La costurera, de Rainer Maria Rilke

Fue en abril del año 188… Me vi obligado a cambiar de piso. Mi casero había vendido la casa y el nuevo propietario había decidido alquilar completa la planta en que se encontraba mi modesto cuarto. Durante mucho tiempo busqué otro en vano. Al final, cansado de buscar, cogí, casi sin verlo, un cuartito en el tercer piso de un edificio cuyo lateral más largo ocupaba una parte nada insignificante de la estrecha bocacalle.

Ya desde los primeros días mi cuarto me pareció francamente acogedor. A través de las dos ventanitas, cuyos cristales, con muchas divisiones, permitían adivinar la edad de la casa, podía ver a lo lejos las montañas azules, por encima de los tejados grises y rojos, por encima de las chimeneas cubiertas de hollín, y contemplar el sol naciente que, como una bola incandescente, se apoyaba en el margen borroso de las colinas. Mis propios muebles, que había hecho traer, hacían el estrecho cuarto más habitable de lo que había esperado en un principio, y el servicio, del que se había hecho cargo la portera, no dejaba nada que desear. La escalera no era demasiado empinada y se podía subir sin esfuerzo; en efecto, cuando iba sumido en mis pensamientos, incluso me llegaba a subir hasta el desván sin darme cuenta. En resumen, estaba contento, sobre todo porque en el oscuro patio no jugaban niños… ni tocaban organillos.

Desde entonces han pasado muchos años. La época de la que hablo queda para mí en la penumbra del pasado, y los colores chillones de los acontecimientos han palidecido y se han apagado. Siento como si estuviera hablando de algo que no me ocurrió a mí, sino a otro, tal vez a un buen amigo. No por ello debo temer que el amor propio me induzca a mentir: escribo franca, clara y verídicamente.

Por aquel entonces yo no estaba mucho en casa. Temprano, a las siete y media, me iba a la oficina, a mediodía comía en una fonda barata y, siempre que podía, pasaba la tarde en casa de mi novia. Sí, por aquel entonces estaba prometido. Hedwig —la llamaré así— era joven, encantadora, culta y, lo que pesaba más a los ojos de mis compañeros, rica. Procedía de una antigua familia de comerciantes que, con ahorro y esfuerzo, habían conseguido finalmente tener una casa que frecuentaban los caballeros jóvenes, porque, aun con toda su elegancia, reinaba en ella una alegría natural que no permitía que el aburrimiento surgiera de las tazas de té. La hija menor de la familia, Hedwig, era la preferida de todos, porque a su educación unía cierta amable ligereza que volvía interesante y atractiva la conversación más insustancial. Tenía más corazón y carácter que las dos hermanas mayores, era sincera, alegre y… es indudable que yo la amaba.

Puedo hablar con franqueza. Ella se casó más tarde, un año después de haber roto nuestro compromiso, con un oficial joven y noble, pero murió después de haberle regalado su primer hijo: una niñita de rubios rizos.

En casa de sus padres, en donde a diario se reunía un nutrido grupo, solía quedarme hasta las seis de la tarde; luego me daba un paseo, iba al teatro, y volvía a casa a las diez de la noche para seguir llevando al día siguiente ese mismo tipo de vida.

A primera hora, cuando bajaba despacio mis tres tramos de escalera, encontraba siempre en el rellano del primer piso al portero, limpiando las blancas baldosas de piedra. Saludaba y entablaba conversación. Día tras día lo mismo. Hablábamos primero del tiempo, luego de si yo estaba contento con mi cuarto y otras cosas por el estilo. Como el viejo no parecía querer terminar jamás, yo siempre le preguntaba por sus hijos, tras lo cual él suspiraba y decía con los dientes apretados:

—¡Es una cruz! ¡Me dan muchas preocupaciones, señor!

Con eso terminaba.

En una ocasión, un martes, sólo por decir algo le pregunté quién vivía a mi lado. Respondió a la pregunta igual que yo la había formulado, sólo de pasada:

—Una costurera, una pobre chiquilla, fea… —gruñó sin levantar la vista del suelo.

Eso fue todo.

