El señor de las muñecas, De Joyce Carol Oates
—Pero que no se te caiga.
Así de solemne habló mi prima Amy. Y así de solemne me ofreció su adorada muñeca.
Era un bebé con ropa de bebé, una camisetita estampada con patitos rosas y, en los piececitos de bebé, patuquitos rosas. Y un pañal, blanco, con un imperdible plateado.
Un bebé de juguete suave, carnoso, con plácida cara de bebé, dedos de bebé maleables, carnosos bracitos y piernecitas de bebé que podían manipularse hasta cierto punto. El pelo de bebé era fino y rubio y rizado y los ojos de bebé eran esferas azul grisáceo que se abrían y cerraban cuando movías el muñeco hacia atrás o hacia delante. Ver un bebé de cerca produce un hormigueo de miedo porque te parece que puede hacerse daño y eso me pasó con Emily, aunque no era más que una muñeca…
Mi prima Amy tenía tres años, once meses más pequeña que yo. Eso es lo que nos decían. En nuestra familia los cumpleaños son acontecimientos importantes, decían nuestros padres.
Amy era la hija de la hermana pequeña de mi madre, que era mi tía Jill. Así que, me explicó mi madre, Amy era mi prima.
A veces me daba un poco de envidia. Amy sabía hablar mejor que yo y a los adultos les gustaba hablar con ella y maravillarse de su «destreza con las palabras», lo que me hacía sentir mal, porque de mi destreza no se maravillaba nadie.
Amy era una niña menuda, más bajita que yo. En conjunto más pequeña que yo.
Era extraño —a las amigas de nuestras madres les parecía una «monería»— ver a una niña tan menuda como Amy aferrada a un bebé de juguete. Cuidaba de la muñeca Emily con los mismos aspavientos con que la madre de Amy cuidaba de ella.
Incluso simulaba «dar las tomas» a Emily con un biberón diminuto lleno de leche. Y «cambiarle el pañal» a Emily.
Entre las piernas carnosas de bebé, Emily era lisa. Era imposible que Emily manchara el pañal.
Yo ni siquiera recordaba manchar el pañal. Sigo sin recordarlo. Me inclino a pensar que, de bebé, no necesitaba pañal, pero eso es probablemente erróneo, e irracional. Porque yo fui un bebé (varón) del todo normal, estoy seguro. Si ocurría algún «accidente», sobre todo de noche, en mi pijamita, como lo llamaba mi madre, no lo recuerdo.
Tampoco recuerdo «las tomas». Creo que las mías eran con biberón.
Todo esto fue hace mucho tiempo. Es normal que no me acuerde.
Puedes cogerla. Pero que no se te caiga. Esas fueron las palabras de Amy que sí recuerdo. Eran un eco de esas palabras que a menudo oyes a las madres adultas.
Cuando falleció Amy, para mi familia fue una sorpresa terrible. Primero dijeron que «iba al médico a hacerse unas pruebas». Luego dijeron que Amy estaría «unos días en el hospital». Después, que «no volvería del hospital».
Durante todo ese tiempo no me llevaron al hospital a ver a Amy. Me dijeron que mi prima volvería a casa pronto: «Entonces la verás, cariño. Muy pronto».
Y «Ahora mismo tu prima está muy cansada. Necesita dormir, y descansar y ponerse fuerte otra vez».
Más tarde me enteré de que lo que tenía mi prima era una enfermedad rara de la sangre. Un tipo de leucemia de progresión muy rápida en niños.
Cuando dijeron que Amy no volvería a casa no dije nada. No hice preguntas. No lloré. Expresión pétrea, oí a mi tía decir a mi madre. Me pregunté si tener expresión pétrea sería algo bueno o malo. Porque la gente te dejaba en paz.
Si llorabas, intentaban consolarte. Pero si tenías expresión pétrea te dejaban en paz.
Más o menos por entonces fue cuando robé la muñeca Emily del cuarto de Amy. Íbamos mucho a casa de mi tía y un día, mientras mi madre y ella lloraban juntas, fui a la habitación de Amy y cogí a Emily de la cama de mi prima, donde estaba con otras muñecas menos interesantes y peluches, como si alguien los hubiera dejado tirados a todos allí sin molestarse siquiera en hacer bien la cama.
Entonces no pensé que mis padres supieran que me había metido a Emily debajo de la chaqueta y que me la había llevado a casa. Pero más tarde me daría cuenta de que probablemente sí lo sabían, lo mismo que mi tía, y no me dijeron nada; no me castigaron.
