Muerte en el estío, de Yukio Mishima

Una playa, cercana al extremo sur de la península de Izu, aún permanece inviolada para los bañistas. El fondo del mar es allí pedregoso y accidentado, el oleaje un poco fuerte, pero el agua es límpida y el declive suave. Reúne condiciones excelentes para los nadadores.

Por estar completamente fuera de camino, A. Beach no tiene las estridencias ni la suciedad de los lugares frecuentados en las cercanías de Tokio. Está situada a dos horas de ómnibus de Itö.

La única hostería es, prácticamente, la de Eirakusö, que también ofrece casitas en alquiler. Sólo cuenta con uno o dos quioscos de refrescos de los que, generalmente, afean las playas en verano. La arena es blanca y abundante y a medio camino hacia la playa, una roca, coronada de pinos, se inclina sobre el mar como si resultara de la obra de un paisajista. Al subir la marea queda semisumergida por las aguas.

La vista es hermosísima. Cuando el viento del oeste trae la niebla del mar, las islas lejanas se vuelven visibles. Oshima al alcance de la mano y Toshima más alejada y, entre ellas, una pequeña isla triangular llamada Utoneshima. Detrás del promontorio de Nanago yace Cabo Sakai, parte de la misma masa montañosa, que echa profundamente sus raíces en el mar. Más allá se divisan el cabo conocido como el Palacio del Dragón de Yatsu y el cabo Tsumeki, en cuyo extremo sur se enciende un faro por las noches.

Tomoko Ikuta dormía la siesta en su habitación del Eirakusö. Era madre de tres hijos aun cuando resultaba imposible imaginarlo al contemplar su cuerpo sumido en el sueño. Las rodillas asomaban bajo el corto vestido de lino rosa salmón. Los brazos llenos, la expresión confiada y los labios ligeramente curvados transmitían una frescura de niña. La transpiración mojaba su frente y los costados de su nariz. Las moscas zumbaban pesadamente y la atmósfera era semejante a la que reina bajo un techo de metal caldeado. El lino rosa salmón se agitaba apenas como si fuera parte de aquella tarde pesada y sin viento.

La mayoría de los huéspedes habían bajado a la playa. La habitación de Tomoko estaba situada en el segundo piso. Debajo de su ventana se balanceaba una blanca hamaca para niños. Se habían distribuido mesas y sillas sobre el césped y no faltaba tampoco una estaca para jugar al tejo. Parte del juego yacía en desorden. No había nadie a la vista y el zumbido ocasional de una abeja era ahogado por las olas que rompían más allá del cerco donde los pinos se erguían para perderse, luego, en la arena. Un curso de agua pasaba debajo de la hostería, y formaba un estanque antes de hundirse en el océano.

Todas las tardes, catorce o quince patos nadaban y eran alimentados allí, mostrando bien a las claras que eran parte integrante del lugar.

Tomoko tenía dos hijos, Kiyoo y Katsuo, de seis y tres años de edad, y una hija, Keiko, de cinco. Los tres estaban en la playa con Yasue, la cuñada de Tomoko.

Tomoko no sintió escrúpulos en pedir a Yasue que se ocupara de los niños mientras ella se otorgaba un corto descanso.

Yasue era solterona. Necesitaba ayuda después del nacimiento de Kiyoo. Tomoko lo había consultado con su marido y había invitado a Yasue, que vivía en la provincia. No había ninguna razón en particular para que Yasue no se hubiera casado. No era particularmente atractiva, pero tampoco fea. Había rehusado partido tras partido hasta pasar la edad del matrimonio. Atraída por la idea de convivir con su hermano en Tokio había aceptado la invitación de Tomoko. Su familia abrigaba el plan de casarla con una celebridad provinciana.

Yasue estaba lejos de poseer una mente brillante, pero era bondadosa y se dirigía a Tomoko, más joven que ella, como a una hermana menor hacia la cual sentía la mayor deferencia. El acento de Kanazawa había casi desaparecido. Además de ayudar con los niños y en las labores de la casa, Yasue asistía a una escuela de corte y confección en la que cosía vestidos para ella, Tomoko y los chicos. Sacaba su cuaderno de apuntes frente a los escaparates y copiaba los modelos exhibidos en ellos bajo la mirada reprobadora y también las reprimendas de alguna vendedora.

En aquel momento llevaba una elegante malla verde que no era obra suya, sino una compra efectuada en las grandes tiendas de la ciudad. Estaba orgullosa de su tez pálida, típica de las comarcas del norte, y apenas mostraba las huellas del sol. Los niños habían construido un castillo de arena a orillas del mar y Yasue se divertía haciendo caer la arena húmeda sobre su pierna blanquísima. La arena se secaba de inmediato y brillaba entremezclada con pequeños fragmentos de caracoles. Yasue se limpió bruscamente, atemorizada ante la idea de mancharse. Un insecto semitransparente saltó de la arena y se alejó rápidamente.

Yasue estiró las piernas y se apoyó en las manos. Observó el mar. Grandes masas de nubes se elevaban inmensas en su tranquila majestad. Parecían absorber todo sonido, incluso el clamor del mar.

Era el apogeo del verano y los rayos del sol se habían vuelto agresivos.

Los chicos se cansaron del castillo de arena y se alejaron corriendo y salpicando. Arrancada abruptamente al pequeño mundo privado y confortable en el que se había refugiado, Yasue corrió tras ellos.

Pero no cometieron ninguna imprudencia. El fragor de las olas les infundía temor. Había un suave declive más allá del rompiente. Kiyoo y Keiko, tomados da la mano, permanecieron sumergidos en el agua hasta la cintura con los ojos brillantes de alegría. Nadaron contra la corriente, sintiendo la arena suave en la planta de los pies.

—Es como si alguien empujara —dijo Kiyoo a su hermana.

Yasue se aproximó y los instó a no internarse más en el agua. Señaló a Katsuo. No debían dejarlo solo, debían volver y jugar con él. Pero los niños no prestaron atención. Se miraban y sonreían alegremente, tomados de la mano. Tenían un secreto compartido: la sensación de la arena escurriéndose bajo sus pies.

Yasue temía el sol. Miró sus hombros y sus pechos y pensó en la nieve de Kanazawa. Se pellizcó un pecho y sonrió al sentir el calor. Sus uñas estaban un poco demasiado largas y había arena oscura debajo de ellas. Se las cortaría al regresar a su habitación.

No divisó a Kiyoo y Keiko. Debían haber regresado a la playa. Pero Katsuo estaba solo y su rostro estaba curiosamente tenso. Señalaba algo frente a ella.

El corazón de Yasue latió violentamente. Miró el agua que se retiraba nuevamente bajo sus pies y la espuma en la que, algo más lejos, un cuerpo pequeño y tostado rodaba una y otra vez. Abarcó con una ojeada el pantalón de baño azul oscuro de Kiyoo.

Su corazón latió aún más violentamente. Intentó acercarse a aquel cuerpo como si luchara por desasirse de algo. Llegó una ola más rápida que las anteriores, relumbró ante sus ojos con un sordo fragor. Yasue cayó en el agua. Acababa de sufrir un ataque cardíaco.

Katsuo comenzó a llorar y un joven corrió hacia él. Pronto se le incorporaron otros jóvenes. El agua lamía sus cuerpos desnudos y oscuros.

Dos o tres personas habían presenciado la caída sin darle demasiada importancia. La mujer se levantaría por sus propios medios. Pero en esas circunstancias existe siempre una premonición que, mientras se acercaban corriendo, parecía indicarles que había algo malo en aquella caída.

Yasue fue llevada hasta la arena ardiente. Sus ojos estaban abiertos y parecían contemplar alguna horrenda visión que hacía castañetear sus dientes. Uno de los hombres le tomó el pulso. Era casi inexistente.

—Se aloja en el Eirakusö —alguien la había reconocido.

Era necesario avisar al gerente de la hostería. Un muchacho del pueblo, decidido a no dejarse arrebatar tan digna tarea, se lanzó a la carrera hacia la casa.

