tanto aprecio y valoro en todos los aspectos. Pero también hablé con Usted en calidad de padre que tiene a la vista la felicidad a largo plazo de su única hija y que habría impedido en buena conciencia el nacimiento de cualquier deseo de esta índole por ambas partes de habérsele ocurrido en algún momento que éstos pudieran llegar a producirse.

Y de esa misma manera, estimado señor Hofmann, me dirijo también a Usted en el día de hoy: en calidad de amigo y de padre. Han transcurrido cinco años desde su partida, y si hasta hace poco aún no había dispuesto de tiempo suficiente para constatar en toda su amplitud lo profunda que es la inclinación que logró Usted despertar en mi hija, recientemente ha tenido lugar un suceso que me ha obligado a abrir los ojos al respecto. ¿Para qué voy a ocultarle que mi hija, por el recuerdo de Usted, ha rechazado la mano de un hombre extraordinario cuya pretensión, como padre, yo no podía por menos de aprobar con insistencia?

Los años han transcurrido en vano sobre los sentimientos y los deseos de mi hija y (se lo planteo con total franqueza y humildad) si se diera el caso de que Usted, mi estimado señor Hofmann, todavía sintiera lo mismo, le declaro por medio de la presente que nosotros, sus padres, ya no tenemos intención de seguir constituyendo un obstáculo para su felicidad.

Quedo a la espera de su respuesta, por la que le estaré sinceramente agradecido, independientemente de cuál sea la postura que tenga a bien adoptar al respecto. Sin nada más que añadir salvo la expresión de mis más sinceros respetos, se despide humildemente

Oskar, barón Von Stein.»

 

Entonces alcé la mirada. Paolo tenía las manos cogidas a la espalda y volvía a mirar por la ventana. Mi única pregunta fue:

—¿Te vas?

Y, sin mirarme, respondió:

—Mis cosas tienen que estar listas antes de mañana por la mañana.

El día transcurrió con recados diversos y llenando maletas, tarea en la que le presté mi ayuda. Por la noche, a propuesta mía, dimos un último paseo por las calles de la ciudad.

Todavía hacía un bochorno casi insoportable y el cielo se estremecía a cada segundo con súbitos resplandores fosforescentes. Paolo parecía tranquilo y cansado, pero respiraba profunda y pesadamente.

Debíamos de llevar una hora deambulando en silencio o sumidos en conversaciones triviales cuando nos detuvimos frente a la Fontana de Trevi, esa famosa fuente que muestra el tiro galopante del dios del mar.

Una vez más, contemplamos admirados durante mucho rato ese grupo dotado de un brío magnífico y que, sumido de continuo en la luz hiriente y azul de los relámpagos, causaba una impresión casi mágica. Mi acompañante me dijo:

—Sin duda, Bernini sigue fascinándome a través de las obras de sus discípulos. No acierto a comprender a sus enemigos. Es verdad eso de que, si el Juicio Final está más esculpido que pintado, todas las obras de Bernini están más pintadas que esculpidas. Pero ¿acaso existe mejor decorador que él?

—¿Sabes qué es lo que cuentan de esta fuente? —le pregunté—. Dicen que quien bebe de ella al despedirse de Roma, regresará algún día. Aquí tienes mi vaso de viaje —dije, llenándolo con uno de los chorros de agua—. ¡Quiero que vuelvas a ver Roma!

Paolo tomó el vaso y se lo llevó a los labios. En ese instante, el cielo entero se inflamó en un resplandor incandescente y prolongado y el fino recipiente se hizo añicos sonoramente contra el borde del estanque.

Paolo se secó con un pañuelo el agua que se le había derramado sobre el traje.

—Estoy muy nervioso y torpe —dijo—. Sigamos andando. Espero que el vaso no valiera demasiado.

A la mañana siguiente el tiempo se había despejado. Un cielo estival azul y luminoso nos sonreía mientras nos dirigíamos a la estación.

La despedida fue breve. Paolo me estrechó la mano en silencio y yo le deseé suerte, mucha suerte.

Me quedé un buen rato viéndolo partir, de pie tras el ventanal del mirador del vagón. En sus ojos había una profunda seriedad… y una expresión triunfante.

¿Qué más me queda por decir? Paolo ha muerto. Murió la mañana que siguió a su noche de bodas… Casi en la noche de bodas misma.

Tenía que ser así. ¿No fue la voluntad, la simple voluntad de ser feliz, la que le había permitido mantener durante tanto tiempo a la muerte bajo dominio? Era forzoso que muriera, que muriera sin lucha ni resistencia en el momento en que su voluntad de ser feliz se hubiera visto suficientemente satisfecha. Ya no le quedaba ningún pretexto para seguir viviendo.

Muchas veces me he preguntado si obró mal, mal de una forma consciente, para con la mujer a la que se unió en matrimonio. Sin embargo, tuve ocasión de verla durante el entierro, de pie a la cabeza de su ataúd. Y también en ella pude reconocer la expresión que había visto en el rostro de mi amigo: la seriedad solemne e intensa del triunfo.