Durante mucho tiempo no se habló de otra cosa que no fuera Amy. Si entrabas en una habitación y los adultos estaban hablando en voz baja, se callaban enseguida. Rostros adultos radiantes se volvían a mirarte: «¡Hola, Robbie!».
Yo era demasiado joven para pensar en si una enfermedad tan rara de la sangre podía ser «genética», es decir, que una generación la llevara en la sangre y la pasara a la siguiente.
Ya más mayor, leería sobre leucemia en internet. Pero seguiría sin saber.
Cuando estaba solo con Emily, llorábamos porque echábamos de menos a Amy. Yo no lloraba porque Amy estuviera muerta, solo lloraba porque no estaba.
Pero tenía su bebé de juguete. Me acurrucaba con Emily en la cama y eso me hacía sentir mejor. Un poquito.
Cuando cumplí cinco años Emily desapareció de mi habitación.
¡Qué sorpresa me llevé! Miré debajo de la cama, en el armario, en cada uno de los cajones de mi escritorio y luego volví a mirar en todos esos sitios, así como debajo de las mantas a los pies de la cama, pero Emily no estaba.
Corrí a buscar a mi madre, llorando. Le pregunté dónde estaba Emily, porque lo de la muñeca de mi prima ya no era ningún secreto. Mi madre me dijo que a mi padre «no le parecía buena idea» que jugara con muñecas a mi edad. Las muñecas son para niñas, dijo mi madre, no para niños. «Papá ha pensado que era mejor quitártela antes de que te “encariñaras demasiado”».
Mi madre hablaba con culpabilidad y había dulzura en su voz, pero nada de lo que dije la hizo cambiar de opinión, dio igual que llorara, lo enfadado que me pusiera, que le pegara y le diera patadas diciendo que la odiaba. No cambió de opinión porque mi padre se lo había prohibido. «Ha dicho que ya te había “consentido” bastante. Y dice que la culpa es mía».
En sustitución de Emily, que era tan dulce y plácida y olía a gomaespuma, mi padre le había dado instrucciones a mi madre de que me comprara un «juguete de acción» —uno de los modelos nuevos y caros—, un robot-soldado marine que venía armado y se movía hacia delante impulsado por una pila.
No se lo perdonaría a ninguno de los dos, decidí. Pero, en particular, nunca se lo perdonaría a él.
La primera de las muñecas encontradas fue Mariska.
—Cógela. Pero que no se te caiga.
Mi Amigo habló en voz baja, apremiante. Mirando a su alrededor para comprobar que no nos veía nadie. Yo había ido y vuelto andado al colegio muchas veces en lugar de coger el autobús, donde iban chicos mayores que me insultaban. La casa de mi familia estaba al final de Prospect Hill, sobre la ciudad, con vistas al río, que a menudo estaba ceñido de bruma. La escuela secundaria estaba a un kilómetro y medio, por una ruta que me había aprendido de memoria. A menudo cogía atajos por callejones y jardines traseros por los que me desplazaba con la velocidad furtiva de una criatura salvaje. La calle era Catamount y había un sendero estrecho que discurría paralelo detrás de ella y con cercas de madera de dos metros que empezaban a pudrirse, cubos de basura y pilas de detritos.
Mi Amigo decía: No mires nunca a los ojos. Así ellos tampoco te ven a ti.
Nadie me vio nunca. Porque me movía deprisa y con sigilo. Y si me veían de lejos no veían más que a un chico, un chico joven con la cara borrosa.
Mi Amigo era muy alto. Más alto que mi padre. Yo nunca había mirado directamente a mi Amigo (que me lo tenía prohibido), pero intuía que sus facciones eran marcadas y astutas como las de un zorro, y que su manera de moverse era ágil como la de un zorro así que yo tenía que medio correr para seguirle el ritmo a mi Amigo, que tendía a la impaciencia.
—¡Cógela! No hay nadie mirando.
Mariska era una preciosa muñeca de porcelana muy distinta de Emily. Mariska tenía piel de porcelana color crema y dos manchas de colorete en las mejillas. Vestía el dirndl típico de una campesina de Europa del Este: blusa blanca, falda de vuelo y delantal, medias de algodón blancas y botas. Llevaba el pelo rubio recogido en dos trenzas y tenía una boca como un capullo de rosa y ojos azules con espesas pestañas rubias. Se hacía raro tocar la piel de Mariska, una piel de porcelana dura y rígida excepto en las partes donde estaba resquebrajada y rota.