Llegó el gerente. Era un hombre de cuarenta años. Llevaba pantalones cortos y una camiseta gastada. Una faja de lana cubría su estómago. Discutió acerca de la conveniencia de dispensar los primeros auxilios a Yasue en la hostería. Alguien se opuso. Sin esperar ulteriores decisiones, dos muchachos cargaron a Yasue. Una forma humana se dibujaba en la arena húmeda sobre la que había descansado su cuerpo.

Katsuo los siguió, llorando. Alguien lo advirtió y lo tomó en brazos.

Tomoko fue despertada por el gerente que, bien entrenado para su trabajo, lo hizo con toda deferencia. Tomoko alzó la cabeza y preguntó si había sucedido algo malo.

—La señora llamada Yasue…

—¿Qué le ha sucedido?

—Le hemos impartido los primeros auxilios. El médico no ha de tardar.

Tomoko saltó de la cama y siguió al gerente. Habían acostado a Yasue sobre el césped cerca de la hamaca y un hombre semidesnudo se arrodillaba, indeciso, a su lado. Le estaba practicando la respiración artificial. Habían dispuesto a su lado un atajo de paja y ramas de naranjo y dos hombres trataban por todos los medios de encender el fuego. Las llamas producían humo, pues la noche anterior una tormenta había humedecido la madera. Un tercer hombre abanicaba el humo para alejarlo del rostro de Yasue.

Su cabeza cayó exánime y Tomoko trató de distinguir, con toda la ansiedad del mundo, si aún respiraba. Los rayos de sol que se filtraban a través de los árboles relucieron en el sudor que cubría la espalda del hombre que estaba a horcajadas sobre ella. Las piernas blancas estaban extendidas sobre el césped y parecían apáticas, completamente alejadas de la lucha que se libraba allí.

Tomoko se dejó caer de rodillas.

—¡Yasue! ¡Yasue!

¿Salvarían a su cuñada? ¿Por qué había sucedido aquello? ¿Qué le diría a su esposo? Sollozante y confusa, saltaba de una pregunta a otra. De pronto se volvió bruscamente hacia los hombres que la rodeaban. ¿Dónde estaban los niños?

—Mira, aquí está tu madre —un pescador de mediana edad llevaba al asustado Katsuo en sus brazos. Tomoko echó una mirada al niño y agradeció al hombre.

Llegó el médico y continuó la respiración artificial. Con las mejillas ardiendo en la despiadada luz, Tomoko apenas sabía lo que estaba pensando. Una hormiga cruzó el rostro de Yasue. Tomoko la espantó con un gesto. Otra hormiga comenzó a moverse desde el pelo hacia la oreja. Tomoko la espantó también y, desde aquel momento, se dedicó a esa tarea.

Prosiguieron con la respiración artificial por espacio de cuatro horas. Por fin aparecieron señales de que el rigor mortis había comenzado a manifestarse y el médico abandonó la tarea. Cubrieron el cuerpo con una manta y lo transportaron hasta el segundo piso. La habitación estaba a oscuras. Un hombre dejó el cuerpo y corrió a encender la luz.

Exhausta, Tomoko se sintió invadida por una especie de dulce vacío. No estaba triste. Pensó en sus hijos.

—¿Y los chicos?

—Están abajo en el cuarto de juego con Gengo.

—¿Los tres?

Los hombres se miraron entre sí.

Tomoko los apartó y corrió escaleras abajo. El pescador Gengo, envuelto en un kimono de algodón, estaba sentado en el sofá y enseñaba un libro de figuras a Katsuo, que llevaba una camisa de adulto sobre sus pantalones de baño. Katsuo parecía ausente y no miraba el libro.

Cuando Tomoko penetró en la habitación, los huéspedes, ya enterados de la tragedia, dejaron de abanicarse y la miraron.

Prácticamente se abalanzó sobre Katsuo.

—¿Kiyoo y Keiko? —preguntó ansiosamente.

Katsuo la miró con timidez.

—Kiyoo… Keiko… Todas burbujas… —y comenzó a llorar.

Tomoko corrió descalza hacia la playa. Las agujas de pino la lastimaban mientras cruzaba la arboleda. La marea había subido y tuvo que trepar por la roca para llegar a la playa. La arena se extendió muy blanca frente a ella. Miró a lo lejos y vio una sombrilla amarilla y blanca abandonada. Era la suya.

Los otros la alcanzaron en la playa. Tomoko se internaba temerariamente en el oleaje. Cuando intentaron detenerla, los apartó violentamente:

—¿No se dan cuenta ustedes? Hay dos chicos allí.

Muchos ignoraban las palabras de Gengo y pensaron que Tomoko se había vuelto loca.

Era difícil concebir que nadie hubiera pensado en los otros dos niños durante las cuatro horas en las que habían tratado de reanimar a Yasue. La gente de la hostería estaba acostumbrada a ver a los tres hermanos juntos y, por más trastornada que pudiera sentirse su madre, resultaba extraño que no la hubiera asaltado ningún presentimiento acerca de la muerte de sus dos hijos.

A veces, sin embargo, un incidente de este tipo pone en movimiento una especie de psicología de grupo que permite la transmisión de los más elementales pensamientos. No es fácil permanecer fuera. No es fácil registrar una desavenencia. Al interrumpir el sueño, Tomoko había asumido sencillamente cuanto le transmitían los demás sin preocuparse por preguntar nada.

Durante toda la noche se encendieron fogatas a lo largo de la playa. Cada treinta minutos los muchachos se zambullían en busca de los cuerpos. Tomoko permanecía en la playa, junto a ellos. No podía dormir en parte, sin duda, porque lo había hecho durante la tarde.

Siguiendo la opinión del comisario, a la mañana siguiente no se echaron las redes.

El sol amaneció hacia la izquierda de la playa y la brisa del alba vino a golpear el rostro de Tomoko. Había temido aquel momento. Le parecía que con la luz del día la verdad se mostraría en su desnuda crudeza, y que, por primera vez, la tragedia se volvería real.

—¿No cree usted que debería descansar? —dijo uno de los hombres—. La llamaremos si encontramos algo. Confíe en nosotros.

—Por favor, hágalo —insistió el gerente de la hostería con los ojos enrojecidos por la falta de sueño—. Ya hemos tenido bastante mala suerte. ¿Qué diría su esposo si usted enfermara?

Tomoko temía enfrentarse con su marido. Era como comparecer ante un tribunal. Pero tenía que hacerlo. Se acercaba el momento… y le pareció experimentar presagios de nuevos desastres.

Acumuló coraje para enviarle un telegrama. Ello le brindó una excusa para abandonar la playa.

Al alejarse miró hacia atrás. El mar estaba tranquilo. Un destello plateado resplandeció cerca de la costa. Los peces saltaban y parecían ebrios de placer. No era justo que Tomoko se sintiera tan desgraciada.

 

Su esposo, Masaru Ikuta, tenía treinta y cinco años. Se había graduado en la Universidad de Estudios Extranjeros de Tokio y había comenzado a trabajar antes de la guerra en una compañía americana. Hablaba un buen inglés y conocía su trabajo. Era más capaz de lo que indicaban sus silenciosos modales. Ahora desempeñaba el cargo de jefe de la sucursal japonesa de una compañía automotriz norteamericana, tenía un coche de la compañía asignado a su uso personal como una forma de propaganda y ganaba 150.000 yenes al mes. Tenía algunos ahorros y Tomoko y Yasue, a las que ayudaba una sirvienta que se ocupaba de los niños, vivían cómoda y tranquilamente.

Tomoko envió un telegrama, porque no quería hablar por teléfono con Masaru. Como era habitual en los suburbios, la oficina de correos transmitió telefónicamente el cable apenas recibido. El mensaje llegó cuando Masaru se disponía a partir para su trabajo. Pensando en una llamada de rutina, levantó tranquilamente el receptor.

—Tenemos un cable urgente proveniente de A. Beach —dijo la empleada, y Masaru comenzó a sentirse incómodo—. Voy a leérselo. ¿Está Ud. listo? «Yasue fallecida. Kiyoo y Keiko desaparecidos. Tomoko.»

