La medida de la belleza, de Primo Levi

El sombrillón de al lado del nuestro estaba libre. Fui al tabuco tórrido donde ponía DIRECCIÓN, a preguntar si era posible que nos lo alquilaran para todo el mes. El bañero consultó la lista de las reservas y luego me dijo:

—No. Lo siento mucho. Está reservado desde junio por un señor de Milán.

Tengo muy buena vista. Junto al número 75 estaba apuntado el nombre: Simpson.

No debe haber muchos Simpson en Milán. Confiaba en que este señor Simpson no fuera él, el agente de la natca. No es que me caiga mal, al contrario. Pero mi mujer y yo valoramos mucho nuestra intimidad, las vacaciones son las vacaciones, y cualquier revenant del mundo de los negocios nos las puede estropear. Además, una cierta intolerancia de Simpson, aquella rigidez puritana suya que había salido a relucir señaladamente durante el episodio de las copiadoras, había enfriado un poco mis relaciones con él, y me lo hacía aparecer como un vecino de playa poco apetecible. Pero el mundo es un pañuelo. A los tres días, debajo del sombrillón número 75 compareció el señor Simpson en persona. Traía una bolsa de playa muy voluminosa, y nunca lo había visto yo tan incómodo.

Conozco a Simpson desde hace muchos años, y sé que es una persona ingenua y astuta al mismo tiempo, como todos los representantes e intermediarios natos, y que además es sociable, locuaz, jovial, amante de la buena mesa. En cambio, el Simpson que el destino había hecho aterrizar a mi lado era reticente y estaba nervioso. Más que en una hamaca frente al Adriático, parecía que estuviera tumbado en una cama de faquir. Las pocas frases que intercambió conmigo le metieron en contradicciones. Me dijo que adoraba la vida de la playa y que venía a Rímini desde hacía muchos años. Pero al poco rato dijo que no sabía nadar y que tostarse al sol lo consideraba un incordio espantoso y una pérdida de tiempo.

Al día siguiente desapareció. Corrí adonde el bañero. Simpson había rescindido el alquiler del sombrillón. Su comportamiento empezaba a intrigarme. Recorrí los distintos establecimientos, repartiendo pitillos y propinas, y en menos de dos horas me enteré (y sin demasiada extrañeza) de que Simpson había buscado y encontrado otro sombrillón en los baños Sirio, al extremo opuesto de la playa.

Se me metió en la cabeza la idea de que el señor Simpson, harto de estar casado y con una hija casadera, pudiera haber venido a Rímini con una chica. Esta conjetura me producía tanta curiosidad que decidí espiar sus movimientos desde lo alto de la terraza. Es una de las ocupaciones que más me han apasionado siempre esta de ver sin ser visto, sobre todo desde lo alto. «Peeping Tom», que prefirió la muerte antes que renunciar a atisbar a lady Godiva por entre las rayas de la persiana, es mi héroe. Espiar a mis semejantes, independientemente de lo que hagan o estén a punto de hacer, y de cualquier tipo de hallazgo final, me da una sensación profunda de poder y de gratificación. Quizá sea un recuerdo atávico de las extenuantes esperas de nuestros antepasados cazadores y reproduzca las emociones vitales de la persecución y del acecho.

Pero en el caso de Simpson, el descubrimiento prometía no fallar. La hipótesis de la muchacha cayó enseguida por su propio peso; no había ninguna muchacha a la vista. Pero, con todo, la conducta de nuestro hombre era singular. Estaba tumbado y leía (o fingía leer) el periódico, pero todo hacía pensar que se estaba dedicando a una labor de exploración no demasiado diferente de la mía.

A intervalos salía de su inercia; hurgaba en la bolsa de la playa y sacaba de ella un adminículo parecido a un tomavistas o una telecámara pequeñita. Apuntaba con él oblicuamente hacia el cielo, apretaba una tecla y luego se ponía a escribir no sé qué en un cuadernito. ¿Fotografiaba algo o fotografiaba a alguien? Lo observé mejor. Sí, era, cuando menos, probable. Las máquinas provistas de objetivos en prisma para tomas angulares, de forma que no despiertan sospechas en la persona que quiere esconderse, no constituyen una novedad, y menos en las playas.

