La araña, De Hanns Heinz Ewers

Cuando el estudiante de medicina Richard Bracquemont decidió ocupar la habitación número 7 del pequeño Hotel Stevens, Rue Alfred Stevens, 6, en esa estancia se habían colgado tres personas del crucero de la ventana en tres viernes consecutivos. La primera fue un viajante de comercio suizo. Se encontró su cadáver el sábado por la noche; el médico constató que la muerte tuvo que haberse producido entre las cinco y las seis de la tarde del viernes. El cuerpo colgaba de un fuerte gancho clavado en el crucero de la ventana, que servía para colgar ropa. La ventana estaba cerrada, el muerto había empleado como soga el cordón de la cortina. Como la ventana estaba muy baja, las rodillas casi rozaban el suelo; el suicida, por lo tanto, tuvo que emplear una gran energía para lograr sus intenciones. Además, se averiguó que estaba casado y era padre de cuatro niños, que se encontraba en una posición desahogada y que casi siempre tenía un ánimo alegre. No se encontró ningún escrito que se refiriera al suicidio y aún menos un testamento; tampoco había comunicado nada a ningún amigo o conocido que hiciese sospechar ese desenlace.

El segundo caso no fue muy diferente. El artista Karl Krause, transformista contratado en el circo Medrano, ocupó la habitación número 7 dos días después. Cuando al viernes siguiente no apareció en la representación, el director envió a un asistente al hotel; dicho asistente encontró al artista en la habitación, que no estaba cerrada, colgado del crucero de la ventana, y además en las mismas circunstancias. Este suicidio no pareció menos enigmático; el apreciado artista ganaba un salario elevado y, a sus veinticinco años de edad, gozaba plenamente de la vida. Aquí tampoco se encontró ningún documento escrito, ni ninguna alusión al hecho. La única familia del finado era una madre anciana a la que su hijo enviaba puntualmente, el primero de cada mes, trescientos marcos para su sustento.

Para la señora Dubonnet, la propietaria de ese pequeño y económico hotel, cuya clientela solía constar casi exclusivamente de personas empleadas en los teatros de variedades de Montmartre, esa segunda muerte tan extraña, en la misma habitación, tuvo consecuencias desagradables. Algunos de sus huéspedes se habían mudado ya, otros clientes regulares dejaron de ir. Así que se dirigió al comisario del distrito IX, al que conocía personalmente, y que le prometió hacer todo lo posible por ella. Por lo tanto, el comisario no sólo impulsó con especial vigor la investigación de los motivos de los suicidios de los dos huéspedes, sino que además puso a su disposición a un agente que ocupó la enigmática habitación.

Era el agente de policía Charles-Maria Chaumié, que se había presentado voluntario. Este sargento, un veterano «Marsouin» o infante de marina, con once años de servicio, había pasado más de una noche solitaria en Tonkín y en Annam, había recibido más de una visita inesperada de piratas fluviales a los que había saludado con un disparo de su fusil, de modo que parecía indicado para enfrentarse a los «fantasmas» de los que se hablaba en la Rue Alfred Stevens. Ocupó la habitación ese mismo domingo por la noche y se acostó satisfecho, después de haber saboreado la generosa oferta culinaria de la digna señora Dubonnet.

Chaumié se presentaba brevemente, por la mañana y por la tarde, en la comisaría de policía para dar su informe. En los primeros días ese informe se limitó a declarar que no había advertido lo más mínimo. Pero el miércoles por la tarde pareció haber encontrado una pista. Instigado a que dijera más, pidió poder callárselo provisionalmente; no tenía ni idea de si lo que creía haber descubierto realmente estaba en relación con la muerte de las otras dos personas. Y temía mucho equivocarse y que después se rieran de él. El jueves mostró un aspecto algo más inseguro y también más serio; pero tampoco tenía nada que decir. El viernes por la mañana estaba considerablemente agitado; dijo, medio en broma medio en serio, que esa ventana ejercía, en cualquier caso, una extraña fuerza de atracción. No obstante, insistió en que eso no tenía relación alguna con los suicidios y que se reirían de él si decía más. La tarde de ese día ya no apareció en la comisaría; lo encontraron colgado del gancho del crucero de la ventana.

Aquí los indicios también coincidían hasta el más pequeño detalle con los dos casos anteriores; las rodillas casi rozaban el suelo; como soga había servido el cordón de la cortina. La ventana estaba cerrada; la puerta, abierta. La muerte se había producido a las seis de la tarde; la boca del muerto estaba completamente abierta y la lengua colgaba de ella.

Esta tercera muerte en la habitación número 7 tuvo como consecuencia que en ese mismo día todos los huéspedes abandonaran el Hotel Stevens, con excepción de un profesor de instituto alemán que ocupaba la habitación número 16, pero que aprovechó la oportunidad para rebajar un tercio el precio de alquiler de su habitación. Fue un pobre consuelo para la señora Dubonnet cuando unos días después se presentó la famosa cantante de Ópera bufa Mary Garden y le compró el cordón rojo de la cortina por unos doscientos francos. Por una parte, porque traía suerte; por otra, porque había salido en los periódicos.

Si estos acontecimientos se hubiesen producido en verano, en julio o en agosto, la señora Dubonnet habría logrado el triple por el cordón; no cabe duda de que los periódicos habrían llenado semanalmente sus columnas con ese caso. Pero así, en la estación más ajetreada, con elecciones, caos en los Balcanes, el crac de la Bolsa neoyorquina, la visita de la pareja real inglesa, realmente no se sabía de dónde sacar espacio para informar sobre ello. La consecuencia fue que del caso de la Rue Alfred Stevens se habló menos de lo que merecía y, además, que los informes publicados fueron breves, reproduciendo casi exactamente el informe policial, y sin caer en las habituales exageraciones.