—¿Puede leerlo nuevamente, por favor?

Las palabras resonaron nuevamente: «Yasue fallecida. Kiyoo y Keiko desaparecidos. Tomoko.» Masaru estaba enojado. Era como si, sin saber por qué, hubiera recibido súbitamente la noticia de su despido de la compañía.

Llamó inmediatamente a la oficina y avisó que no podría ir. Consideró la posibilidad de conducir su coche hasta A. Beach. Pero el camino era largo y peligroso y estaba tan trastornado que no confiaba en su manejo del volante. A decir verdad, acababa de tener un accidente de circulación días atrás. Decidió tomar el tren hasta Itö y un taxi desde allí.

El proceso por el cual lo imprevisto se desliza en la conciencia del hombre es extraño y sutil. Masaru, que emprendía viaje sin siquiera saber la índole del accidente, tomó la precaución de llevar consigo una buena cantidad de dinero. Los accidentes siempre conllevan gastos.

Tomó un taxi hasta la estación de Tokio. No sentía nada que pudiera llamarse realmente emoción. Más bien lo embargaba una sensación semejante a la que debe experimentar un detective rumbo al escenario del crimen. Más sumergido en la deducción que en la especulación, temblaba de curiosidad por conocer más detalles sobre el accidente que tan profundamente lo afectaba.

«Habría podido llamarme por teléfono. Me tiene miedo…» Con la intuición de los maridos, Masaru presentía la verdad. «Pero, sea como sea, el primer problema es ir allí y formarme mi propia opinión.»

A medida que se acercaban al centro, se asomó a la ventanilla. El sol de aquella mañana de verano era aún más enceguecedor por el reflejo de las camisas blancas que llevaban los transeúntes. Los árboles que flanqueaban la calle proyectaban su sombra verticalmente y en la entrada de un hotel el vistoso toldo blanco y rojo estaba tenso como si la luz del sol fuera un pesado metal. La tierra recién removida por una reparación callejera ya se había vuelto seca y polvorienta.

El mundo que lo rodeaba era el mismo de siempre. Nada había sucedido y era como para creer que tampoco él había sufrido ningún cambio en su vida. Lo invadió un fastidio de niños. En un sitio desconocido se había producido un accidente en el cual no tenía nada que ver, pero que lo había aislado del mundo exterior.

Entre todos aquellos pasajeros ninguno era tan desgraciado como él. Este pensamiento parecía situarlo en un nivel superior o inferior con respecto al Masaru habitual, y ni siquiera podía definir cuál de los dos le correspondía. Se había convertido en un marginado, en un ser especial.

Cuando un hombre tiene una mancha de nacimiento en la espalda, a veces siente la necesidad de proclamarlo: «Óiganme todos, ustedes no lo saben, pero yo tengo una gran mancha color púrpura en la espalda.»

Y Masaru deseaba gritar a los demás pasajeros: «Óiganme todos, ustedes no lo saben, pero acabo de perder a mi hermana y a dos de mis tres hijos.»

Su coraje lo abandonó. Si por lo menos se hubieran salvado los niños… Comenzó a elucubrar distintas formas de interpretación para aquel telegrama. Posiblemente Tomoko, perturbada por la muerte de Yasue, había supuesto que los chicos habían muerto cuando, en realidad, sólo se habían extraviado. Quizás un segundo telegrama había llegado en aquel momento a su casa. Masaru se entregó a sus sentimientos como si el accidente fuera menos importante en sí mismo que su reacción frente a él. Lamentó no haber llamado al Eirakusö de inmediato.

La plaza frente a la estación de Itö brillaba en la luz del verano. Junto a la parada de taxis se encontraba una pequeña oficina del tamaño de una garita. En su interior, la luz del sol se proyectaba despiadadamente y los bordes de las hojas de despacho pegadas a las paredes se curvaban amarillentos.

—¿Cuánto es hasta A. Beach?

—Dos mil yenes —el hombre llevaba una gorra de chófer y tenía una toalla alrededor del cuello—. Si usted no está apurado puede ahorrar dinero y tomar el ómnibus que sale dentro de cinco minutos —agregó por gentileza o, simplemente, porque emprender viaje costaba demasiado esfuerzo.

—Estoy muy apurado. Una persona de mi familia acaba de morir allí.

—¡Oh! ¿Es usted un pariente de la gente que se ahogó en A. Beach? ¡Qué barbaridad! Dicen que se trataba de una mujer y dos chicos…

Masaru se sintió mareado bajo el sol. No volvió a dirigir la palabra al chófer hasta llegar a A. Beach.

No había ninguna particularidad notable en el paisaje que iban cruzando. El taxi se encaramó primero sobre unas montañas polvorientas y pasó a las siguientes, con breves apariciones del mar. Cuando adelantaron a otro coche en un paso estrecho del camino, las ramas de los árboles golpearon como pájaros asustados en la ventanilla semiabierta y arrojaron arena y suciedad sobre los impecables pantalones de Masaru.

Masaru no sabía cómo enfrentarse con su mujer. No estaba seguro de que hubiera algo como «un encuentro natural». Ninguna de las emociones que lo embargaban parecía encajar en algo semejante. Quizás lo antinatural era, en efecto, natural.

El taxi cruzó la oscura y antigua verja del Eirakusö. Cuando se acercó a la casa, el gerente corrió hacia ellos con un repiquetear de zuecos de madera. Masaru buscó automáticamente su billetera.

—Soy Ikuta —dijo.

—Una cosa terrible —dijo el gerente, inclinándose profundamente. Después de pagar al chófer, Masaru agradeció al gerente y le dio un billete de diez mil yenes.

Tomoko y Katsuo se hallaban en la habitación contigua a aquella en la que habían depositado el ataúd de Yasue. El cuerpo estaba rodeado de hielo traído de Itö y sería cremado en cuanto llegara Masaru.

Masaru se adelantó al gerente y abrió la puerta. Tomoko, que dormitaba, se despertó precipitadamente al escuchar ruido. Su pelo estaba enredado y vestía un arrugado kimono de algodón. Como un criminal convicto, apretó el kimono contra su cuerpo y se arrodilló mansamente frente a él. Sus movimientos eran sorprendentemente rápidos, como si los hubiera planeado con anticipación. Echó una mirada a su esposo y rompió a llorar.

Masaru no quiso que el gerente viera cómo apoyaba compasivamente una mano en el hombro de su mujer. Aquello hubiera sido peor que ser sorprendido en el más íntimo secreto de alcoba. Masaru se quitó el abrigo y buscó un sitio donde colgarlo.

Tomoko lo advirtió y, tomando una percha, colgó la sudada chaqueta en el ropero. Masaru se sentó junto a Katsuo, quien se había despertado al escuchar los sollozos de su madre y los miraba desde la cama. Luego, sentado en las rodillas de su padre, parecía un muñeco. «¿Cómo pueden ser tan pequeños los niños?», se preguntó Masaru. Era como si hubiera alzado un juguete.

Tomoko sollozaba, arrodillada, en el otro extremo de la habitación.

—Todo fue culpa mía —dijo. Aquéllas eran las palabras que Masaru deseaba escuchar.

Tras ellos, el gerente también lloraba:

—Sé que no es asunto mío, señor, pero por favor no reproche nada a la señora Ikuta. Todo sucedió mientras ella dormía la siesta y, por lo tanto, no tiene culpa alguna.

Masaru se sintió como si hubiera escuchado o leído aquello alguna vez.

—Comprendo, comprendo… —dijo.

Siguiendo las conveniencias, se puso de pie con el niño en brazos y, yendo hacia su esposa, apoyó cariñosamente una mano en su hombro. El gesto le brotó fácilmente.

Tomoko sollozó aún más amargamente.

Los dos cuerpos fueron hallados al día siguiente. Finalmente los encontró un gendarme que rastreaba cuidadosamente la playa. Los peces se habían ensañado con ellos y había dos o tres sabandijas junto a sus pequeñas narices.