Por la tarde ya no tenía la menor duda: Simpson fotografiaba a los bañistas que pasaban delante de él. A veces se desplazaba incluso al borde mismo del mar, y si encontraba un sujeto interesante, apuntaba al cielo y disparaba. No parecía mostrar preferencia por las bañistas agraciadas ni por ningún bañista en particular; disparaba a la buena de Dios sobre los adolescentes, las venerables matronas, los caballeros huesudos y con vello gris, los jovencitos y las jovencitas fornidos. Después de cada foto, metódicamente, se quitaba las gafas negras y escribía algo en su cuaderno de notas. Reparé en un detalle que me pareció inexplicable: sus aparejos fotográficos eran dos, idénticos entre sí, y uno lo usaba para las hembras y otro para los varones. Ya estaba clara una cosa: no se trataba de una inocua manía senil (por otra parte, ya quisiera yo llegar a la senilidad de los sesenta años como Simpson), sino de algo de mayor calibre, por lo menos tanto como la incomodidad de Simpson frente a mí y como su urgencia por cambiar de sombrillón.

Desde ese momento también mi expectación, de voyerismo ocioso se trocó en atención reconcentrada. Las manipulaciones de Simpson se habían convertido en un desafío a mi ingenio, como un problema de ajedrez, es más, como un misterio de la naturaleza. Estaba decidido a resolverlo.

Me compré unos buenos prismáticos, pero no me sirvieron de gran ayuda, sino que, por el contrario, me confundieron más las ideas. Simpson tomaba apuntes en inglés, con pésima caligrafía y muchas abreviaturas. Pero logré distinguir que cada hoja del cuadernito estaba dividida en tres columnas, encabezadas por las siguientes siglas: «Vis-Eval», «Meter» y «Obs». Evidentemente se trataba de un trabajo experimental encargado por la natca. ¿Pero qué clase de trabajo?

Al atardecer volví a mi pensión de un humor de perros y le conté el asunto a mi mujer. Las mujeres, para estas cosas, tienen casi siempre una intuición sorprendente. Me dijo mi mujer que, según su opinión, Simpson era un viejo verde, y que a ella esa historia no le interesaba nada. Olvidaba decir que Simpson y mi mujer no se caen bien a partir del año pasado, cuando él vendía copiadoras y ella tenía miedo de que yo comprara una y me diera por duplicarla, con lo cual se había preparado para estar celosa de sí misma. Pero luego lo pensó mejor y me dio un consejo fulminante:

—Hazle un chantaje. Amenázalo con denunciarlo a la policía de la playa.

Simpson capituló precipitadamente. Empecé a decirle que me había visto desagradablemente impresionado por su fuga y su falta de confianza en mí, y que me parecía que nuestra ya larga amistad debía ofrecerle suficientes garantías sobre mi capacidad de discreción, pero enseguida me di cuenta de que no hacía falta tanto discurso. Simpson era el Simpson de siempre. Se moría de ganas por contármelo todo con pelos y señales; evidentemente el secreto le había sido impuesto por su sociedad, y no esperaba más que un caso de fuerza mayor para infringirlo. Mi primera insinuación de denuncia, aunque vaga y torpe, constituyó para él un caso suficiente de fuerza mayor.

Tras encendérsele el brillo de los ojos, se contentó con recabar por mi parte una sumaria declaración de reserva y me dijo que los dos aparatos que llevaba consigo no eran máquinas fotográficas, sino dos calómetros. ¿Dos calorímetros? No. Dos calómetros, o sea, dos medidores de belleza. Uno masculino y otro femenino.

—Se trata de un nuevo producto nuestro; una pequeña serie experimental. Los primeros ejemplares se han puesto en manos de funcionarios más viejos y de confianza —me dijo sin falsa modestia—. Nos han encargado que los probemos en diferentes condiciones ambientales y con sujetos diversos. Los detalles técnicos del funcionamiento no nos los han explicado (ya sabe usted, se trata de las consabidas cuestiones de patente). Pero, en cambio, han insistido mucho sobre lo que ellos llaman la philosophy del aparato.

—¡Un medidor de belleza! Me parece una cosa un poco audaz, ¿no? ¿Qué es la belleza? ¿Lo sabe usted? ¿Se lo ha explicado esa gente de allá, de la sede central, de Fort… como se llame?

—De Fort Kiddiwanee. Sí. La cuestión se la han planteado. Pero ya sabe, los americanos… (tendría que decir «nosotros los americanos», ¿verdad?, ¡pero llevo aquí ya tantos años!); pues bueno, los americanos son más elementales que nosotros. Podían existir incertidumbres con respecto al asunto hasta hace poco, pero hoy en día la cosa está clara: la belleza es aquello que mide el calómetro. Porque, perdone usted, ¿qué electricista se preocupa de averiguar en qué consiste la íntima esencia de las diferencias de potencial? La diferencia de potencial es aquello que mide un voltímetro. El resto no son más que inútiles complicaciones.

