El espejo y la campana, de Lafcadio Hearn

Hace ocho siglos, los sacerdotes de Mugenyama, provincia de Tõtõmi, quisieron fabricar una gran campana para su templo, y les pidieron a las mujeres de la comarca que los ayudaran mediante la donación de viejos espejos de bronce para la fundición.

[Aún hoy, en los patios de ciertos templos japoneses, se ven pilas de viejos espejos de bronce donados para propósitos semejantes. La colección más vasta que pude observar estaba en el patio de un templo de la secta Jõdo, en Hakata, Kyûshû: los espejos se habían donado para la erección de una estatua de bronce de Amida, de treinta y tres pies de alto.]

 

Había entonces una joven, esposa de un granjero, que vivía en Mugenyama, y que llevó su espejo al templo para que lo fundieran. Pero más tarde deploró la pérdida del espejo. Recordó las cosas que su madre le había contado respecto a él, y también recordó que no sólo había pertenecido a su madre, sino a la madre y a la abuela de su madre; y recordó algunas sonrisas felices que el espejo había reflejado. Por supuesto, con haberles ofrecido cierta suma de dinero a los sacerdotes a cambio del espejo, habría podido pedirles que se lo devolvieran. Pero carecía del dinero necesario. Al asistir al templo, veía su espejo en el patio, detrás de una verja, entre centenares de espejos. Lo reconoció por el Shõ-Chiku-Bai grabado en relieve al dorso, los tres dichosos emblemas del Pino, el Bambú, y la Flor de Ciruelo, que habían deleitado sus ojos de niña cuando su madre se los mostró por primera vez. La joven anhelaba una oportunidad para robar el espejo y ocultarlo… luego podría conservarlo para siempre. Pero esa oportunidad no se presentaba; la acosó la infelicidad; lamentó haber cedido voluntariamente una parte de su propia vida. Pensó en el viejo dicho que afirma que un espejo es el Alma de una Mujer (dicho místicamente expresado en el dorso de muchos espejos de bronce mediante el ideograma chino que representa el Alma), y temió que esto fuera cierto de un modo harto más inquietante que el que supusiera jamás. Mas a nadie se atrevía a confiarle su pena.

Pero cuando todos los espejos donados para la campana de Mugenyama fueron enviados a la fundición, los fundidores descubrieron que uno de ellos se negaba a derretirse. Pese a sus reiterados esfuerzos, el espejo se resistía. Era evidente que la mujer que había ofrecido esa donación al templo se había arrepentido de ella. No había realizado la ofrenda de todo corazón; y su alma egoísta, aún aferrada al espejo, lo mantenía sólido y frío en el centro del horno.

Por supuesto que todo el mundo llegó a enterarse, y que todo el mundo no tardó en saber de quién era ese espejo.  Y esta pública exposición de su culpa secreta sumió a la pobre mujer en la vergüenza y la ira. Incapaz de soportar la humillación, optó por ahogarse, tras redactar una carta de despedida que contenía estas palabras:

“Cuando yo haya muerto, no será difícil fundir el espejo y forjar la campana. Pero, a aquella persona que quiebre la campana al tañerla, mi espíritu le otorgará grandes riquezas.”

Aclararé que a la última promesa o voluntad de quien muere presa de la ira, o se suicida presa de la ira, suele adjudicársele un poder sobrenatural. Una vez fundido el espejo de esa mujer, una vez forjada la campana, la gente recordó las palabras que contenía esa carta. No dudaba de que el espíritu de quien las había redactado ofrecería grandes riquezas a quien quebrase la campana; y, en cuanto ésta fue colgada en el patio del templo, una multitud acudió a tocarla. Agitaban el badajo con todas sus fuerzas; pero la campana resultó ser de excelente calidad, y resistió con firmeza todos los asaltos. La gente, empero, no se desalentaba fácilmente. Día tras día y hora tras hora, tañía la campana con ferocidad, sin prestar atención a las protestas de los sacerdotes. Los tañidos se convirtieron en un tormento; los sacerdotes no pudieron soportarlos; y se deshicieron de la campana, precipitándola a una ciénaga desde una colina. La profunda ciénaga la devoró… y ése fue el fin de la campana. Sólo perdura su leyenda; y en esa leyenda se la llama la Mugen-Kané, o Campana de Mugen.

Existen extrañas y antiguas creencias japonesas con respecto a la eficacia mágica de una cierta operación mental implicada, aunque no descrita, por el verbo nazoraëru. No hay palabra que pueda traducirla con exactitud, pues se la emplea en relación a múltiples tipos de magia mimética, no menos que en la ejecución de ciertos actos de fe religiosa. Los significados ordinarios de nazoraëru, según los diccionarios, son “imitar”, “comparar”, “asemejar”; pero el significado esotérico es: “sustituir, en la imaginación, un objeto o acción por otro, con el fin de obtener un resultado mágico o milagroso”.