Desde luego que este tipo de accidentes iba mucho más lejos que los dictados de las tradiciones; pero es, sin embargo, en estos trances en los que se observa cuán ligadas están las personas a los menores detalles. Tomoko y Masaru no olvidaron ninguna de las respuestas ni el trueque de regalos que exigen las costumbres.

Una muerte es siempre un problema desde el punto de vista administrativo. Los trámites los obligaron a desarrollar una frenética actividad. Y hasta podría decirse que Masaru en particular, como cabeza de la familia, no tenía tiempo ni para el dolor. Para Katsuo cada día parecía una festividad en la que los adultos desempeñaban sus respectivos papeles.

Sea como fuere, cada uno seguía su propio camino en aquellos complicados problemas. Las ofrendas para el funeral alcanzaron una cifra considerable. Las ofrendas son siempre mayores cuando el que desempeña el papel de cabeza de familia es uno de los deudos y no protagonista de su propio funeral.

Masaru y Tomoko estaban sumergidos de algún modo en todo cuanto debía ser hecho. Tomoko no podía comprender cómo aquella pena inconmensurable y aquella atención por todos los detalles podían coexistir. También le resultaba sorprendente comer tanto sin saborear siquiera los alimentos.

Temía por encima de todo enfrentarse con los padres de Masaru, que llegaron de Kanazawa a tiempo para el funeral. «Todo sucedió por mi culpa», se obligó a decir otra vez y, como compensación, se dirigió a sus propios padres:

—Pero ¿por qué deberían sentir pesar? ¿Acaso no soy yo la que he perdido dos hijos? Allí están todos, acusándome. Me culpan y yo debo excusarme ante ellos. Me miran como si yo fuera la sirvienta atontada que deja caer el niño en el río. Pero, ¿acaso no fue Yasue? Yasue tiene suerte de estar muerta. ¿Cómo no ven quién ha sido realmente el afectado? Soy una madre que acaba de perder a sus dos hijos.

—Eres injusta. ¿Quién te está acusando? ¿Acaso no era tu suegra la que, entre lágrimas, dijo compadecerte más que a nadie?

—Eran sólo palabras.

Tomoko estaba profundamente insatisfecha. Se sentía como alguien condenado a la oscuridad, alguien cuyos verdaderos méritos pasan desapercibidos. Le parecía que tan tremendas desgracias deberían traer aparejados especiales privilegios. Su principal insatisfacción era hacia sí misma, disculpándose servilmente frente a su suegra. Descargó su enojo en su propia madre.

Sin saberlo, su desesperación se centraba en la pobreza con que, en estos casos, se manifiestan las emociones humanas. ¿No era acaso irracional que no hubiera otra cosa que hacer, excepto llorar, frente a la muerte de tres personas como único medio de expresión y como si se tratara de la muerte de un solo ser?

Tomoko se preguntó cómo podía tenerse en pie, bajo aquel sol sofocante, bajo sus vestiduras de luto. A veces sentía un pequeño vahído y lo que venía a salvarla era un nuevo sentimiento de repulsión hacia la muerte. «Soy más fuerte de lo que pensaba», dijo volviendo un rostro lloroso hacia su madre.

Mientras hablaba con sus padres acerca de Yasue, Masaru no pudo contener las lágrimas al recordar que había muerto siendo una solterona, y Tomoko experimentó una pizca de resentimiento también hacia él.

Hubiera deseado preguntar: ¿quién era más importante para Masaru, Yasue o los niños?

No cabía duda de que estaba tensa y rígida. No pudo dormir durante la noche del velatorio aun cuando sabía que debería haberlo hecho. Pese a ello, no sentía el más leve dolor de cabeza y su mente estaba alerta y lúcida.

Cuando los visitantes querían ocuparse de ella, les contestaba secamente que no era necesario preocuparse por su salud, ya que daba lo mismo estar viva o muerta.

Los pensamientos de locura y suicidio se fueron alejando. Por un tiempo, Katsuo sería su mejor razón de vivir. A veces pensaba en que le había faltado coraje, pero cuando, ya vestida por las mujeres del velatorio, miró a su hijo, se alegró de no haberse matado. En noches como ésta, mientras yacía en brazos de su esposo, Tomoko fijaría su mirada asustada en el círculo de luz del velador, y repetiría incesantemente, como en una defensa judicial: «Me equivoqué. Debería haber sabido que era un error dejar a los tres chicos con Yasue.»

La voz sonaba tan lejana cono el eco de las montañas.

Masaru sabía lo que significaba aquel obsesivo sentido de responsabilidad. Tomoko esperaba algún tipo de castigo. Hasta podría decirse que lo anhelaba.

Después de los catorce días de ceremonias, la vida volvió a la normalidad. Les sugirieron que se ausentaran y tomaran un corto descanso; pero tanto las playas como las montañas aterrorizaban a Tomoko. Tenía el convencimiento de que las desgracias nunca vienen solas.

Hacia el fin del verano, Tomoko fue a la ciudad con Katsuo. Debía encontrarse con su marido después del trabajo para comer juntos.

No había nada que Katsuo no pudiera tener. Tanto su padre como su madre se mostraban demasiado complacientes. Terminaba por resultar molesto. Lo manejaban como un muñeco de vidrio y hasta hacerle cruzar una calle se volvía una comprometida empresa. Su madre observaba primero los autos y camiones detenidos por la luz roja y luego corría con él por la calzada, apretando fuertemente su mano en la suya.

En los escaparates, los últimos trajes de baño llamaron la atención de Tomoko. Alejó la vista de una malla verde semejante a la de Yasue. Luego se preguntó si el maniquí tenía cabeza. Parecía que no la tuviera…, y luego que sí, y con un rostro exactamente igual al de Yasue muerta y pálida en medio de su cabellera húmeda y enredada. Todos los maniquíes parecían cuerpos de ahogados.

Si al menos terminara el calor. La sola palabra «verano» traía consigo obsesivos pensamientos de muerte. Y en el sol del atardecer, Tomoko sintió una dolorosa punzada.

Como aún era temprano, llevó a Katsuo a una gran tienda. Faltaba alrededor de media hora para el cierre del establecimiento.

Katsuo quiso ver los juguetes y subieron hasta el tercer piso. Pasaron rápidamente entre los juegos para playa. Un grupo de madres luchaba frenéticamente por encontrar lo buscado en una gran montaña de trajes de baño para niños a precios de saldo. Una mujer alzó un par de pantalones de baño hacia la ventana y el sol del atardecer se reflejó en la hebilla del cinturón. «Estoy buscando un sudario», pensó Tomoko.

Después de haber comprado un juguete, Katsuo quiso ir hasta el último piso. En la terraza soplaba un viento fresco, proveniente del puerto, que hacía restallar los toldos.

A través del alambre tejido, Tomoko observó el puente Kachidoki en el otro extremo de la ciudad y los muelles de Tsukishima y los barcos de carga anclados en la bahía.

Desprendiendo su mano, el niño corrió hasta la jaula del mono. Tomoko permaneció un poco alejada. Quizás a causa del viento el olor del mono era muy fuerte. El animal los observó con su arrugada frente. Mientras se movía de una rama a otra, con una mano cuidadosamente apoyada en la cadera, Tomoko pudo observar a un lado de la carita arrugada una sucia oreja surcada por venas rojas. Tomoko nunca había observado a un animal con tanta atención.

Había un estanque junto a la jaula. La fuente situada en el centro estaba cerrada. Había macizos de flores junto al borde de ladrillos por el que se balanceaba cuidadosamente un niño de la edad de Katsuo. Sus padres no estaban a la vista.

«Ojalá se caiga. Ojalá sé caiga y se ahogue…»

Tomoko observó las piernitas inseguras. El niño no se cayó. Rió orgullosamente al notar que Tomoko lo observaba, pero ella no correspondió a su sonrisa. Era como si el niño se burlara de su pena.

Tomó a Katsuo de la mano y se alejó apresuradamente de la terraza.