Tenía los brazos extendidos en un gesto de sorpresa por el hecho de que una niña rubia con un vestido tan bonito, trenzas y ojos azules hubiera sido dejada caer desde la barandilla de un porche al suelo embarrado y tuviera el pelo sucio, la falda sucia y desgarrada y las medias blancas mugrientas. Y las piernas formaban un ángulo raro la una respecto a la otra, como si la izquierda se le hubiera retorcido a la altura de la cadera.
Caminaba con mi Amigo por el sendero detrás de la calle Catamount y entre los tablones podridos de una cerca cuando vimos a Mariska. Mi Amigo me apretó la mano tan fuerte que me dolieron los huesos.
—Es nuestro premio. La que hemos estado esperando. ¡Corre! ¡Cógela! No nos verá nadie.
Era una tarde oscura y tormentosa. Yo temblaba de miedo o de emoción. Porque mi Amigo había aparecido sin avisar y había echado a andar a mi lado. A menudo pasaba días sin verlo. Entonces aparecía. Pero me estaba prohibido mirarle a la cara.
No estoy seguro de cuándo llegó mi Amigo a mi vida. Mariska llegó a mi vida cuando estaba en octavo curso, así que fue antes de eso.
La casa de Mariska era una de esas casas revocadas de hormigón que había colina abajo. En ella no vivía una única familia, sino varias, porque era de alquiler, como decía mi madre.
Era gente que vivía colina abajo, como decía mi madre. No colina arriba, como nosotros.
Sin embargo, había niños jugando allí. Jugaban y gritaban allí, al pie de Prospect Hill, que era muy distinto de la cima de Prospect Hill, donde mi familia llevaba décadas viviendo.
Debido a lo empinado de la ladera, unos escalones de madera bajaban del tosco porche en la parte trasera de la casa de Mariska hasta el pavimento desigual, a tres o cuatro metros. Pero nadie iba mucho por allí, el suelo estaba cubierto de detritos, incluso de restos de comida.
Mariska se había caído de la barandilla del porche, donde alguien la había dejado de cualquier manera. Pensé que eso era lo que habría pasado.
A no ser que a Mariska la hubiera tirado desde el porche alguien que se había cansado de sus mejillas de arrebol, boca de capullo de rosa, traje de campesina de vivos colores.
Mi Amigo dijo con avidez: Es nuestro premio. Ya no nos la puede quitar nadie.
Mi Amigo dijo: Dentro de la cazadora. Camina deprisa ¡No corras! Ve por el camino trasero.
Mariska pesaba más de lo que parecía. Una muñeca de porcelana es una muñeca que pesa.
Mariska tenía los brazos y las piernas extendidos de forma rara. Conseguí domarlos a la fuerza.
No podía esconder a Mariska en mi habitación, donde la habrían encontrado mi madre o nuestra ama de llaves. No podía esconderla en ninguna parte de la casa, aunque era una casa grande de tres pisos con muchas de las habitaciones cerradas. Así que la llevé a la «cochera», que se usaba de garaje para los coches de mis padres y de almacén, y donde pensé que la preciosa muñeca de porcelana estaría segura, envuelta en varias telas de cáñamo en uno de los boxes para caballos en la penumbra llena de telarañas.
La historia me había sido relatada con orgullo: el abuelo de mi padre había sido alcalde de una capital de provincia a diez kilómetros al sur que ahora era una ciudad con problemas raciales y alta tasa de delincuencia. Cuando el abuelo de mi padre dejó de ser alcalde se trasladó con su familia a Prospect Hill, este barrio residencial de habitantes en su mayoría blancos junto al río Delaware. Por entonces había caballos en las cocheras, en cuatro boxes al fondo y aún se olían los animales, un ligero tufo a abono seco, a sudor de caballo. Sabía que allí Mariska estaría a salvo. La iría a visitar cuando quisiera. Y Mariska estaría siempre, siempre allí, donde la había dejado, envuelta en lienzo por su seguridad.
Cuando mi Amigo no venía a verme me sentía muy solo, pero de haber habido caballos en el establo, como en tiempos de mi tatarabuelo, no me habría sentido tan solo.
Mis padres me habían advertido que no «jugara» en las cocheras. El tejado tenía muchas goteras y parte estaba podrido. Había una segunda planta hundida en el centro como si los tablones se hubieran reblandecido. Solo se usaba la parte delantera para los vehículos de mi padre y el resto estaba lleno de cosas abandonadas: muebles, neumáticos, un triciclo viejo mío, un cochecito de bebé, cajas de cartón. Eran todo cosas inservibles, pero no se tiraba ninguna.
Las avispas hacían sus avisperos bajo los aleros. Si no se las molestaba, el zumbido era pacífico.