Estos informes eran lo único que conocía del asunto el estudiante de medicina Richard Bracquemont. Había otro dato insignificante que tampoco conocía; parecía tan pequeño que ni el comisario ni ningún otro de los testigos oculares se lo habían mencionado a los periodistas. Sólo después, tras la aventura del estudiante, lo volvieron a recordar. Cuando descolgaron del crucero de la ventana el cadáver del sargento Charles-Maria Chaumié, de la boca abierta del muerto salió una gran araña negra. El criado la retiró con un dedo al mismo tiempo que exclamó: «¡Demonios, otra vez el mismo bicho!» En el transcurso de la investigación, la que se refería a Bracquemont, el mismo criado declaró que cuando se descolgó al viajante de comercio suizo, había visto correr por su hombro a una araña muy similar. Pero Richard de Bracquemont no sabía nada de esto. Ocupó la habitación dos semanas después del último suicidio, en un domingo. Sus experiencias allí las dejó consignadas en un diario.

EL DIARIO DE RICHARD BRACQUEMONT ESTUDIANTE DE MEDICINA

Lunes, 28 de febrero.

Ayer por la noche entré en mi nuevo alojamiento. Deshice mis dos maletas y me acomodé, a continuación me metí en la cama. Y Dormí muy bien; eran las nueve cuando me despertó una llamada en la puerta. Era la dueña que me traía ella misma el desayuno. Se preocupa mucho por mí, se nota por los huevos, el jamón y el excelente café que me trajo. Me lavé y me vestí, luego contemplé cómo el criado hacía la habitación. Mientras, me dediqué a fumar mi pipa.

Así que ya estoy aquí. Sé muy bien que es un asunto peligroso, pero también sé que si logro llegar al fondo de lo acontecido haré mi fortuna. Y si una vez, París bien valió una misa —por tan poco no se gana hoy— puedo arriesgar algo mi vida en una gran oportunidad que quiero aprovechar.

Por lo demás, también hay otros que se creen tan listos como para llegar al fondo del asunto. Al menos veintisiete personas se han esforzado, en parte con la policía, en parte con la dueña del hotel, por obtener la habitación, e incluso entre ellas había varias damas. Así que he tenido muchos competidores; es probable que también fueran pobres diablos como yo.

Pero he sido yo quien ha conseguido «el puesto». ¿Por qué? ¡Ah, es probable que sea el único que pueda ayudar con una idea a la astuta policía! Una buena idea. Naturalmente, era un truco.

Estos informes también tienen como destinataria a la policía. Y me divierte decir a esos señores, nada más comenzar, que les he mentido. Si el comisario es una persona razonable, dirá: «¡Hum, precisamente por eso parece adecuado el Bracquemont!» Por lo demás, me resultaba indiferente lo que dijera luego; ahora estoy sentado aquí. Y me parece un buen signo haber comenzado mi actividad enjabonando a conciencia a esos señores.

Primero visité a la señora Dubonnet, quien me envió a la comisaría de policía. Durante toda una semana pasé allí mi tiempo, siempre me decían que estaban tomando en consideración mi solicitud y que volviera al día siguiente. La mayoría de mis competidores ya hacía tiempo que habían perdido sus esperanzas, y además tenían algo mejor que hacer que esperar durante horas en el maloliente puesto de guardia; al comisario ya se le notaba fastidiado por mi tenacidad. Por fin me dijo sin rodeos que no tenía sentido que volviera. Me estaba agradecido a mí y a los demás por la buena voluntad, pero que no tenía ningún empleo para «aficionados chapuceros». A no ser que hubiera elaborado algún plan…

Le dije entonces que tenía un plan. Por supuesto que no tenía nada y no podría haberle revelado ni una sola idea. Pero le dije que sólo podía transmitirle mi plan, que era bueno, pero muy peligroso, y que podía acabar como le ocurrió al agente de policía, si estaba dispuesto, por su palabra de honor, a ejecutarlo él mismo. Me dio las gracias y dijo que no tenía tiempo para esas cosas. Pero percibí que mis velas se henchían de viento cuando me preguntó si al menos le podía dar alguna indicación.

Y se la di. Le conté un tremendo disparate, del cual yo mismo un segundo antes no tenía la más mínima idea; no sé cómo se me ocurrió de repente ese extraño pensamiento. Le dije que entre todas las horas de la semana hay una que ejercía una influencia enigmática. Esa era la hora en que Cristo había desaparecido de su sepultura para descender a los infiernos; la sexta hora vespertina del último día de la semana judía. Y le recordé que esa había sido la hora, el viernes entre las cinco y las seis, en que se habían producido los tres suicidios. En ese momento no podía decirle más, pero le remití al Apocalipsis de San Juan.

El comisario puso una cara como si entendiera algo del asunto, me lo agradeció y me dio una cita para esa misma noche. Entré puntualmente en su despacho; ante él, en la mesa, estaba el Nuevo Testamento. En las horas que habían transcurrido me había dedicado a los mismos estudios que él; había leído el Apocalipsis y… no había entendido ni una sola palabra. Tal vez el comisario fuera más inteligente que yo, en cualquier caso me dijo con gran cortesía que, pese a mis vagas indicaciones, creía entender mi argumentación. Y que estaba dispuesto a cumplir mis deseos y a apoyarlos en todo lo posible.

He de reconocer que realmente me ha sido de mucha ayuda. Convenció a la dueña del hotel de que mi estancia en la habitación fuera gratuita. Me dio un revólver excelente y un silbato de policía; la patrulla de agentes tiene la orden de pasar con frecuencia por la Rue Alfred Stevens y de subir a la menor señal que les haga. Pero lo principal es que ha mandado instalar un teléfono en la habitación con el que estoy en directa comunicación con la comisaría. Y como esta se encuentra apenas a cuatro minutos, puedo recibir ayuda rápida en cualquier momento. Con todo esto no sé de qué debería tener miedo.