Durante la comida, Tomoko habló después de una pausa desmesuradamente larga:

—Qué tranquilo estás. No pareces ni siquiera triste.

Asombrado, Masaru miró a su alrededor para asegurarse de que nadie había escuchado.

—¿No te das cuenta? Estoy tratando de animarte.

—No hace falta.

—Es lo que tú crees. Pero, ¿qué me dices del efecto que podría causarle mi tristeza a Katsuo?

—Sea como fuere, ya no merezco ser una madre.

Y así, la cena resultó un fracaso.

Masaru tendió más y más a retraerse frente al dolor de su mujer. Un hombre tiene que trabajar. Podría distraerse en sus tareas. Mientras tanto, Tomoko acunaba su pena, y Masaru tuvo que enfrentarse con esa monótona tristeza al volver a su casa por las noches. Comenzó entonces a llegar cada vez más tarde.

Tomoko llamó a una sirvienta que había trabajado para ella en otros tiempos y le regaló todos los juguetes y la ropa de Kiyoo y Keiko. La mujer tenía hijos de la misma edad.

Una mañana, Tomoko se despertó algo más tarde de lo habitual. Masaru, que había bebido la noche anterior, estaba echado a un lado de la cama matrimonial. Aún lo rodeaba un pesado olor a alcohol. Los resortes del colchón crujieron cuando se estiró en su sueño. Ahora que Katsuo estaba solo, su madre lo dejaba dormir con ellos, sabiendo, por otra parte, que hacía mal en permitírselo. Observó la carita dormida del niño a través del tul del mosquitero. Un ligero malhumor parecía deslizarse en su fisonomía.

Tomoko estiró la mano fuera del mosquitero y tiró de la cuerda que movía la cortina. La dureza del hilo tirante fue una agradable sensación contra su mano húmeda. La cortina se entreabrió ligeramente. La luz pareció inundar el árbol de sándalo y los racimos de hojas se le antojaron a Tomoko aún más blandos y tiernos que de costumbre. Los gorriones eran habitualmente ruidosos. Cada mañana se despertaban y comenzaban a parlotear entre ellos hasta formar una prolija hilera y volar hacia el alero. Las confusas huellas de sus patitas se extendían en todos los sentidos. Tomoko sonrió al escucharlos.

Era aquélla una mañana bendita. Así era, sin ningún motivo en especial. Tomoko permaneció acostada y tranquila con la cabeza apoyada en la almohada. Una sensación de felicidad se difundió por su cuerpo.

De pronto, ahogó una exclamación. Supo por qué se sentía tan feliz. Por primera vez, no había soñado con sus hijos. Desde el día del accidente la acosaban siempre las mismas pesadillas. En cambio, durante aquella noche la habían asaltado breves y placenteras ensoñaciones.

Entonces, ya había comenzado a olvidar…; su crueldad se le apareció como algo terrible. Sollozó lágrimas de pesar dedicadas a los espíritus de los niños. Masaru abrió los ojos y la miró. Pero vio en su llanto un cierto tipo de paz y no la angustia habitual.

—¿Estás pensando otra vez en ellos?

—Sí— parecía demasiado complicado explicar la verdad.

Pero, ahora que había dicho una mentira, le molestaba que su marido no llorara con ella. Si hubiera visto lágrimas en sus ojos, Tomoko hubiera sido capaz de creer en su propio engaño.

Los cuarenta y nueve días de oficios religiosos llegaron a su fin. Masaru compró un lote de terreno en el cementerio de Tama. Sus hijos eran los primeros muertos en su rama de la familia, y aquéllas, también, las primeras tumbas. Yasue fue encargada de velar por los niños aun en la Lejana Orilla. Después de consultarlo con la familia, sus cenizas fueron enterradas en el mismo terreno.

Los temores de Tomoko parecieron volverse infundados a medida que se hundía en la tristeza. Fue con Masaru y Katsuo a conocer el nuevo terreno del cementerio.

Era un hermoso día en los albores del otoño. El calor comenzaba a abandonar el alto y claro cielo.

A veces, el recuerdo hace que las horas corran a nuestro lado o, también, las acumula. Por dos veces durante aquel día, Tomoko fue víctima de una ilusión. Quizás, con aquel cielo y el atardecer demasiado claros, los límites de su subconsciente se volvieron, de alguna manera, semitransparentes.

Dos meses antes de la desgracia, había ocurrido aquel accidente de automóvil. Masaru no había sufrido daño alguno; pero, después de la muerte de sus hijos, Tomoko no salía nunca en el coche con él y Katsuo. También, en aquella oportunidad, Masaru se había visto obligado a tomar el tren.

En M. transbordaron a la pequeña línea que llevaba al cementerio. Masaru fue el primero en salir del vagón, llevando a Katsuo. Algo más atrás, Tomoko apenas pudo abrirse paso entre la gente y logró pasar las puertas un segundo o dos antes de que se cerraran. Escuchó el crujido de la puerta al cerrarse tras ella y, casi gritando, intentó abrirla nuevamente. Creyó haber dejado a Kiyoo y a Keiko dentro del tren.

Masaru la tomó del brazo. Ella lo miró, desafiante, como si se tratara de un detective que intentara detenerla. Al volver en sí, instantes más tarde, intentó explicarle cuanto había sucedido. Tenía que hacerlo. Pero aquello no sirvió más que para poner incómodo a Masaru. Pensó que su mujer fingía.

El pequeño Katsuo estaba encantado con la antigua locomotora que los llevaba hasta el cementerio. Echaba una densa humareda hacia lo alto y era muy grande. La viga de madera en la que se apoyaba el maquinista parecía hecha de carbón. La locomotora gruñó, suspiró, rechinó y, finalmente, se desplazó hacia los anodinos jardines de los suburbios.

Tomoko, que jamás había ido antes al cementerio de Tama, estaba asombrada por su amplitud. ¿Era tanto el espacio que se dedicaba a la muerte? El verde césped, las calles de árboles y el cielo azul y diáfano, perdiéndose en la distancia, volvían la ciudad de los muertos mucho más limpia que la de los vivos. Ni ella ni su marido habían tenido motivo alguno para conocer cementerios, pero aquel paseo no estaba de más, ya que ahora se habían convertido en sus calificados visitantes.

Aun cuando ninguno de los dos se hubiera detenido a pensarlo, era como si el período de luto y oscuridad les hubiera brindado un determinado tipo de seguridad, algo estable, fácil y hasta placentero. Se habían condicionado a la muerte y, como en el caso de quienes se acostumbran a la depravación, comenzaron a pensar que la vida no encerraba ya nada que pudiera inspirarles temor.

El terreno estaba situado en el extremo más alejado del cementerio. Transpirando copiosamente atravesaron la verja de entrada, observaron con curiosidad la tumba del Almirante T. y rieron frente a un amplio y feo mausoleo decorado con espejos.

Tomoko escuchó el ligero rumor del otoño, distinguió en el aire el perfume del incienso y del césped verde y tierno.

—¡Qué hermoso lugar! Tendrán suficiente espacio para jugar y no se aburrirán. No puedo dejar de pensar en que será un buen sitio para ellos. ¡Qué extraño!, ¿no es cierto?

Katsuo tenía sed. En el cruce de caminos había una alta torre marrón. Los escalones circulares de la base estaban gastados por las fuentes centrales. Varios niños, cansados de cazar insectos, tomaban agua ruidosamente y se salpicaban unos a otros. De vez en cuando, el agua formaba un fino arco iris a través del aire.

Katsuo era un niño activo. Quería tomar agua y no había forma de distraerlo. Aprovechando el hecho de que su madre no lo tomaba de la mano, subió corriendo los escalones.

—¿Adónde vas? —gritó ella, secamente. El niño contestó por encima del hombro:

—A tomar agua.

Ella corrió tras él y lo tomó firmemente por los hombros.

—Me duele —protestó el niño, asustado, como si alguna terrible criatura le hubiera saltado a la espalda.

Tomoko se arrodilló en el suelo y volvió el niño hacia ella. El pequeño miró a su padre que, asombrado, observaba la escena desde cierta distancia.