Nadie me lo había contado exactamente, pero yo lo sabía. La familia de mi padre había sido acomodada hasta principios de la década de 1960; luego el negocio familiar había decaído. Mi padre hablaba con amargura de la competencia de ultramar.
Aun así, la casa de Prospect Hill era una de esas casas viejas y grandes que los demás envidiaban. Había inversiones inmobiliarias que continuaban rentando y mi padre trabajaba de contable para un negocio próspero del que hablaba con cierto orgullo. Mi padre no era un hombre distinguido ni fuera de lo común en ningún sentido excepto porque vivía en una de las casas viejas y grandes de Prospect Hill que había heredado de su padre. Yo pensaba que mi padre me habría querido más de haberle ido mejor en la vida.
—¡Qué cosa más terrible! Y ahora nos pasa aquí.
La cosa terrible no era un atraco ni un robo ni un incendio provocado ni una masacre sino una niña pequeña que había desaparecido en nuestra pequeña ciudad de provincias y no en la capital, a diez kilómetros al sur. Todos los periódicos y la televisión y la radio daban la noticia. Cuánta emoción, era como dejar caer una cerilla encendida en un montón de paja seca; no sabías lo que podía brotar de un gesto tan pequeño.
En el colegio convocaron una asamblea y la directora y un agente uniformado hicieron declaraciones. La niñita desaparecida estaba en cuarto curso y vivía en la calle Catamount y nos advirtieron de que no debíamos hablar con desconocidos y si alguno nos abordaba debíamos echar a correr lo más rápido que pudiéramos y avisar a nuestros padres o profesores o a la señora Rickett, que era la directora.
Al mismo tiempo, se sospechaba que la niña desaparecida había sido secuestrada por su propio padre, que vivía en New Brunswick. El padre fue arrestado e interrogado, pero afirmó no saber nada de su hija.
Durante días hubo noticias de la niña desaparecida. Luego las noticias sobre la niña desaparecida perdieron intensidad. Después cesaron.
Una vez una niña desaparece, ya no vuelve. Aquella era una verdad que aprendimos en la escuela secundaria.
Mariska estaba a salvo en su escondite, en el box más alejado del viejo establo en la parte trasera de la cochera detrás de nuestra casa donde nadie la buscaría.
No fue culpa mía que mi prima Amy se fuera y me dejara. Te pasas la vida ansiando volver a lo que ha sido. Ansías volver a aquellos que has perdido. Haces cosas terribles con tal de volver, cosas que nadie más entiende.
La segunda muñeca encontrada no fue hasta noveno curso.
Annie era una muñeca de cara bonita con piel que parecía de verdad al tocarla, aunque parte del tinte había empezado a borrarse y se veía la goma gris debajo que era temblorosa y fea.
Annie era una muñeca pequeña, menos grande y pesada que Mariska. Llevaba un vestido de vaquera con falda de ante, cinturón de hebilla brillante, camisa con un pequeño chaleco de ante y una corbatita negra, y en los pies, botas de vaquero. Estaba parcialmente rota, le habían dislocado uno de los brazos, que giraba con demasiada facilidad en la articulación del hombro, y en el pelo naranja rizado tenía calvas que dejaban ver el cráneo de goma.
Lo bonito de Annie eran sus plácidos ojos esféricos azul violáceo y las pecas en la cara que te daban ganas de sonreír. Sus ojos, igual que los de Emily, se cerraban cuando la tumbabas, y se abrían cuando la inclinabas hacia delante.
Mi Amigo era quien había visto a Annie primero, en el parque cerca de mi casa. Pasada la zona de juegos donde niños reían y gritaban columpiándose en los columpios, había un bosquecillo de mesas de pícnic y debajo de una en la que habían tallado y cavado iniciales la muñeca vaquera estaba en el suelo, de espaldas.
—¡Aquí! Corre.
Mi Amigo me empujó. La mano rígida de mi Amigo en la espalda.
¿Qué era aquello debajo de la mesa de pícnic? Me entró una gran emoción. Me agaché a mirar.
¡Una muñeca! ¡Una muñeca vaquera! Abandonada.
Habían tirado al suelo los restos del pícnic. Botellas de refresco, envoltorios de comida, colillas. Era muy cruel que hubieran abandonado allí a la muñeca vaquera de cara pecosa y pelo anaranjado.
Tenía los brazos abiertos. Las piernas formaban ángulos raros respecto al cuerpo y entre sí. Como había caído de espaldas tenía los ojos entrecerrados, pero se veía el brillo vidrioso debajo, de sorpresa y alarma.