Hacía mucho que había olvidado esa información cuando, en el corredor en penumbra de la casa, me encontré con la costurera, como supuse entonces acertadamente. Era una mañana de domingo. Había dormido mucho y salía de casa justo cuando ella regresaba, probablemente de la iglesia, con un pequeño libro en la mano. Una figura insignificante: entre los hombros puntiagudos, que cubría un abrigo raído, verde, que le llegaba casi hasta el suelo, se movía su cabeza, en la que lo primero que llamaba la atención eran la nariz delgada y las mejillas hundidas. Sus finos labios, ligeramente entreabiertos, dejaban al descubierto unos dientes sucios, la barbilla era cuadrada y sobresalía mucho. Lo más significativo de ese rostro parecían ser únicamente los ojos. No es que fueran hermosos, pero eran grandes y muy negros, aunque sin brillo. Tan negros que su cabello, profundamente oscuro, parecía casi gris. Sólo sé que la impresión que me produjo aquella criatura no me resultó agradable en modo alguno. Creo que ella no me miró. En cualquier caso, no me quedó tiempo para seguir pensando en ese encuentro anodino, puesto que, justo delante del portal, me esperaba un amigo en cuya compañía pasé toda la mañana. Luego me olvidé por completo de que tenía una vecina, sobre todo porque, aunque vivíamos puerta con puerta, día y noche imperaba al lado un silencio total. Habría continuado así de no haber sido porque una noche, por casualidad, o no sé cómo llamarlo, sucedió algo inesperado, algo insospechado.

En los últimos días de abril tuvo lugar en casa de mi novia una reunión que, planeada desde hacía tiempo, transcurrió de forma perfecta y duró hasta bien entrada la noche. Precisamente aquella noche Hedwig se había mostrado encantadora. Estuve charlando mucho tiempo con ella en el pequeño salón verde, y, con gran alegría, escuché cómo, con algo de ironía pero llena de una ingenuidad cariñosa e infantil, esbozaba la imagen de nuestro futuro hogar, cómo pintaba todas las pequeñas penas y alegrías con los colores más vivos y se complacía pensando en nuestra felicidad como un niño en el árbol de navidad. Un grato sentimiento de satisfacción invadió mi pecho como una benéfica calidez, y Hedwig confesó entonces no haberme visto nunca tan feliz. El mismo ambiente reinaba, por cierto, en todo el grupo: un brindis seguía a otro brindis. Y así hasta que a las tres de la mañana nos separamos muy a disgusto. Abajo iban desfilando un coche tras otro. Los pocos que iban a pie se dispersaron pronto en todas direcciones. Yo tenía que andar más de media hora, así que aceleré bastante el paso, tanto más cuanto que la noche de abril era fría y sombría debido a la niebla. Iba sumido en mis pensamientos y no me pareció que hubiera pasado tanto tiempo cuando me encontré ya delante del portal de mi casa. Lo abrí despacio y lo cerré con cuidado a mis espaldas. Luego encendí una cerilla que debía iluminarme por el vestíbulo hasta llegar a la escalera. Era la última que tenía. Se apagó enseguida. Subí la escalera a tientas, pensando aún en las hermosas horas de la reciente velada. Ya estaba arriba. Metí la llave en la puerta, la giré y abrí lentamente…

Allí estaba ella, delante de mí. Ella. Una vela tenue, casi consumida, alumbraba escasamente la habitación, de donde me llegó una desagradable emanación de sudor y grasa. Ella estaba en pie, al extremo de la cama, con un camisón sucio, muy abierto, y unas enaguas oscuras; no parecía en absoluto asustada y se limitó a mirarme fijamente a la cara.

Evidentemente, me había metido en su cuarto. Pero estaba tan aturdido, tan paralizado, que no dije ni una palabra de disculpa, ni tampoco me fui. Sé que sentí asco, pero seguí allí. Vi cómo se aproximaba a la mesa, apartaba el plato con los restos dispersos de una comida dudosa, se llevaba del sillón la ropa que antes se había quitado… y me pedía que me sentara. En voz baja, diciendo:

—Venga.