—No tienes que tomar de esta agua. Aquí tengo un termo —y comenzó a destaparlo.

Llegaron a su terreno. Estaba situado en una sección recién inaugurada tras las hileras de tumbas. Algunos frágiles arbolitos estaban plantados aquí y allá, y si se observaba bien, siguiendo un diseño definido. Las cenizas no habían sido trasladadas aún desde el templo familiar y todavía no se veía ninguna lápida.

—Y aquí estarán los tres juntos —apuntó Masaru.

El comentario no afectó a Tomoko. ¿Cómo era posible que los hechos fueran tan absolutamente improbables? Que un chico se ahogara en el océano no era completamente imposible. Incluso, a nadie se le hubiera ocurrido ponerlo en duda. En cambio, el tratarse de tres personas hasta parecía ridículo. Aun diez mil personas hubieran constituido una cifra absurda. Había algo grotesco en lo excesivo y, sin embargo, ni una catástrofe ni una guerra lo eran. Una muerte era siempre algo tan grave y solemne como un millón de muertes. El leve exceso era lo diferente.

—¡Tres personas! ¡Qué disparate! Tres personas… —murmuró Tomoko.

Era una cifra demasiado importante para una sola familia y demasiado pequeña para la sociedad. Sin contar con que, en este caso, no existía ninguna de las implicaciones sociales de una muerte en el campo de batalla o en algún puesto determinado. Femenina hasta en su egoísmo, Tomoko se planteaba una y otra vez el acertijo de aquel número de muertes.

Masaru, sociable por excelencia, reflexionó con el correr del tiempo que era menester ver el suceso desde el punto de vista de la sociedad: podían, en efecto, considerarse afortunados de que no hubieran surgido complicaciones.

Al volver a la estación, Tomoko fue nuevamente víctima de un juego ilusorio. Debían esperar veinte minutos a que llegara el tren y Katsuo deseaba comprar una insignia de juguete que vendían en el andén. Las insignias colgaban de altos palos, eran de algodón y, cosidos a su forro, pendían ojos, orejas y colas.

—Parece que los chicos siguen gustando de estas cosas…

—Yo tuve una cuando era pequeño…

Tomoko compró una insignia a la anciana que las vendía y se la dio a Katsuo. Un momento después se sorprendió curioseando en los otros kioscos del andén. Quería adquirir algo para Kiyoo y Keiko, que habían permanecido en casa.

—¿Qué te pasa? —inquirió Masaru.

—No sé lo que me sucede. Estaba pensando en que también debía comprar algo para los otros… —Tomoko alzó sus blancos brazos y se restregó fieramente con los puños los ojos y las sienes. Sus rasgos temblaron y pareció a punto de llorar.

—Anda y compra algo. Algo para ellos —el tono de Masaru era tenso y suplicante a la vez—. Lo pondremos en el altar.

—No. Tendrían que estar vivos. —Tomoko oprimió el pañuelo contra su nariz. Existía, y los otros, en cambio, habían muerto. Aquello resultaba espantoso. ¡Cuán cruel era vivir!

Miró a su alrededor. Observó las rojas banderas de los bares y restaurantes situados frente a la estación, los relucientes bloques de granito en venta en las marmolerías, las amarillentas puertas de los pisos superiores, las tejas del techo contra el azul del cielo que hacia el anochecer se volvía transparente como una porcelana. Todo estaba tan claramente definido. Dentro de la crueldad de la vida dormía una paz tan profunda como un hondo letargo.

 

Al promediar el otoño, la existencia familiar se volvió más y más tranquila. La pena no había sido ciertamente superada, pero al notar más tranquila a su esposa, Masaru volvió a apreciar las alegrías del hogar y el afecto de Katsuo contribuyó a hacerlo regresar del trabajo a horas más tempranas que las habituales. Y aun cuando, al acostarse Katsuo, la conversación recaía en temas que deseaban evitar, aquello les brindaba un cierto tipo de consuelo.

El proceso por el cual un hecho terrible se mezcla con la vida cotidiana trajo aparejado para el matrimonio un nuevo tipo de temor mezclado con vergüenza, como si ambos hubieran cometido un crimen que finalmente iba a ser descubierto.

A veces el hecho de que faltaran tres miembros de la familia les confería un extraño sentimiento de cosa concluida.

Nadie perdió la razón ni recurrió al suicidio. Ni siquiera hubo enfermos. El espantoso suceso había pasado dejando apenas una sombra. Tomoko comenzó a aburrirse. Era como si esperara algo.

Durante largo tiempo no se habían permitido ir al teatro ni a conciertos, pero Tomoko esgrimió el pretexto de que tales esparcimientos no harían sino aliviar su pesar. Un famoso violinista norteamericano ofrecía algunos recitales y decidieron asistir a uno. Katsuo tuvo que quedarse en casa, pues Tomoko quiso ir al concierto en compañía de su marido.

Tardó mucho tiempo en prepararse. Era difícil peinar aquellos cabellos que, durante meses, no habían recibido ningún cuidado. Pero cuando Tomoko contempló su rostro en el espejo la asaltaron antiguas alegrías. Había olvidado cuán halagador puede volverse un espejo. No cabía duda de que la tozuda insistencia del dolor termina por apartarnos de tan agradables consuelos.

Se probó sus kimonos hasta elegir, finalmente, uno rico y alhajado, color púrpura, con un obi de brocado. Masaru, que esperaba junto al automóvil, quedó sorprendido por la belleza de su mujer.

En el vestíbulo del teatro la gente se volvía para mirarla, lo cual complacía inmensamente a Masaru. Tomoko sentía, en cambio, que, pese a la admiración que despertaba en aquella gente elegante, algo faltaba para su contento. En otras épocas, hubiera vuelto a su casa profundamente satisfecha por haber atraído la atención. Se dijo que aquella insatisfacción que la carcomía debía ser sólo producto de la alegría y el bullicio que no hacían sino subrayar cuán lejos del olvido se encontraba su dolor. A fin de cuentas, no era más que la repetición del impreciso disgusto que le producía el no haber sido tratada como corresponde a una mujer afligida por el luto.

La música contribuyó a deprimirla, y cruzó el hall del teatro con una triste expresión en el rostro. Habló con una amiga y su aspecto pareció coincidir con las palabras de pesar que aquélla le prodigara.

Pero esa señora le presentó a un joven que, no conociendo el pesar de Tomoko, no pronunció ninguna frase de consuelo. Su conversación resultó de las más comunes e incluyó una o dos críticas acerca del concierto.

—¡Qué hombre tan mal educado! —pensó Tomoko, mientras seguía con la mirada su cabeza reluciente entre el público—. No dijo una sola palabra, cuando sin duda debería haber advertido mi profunda tristeza.

El joven era muy alto y sobresalía entre la gente. En determinado momento, Tomoko se encontró con sus ojos risueños y observó el mechón que le caía sobre la frente. Sintió una punzada de celos al contemplar a la mujer que lo acompañaba. ¿Acaso había esperado de aquel joven algo más que consuelo? ¿Quizás alguna palabra en especial? Toda su estructura tambaleó frente a tal pensamiento. La sospecha era totalmente irrazonable. Jamás había sentido la menor insatisfacción junto a su esposo.

—¿No tienes sed? —Masaru se había aproximado—. Allí hay un quiosco donde venden naranjada.

El público tomaba el refresco directamente de las botellas. Tomoko observó furtivamente la escena. No tenía sed. Recordó el día en que había apartado a Katsuo de la fuente y lo había obligado a beber agua hervida. Katsuo no era el único ser en peligro. Aquella naranjada debía contener millones de gérmenes nocivos.

 

Su búsqueda de esparcimientos se volvió ligeramente demencial. Había algo vengativo en la certeza de que tenía que divertirse.

No se trataba, desde luego, de ser infiel a su marido. Iba a todas partes con él, o, por lo menos, deseaba hacerlo.