—Pues por eso mismo. El voltímetro les hace falta a los electricistas, es uno de sus instrumentos de trabajo. El calómetro, ¿a quién le puede hacer falta? Hasta ahora, la natca se ha granjeado una buena reputación con sus máquinas para oficina, un material sólido y cuadriculado, para calcular, copiar, componer o traducir. No entiendo por qué se dedica ahora a la construcción de aparatos tan… frívolos. Frívolos o filosóficos, no hay término medio. Yo, desde luego, un calómetro no me lo compraría nunca. ¿Para qué diablos puede servir?

El señor Simpson se mostró radiante. Apoyó el índice izquierdo contra la nariz, desplazándolo con fuerza hacia la derecha. Luego dijo:

—¿Sabe usted cuántos encargos tenemos ya? Pues no menos de cuarental mil, solamente en los Estados Unidos. Y eso que la campaña publicitaria no ha hecho más que empezar. Estaré en condiciones de revelarle más detalles dentro de unos días, cuando se aclaren ciertos aspectos legales relativos a las posibles aplicaciones del invento. Pero no irá usted a imaginarse que una casa como la natca se pueda permitir el lujo de proyectar y lanzar un modelo sin haber hecho antes un estudio serio de mercado. Es más, la idea ha tentado incluso a nuestros colegas del otro lado del telón, por decirlo así. ¿No lo sabía usted? Es un chisme de alto nivel del que se ha hablado hasta en los periódicos, aunque en términos generales, aludiendo a «un nuevo hallazgo de importancia estratégica»; se ha propagado por todas nuestras filiales, y ha despertado incluso algunos recelos. Los soviéticos, como siempre, sostienen lo contrario. Pero tenemos buenas pruebas de que uno de nuestros proyectistas, hace tres años, hizo llegar a Moscú, al ministro de Educación, la idea fundamental del calómetro, junto con uno de sus primeros diseños de conjunto. Ya no es un secreto para nadie que la natca es un nido de criptocomunistas, de intelectuales y de descontentos.

Claro que, afortunadamente para nosotros, la cosa ha acabado en manos de los burócratas y los teóricos de estética marxista. Gracias a los primeros se han perdido dos años; gracias a los segundos, el tipo de aparato que lanzarán allí no podrá de ningún modo hacer competencia al nuestro. Está destinado a otros usos. Parece que se trata de un calogoniómetro, que mide la belleza en función del ángulo de apertura social, cosa que a nosotros no nos incumbe en absoluto. Nuestro punto de vista es bien distinto, mucho más concreto. Estoy por decirle que la belleza es un número puro. Es una relación, o mejor dicho, un conjunto de relaciones. No quiero adornarme con plumas ajenas; todo lo que estoy diciendo lo encontrará expresado con palabras más elevadas en el folleto publicitario del calómetro, que ya está impreso en América y en vías de traducción. Yo no soy más que un oscuro ingeniero, ya lo sabe, y encima atrofiado por culpa de veinte años de actividad comercial (próspera, eso sí). La belleza, según nuestra filosofía, remite a un modelo, variable a voluntad, al arbitrio de la moda, o hasta de un observador cualquiera, y no existen observadores privilegiados. Al arbitrio de un artista, de un persuasor oculto, o sencillamente incluso de un simple cliente. Por eso, cada calómetro debe ser graduado antes de su uso, y la graduación es una operación delicada y fundamental. Para poner un ejemplo, este aparato que ve usted ha sido graduado sobre la Fantesca, de Sebastiano dalPiombo.

—¿Pero entonces, si le he entendido bien, se trata de un aparato diferencial?

—Justamente. Lo que no se puede pretender, como es natural, es que todos los usuarios tengan gustos evolucionados y diferenciados. No todos los hombres tienen un ideal femenino bien definido. Por eso, en esta fase inicial de la puesta a punto y del lanzamiento comercial, la natca ha basado su orientación sobre tres modelos. Un modelo blank, que viene graduado gratuitamente sobre una muestra sugerida por el cliente, y dos modelos de graduación estándar, respectivamente, correspondientes a belleza masculina y femenina. A título experimental, y para todo el año en curso, el modelo femenino, llamado Paris, se conformará sobre las facciones de Elizabeth Taylor, y el modelo masculino (por ahora poco solicitado), sobre las de Raf Vallone. Por cierto, que esta mañana he recibido una carta reservada de Fort Kiddiwanee, Oklahoma. Me comunican en ella que hasta ahora no se ha encontrado un nombre satisfactorio para este modelo, y que se ha convocado un concurso entre nosotros, los funcionarios de más edad. El premio, naturalmente, es un calómetro, a escoger entre los tres tipos. A usted, que es una persona culta, ¿no le gustaría probar fortuna? A mí me encantaría que concurriese con mi nombre.