—¡Ayúdame! No me dejes.
Oímos con claridad esta súplica de Annie mi Amigo y yo. Susurraba en un hilo de voz y los labios agrietados color escarlata apenas se movieron.
Puse a Annie a salvo bajo mi cazadora con capucha.
Mi Amigo me guio desde el parque por una ruta oscura.
Mi Amigo iba delante, para comprobar que el camino estaba despejado.
Había doscientos metros hasta la cochera y el box en penumbra del fondo.
De esta forma tan mágica llegó a casa la vaquera Annie, la segunda muñeca encontrada.
Para entonces rara vez se hablaba de la niñita de cuarto curso que había vivido en la calle Catamount. Porque se había ido y no volvería.
Y luego estaba esta otra niña que «había desaparecido» —de Prospect Heights Park— cuando su hermano y su hermana mayores, que se suponía tenían que vigilarla en los columpios se habían distraído con unos amigos. También se había ido y tampoco volvería.
De nuevo, hubo gran alarma en el colegio. A pesar de que la niña desaparecida era de tercero, de otro centro. A pesar de que para entonces nos habían hecho advertencias sobre desconocidos muchas veces. El agente uniformado que nos habló desde el escenario del auditorio nos aseguró que «encontrarían a quienquiera que se hubiera llevado a aquella niña», pero también aquellas palabras nos resultaban familiares, y al oírlas algunos sonreímos.
Aquella tarde en el parque había habido hombres solitarios, en los parques cerca de los columpios siempre hay hombres solitarios, y algunos tienen antecedentes penales, y la policía detuvo a algunos, y los interrogó. Pero nosotros sabíamos que la niñita nunca aparecería.
Los niños mayores ya no me insultaban en el autobús de ruta porque yo ya no era de los pequeños. Los ojos me ardían con un odio tal hacia aquellos chicos que habían aprendido a evitarme.
Aprendí que para ser respetado tenías que ser frío como el hielo y callado. O eso, o temerario. No podías mostrar debilidad. Si eras «simpático» terminabas siendo tierra bajo las botas de los fuertes igual que un escarabajo.
Pero ahora había llegado a mi vida la segunda de las muñecas encontradas. Me daba igual lo que pensaran de mí aquellos chicos, o nadie, excepto mi Amigo.
La segunda de las muñecas encontradas. Cuando yo tenía catorce años.
No enseguida, porque mi Amigo me aconsejó que no fuera temerario.
No enseguida, pero antes de dos años, llegó a mi vida la tercera de las muñecas encontradas.
Luego, al cabo de once meses, una cuarta muñeca encontrada.
No eran muñecas del lugar. Eran muñecas descubiertas a kilómetros de Prospect Hill, en otras localidades.
Porque ahora tenía carné de conducir. Me dejaban usar el coche de mi madre.
En el instituto era un estudiante callado, pero a mis profesores parecía gustarles y por lo general mis notas eran buenas. En casa era callado de una manera que enfurecía a mi padre porque me encontraba huraño, rebelde.
Tenía la costumbre de gruñir en vez de hablar, o de hablar entre dientes. Tenía la costumbre de no mirar a ningún adulto, incluidos mis padres, porque me resultaba más fácil. Mi Amigo no quería que lo mirara; mi Amigo comprendía el esfuerzo que requiere mirar así. A una muñeca puedes mirarla a los ojos sin temor a que te lea el alma de forma hostil para ti, pero no puedes cometer la imprudencia de mirar a nadie más así. Y esto enfurecía a mi padre, que le rehuyera la mirada: decía que era irrespetuoso.
Mi padre dijo: Le voy a mandar al ejército, en lugar de a la universidad. Allí lo enderezarán.
Mi madre suplicó: A Robbie tendría que verlo un terapeuta, ya te lo he dicho. Por favor, déjame llevarlo a un terapeuta.
Así que el día que cumplí dieciocho años tenía una cita con la doctora G., una psicoterapeuta especializada en adolescentes atormentados. Me senté en una silla frente a la doctora G. presa del miedo y de antipatía sin mirarla a los ojos, con la vista obstinadamente fija en el suelo a sus pies.
El despacho de la doctora G. estaba poco amueblado. La señora G. no se sentó detrás de una mesa sino en una silla de aspecto cómodo, de manera que le veía las piernas, que eran las piernas de una mujer robusta de mediana edad y pensé que prefería con mucho mi instituto, donde los profesores se sentaban detrás de mesas, de forma que les veías sobre todo la mitad superior del cuerpo, y no las piernas. De esa manera era fácil pensar en ellos como muñecotas desgarbadas con la mandíbula en continuo movimiento.