Su espíritu seguía sumergido en la muerte. Cuando, al volver de alguna reunión, observaba el sueño de Katsuo, a quien la criada había acostado a la hora debida, no podía dejar de pensar en los otros dos niños, y el remordimiento volvía nuevamente a asaltarla. No cabía duda de que la búsqueda de diversiones se había convertido en la manera más segura de remover el dolor de su corazón.

Tomoko anunció, súbitamente, que quería volver a la costura. No era la primera vez que los altibajos y ocurrencias de su mujer se le antojaban a Masaru difíciles de seguir.

Tomoko comenzó a coser y su afán de diversiones se volvió menos ansioso. Comenzó a ocuparse tranquilamente de sí misma en un intento de convertirse en una buena ama de casa. Sintió que estaba «mirando la vida de frente».

La casa mostraba claras huellas de descuido. Era como si Tomoko hubiera emprendido un largo viaje. Pasaba los días lavando y ordenando cosas. La anciana sirvienta observaba cómo su señora le quitaba el trabajo.

Tomoko encontró un par de zapatos de Kiyoo y unas zapatillas celestes de Keiko. Tales reliquias la sumergieron en hondas meditaciones y la hicieron sollozar a gusto, pero se le antojaron vehículos de mala suerte. Llamó a una amiga que estaba sumergida en obras de caridad y, sintiéndose en la cumbre del altruismo, regaló muchas cosas a un orfelinato, incluso ropa que hubiera sido aprovechable para Katsuo.

Al dedicarse Tomoko nuevamente a la costura, el pequeño Katsuo vio aumentar considerablemente su guardarropa. La joven pensó en confeccionarse algunos sombreros a la última moda, pero no le quedó tiempo para ello. Frente a la máquina de coser olvidaba sus pesares. El zumbido y el mecánico andar de la aguja aventajaron a cualquier otra melodía como la de sus altibajos emocionales.

¿Cómo no lo había intentado antes? Aquella ayuda llegaba ahora en un momento en el que su corazón ya no tenía la fortaleza de tiempo atrás. Un día se pinchó un dedo, y al ver brotar la sangre se atemorizó profundamente. Asociaba el dolor a la muerte.

Pero el temor fue seguido por una emoción diferente de las anteriores. Si tan trivial incidente podía provocar la muerte, ¿no sería quizás aquélla una respuesta a sus oraciones? Pasó horas y horas frente a la máquina que, sin embargo, era el instrumento más seguro del mundo. Ni siquiera la rozaba.

Aun ahora se sentía insatisfecha. A la espera de algo. Masaru se desentendió de aquella vaga búsqueda y pasaron todo un día sin dirigirse la palabra.

 

Se aproximó el invierno. La tumba estaba preparada y las cenizas enterradas.

En la soledad del invierno se piensa con nostalgia en el verano. Los recuerdos del estío reflejaron oscuras sombras sobre la vida de los Ikuta. Y, sin embargo, lo sucedido parecía algo extraído de una obra de ficción. No cabía duda, tampoco, que junto a la chimenea encendida todo toma un aire de irrealidad.

Hacia mediados del invierno, Tomoko dio muestras de estar embarazada. Por primera vez el descuido había reivindicado sus naturales derechos. Nunca habían tomado tantas precauciones. Parecía extraño que el niño pudiera nacer normalmente. Lo natural hubiera sido perderlo.

Todo iba bien. Trazaron una línea divisoria con los recuerdos. Tomando coraje del niño que llevaba en sus entrañas, Tomoko tuvo por primera vez la fuerza de admitir que su dolor había terminado. No hizo sino reconocer un hecho concreto.

Tomoko intentó comprender. Sin embargo, es difícil interpretar los hechos cuando están aún a nuestro alcance. El entendimiento llega más tarde. Es entonces cuando se analizan las emociones; se efectúan las deducciones y todo tiene una posible explicación. Mirando atrás, Tomoko no podía sino sentirse insatisfecha frente a sus incongruentes sentimientos. No cabía duda de que el descontento permanecería en su corazón durante un lapso mucho más prolongado que el dolor mismo. Pero no era posible volver atrás e intentarlo todo de nuevo.

Se negó a ver falla alguna en sus reacciones. Era una madre y, por otra parte, no podía enfrentarse con dudas sobre su comportamiento.

Aun cuando no hubiera alcanzado el verdadero olvido, algo cubría el dolor de Tomoko como una fina capa de hielo sobre un lago. Podría quebrarse ocasionalmente; pero, durante la noche, volvería a formarse de nuevo.

El olvido llegó, inadvertidamente, cuando nadie lo esperaba. Logró filtrarse por un ínfimo intersticio e invadió el organismo como un germen invisible, abriéndose paso lenta pero seguramente. Tomoko atravesaba inconscientes presiones como cuando uno se resiste a un sueño. Rechazaba el olvido y se decía que aquél provenía de la fuerza transmitida por el nuevo hijo que había concebido. Pero el niño sólo ayudaba.

Los contornos del incidente iban diluyéndose lentamente, mitigándose y esfumándose por su propio desgaste.

En una oportunidad, Tomoko había observado en el cielo de verano una espantosa imagen marmórea que se había disuelto, luego, en una nube. Los brazos caían, la cabeza se volvía invisible y la larga espada que llevaba en la mano se precipitaba al vacío. La expresión de aquel rostro pétreo era suficiente como para erizarle los cabellos a cualquiera. Finalmente se había borrado para desaparecer totalmente.

Un día encendió la radio y sintonizó un serial que hablaba de una madre que había perdido a su hijo. Tomoko se asombró de la velocidad con que dispuso su ánimo para el pesar. Una madre embarazada de su cuarto hijo tiene, reflexionaba, la obligación moral de resistirse a la morbosa complacencia del dolor. En aquellos últimos meses, Tomoko había cambiado mucho.

Ahuyentaba las oscuras ondas de emoción que eran susceptibles de dañar al niño. Quería preservar su equilibrio interior. Y se sentía más complacida al seguir los dictados de cierta higiene mental que de someterse a insidiosas formas de olvido. Por encima de toda otra cosa, se sentía libre. Pese a todas las limitaciones, había salido de su cárcel. Lógico es reconocer que el olvido estaba demostrando su poder. Tomoko estaba sorprendida frente a la sencillez de su corazón.

Perdió la costumbre de recordar, y ya no le pareció extraño carecer de lágrimas en los funerales o en el transcurso de las visitas al cementerio. Creyó que, en su magnanimidad, había logrado olvidarlo todo.

Cuando, por ejemplo, al llegar la primavera, llevó a Katsuo hasta una plaza vecina, ya no pudo experimentar, aun intentándolo, el desgarramiento que la hubiera atenazado después de la tragedia, al ver a otros niños jugando en la arena. Aquellos niños podían vivir en paz. Tomoko los había perdonado. O al menos así lo creía ella.

Aun cuando el olvido llegó para Masaru antes que para su esposa, no había frialdad alguna en él. Masaru se había debatido dentro del más profundo pesar. Aun en su inconstancia, un hombre es, en general, más sentimental que una mujer. Incapaz de expresar su emoción y consciente del hecho de que el dolor no lo perseguía con particular tenacidad, Masaru se sintió de pronto muy solitario y se permitió una insignificante infidelidad. Pronto se cansó de ella. Tomoko le anunció su embarazo y Masaru corrió hacia su mujer como un niño en busca de su madre.

El incidente los había dejado como los náufragos de un buque. Pronto fueron capaces de verlo todo con los ojos con que el resto de la gente lo había leído en un rincón de los diarios de la fecha. Tomoko y Masaru hasta llegaron a dudar de su participación en el trágico suceso. ¿No habían sido acaso sólo los espectadores más cercanos del caso?