Martes, 1 de marzo.

No ha ocurrido nada ni ayer ni hoy. La señora Dubonnet ha traído un cordón de cortina nuevo de otra habitación, ya que tiene habitaciones vacías de sobra. Aprovecha cualquier oportunidad para venir a verme; cada vez trae algo consigo. Le he pedido que me cuente una vez más todos los detalles de los sucesos, pero no he averiguado nada nuevo. Ahora bien, en lo referente a los motivos de las muertes, tiene su propia teoría. En lo que concierne al artista, cree que se trató de un amor desgraciado; el último año había venido a visitarle con frecuencia una joven dama pero que esta vez no se había dejado ver. Desconocía qué pudo ocasionar la muerte del viajante de comercio suizo, pero tampoco se puede saber todo; en cuanto al sargento, pues bien, el sargento se había suicidado sólo por ganas de fastidiarla.

He de decir que estas explicaciones de la señora Dubonnet son algo insuficientes. Pero la he dejado que parlotee con toda tranquilidad, al menos así me saca de mi aburrimiento.

Jueves, 3 de marzo.

Aún nada. El comisario llama un par de veces al día y yo le digo que me va muy bien; pero al parecer mi respuesta no le satisface del todo. He sacado mis libros de medicina y estudio; así mi prisión voluntaria tiene una finalidad.

Viernes, 4 de marzo, a las dos de la tarde.

He comido de manera excelente al mediodía; la dueña me ha traído incluso media botella de champán; parecía la última comida de un reo condenado a muerte. Ya me considera como dos tercios muerto. Antes de irse me ha rogado llorando que me fuera con ella; temía que también iba a ahorcarme «por ganas de fastidiarla».

He observado minuciosamente el nuevo cordón de cortina. ¿Con eso iba a colgarme en breve? Hum, la verdad es que siento pocas ganas de hacerlo. Por lo demás, el cordón es duro y áspero y corre con dificultad, se tiene que tener una voluntad de acero para seguir el ejemplo de los demás. Ahora estoy sentado a mi mesa, a la izquierda está el auricular, a la derecha el revólver. No tengo miedo, pero soy curioso por naturaleza.

6 de la tarde.

Casi he llegado a escribir que no ha ocurrido nada, ¡por desgracia! La hora siniestra llegó y se fue, y fue como todas las demás. Pero no puedo negar que alguna vez sentí cierto impulso de acercarme a la ventana, ¡aunque por otros motivos! El comisario llamó al menos diez veces entre las 5 y las 6, estaba tan impaciente como yo. La señora Dubonnet, en cambio, está satisfecha: alguien ha vivido una semana entera en la habitación número siete y ha sobrevivido, ¡fabuloso!

Lunes, 7 de marzo.

Ahora estoy convencido de que no descubriré nada y me inclino a pensar que los suicidios de mis predecesores se debieron a una rara casualidad. Le he pedido al comisario que ordene nuevas pesquisas en los tres casos, estoy persuadido de que al final se encontrarán los motivos. En lo que a mí concierne, permaneceré en esta habitación todo el tiempo que pueda. Difícilmente conquistaré París desde aquí, pero vivo gratis y me dejo cebar. Además, trabajo con ahínco y me siento animado. Y, por último, he encontrado otro motivo que me retiene.

Miércoles, 9 de marzo.

Así que he avanzado un paso más. Clarimonde, ¡ah!, aún no he contado nada de Clarimonde. Pues bien, es… mi tercer motivo para quedarme, y también el motivo por el cual, en aquella «funesta» hora, me habría encantado acercarme a la ventana, pero desde luego no para colgarme de ella. Clarimonde… ¿por qué la llamo así? No tengo ni idea de cómo se llama, pero es como si sintiera la necesidad de llamarla Clarimonde. Y apostaría a que realmente se llama así, si alguna vez le pregunto su nombre.

Vi a Clarimonde el primer día. Vive al otro lado de esta calle estrecha, y su ventana está situada justo enfrente de la mía. Allí se sienta detrás de las cortinas. Por lo demás, he de hacer constar que ella me observó antes que yo a ella, y que mostró visible compasión por mí, no en vano toda la calle sabe que vivo aquí y por qué, de ello ya se ha ocupado la señora Dubonnet.

No soy nada enamoradizo, y mis relaciones con las mujeres siempre han sido exiguas. Cuando se va de Verdun a París para estudiar medicina, y apenas se dispone de dinero para comer bien un día de cada tres, entonces se tiene otras cosas en qué pensar antes que en el amor. Así pues, no tengo muchas experiencias, y es posible que haya comenzado este asunto de manera algo tonta. En cualquier caso, me gusta tal y como es.

Al principio ni siquiera pensé establecer una relación con mi extraña vecina. Sólo pensé que, ya que estaba allí para observar, y con mi mejor voluntad no podía averiguar nada, podía dedicarme a observar a mi vecina. A fin de cuentas, uno no puede estar sentado todo el día delante de los libros. Así que he constatado que Clarimonde, al parecer, vive sola en ese pequeño piso. Tiene tres ventanas, pero sólo se sienta ante la ventana que está situada frente a la mía; se sienta allí e hila en una rueca antigua. Una vez vi una rueca como ésa en casa de mi abuela, pero ella nunca la había utilizado, sólo la había heredado de alguna tía; no sabía que aún había gente que la empleara. Por lo demás, la rueca de Clarimonde es muy pequeña y delicada, blanca y aparentemente de marfil; tienen que ser hilos harto delgados y frágiles los que hila. Se sienta durante todo el día detrás de la cortina y trabaja sin parar, sólo lo deja cuando oscurece. Cierto es que oscurece muy pronto en estos días nebulosos y en una calle tan estrecha, a las cinco de la tarde ya estamos en plena penumbra, pero nunca he visto que encendiera una luz en la habitación.