No pretendo que Semíramis sea un nombre muy original, y ni siquiera demasiado pertinente. Pero se conoce que los otros concursantes tenían una fantasía y una cultura aún más precarias que las mías. Gané el concurso, o mejor dicho se lo hice ganar a Simpson, y este recibió y me cedió un calómetro blank, que hizo mis delicias durante un mes.

Probé el invento tal como me había sido enviado, pero resultó infructuoso. Marcaba 100 sobre cualquier objeto que le fuera ofrecido. Lo devolví a la filial y pedí que me lo graduaran sobre una buena reproducción en color del Retrato de la señora Lunia Czechowska. Me lo devolvieron con una prontitud digna de encomio, y lo probé en diferentes condiciones.

Expresar un juicio definitivo puede ser algo prematuro y arrogante. Sin embargo, creo poder afirmar que el calómetro es un aparato sensible e ingenioso. Si lo que persigue es reproducir el juicio humano, tal finalidad está alcanzada con creces. Pero reproduce el juicio de un observador de gustos extremadamente limitados y restringidos, o sea, de un maniático. Mi aparato, por ejemplo, concede una puntuación muy baja a todos los rostros femeninos redondeados y aprueba los alargados. Hasta tal punto que le ha concedido una nota K 32 a nuestra lechera, que es considerada como una guapetona de barrio, a pesar de su gordura, y ha valorado con un K 28, tal como suena, a la Gioconda, cuya reproducción he sometido a su juicio. Pero, en cambio, se muestra extraordinariamente parcial con relación a los cuellos largos y finos.

Su calidad más sorprendente (mejor dicho, la única, si bien se mira, que lo distingue de un banal sistema de fotómetros) es su indiferencia hacia la postura del sujeto y la distancia a que se encuentra. Le he pedido a mi mujer, que ha resultado ser una buena K 75, con ribetes de K 79, cuando está reposada, serena y bajo buenas condiciones de luz, que se preste a dejarse medir en posturas distintas, de frente, de perfil —tanto por el derecho como por el izquierdo—, tumbada, con sombrero y sin sombrero, con los ojos abiertos o cerrados, y siempre se han obtenido lecturas cuya oscilación no pasaba de 5 unidades K.

Las indicaciones solamente se alteran decididamente cuando el rostro forma un ángulo de más de 90°; si el sujeto está completamente vuelto, es decir, si ofrece la nuca al aparato, entonces se obtienen notas muy bajas.

Tengo que advertir que mi mujer tiene un rostro ovalado y largo, el cuello grácil y la nariz ligeramente respingona. Según mi opinión, merecería una puntuación algo más alta, si no fuera por el pelo, que ella lo tiene negro, mientras que el de la modelo de graduación es un rubio oscuro.

Si se enfoca el Paris sobre rostros masculinos se obtienen resultados generalmente inferiores a K 20, y por debajo de K 10 si el sujeto en cuestión tiene bigote o barba. Es curioso que el calómetro no dé casi nunca notas rigurosamente malas. Reconoce un rostro humano, cosa que también les pasa a los niños, incluso en sus imitaciones más groseras o casuales. Me he entretenido haciendo resbalar lentamente el objetivo sobre una superficie irregularmente abigarrada, sobre una pared empapelada, para ser más exactos. Cada alteración de la manecilla correspondía a una zona en la que era posible reconocer una vaga apariencia antropomórfica. He obtenido una puntuación cero solo cuando se trataba de trozos realmente asimétricos e informes y también, claro, de fondo uniforme.

Mi mujer no puede aguantar el calómetro, pero, como es habitual en ella, no quiere o no sabe explicarme las razones. Cada vez que me ve con el aparato en la mano, o me lo oye mencionar, se vuelve de hielo y sus humores se desencadenan. Es una cosa injusta por su parte, porque, como ya he dicho, no ha sacado mala nota: K 79 es una nota excelente. Al principio creí que habría transferido al calómetro su rechazo general hacia los aparatos que Simpson me vende o me presta a prueba y hacia el mismo Simpson en persona. Pero su silencio y su malestar se me hacían tan agobiantes que la otra tarde provoqué deliberadamente su indignación poniéndome a juguetear durante una hora larga con el calómetro dando vueltas por la casa. Y mira por donde, tengo que reconocer que sus opiniones, aunque formuladas bajo los efectos de la excitación, son fundadas y razonables.