La tragedia brillaba a lo lejos como una luz en la montaña. Resplandecía con mayor o menor intensidad como el faro de Cabo Tsumeki, al sur de A. Beach. Más que una ofensa, aquello se volvió una moraleja. Era la transformación de un hecho concreto en una metáfora. Había dejado de ser propiedad de la familia Ikuta. Era un hecho público. Así como un faro brilla sobre las playas y en la blanca espuma del rompiente junto a solitarios acantilados durante las largas noches, del mismo modo la tragedia se reflejaba en la compleja vida cotidiana que los rodeaba. La gente aprendería la lección. Una vieja y simple enseñanza que los padres deben llevar grabada en la mente: «Hay que vigilar continuamente a los niños cuando se los lleva a la playa. La gente se ahoga donde jamás hubiéramos podido suponerlo.»

No se trataba, desde luego, de que Masaru y Tomoko hubieran sacrificado a una hermana y a dos hijos para impartir una enseñanza. Sin embargo, la pérdida de aquellas tres vidas no había servido para otra cosa. Y, a veces, una muerte heroica tampoco produce algo más.

El cuarto hijo de Tomoko fue una niña nacida hacia el fin del verano. Su felicidad no tuvo límites. Los padres de Masaru llegaron de Kanazawa para conocer a su nueva nieta, y mientras permanecieron en Tokio, Masaru los llevó hasta el cementerio.

Llamaron a la niña con el nombre de Momoko. Madre e hija se encontraban bien. Tomoko sabía cómo cuidar de la pequeña y Katsuo no ocultaba su alegría de tener nuevamente una hermana.

 

Corría el verano siguiente. Dos años habían pasado desde el accidente y uno desde el nacimiento de Momoko.

Tomoko sorprendió a Masaru anunciándole que deseaba ir a A. Beach.

—¿No habías dicho que jamás volverías allí?

—Quiero ir.

—¡Qué extraña eres! Yo no siento el menor deseo de hacerlo.

—¿Sí? Bueno, no hablemos más del asunto.

Permaneció cavilosa durante dos o tres días y, finalmente, dijo:

Me gustaría ir.

—Hazlo por tu cuenta.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Tendría miedo.

—¿Para qué quieres ir a un sitio que te inspira temor?

—Quiero que vayamos todos allí. Nada hubiera sucedido si tú hubieras estado con nosotros. Quiero que vengas.

—Es imposible prever lo que puede suceder si te quedas por mucho tiempo. Yo no dispongo más que de cortas vacaciones.

—Con una noche será suficiente.

—Pero, es un sitio tan apartado y de acceso tan difícil…

Nuevamente preguntó a Tomoko qué motivaba su decisión. Ella repuso que no lo sabía. Luego, Masaru recordó una de las claves de las novelas policiacas a las cuales era tan afecto: el asesino vuelve siempre al escenario del crimen, pese a todos los riesgos que ello implica. Un extraño impulso llevaba a Tomoko a retornar al sitio donde habían muerto sus hijos.

Tomoko insistió por tercera vez, sin demasiada apremio, en el mismo tono monótono en que lo hiciera desde el comienzo, y Masaru decidió tomarse dos días de vacaciones, evitando las multitudes de los fines de semana.

El Eirakusö era la única hostería en A. Beach. Reservaron habitaciones en el extremo más alejado de las que ocuparan anteriormente. Como siempre, Tomoko se negó a viajar en el auto con su esposo en compañía de los niños. Tomaron, pues, un taxi en Itö.

Era el apogeo del verano. Junto a las casas que bordeaban el camino, los girasoles parecían hirsutas melenas de león. El taxi echaba tierra en sus honestas y francas caritas, pero los girasoles no parecían molestarse por ello.

Cuando divisaron el mar, Katsuo prorrumpió en gritos de júbilo. Tenía cinco años ahora y hacía ya dos que no iba a una playa.

Hablaron poco en el trayecto. El taxi se sacudía en forma tal que resultaba imposible mantener una conversación. De vez en cuando, Momoko decía algo que todos comprendían. Katsuo procedió a enseñarle la palabra «mar» y la pequeña señalaba hacia el otro lado las rojas montañas murmurando «mar».

A Masaru se le antojó que Katsuo estaba enseñándole una palabra colmada de desventuras.

Llegaron al Eirakusö y el mismo gerente se precipitó a saludarlos. Masaru le deslizó una propina. Recordaba demasiado bien cuánto temblaba su mano con aquel otro billete de mil yenes.

La hostería parecía tranquila. Aquél era un mal año. Masaru comenzó a recordar cosas y se volvió irritable. Reprendió a su mujer frente a los niños:

—¿Qué diablos estamos haciendo aquí? ¿Recordando cosas que desearíamos olvidar? ¿Cosas que habíamos logrado superar? Hay por lo menos cien lugares diferentes a los que podíamos haber ido en este primer veraneo con Momoko. Trabajo demasiado como para que me arrastren a viajes estúpidos.

—Pero ¿no estabas de acuerdo en venir?

—Tú me obligaste a hacerlo.

El césped se doraba bajo el sol de la tarde. Todo estaba exactamente igual que dos años atrás. Una malla azul, verde y roja se secaba en la hamaca blanca. Dos o tres tejos desaparecían entre la hierba. Allí donde había reposado el cuerpo de Yasue, el césped tenía una tonalidad algo más oscura. Los rayos del sol parecieron, a través de las ramas, reproducir el verde ondular del traje de baño de Yasue. Masaru no sabía que allí habían depositado el cuerpo de su hermana. Sólo Tomoko sufrió aquella alucinación. Como para Masaru el episodio en sí no había ocurrido hasta que se lo notificaron, aquella porción de césped sería siempre para él sólo un sombreado rincón. Para él y para los demás huéspedes, reflexionó Tomoko.

Su esposa guardaba silencio y Masaru estaba cansado de reñirla. Katsuo descendió al jardín y arrojó un tejo por el césped. Se agachó para ver hasta dónde llegaba. El tejo rebotó desganadamente entre las sombras, tomó súbito impulso y, por fin, cayó. Katsuo lo observaba sin moverse. Pensaba que quizás siguiera andando.

Las cigarras canturreaban, y Masaru, ahora silencioso, sintió cómo el sudor mojaba su cuello. Recordó sus deberes de padre:

—Vamos a la playa, Katsuo.

Tomoko alzó a su hija y los cuatro se dirigieron a través del cerco hacia el bosquecillo de pinos. Las olas salpicaban la playa. Masaru caminó por la arena ardiente con zuecos prestados por el administrador de la hostería.

No había ninguna sombrilla y no más de veinte personas ocupaban la playa que comenzaba detrás de las rocas.

Permanecieron en silencio a la orilla del mar.

Aquel día también había grandes racimos de nubes. Parecía imposible que una masa tan cargada de luz pudiera mantenerse en el aire. Frente a las pesadas nubes del horizonte, otras, más livianas, flotaban en el espacio como abandonadas allí por una escoba. Aquellas más bajas parecían sostener alguna cosa. Excesos de luz y sombra velaban una oscura forma arquitectónicamente delineada como si fuera una melodía.

Debajo de las nubes avanzaba el mar, más amplio e inmutable que la tierra. Ésta nunca parece adueñarse del mar aun en sus bahías. El agua todo lo invade.

Las olas llegan, se rompen y se retiran. Su estruendo es como la intensa tranquilidad del sol de estío. Apenas un ruido. Más bien un silencio ensordecedor. Una lírica transformación de las olas, ondas que bien podrían llamarse luz, irrisión de las mismas olas… Ondas que llegan hasta sus pies y se retiran.

Masaru observó de reojo a su esposa.

Tomoko contemplaba el mar. La brisa agitaba su pelo y el sol no parecía desalentarla. Su mirada húmeda tenía algo regio. Los labios se apretaban en una fina línea, y en sus brazos llevaba a la pequeña Momoko, a quien un sombrerito de paja protegía de los rigores del sol.

Masaru recordaba haberle visto aquella expresión. Desde el accidente eran muchas las veces en que el rostro de Tomoko parecía no pertenecerle y trasuntaba la espera de algo que debería acontecer.

—¿Qué esperas? —quiso preguntar él en tono liviano. Pero no pudo pronunciar palabra. Pensó que lo sabía sin necesidad de preguntar nada.

Apretó con fuerza la mano de Katsuo.