Me es difícil percibir su aspecto. Lleva el pelo negro ondulado y es muy pálida. La nariz es delgada y pequeña. Sus labios también son pálidos y tengo la sensación de que sus dientes están afilados como los de un depredador. Sus párpados proyectan una profunda sombra, pero cuando los abre, sus ojos, grandes y oscuros, refulgen.

Pero en realidad todo esto lo intuyo y no lo sé. Es difícil reconocer algo detrás de la cortina.

Aún una cosa más: lleva siempre un vestido negro cerrado con unos toques lila en la parte superior. Y siempre lleva puestos unos guantes negros, es posible que para no estropearse las manos con el trabajo. Da una sensación muy extraña ver cómo los dedos delgados y negros tiran y sacan los hilos de una manera aparentemente caótica, casi como el pataleo de un insecto.

¿Y qué se puede decir de nuestra relación? En realidad, es muy superficial y, no obstante, me parece como si fuera más íntima. Comenzó con ella mirando hacia mi ventana… y yo a la suya. Ella me observaba… y yo a ella. Y he debido de gustarle puesto que un día, cuando la volvía a contemplar, ella sonrió, y yo, naturalmente, también. Así trascurrieron un par de días y cada vez nos sonreíamos con más frecuencia. Después, me proponía, casi cada hora, saludarla, pero no sé qué me lo impedía.

Por fin la he saludado, hoy por la tarde. Y Clarimonde me ha devuelto el saludo. Muy en voz baja, ciertamente, pero he visto cómo inclinaba la cabeza.

Jueves, 10 de marzo.

Ayer estuve bastante tiempo sentado frente a los libros. Sin embargo, no puedo decir que haya estudiado mucho; he construido castillos en el aire y soñado con Clarimonde. Mi sueño fue inquieto y me he despertado tarde.

Cuando me acerqué a la ventana, Clarimonde ya estaba sentada en su sitio. La saludé y ella volvió a inclinar la cabeza. Me sonrió y me contempló un largo rato.

Quería trabajar, pero no encontraba la tranquilidad necesaria. Me senté ante la ventana y la miré fijamente. Vi entonces cómo ponía las manos en su regazo. Tiré del cordón de la blanca cortina y ella hizo lo mismo casi al mismo tiempo. Los dos sonreímos y nos miramos.

Creo que permanecimos así una hora. A continuación, siguió hilando.

Sábado, 12 de marzo.

Estos días han pasado inadvertidos. Como y bebo, me siento a la mesa. Enciendo entonces mi pipa y me inclino sobre un libro. Pero no leo ni una sílaba. Lo intento una y otra vez, aunque sé de antemano que no lo lograré. Me acerco a la ventana. Saludo, Clarimonde me lo agradece. Sonreímos y nos miramos fijamente durante horas.

Ayer por la tarde, a eso de las seis, estuve algo intranquilo. Oscureció muy pronto y sentí cierta angustia. Me senté a mi escritorio y esperé. Sentí un impulso casi invencible de acercarme a la ventana, no para colgarme, sino para ver a Clarimonde. Me levanté y me situé detrás de la cortina. Me pareció que nunca la había visto con tanta claridad, aunque ya había oscurecido considerablemente. Ella hilaba, pero sus ojos miraban hacia mí. Sentí un extraño bienestar y una leve angustia.

Sonó el teléfono. Me enojé con el necio del comisario por interrumpir mis ensoñaciones con sus preguntas estúpidas.

Esta mañana me ha visitado, junto con la señora Dubonnet. Ella está satisfecha con mi actividad, le basta con saber que vivo desde hace dos semanas en la habitación número 7. Pero el comisario quiere, además, algún éxito. Le he manifestado insinuaciones misteriosas de que estoy tras la pista de un asunto sumamente extraño; el muy burro se lo ha creído todo. En cualquier caso, puedo seguir aquí semanas, y ése es mi único deseo. No precisamente a causa de la cocina de la señora Dubonnet y de su bodega, ¡Señor, que pronto se vuelve uno indiferente hacia esas cosas cuando está con el estómago lleno!, sino sólo por su ventana, que ella odia y teme y que yo tanto amo, esta ventana que me muestra a Clarimonde.

Cuando enciendo la lámpara, dejo de ver a Clarimonde. He mirado ansiosamente para comprobar si sale, pero no ha puesto nunca un pie en la calle. Tengo un sillón grande y cómodo y una pantalla verde sobre la lámpara, cuyo resplandor me envuelve con calidez. El comisario me ha traído un paquete de tabaco grande, nunca he fumado uno tan bueno… y pese a todo no puedo trabajar. Leo dos, tres páginas y, cuando he terminado, sé que no he comprendido ni una sola palabra. Sólo el ojo capta las letras, mi cerebro, en cambio, rechaza todo concepto. ¡Qué extraño! Como si de el colgara un letrero: prohibida la entrada. Como si no permitiera la entrada de ningún otro pensamiento que el de… Clarimonde.

Termino por apartar los libros, me reclino en mi sillón y sueño.

Domingo, 13 de marzo.

Esta mañana he presenciado un pequeño espectáculo. Iba de un lado a otro en el pasillo, mientras el criado hacía mi habitación. Ante la ventana del patio cuelga una tela de araña, en cuyo centro se encuentra una gorda araña crucera. La señora Dubonnet no quiere que la quiten: las arañas traen suerte y ya tenía suficiente mala suerte en su casa. Vi entonces cómo otra araña, mucho más pequeña, corría con precaución alrededor de la tela, una araña macho. Se aproximó, precavida, al frágil hilo del centro, pero en cuanto la hembra se movía, se retiraba rápidamente, corría hacia el otro extremo e intentaba aproximarse de nuevo. Por fin la fuerte hembra en el centro pareció atender a sus requerimientos y ya no se movió. El macho tiró primero sutilmente, luego con más fuerza, de un hilo, de modo que tembló la tela entera; pero su adorada permaneció tranquila. Se aproximó entonces con rapidez, pero con una infinita precaución. La hembra lo recibió inmóvil, con abnegación, y consintió su abrazo; inmóviles pendieron las dos arañas, durante minutos, en el centro de la tela.