En resumen, lo que a mi mujer le escandaliza es la exagerada docilidad del aparato. Dice que más que un medidor de belleza es un medidor de conformidad y por lo tanto un instrumento refinadamente conformista. He tratado de salir en defensa del calómetro (al que, según mi mujer, sería más propio llamar «homeómetro»), haciéndole ver que cualquiera que emita un juicio es un conformista, ya que se dé cuenta o no está refiriéndose siempre a su modelo. Le he recordado el tempestuoso preludio de los impresionistas, el odio de la opinión pública hacia los innovadores individuales en cualquier campo, odio que se transforma en apacible amor en cuanto los innovadores dejan de serlo. He procurado, en fin, demostrarle que la instauración de una moda o de un estilo, el «acostumbrarse» colectivo a una nueva forma de expresión guarda una exacta analogía con el sistema de graduación del calómetro. He insistido sobre lo que considero el fenómeno más alarmante de la civilización actual, o sea que hoy en día hasta el hombre de la calle pueda ser manipulado mediante los métodos más increíbles. Se le puede convencer de que son bonitos los muebles suecos o las flores de plástico y nada más que ellos; las personas rubias, altas y de ojos azules y solo esas; que solamente es bueno determinado dentífrico, solamente experto determinado cirujano, solamente depositario de la verdad determinado partido político. Le he asegurado que, en resumen, es poco deportivo desdeñar una máquina simplemente porque reproduce un procedimiento mental humano. Pero mi mujer es un caso perdido de educación crociana. Ha contestado: «Puede ser», pero no me parece que la haya convencido.

Por otra parte, también yo en estos últimos tiempos he perdido, por diversos motivos, gran parte de mi entusiasmo. Me he vuelto a encontrar a Simpson en la cena del Rotary. Estaba de un humor excelente, y me ha anunciado una de sus «grandes victorias».

—Ya puedo deponer todas mis reservas sobre la campaña de ventas. No me creerá usted, pero en todo nuestro muestrario no contamos con una máquina de más fácil salida que esta. Mañana mismo mando el informe mensual a Fort Kiddiwanee. ¡Si no me ascienden, ya lo verá, le va a faltar poco! Yo siempre lo he dicho: las dos cualidades fundamentales del vendedor son: el conocimiento del ser humano y la fantasía.

Se puso confidencial y bajó la voz:

—… ¡las centrales de alterne! A nadie se le había ocurrido una idea así, ni siquiera en América. Está siendo como un auténtico censo. ¡Nunca creí que hubiera tantas chicas de esas! Las que llevan el negocio han captado enseguida las ventajas comerciales de llevar un fichero moderno, respaldado por indicaciones calométricas objetivas: Magda, veintidós años, K 87; Wilma, veintiséis años, K 87…, ¿se da usted cuenta?

Luego he llegado también a una conclusión, aunque, bueno, la verdad es que el mérito no es del todo mío. Me ha venido sugerido por las circunstancias. Le he vendido una Paris a su amigo Gilberto, ¿y sabe lo que ha hecho? Lo primero desmontarla, en cuanto la recibió, y luego borrarle la regulación que tenía y volverla a regular sobre su propia persona.

—¿Y con eso qué?

—¿Pero es que no lo coge usted? Es una idea que se puede dejar caer como sugerencia, de modo que a la mayor parte de los clientes les parezca que se les ha ocurrido a ellos. En las próximas fiestas pienso hacer circular una hojita publicitaria cuyo borrador ya tengo preparado. Es más, si fuera usted tan amable de echarle un vistazo… No estoy muy seguro de mi italiano, ¿sabe? Y una vez que quede lanzada la moda, ¿quién no le va a regalar a su mujer o a su marido un calómetro regulado sobre una fotografía de ella, o de él? Mire, creo que muy poca gente será capaz de resistirse al halago de un K 100. Acuérdese, si no, de la madrastra de Blancanieves. A todo el mundo le gusta que lo ensalcen y le den la razón, aunque el que lo haga sea un espejo o un simple circuito impreso.

No conocía este aspecto cínico del carácter de Simpson. Nos hemos despedido fríamente, y mucho me temo que nuestra amistad haya quedado seriamente dañada.