Por ejemplo: uno no puede costear la edificación de un templo budista, pero nada le impide depositar un guijarro ante la imagen del Buda, con la misma piedad que a uno lo urgiría a edificar un templo si contara con la fortuna para hacerlo. El mérito de esa ofrenda resulta idéntico, o casi idéntico, al mérito de la erección de un templo… Uno no puede leer los seis mil setecientos setenta y un volúmenes de los textos budistas; pero puede hacer una estantería giratoria que los contenga, y hacerlos girar alrededor de uno como un torno. Si en cada empujón palpita el firme deseo que se aplicaría a la lectura de los seis mil setecientos setenta y un volúmenes, uno adquiere tanto mérito como si los hubiese leído… Acaso esto baste para explicar los significados religiosos de nazoraëru.

Los significados mágicos sólo podrían explicarse en su totalidad mediante una gran variedad de ejemplos; pero, para nuestro propósito, serán suficientes los siguientes. Si se confecciona un hombrecillo de paja (por los mismos motivos que incitaron a la Hermana Helena a hacer un hombrecillo de cera) al que luego se clava, con clavos de no menos de cinco pulgadas de largo, a un árbol del huerto de un templo, a la Hora del Buey, la muerte, precedida por una atroz agonía, de la persona imaginariamente representada por ese hombrecillo… eso ilustraría el significado de nazoraëru… O bien, supongamos que un ladrón entra a nuestra casa durante la noche, y se lleva nuestros bienes. Si descubrimos sus huellas en el jardín, y en el acto quemamos una gran moxa sobre cada una de ellas, se inflamarán las plantas de los pies del ladrón, que no tendrá reposo hasta que vuelva, por propia voluntad, a ponerse a vuestra merced. Ésa es otra especie de magia mimética expresada por el vocablo nazoraëru. Las diversas leyendas sobre la Mugen-Kané nos brindarán un tercer ejemplo.

Una vez que la ciénaga engulló la campana, no quedó, por supuesto, más ocasión de tañerla para quebrarla. No obstante, las personas que lamentaban la pérdida de tal oportunidad, optaron por golpear y quebrar objetos que imaginariamente sustituían a la campana… así esperaban complacer al espíritu de la dueña del espejo que tantos inconvenientes había causado. Una de estas personas fue una mujer llamada Umégaë, famosa en las leyendas japonesas en razón de sus relaciones con Kajiwara Kagésué, un guerrero del clan Heiké. Mientras la pareja estaba de viaje, Kajiwara un día se vio en serios problemas por falta de dinero, y Umégaë, recordando la tradición de la campana de Mugen, tomó una bacía de bronce, y transformándola mentalmente en una representación de la campana, la golpeó hasta romperla, solicitando, al mismo tiempo, trescientas piezas de oro. Un huésped de la posada donde estaba la pareja inquirió la causa de los golpes y los gritos, y, al enterarse de cuál era el problema, le regaló a Umégaë trescientos ryõ de oro. Más tarde circuló una canción sobre la bacía de bronce de Umégaë ; aún hoy la cantan las bailarinas:

    Umégaë no chõzubachi tutaïte
    O-Kané da déru naraba,
    Mina San mi-uké wo
    Sõre tanomimasu

[Si, golpeando la bacía de Umégaë, pudiera obtener honorable dinero, negociaría entonces la libertad de mis compañeras.]

 

Este acontecimiento acrecentó la fama de la Mugen-Kané; y muchos siguieron el ejemplo de Umégaë, con la esperanza de emular su suerte. Entre ellos hubo un granjero disoluto que vivía cerca de Mugenyama, en las riberas del Oïgawa. Este granjero, que había derrochado sus bienes en el libertinaje, elaboró una reproducción de la Mugen-Kané con el barro de su jardín; golpeó la campana de arcilla y la quebró, solicitando a gritos una gran fortuna.

Entonces surgió ante él la imagen de una mujer vestida de blanco, cuyo cabello flotaba al viento, con un cántaro cerrado en la mano. Le dijo a la mujer:

—Vine para responder a tu fervorosa plegaria según esta merece. Toma, pues, este cántaro.

Con estas palabras, le dejó el cántaro en la mano y desapareció.

El hombre se precipitó a la casa radiante de felicidad, y le refirió la buena noticia a su mujer. Depositó ante ella el cántaro —que era pesado— y lo abrieron juntos. Y descubrieron que estaba lleno, justo hasta el borde, de…

¡Pero no…! Realmente no puedo decir de qué estaba lleno.