Vi, a continuación, cómo el macho se desprendía lentamente, una pata tras otra; era como si quisiera retirarse silenciosamente y dejar sola a su compañera en el sueño de amor. De repente, se desprendió del todo y corrió, tan rápido como pudo, para salirse de la tela. Pero en ese mismo instante, de la hembra se apoderó una vitalidad salvaje y lo persiguió rauda. El débil macho se descolgaba por un hilo y la amante imitaba su truco. Las dos arañas cayeron en el alféizar de la ventana; el macho intentó escapar con todas sus fuerzas. Demasiado tarde, la hembra ya lo había atrapado con presión férrea y se lo llevó de nuevo a la tela, al centro, donde habían estado anteriormente. Y ese mismo sitio, que había servido de lecho nupcial, fue testigo de una imagen muy distinta. En vano se agitaba el amante, estirando una y otra vez sus débiles patitas, e intentaba liberarse de ese brutal abrazo: la amante ya no volvió a dejarle en libertad. En pocos minutos lo había sujetado de tal modo que no podía mover ni una sola de sus extremidades. A continuación, clavó sus afiladas tenazas en su cuerpo y succionó a grandes tragos la joven sangre de su amante. Aún vi cómo ella se desprendía por fin del irreconocible y miserable colgajo, compuesto de patas, piel e hilos, y lo arrojaba con desprecio de la tela.

Así es, pues, el amor, entre estos animalillos. Bueno, me alegro de no ser una araña macho.

Lunes, 14 de marzo.

Ya no echo ni un solo vistazo a mis libros. Sólo paso el tiempo en la ventana. Y cuando oscurece, también sigo sentado. Ella ya no está, pero yo cierro los ojos y sigo viéndola.

Hum, este diario ha resultado algo diferente a lo que había pensado. Habla de la señora Dubonnet y del comisario, de arañas y de Clarimonde. Pero ni una sola sílaba de los descubrimientos que quería hacer. ¿Es culpa mía?

Martes, 15 de marzo.

Hemos encontrado un extraño juego, Clarimonde y yo; lo jugamos durante todo el día. La saludo y ella me devuelve al instante el saludo. Tamborileo yo entonces con los dedos en el cristal, ella apenas lo ve y ya comienza a imitarme. Le hago una seña, ella me la devuelve; muevo los labios, como si le hablara, y ella hace lo mismo. Acto seguido, me acaricio el pelo hacia atrás desde las sienes y ya está su mano en la frente. Un juego verdaderamente infantil, y los dos nos reímos con él. Es decir, ella no ríe, es una sonrisa silenciosa, devota, así creo que es también mi sonrisa.

Por lo demás, no es tan tonto como parece. No es una pura imitación, pienso que en ese caso nos aburriríamos pronto; en ese juego tiene que desempeñar algún papel la transmisión de pensamientos, pues Clarimonde sigue mis movimientos en una fracción de segundo, apenas tiene tiempo de verlos y ya los está ejecutando; a veces me parece como si ocurriera simultáneamente. Esto es lo que me atrae, hacer siempre algo nuevo, impredecible: es asombroso cómo hace lo mismo al mismo tiempo. A veces intento engañarla. Hago rápidamente una gran cantidad de movimientos diferentes, luego los mismos una y otra vez. Al final repito por cuarta vez la misma secuencia, pero cambio el orden de los movimientos, o hago otro u omito uno. Como niños que juegan al «Vuela, vuela». Es muy extraño que Clarimonde no haga, ni siquiera una vez, un falso movimiento, por más que yo los cambie con tanta rapidez como para no darle tiempo a reconocer cada uno de ellos.

Así paso el día. Pero en ningún instante tengo la sensación de estar perdiendo el tiempo; al revés, es como si no hubiese hecho nunca nada más importante.

Miércoles, 16 de marzo.

¿No es extraño que nunca haya pensado seriamente en establecer mi relación con Clarimonde sobre un fundamento más racional que el de estos jueguecitos que duran horas? Ayer por la noche reflexioné sobre el asunto. Puedo simplemente tomar el sombrero y el abrigo, bajar las escaleras, dar cinco pasos en la calle, subir otra escalera. En la puerta hay un pequeño letrero donde se lee «Clarimonde». «¿Clarimonde?», ¿qué? No lo sé; pero Clarimonde está ahí. Llamo y entonces…

Hasta aquí puedo imaginármelo con gran precisión; cada movimiento que hago, por pequeño que sea, lo veo ante mí. Pero de lo que pueda seguir, no consigo imaginarme nada. La puerta se abre, eso aún lo veo. Permanezco en el umbral y miro en la oscuridad donde no puedo reconocer nada, absolutamente nada. Ella no viene…, no viene nada; no hay nada de nada, sólo esa oscuridad negra e impenetrable.

A veces siento como si no hubiera otra Clarimonde que la que veo allí en la ventana y que juega conmigo. No puedo imaginarme qué aspecto tendría esa mujer con sombrero o con otro vestido distinto al negro con los adornos lila; ni siquiera me la puedo imaginar sin sus guantes. Si la viera en la calle o en un restaurante, comiendo, bebiendo, charlando, no podría sino reírme, tan inconcebible me parece esa imagen.

De vez en cuando me pregunto si la amo. Y no puedo hallar respuesta a esta pregunta, porque no he amado nunca. Pero si el sentimiento que tengo hacia Clarimonde es realmente amor, es completamente diferente a lo que he visto en mis camaradas o a lo que he conocido en novelas.