La doctora G. me pidió que me sentara frente a ella, a un metro y medio de distancia, y la silla también era cómoda, aunque no me sentía cómodo en ella y sabía que tenía que estar alerta.
—Robbie, habla conmigo, por favor. Me dice tu madre que sacas muy buenas notas (es evidente que no tienes problemas de comunicación en el instituto), pero que en casa…
Cuanto más amable se mostraba la mujer, menos me fiaba de ella. Cuanto más insistía en mirarme a la cara, menos inclinado me sentía a levantar la vista. Mi Amigo me había advertido: ¡No te fíes! No te fíes ni un momento o estarás acabado.
Fue entonces cuando reparé en una muñeca en una silla al fondo de la habitación. Tenía la cabeza demasiado grande para el cuerpo y la cara parecía resplandecer o centellear con una suerte de belleza arrogante. Y tenía las espesas pestañas fijas en mí.
Me habían dicho que entre los pacientes de la doctora G. había niños pequeños. Adolescentes, niños. Atormentados.
Aunque el despacho estaba poco amueblado, había varias muñecas de tamaños y formas distintos, cada una diferente e inusual, piezas de coleccionista: en estantes, en el antepecho de la ventana y en una mecedora de mimbre que era de tamaño infantil. Apenas oía la voz de la terapeuta, que era cálida de una manera amistosa y amable, tan poderoso era el influjo de las muñecas en mí.
—¿Te gusta mi muñeca de Dresde antigua? Es de 1841 y bastante bien conservada. Está hecha de madera con la cara pintada, los colores están casi intactos…
Era evidente que la doctora G. esperaba hacerme reaccionar con esta información, pero seguí callado, con el ceño fruncido. No pensaba sonreír como otros habían sonreído en mi lugar ni tampoco hacer una pregunta cortés pero estúpida. Siendo un niño, no podía esperarse de mí que me gustaran las muñecas.
Miré la muñeca, que me miraba con sus ojos esféricos que me recordaban a Emily; y en esos ojos vi un atisbo sutil de familiaridad.
Fue emocionante, la muñeca de Dresde parecía «conocerme». Debido a la presencia de la terapeuta, sin embargo, la muñeca de Dresde no me tenía el más mínimo miedo.
Era una muñeca preciosa, aunque estaba hecha de madera, y no se parecía a ninguna de mis muñecas encontradas. Al principio te parecía que tenía pelo negro ondulado, pero luego veías que en realidad era de madera pintada de marrón oscuro.
—Algunos de mis pacientes jóvenes prefieren hablar con una muñeca que conmigo —dijo la doctora G.—. Pero supongo que no es tu caso, Robbie.
Dije no con la cabeza. No era el caso de Robbie.
El despacho de la terapeuta estaba lleno de muñecas más pequeñas. En un estante y pintada en colores alegres había una muñeca rusa que yo sabía tenía una más pequeña dentro, y otra, más pequeña dentro de esa. (No me gustaban las muñecas rusas, me daban un poco de asco. Pensaba en cómo lleva una mujer un niño dentro de ella y en lo terrorífico que sería que ese niño llevara a otro niño dentro). Había muñecas de trapo dispuestas en un estante como marionetas. Había cajitas de música forradas de conchas y madreperla y también abanicos japoneses y animales tallados en madera.
Aunque la doctora G. tenía el despacho poco amueblado y los colores de los muebles y de la alfombra del suelo eran colores apagados, terrosos, que no podían despertar emoción ninguna y ella vestía ropa de tonos terrosos y sin forma que no despertaba emoción alguna, aquellas piezas de coleccionista sugerían otro lado, más complejo y secreto, de la doctora G.
—Dime por qué te resulta tan difícil hablar con tus padres, Robbie. Tu madre dice… —la doctora G. habló con su tono calmado e insistente.
Porque no hay nada que decir. Porque la vida real está en otra parte, donde nadie puede seguirme.
No me gustaban muchas personas. En especial no me gustaban los adultos que querían «ayudarme». Pero creo que me gustó la doctora G. Quería ayudar a la doctora G. a hacer un diagnóstico de lo que me pasaba para que mis padres se conformaran y me dejaran en paz. Sin embargo, no se me ocurría cómo ayudarla, puesto que no podía contarle mis secretos más íntimos.
Me moría de ganas de ver de cerca la muñeca de Dresde con la cara pintada. Me moría de ganas de llevarme a casa la muñeca de Dresde.