Incluso la voz me resultó repugnante. Pero, como sucumbiendo a un poder desconocido, la obedecí. Ella habló. No sé de qué. Mientras tanto, se había sentado al borde de la cama. Completamente a oscuras. Yo sólo veía el pálido óvalo de aquel rostro y, a ratos, cuando la vela que se estaba apagando revivía, sus grandes ojos. Luego me levanté. Me disponía a marcharme. El picaporte de la puerta se me resistió. Ella vino a ayudarme. Entonces, cerca de mí, resbaló… y tuve que sujetarla. Se apretó contra mi pecho y sentí muy cerca su ardiente aliento. Me resultó desagradable. Traté de soltarme. Pero sus ojos descansaban muy fijos en los míos, como si sus miradas tejieran un lazo invisible a mi alrededor. Me fue atrayendo cada vez más hacia ella, cada vez más. Depositó unos besos largos y cálidos en mis labios… Entonces, la vela se apagó.

A la mañana siguiente me desperté con la cabeza pesada, dolor de espalda y amargor en la lengua. A mi lado, entre los almohadones de la cama, dormía ella. El rostro pálido y demacrado, el cuello enjuto, ese pecho plano y desnudo me llenaron de espanto. Me incorporé despacio. El aire viciado me pesaba. Miré a mi alrededor: la mesa sucia, el raído sillón de patas finas, las flores marchitas en el alféizar… Todo daba una impresión de miseria, de algo venido a menos. Entonces se movió. Como en sueños, me puso una mano en el hombro. Contemplé aquella mano; los dedos largos, de gruesos nudillos, con las uñas sucias, cortas y anchas, con la piel de las yemas parda y con picaduras… Sentí repugnancia por aquel ser. Me levanté de un salto, abrí la puerta y eché a correr a mi cuarto. Allí me sentí aliviado. Aún recuerdo que eché el cerrojo de la puerta… todo lo que pude.

Fueron pasando los días exactamente igual que antes. Una vez, quizá una semana después, cuando ya había vuelto a casa para descansar, golpeé casualmente con el codo contra la pared. Noté que aquel golpe involuntario era respondido enseguida. Guardé silencio. Luego me quedé dormido. Entre sueños me pareció que mi puerta se abría. Al momento siguiente sentí un cuerpo que se apretaba contra mí. Ella estaba a mi lado. Pasó la noche en mis brazos. Traté de echarla, muchas veces. Pero me miraba con sus grandes ojos y las palabras se me morían en los labios. Oh, fue horrible sentir los miembros cálidos de aquella criatura a mi lado, de aquella muchacha fea y prematuramente envejecida; y sin embargo no tuve fuerzas…

De vez en cuando me la encontraba en la escalera de la casa. Pasaba a mi lado como la primera vez: no nos conocíamos. Con mucha frecuencia venía a mi cuarto. En silencio, sin decir una palabra, entraba y me dejaba paralizado con su mirada. Yo no tenía voluntad.

Finalmente decidí poner fin al asunto. Me parecía un delito contra mi novia compartir la cama con aquella mujer que se pegaba a mí con tal insistencia y que ni siquiera poseía… ¡el derecho al amor!

Volví a casa mucho antes y, de inmediato, eché el cerrojo a la puerta. Cuando iban a dar las nueve, llegó. Como encontró la puerta cerrada, volvió a marcharse; probablemente supuso que no estaba en casa. Pero fui imprudente. Arrastré el voluminoso sillón del escritorio con algo de brusquedad. Debió de oírlo. Al instante llamó a la puerta. Yo permanecí en silencio. Otra vez. Luego impacientemente, sin interrupción. Entonces la oí sollozar… mucho tiempo, mucho… Debió de pasar la mitad de la noche en mi puerta. Pero yo me mantuve firme; tuve la sensación de que esa perseverancia había roto el hechizo.

Al día siguiente me la encontré en la escalera. Iba muy despacio. Cuando me hallaba muy cerca de ella, abrió los ojos. Me asusté: en aquellos ojos había un brillo y una amenaza siniestros… Me reí de mí mismo. ¡Era un auténtico necio! ¡Aquella muchacha! Y la seguí con la vista mientras ponía los pies torpemente sobre los escalones de piedra y bajaba cojeando…

Por la tarde, mi jefe me necesitó, de manera que tuve que renunciar a mi habitual visita a Hedwig. Por la noche, al llegar a mi cuarto, encontré una nota del padre de mi novia, que me causó el mayor de los asombros. Decía:

«En las actuales circunstancias comprenderá usted que me veo obligado, aun con el mayor de los pesares, a anular el compromiso matrimonial de mi hija. Creía estar confiando a Hedwig a un hombre al que no atan otras obligaciones. Es el deber de todo padre evitar en lo posible a su hija experiencias de esa clase. Usted, estimado señor Von B., comprenderá mi forma de proceder, al igual que estoy convencido de que usted mismo me habría comunicado a su debido tiempo el estado de cosas. Por lo demás, queda suyo…»

No es fácil describir cómo me sentí. Yo amaba a Hedwig. Ya me había hecho a la idea del futuro que ella había esbozado con tanto encanto. No podía imaginarme mi futuro sin ella. Sé que primero se apoderó de mí un fuerte dolor, que me llenó los ojos de lágrimas antes de encontrar tiempo para pensar a qué influjo tenía que agradecer ese extraño rechazo. Pues extraño era en cualquier caso. Yo conocía al padre de Hedwig, que era la escrupulosidad y la justicia personificadas, y sabía que sólo un acontecimiento importante podía haberlo movido a proceder así. Pues me apreciaba y era demasiado considerado para cometer una injusticia conmigo. No dormí en toda la noche. Miles de pensamientos se me pasaban por la cabeza. Al final, hacia el amanecer, me quedé dormido de cansancio. Al despertar me di cuenta de que había olvidado echar el cerrojo. Sin embargo, ella no había venido. Respiré aliviado.

Me vestí a toda prisa, excusé por unas horas mi ausencia de la oficina y fui corriendo a casa de mi novia. Encontré la puerta cerrada y, como después de llamar repetidas veces no apareció nadie, pensé que habrían salido. El mayordomo podía fácilmente estar haciendo algo en el patio, donde no oía la campana. Decidí ir por la tarde a la hora acostumbrada.

Así lo hice. Abrió el mayordomo, me miró asombrado y dijo que yo debería saber que los señores habían salido de viaje. Me asusté, pero hice como si estuviera enterado de todo, y sólo le pedí hablar con Franz, el viejo criado. Éste me contó entonces con pelos y señales que todos, todos se habían marchado, después de que la tarde anterior se hubiera producido una curiosa escena.

—Yo estaba —dijo— aquí, en el vestíbulo, limpiando la cubertería, cuando una mujer, miserable y venida a menos, entró y me pidió que la condujera hasta la señorita Hedwig. Naturalmente no accedí, antes hay que conocer a la gente.

Yo asentí. Me asaltó una sospecha…

—Bueno, en resumen —continuó el anciano parlanchín—, ante mi negativa empezó a clamar al cielo y a gritar hasta que salió el señor. Entonces ella le juró y le perjuró que traía importantes noticias. Él se la llevó a su despacho. Estuvieron dentro una hora. ¡Una hora, señor! Luego salió, besó la mano del señor…

—¿Qué aspecto tenía? —le interrumpí.

—Pálida, delgada, fea.

—¿Alta?

—Muy alta.

—¿Los ojos?

—Negros, también los cabellos.

El viejo continuó parloteando. Pero yo ya sabía suficiente. Todas las palabras de la terrible carta se me aclaran ahora: ¡obligaciones! Un amargo rencor se agitó en mi interior. Dejé plantado al criado y bajé a toda prisa. Atravesé a toda velocidad las calles hasta llegar a casa. Delante del portal había alguna gente reunida. Hombres y mujeres. Hablaban con vehemencia y en voz baja. Los aparté con rudeza. Luego subí los tres tramos de escaleras sin respirar. Tenía que verla, decirle… No sabía qué le diría, pero tenía la sensación de que en el momento oportuno surgirían las palabras necesarias.

En la escalera también me encontré a unos hombres. No les presté atención. Llegué arriba. Abrí la puerta de golpe. Un fuerte olor a fenol me salió al encuentro. Las duras palabras murieron en mis labios. Allí yacía ella, sobre el lino gris de la cama, con un simple camisón. La cabeza muy hacia atrás, los ojos cerrados. Las manos colgaban flácidas. Me acerqué. No me atreví a tocarla. Con los labios abiertos y los párpados amoratados parecía una ahogada. Sentí un escalofrío. Estaba solo en la habitación. El frío sol del ocaso iluminaba la sucia mesa… el borde de la cama. Me incliné hacia la mujer. Sí, estaba muerta. El color de su rostro era azulado. Desprendía un olor desagradable. Y me invadió un asco, una repugnancia…