Me resulta muy difícil analizar mis sentimientos. Sobre todo me resulta difícil pensar en algo que no se refiera a Clarimonde, o más bien a nuestro juego. Pues es innegable que es realmente este juego lo que me ocupa continuamente, y no otra cosa. Y esto es lo que me parece más incomprensible.

¡Clarimonde! Sí, me siento atraído por ella. Pero aquí se mezcla otro sentimiento, como si también tuviera miedo. ¿Miedo? No, tampoco es eso, es más bien un desasosiego, un ligero temor ante algo que no conozco. Y es precisamente este miedo el que tiene algo de extrañamente compulsivo o voluptuoso, que es lo que me mantiene apartado de ella y, no obstante, me atrae con tanta más fuerza. Me da la sensación como si corriera a su alrededor en un gran círculo, me aproximara un poco y volviera a retirarme, siguiera corriendo, avanzara en otro lugar para retroceder de nuevo rápidamente. Hasta que al final —y eso lo sé con toda certeza— tenga que ir a ella.

Clarimonde se sienta en la ventana e hila, hilos largos, delgados, infinitamente sutiles. De ellos forma un tejido, y no sé qué resultará. No puedo comprender cómo puede hacer esa tela sin romper y confundir una y otra vez esos hilos tan finos. En su primorosa labor hay modelos peregrinos, animales fabulosos y máscaras extravagantes.

Por lo demás, ¿qué estoy escribiendo aquí? Lo cierto es que no puedo ver nada de lo que hila, los hilos son demasiado finos. Y, no obstante, siento que su trabajo es precisamente como lo veo… cuando cierro los ojos. Igual. Una gran tela y muchas criaturas en ella, animales fabulosos y máscaras extravagantes.

Jueves, 17 de marzo.

Me siento extrañamente excitado. Ya no hablo con ningún ser humano; ni siquiera les deseo buenos días a la señora Dubonnet y al criado. Apenas dedico tiempo a la comida; tan sólo quiero sentarme en la ventana para jugar con ella. Es un juego emocionante, realmente lo es.

Y tengo la sensación de que mañana tiene que ocurrir algo.

Viernes, 18 de marzo.

Sí, hoy tiene que ocurrir algo «Me digo —y me hablo en voz alta para poder oír mi voz— que por esa razón estoy aquí. Pero lo malo es que tengo miedo. Y este miedo, de que pueda ocurrirme algo similar a lo que les ocurrió a mis predecesores en esta habitación, se mezcla extrañamente con el otro miedo: el que tengo a Clarimonde. Apenas los puedo distinguir.

Siento pavor, quisiera gritar.

6 de la tarde.

Deprisa un par de palabras, con el abrigo puesto y el sombrero en la mano.

A las cinco había llegado al final de mis fuerzas. ¡Oh, ya sé ahora que hay algo extraño en esa sexta hora del penúltimo día de la semana, ya no me río del bulo que le conté al comisario! Estaba sentado en mi sillón, me aferraba a el con violencia. Pero me atrajo, me arrastró hasta la ventana. Tuve que jugar con Clarimonde, y luego, de nuevo, ese miedo espantoso ante la ventana. Los veía colgar allí, al viajante de comercio suizo, alto, con un cuello grueso y su barba gris de dos días. Y al artista delgado, y al sargento bajo y corpulento. Veía a los tres, a uno tras otro y luego a los tres juntos, colgados del mismo gancho, con las bocas abiertas y las lenguas colgando. Y después me vi a mí, entre ellos.

¡Oh, este miedo! Sentía que lo tenía tanto del crucero de la ventana y del espantoso gancho, como de Clarimonde. Que me perdone, pero es así; en mi ignominioso temor ella se mezclaba en la imagen de los tres que allí colgaban, con las piernas rozando el suelo.

Es cierto que en ningún momento sentí en mí el deseo, el anhelo de ahorcarme; tampoco temía que pudiera hacerlo. No, sólo tenía miedo de la misma ventana, y de Clarimonde, de algo espantoso, incierto, que ahora podría producirse. Tenía el deseo apasionado, indomable de levantarme e ir a la ventana. Y tenía que hacerlo.

En ese momento sonó el teléfono. Tomé el auricular y antes de que pudiera oír una sola palabra, yo mismo grité en él: «¡Vengan, vengan enseguida!»

Fue como si el grito de mi voz estridente ahuyentara de inmediato a todas las sombras, que desaparecieron por los últimos resquicios del suelo. Me tranquilicé al instante. Me limpié el sudor de la frente y bebí un vaso de agua, después reflexioné lo que iba a decirle al comisario cuando viniera. Por último, me acerqué a la ventana, saludé y sonreí.

Y Clarimonde saludó y sonrió.

Cinco minutos más tarde, el comisario estaba en la habitación. Le conté que por fin llegaba al fondo del asunto; que por hoy no me hiciera preguntas, pero que en breve le daría información sobre mis extraños descubrimientos. Lo más raro de ello era que, cuando le mentí, estaba plenamente convencido de que decía la verdad. Y ahora casi lo siento así, lo siento… aun en contra de mi mejor saber y entender.

Él advirtió mi estado de ánimo un tanto peculiar, en especial cuando me disculpé por mi grito angustioso en el auricular y se lo intenté explicar de la manera más natural, pero sin encontrar un motivo para ello. Me dijo con gran amabilidad que no parara en mientes con él, que siempre estaba a mi disposición, que ese era su deber. Prefería venir una docena de veces en vano que tardar demasiado cuando fuese urgente. A continuación, me invitó a salir con él esa noche, eso me distraería; no era bueno que estuviera siempre solo. He aceptado su invitación, aunque me costó un gran esfuerzo; no me gusta abandonar esta habitación.

Sábado, 19 de marzo.