En total vería a la doctora G. unas doce veces en el curso de cinco o seis meses. No fui un buen paciente, creo. Nunca me «abrí» a la doctora G. como hacen las personas «atormentadas» con sus terapeutas en el cine y la televisión.
En ningún momento durante las visitas le conté nada que fuera importante a la doctora G. Pero me hipnotizaba la muñeca de Dresde, que no dejaba de mirarme con descaro durante los cincuenta minutos que duraba la sesión.
La muñeca de Dresde no me tenía miedo porque se sentía protegida por la doctora G., que jamás salía del despacho y jamás nos dejaba a solas.
No puedes tocarme… ¡A mí no! Soy suya.
No me has «encontrado». He estado siempre aquí. Y aquí seguiré cuando tú no estés.
Se me puso tal cara de anhelo, y de furia, que la doctora G. interrumpió lo que estuviera diciendo y exclamó:
—¡Robbie! ¿Qué piensas? ¿Te ha venido algo a la cabeza ahora mismo?
¿Que si me había venido algo a la cabeza? ¿Como una avispa enloquecida? ¿Como un avión de papel planeando? ¿Como un codazo en las costillas?
Seguí callado y dije no con la cabeza.
Bajé la vista y la fijé en un punto en la alfombra.
Tal y como me había aconsejado mi amigo. No mires a los ojos. Ya sabes lo que puede pasar.
Lo sabía. Había cometido una equivocación. Pero no fatal puesto que solo se había enterado la muñeca de Dresde.
Es una muñeca, pensé. Algo hecho de madera.
No podía ser una muñeca encontrada. Porque nunca podría tocarla.
Nunca podría llevármela a la cochera para que estuviera a salvo con sus hermanas, las otras muñecas.
—¿Estás preocupado por algo, Robbie? ¿Es algo de esta habitación?
Dije no con la cabeza.
—¿Estarías más cómodo si nos fuéramos a otra habitación?
Dije no con la cabeza.
Entonces en nuestra siguiente sesión (que fue la última vez que nos vimos) comprobé conmocionado que se habían llevado a la muñeca de Dresde de la mecedora blanca de mimbre. En su lugar había un almohadón bordado.
No dije nada, claro. Mi cara adoptó su expresión pétrea y no me traicionaría.
—¿Crees que así estarás más cómodo, Robbie?
La doctora G. hablaba con suavidad, quería sonsacarme. Entonces odié a aquella hembra fea y torpe que había intuido el influjo de la muñeca de Dresde en mí; solo ella, entre todas las personas del mundo, podía adivinar mi fascinación por las muñecas encontradas.
La odié y la temí; temí perder de pronto el control, empezar a gritarle, a exigirle ver de nuevo la muñeca de Dresde; o echarme a llorar, confesarle que había robado las muñecas encontradas, que estaban escondidas en las cocheras.
Es horrible la sensación de que puedes derrumbarte, balbucir una confesión de la que luego no te puedes desdecir. Así que no hablé. Se me cerró la garganta. La doctora G. hizo sus irritantes y falsamente amistosas preguntitas de siempre a las que yo no podía contestar y al cabo de algunos minutos de silencio incómodo por mi parte me dio una libreta y un bolígrafo y sugirió que, si no me sentía capaz de hablar con ella, pusiera mis pensamientos por escrito; acepté la libreta con sonrisa de chico tímido pero determinado. Escribí ADIÓS y se la devolví.
Mientras, ya me había puesto de pie. Me había ido.
Al terminar el instituto decidí «diferir» la universidad. Había sacado notas altas, sobre todo en física y cálculo y en el programa de la graduación al lado de mi nombre había un asterisco que indicaba summa cum laude, pero no había llegado a solicitar plaza en ninguna universidad. A mis profesores y al orientador del instituto esta decisión los dejó perplejos, pero mi madre la entendió, hasta cierto punto. Porque mi padre se había ido de Prospect Hill y cabe pensar que un hijo preocupado no dejaría a su madre sola en una casa tan grande en un momento así.
Pero yo sabía que no podía dejar a mis muñecas encontradas.
No podía arriesgarme a que las encontraran desconocidos. La posibilidad de que descubrieran mis muñecas encontradas era demasiado horrible para considerarla siquiera.
A menudo, cuando no podía dormir, cogía la linterna e iba a la cochera. A la luz de la luna la cochera parecía flotar como un buque fantasma en un mar oscuro y reinaba el silencio a excepción de los gritos de las aves nocturnas y, en verano, el escándalo de los insectos nocturnos zumbando y murmurando como pensamientos maliciosos.