Estuvimos en la Gaieté Rochechouart, en Cigale y en Lune Rousse. El comisario tenía razón; me ha sentado bien salir de aquí, respirar otro aire. Al principio tenía una sensación de lo más desagradable, como si estuviera cometiendo una injusticia, como si fuera un desertor que le da la espalda a su bandera. Pero al poco tiempo esa sensación se desvaneció; bebimos mucho, reímos y charlamos.

Cuando hoy por la mañana me acerqué a la ventana, creí advertir un reproche en la mirada de Clarimonde. Pero tal vez sólo sean imaginaciones mías. ¿De dónde va a saber que salí ayer por la noche? Por lo demás, sólo duró un instante, luego volvió a sonreír.

Hemos jugado durante todo el día.

Domingo, 20 de marzo.

Hoy puedo volver a escribir, hemos estado jugando durante todo el día.

Lunes, 21 de marzo.

Hemos jugado todo el día.

Martes, 22 de marzo.

Sí, y hoy también lo hemos hecho. Nada, nada más. A veces me pregunto para qué en realidad, por qué. O qué quiero en realidad, adónde va a llevar todo esto. Pero nunca me doy una respuesta. Pues es seguro que no deseo otra cosa que precisamente eso. Y lo que pueda venir, sea lo que sea, es lo que anhelo.

En estos días hemos hablado, aunque sin decir ni una sola palabra en voz alta. A veces hemos movido los labios, con más frecuencia sólo nos hemos mirado. Pero nos hemos entendido muy bien.

Había tenido razón. Clarimonde me reprochó la salida del último viernes. Después le pedí perdón y le dije que comprendía que había sido un gesto tonto y feo de mi parte. Me ha perdonado, y yo le he prometido que no me apartaré más de esta ventana. Y nos hemos besado, hemos presionado los labios largo tiempo contra el cristal.

Miércoles, 23 de marzo.

Ahora sé que la amo. Tiene que ser así, estoy penetrado por ella hasta la última fibra de mi ser. Puede ser que el amor de otras personas sea diferente. ¿Pero hay una cabeza, una oreja, una mano que sea igual entre miles de millones? Todas son diferentes, así que no hay un amor que sea igual a otro. Mi amor es peculiar, eso lo sé muy bien. ¿Pero es por eso menos bello? Casi soy feliz con este amor.

¡Si no estuviera también el miedo! A veces ese miedo se duerme y lo olvido, pero sólo por unos minutos, después vuelve a crecer y no me deja un instante. Me parece un ratoncillo miserable que lucha contra una serpiente larga y bella y que quiere escapar de sus férreos abrazos. Espera tú, estúpido miedecillo, pronto te devorará este amor enorme.

Jueves, 24 de marzo.

He hecho un descubrimiento, no soy yo el que juega con Clarimonde, es ella la que juega conmigo.

Ayer por la noche pensé, como siempre, en nuestro juego. Anote cinco secuencias nuevas complicadas con las que quería sorprenderla por la mañana. Cada movimiento llevaba un número. Me ejercité para poder realizar cada secuencia lo más deprisa posible, hacia delante y hacia atrás. Luego las cifras pares y luego sólo las impares, a continuación todos los primeros y últimos movimientos de las cinco secuencias. Fue muy trabajoso, pero me entretuvo mucho, y me aproximó más a Clarimonde, aun cuando no la viera. Me ejercité durante horas y al final lo dominé por completo.

Así pues, esta mañana me presenté ante la ventana. Nos saludamos; a continuación, comenzó el juego. A un lado y a otro, era increíble la rapidez con que me entendía, cómo casi en el mismo instante hacía lo que yo le proponía.

En ese momento llamaron a la puerta; era el criado, que me traía las botas. Me las dio, y cuando regresaba a la ventana, mi mirada recayó en el papel en el que había anotado las secuencias. Y vi que no había realizado ni uno solo de todos esos movimientos.

Me tambaleé, me agarré al brazo del sillón y me dejé caer. No podía creerlo, leí la hoja una y otra vez. Pero era así, acababa de ejecutar varias secuencias de movimientos y ninguna de ellas era mía.

Y volví a tener la sensación: una puerta se abre de par en par, su puerta. Y yo estoy ante ella y miro fijamente hacia el interior: nada, absolutamente nada, sólo esa vacía oscuridad. Entonces lo supe: si salgo ahora, estoy salvado; y sentí que podía irme ahora. Pero no me fui. Se debió a que tenía la confusa sensación de que yo tenía el secreto, bien aferrado entre mis manos. París, ¡vas a conquistar París!

Por un instante París fue más importante que Clarimonde.

¡Ay, ahora apenas pienso en ello! Ahora sólo siento mi amor, y en él ese miedo callado y voluptuoso.

Pero en ese instante me dio fuerzas. Leí una vez más mi primera secuencia de movimientos y memoricé cada uno de ellos. Regresé entonces a la ventana. Presté atención exacta a lo que hacía: no había ningún movimiento entre ellos de los que yo quería ejecutar.

Acto seguido, me propuse llevar el dedo índice a la nariz, pero besé el cristal; quería tamborilear con los dedos en la ventana, y acaricié mi pelo con la mano. Así que tuve la certeza: no era Clarimonde la que me imitaba, sino que era yo el que repetía lo que ella me proponía. Y lo hacía con tal rapidez, de manera tan fulminante, al segundo, que, aún hoy, a veces me imagino que esa manifestación volitiva había partido de mí.

Así pues, yo, que tan orgulloso estaba de influir en sus pensamientos, yo soy el que se ve influido del todo. Sólo que esa influencia es tan sutil, tan leve que no hay nada que sea más agradable.

He realizado otros intentos. Me guardo las dos manos en los bolsillos, me propongo no moverlas y la miro fijamente. Vi cómo levantaba su mano, cómo sonreía y me amenazaba ligeramente con el dedo índice. No me moví. Noté cómo mi mano derecha quería salirse del bolsillo, pero agarré el fondo con fuerza. Luego, lentamente, tras unos minutos los dedos se relajaron y la mano salió del bolsillo y el brazo se elevó. Y yo la amenacé con el dedo y sonreí. Era como si no fuera yo mismo el que lo hiciera, sino una persona extraña a la que yo estaba observando. No, no fue así: Fui yo el que lo hizo… y una persona extraña me observaba. Precisamente la persona extraña que era tan fuerte y que quería hacer el gran, gran descubrimiento. Pero ese no era yo, a mí… ¿qué me importa este descubrimiento? Estoy aquí para hacer lo que ella quiere, Clarimonde, a la que amo con deliciosa angustia.

Viernes, 25 de marzo.

He cortado el cable del teléfono. No tengo ganas de que el estúpido comisario me esté molestando continuamente, sobre todo cuando llega la hora misteriosa.

¡Señor!, ¿por qué escribo esto? No hay una sola palabra de verdad en todo ello. Es como si alguien guiara mi pluma.

Pero yo quiero… quiero escribir lo que está sucediendo. Me cuesta un gran esfuerzo, pero lo quiero hacer. Sólo… lo que quiero.

He cortado el cable del teléfono, eh… porque me vi obligado. ¡Por fin, aquí lo tenemos, porque me vi obligado!

Esta mañana estábamos en la ventana y jugábamos. Desde ayer nuestro juego es diferente. Ella hace un movimiento y yo me resisto todo lo que puedo, hasta que por fin he de ceder y hago lo que ella quiere, privado de toda voluntad. No puedo describir el placer que supone ese ser vencido, ese abandono a su voluntad.

Jugamos, y después, de repente, ella se levantó y se retiró. Estaba tan oscuro que ya no podía verla; parecía invisible en la oscuridad. Pero regresó pronto llevando con las dos manos un teléfono, igual que el mío. Lo dejó sonriendo en el alféizar de la ventana y con un cuchillo cortó el hilo y lo volvió a dejar en la mesa.

Así ocurrió.

Estoy sentado a la mesa; he bebido té, el criado acaba de llevarse el servicio. Le he preguntado la hora, mi reloj no va bien. Son las cinco y cuarto, las cinco y cuarto…

Sé que si ahora levanto la mirada, Clarimonde hará algo que yo también tendré que hacer.

Pero levanto la mirada. Allí está y sonríe. ¡Si tan sólo pudiera apartar la mirada! Ahora se va a la cortina, toma en sus manos el cordón… un cordón rojo, igual que el de mi ventana. Hace un lazo, cuelga el cordón del gancho del crucero de la ventana.

Se sienta y sonríe.

No, a lo que siento ya no se le puede llamar miedo. Es un horror espantoso y opresivo que, sin embargo, no quisiera cambiar por nada del mundo. Es una coacción de índole inaudita y, no obstante, de una voluptuosidad extrañísima en su ineluctable crueldad.

Podría ir a la ventana y hacer lo que ella quiere. Pero espero, lucho, me defiendo. Siento cómo la atracción se intensifica a cada minuto que pasa.

Vuelvo a estar sentado aquí. He ido rápidamente y he hecho lo que ella quería: tomé el cordón, hice el lazo y lo colgué del gancho.

Y ahora no quiero levantar la mirada, sólo quiero mantener mis ojos fijos en el papel. Sé lo que ella hará si la vuelvo a mirar… ahora en la hora sexta del penúltimo día de la semana. Si la miro tendré que hacer lo que ella quiere y entonces…

No quiero mirarla.

Ahora me río, en voz alta. No, no río, algo ríe en mí. Sé por qué: por este «no quiero…»

No quiero y, sin embargo, sé con total certeza que tengo que hacerlo. Tengo que mirarla, tengo que hacerlo y luego… el resto.

Espero sólo para alargar aún más este tormento, sí, eso es: este sufrimiento sofocante, esta suma voluptuosidad. Escribo lo más deprisa que puedo para poder permanecer aquí sentado más tiempo, para alargar estos segundos de dolor que incrementan el placer de mi amor hasta el infinito.

Más, más tiempo.

¡De nuevo el miedo, otra vez! Sé que la voy a mirar, me levantaré y me ahorcaré; pero no es eso lo que temo, ¡oh, no!, lo que temo es que es una sensación deliciosa y bella.

Pero hay algo diferente aquí, que viene después. No sé qué será, pero viene, estoy seguro de que viene. Pues la dicha de mi tormento es tan grande que siento, siento que algo espantoso ha de seguirla.

Tan sólo no pensar…

Escribir algo, lo que sea. No reflexionar, escribir con rapidez.

Mi nombre, Richard Bracquemont, Richard Bracquemont. ¡Oh, no puedo seguir! Richard Bracquemont, Richard Bracquemont, ahora, ahora, tengo que mirarla, tengo que… no, tengo que aguantar más… Richard Bracquemont…

El comisario del distrito IX, al no recibir respuesta a sus insistentes llamadas telefónicas, entró a las seis y cinco minutos en el Hotel Stevens. En la habitación número 7 encontró el cadáver del estudiante Richard Bracquemont colgado del gancho del crucero de la ventana, en la misma posición que sus tres predecesores.

Sólo el rostro tenía una expresión diferente; estaba desfigurado por un miedo espantoso; los ojos, muy abiertos, se salían de sus órbitas. Los labios estaban estirados, los dientes apretados con fuerza.

Y entre ellos colgaban los restos de una araña negra enorme aplastada, con extraños tonos violeta.

En la mesa estaba el diario del estudiante. El comisario lo leyó y se dirigió rápidamente a la casa de enfrente. Allí constató que el segundo piso estaba vacío desde hacía meses, sin nadie que lo habitara.