Las muñecas encontradas descansaban en sus cunas hechas de aglomerado y paja. Estaban cerca las unas de las otras como hermanas, aunque cada muñeca era muy diferente de las demás y tenía razones para considerarse la más hermosa.
Mariska. Annie. Valerie. Evangeline. Barbie.
Barbie era de esa raza de mala reputación: las muñecas Barbie.
En este caso, Barbie novia. Porque aquella muñeca rubia angelical llevaba un vestido largo de seda blanca que brillaba y temblaba cuando la cogía y un velo de encaje en su cabeza perfecta. No tenía cuerpo de niña sino de una mujer madura en miniatura con pechos pronunciados ceñidos por el canesú del vestido de novia, una cintura ridículamente estrecha y caderas bien proporcionadas.
Mi Amigo había comentado Una de estas servirá. Vamos a darle una oportunidad a Barbie.
En realidad, Barbie era la que más problemas me había dado. Quién iba a pensar que una muñeca tan pequeña y que pesaba tan poco gritaría tan fuerte y que sus uñas, limadas y pulidas y muy afiladas pudieran infligir tanto daño a mis brazos desnudos.
Si no obedece la puedes descuartizar. Dile que se está jugando la vida.
Barbie estaba inmóvil en su cuna improvisada de aglomerado y paja como sumida en un trance de enorme sorpresa y odio extremo. Barbie nunca más miraría de reojo a su hermana la muñeca de al lado, la suave e invertebrada muñeca de trapo con una cara asombrosamente pálida y bonita y una pequeña tiara sobre los rizos rubio platino que centelleaba con pequeños diamantes de imitación.
Evangeline venía de Juniper Court, una urbanización de casas prefabricadas a las afueras de la ciudad. Evangeline se había venido conmigo casi sin protestar después de que mi Amigo lo sugiriera porque era una muñeca que carecía de un cuerpo sólido; tenía la cabeza de un material parecido al plástico, o una combinación de plástico y porcelana, pero el cuerpo era invertebrado, como de una marioneta hecha con un calcetín. No podía oponer demasiada resistencia y pareció caer a mis pies casi como en un entregado desvanecimiento, como haría una marioneta de calcetín cuya única vida posible la genera la mano traviesa de otro.
Nadie había buscado a Evangeline. Se creía que era una fugitiva, como otros niños de su familia y de Juniper Court.
Cuando dejé las muñecas las tapé pulcramente con una tela de cáñamo color caqui.
Aquella tela color caqui era el cobertor más limpio que encontré en la cochera.
Muchos muebles y otras cosas olvidadas y abandonadas de la cochera estaban cubiertos de trozos de cáñamo sucios y descoloridos, pero la tela que cubría a las muñecas encontradas estaba razonablemente limpia.
Les habría puesto edredones para que no pasaran frío, pero me preocupaba que alguien se diera cuenta, y sospechara.
Nadie iba nunca a aquella parte de la cochera. No durante años. Pero tenía el temor irracional de que alguien pudiera entrar y descubrir a mis muñecas encontradas.
Mi Amigo dijo Aquí están felices. En paz. En sus breves y trágicas vidas nunca las habían tratado tan bien.
Una noche, no mucho después de haber dejado de ir a ver a la doctora G., oí un ruido a la entrada de los establos, como una pisada y alumbré con mi linterna en esa dirección pensando horrorizado ¡Madre! Tendré que matarla…
Pero no había nadie y cuando volví a la casa estaba igual de oscura que antes.
Fue un alivio, creo. Porque no habría sido una tarea fácil ni grata reducir, silenciar y estrangular a madre, mucho más grande que cualquiera de las muñecas encontradas.
La mayoría de las noches madre dormía como un tronco. Creo que madre tomaba mucha medicación. A veces me quedaba en el umbral de su habitación y miraba su figura inmóvil de maniquí a la luz de la luna bajo las mantas de la gran cama con dosel y escuchaba su respiración acompasada que a veces se fundía en un suave ronquido que me resultaba reconfortante. Porque cuando madre estaba despierta, y en mi presencia, madre siempre estaba pendiente de mí, y mirándome; madre siempre estaba dirigiéndose a mí, o haciéndome una pregunta, y luego esperando a que contestara cuando yo no tenía contestación que darle.
Me limitaba a murmurar o gruñir respuestas y evitaba mirarla a la cara, pero madre nunca se desanimaba y seguía parloteando en mi presencia como si estuviera pensando en voz alta y al mismo tiempo dirigiéndose a mí.
Mi Amigo me puso una mano en el hombro en un gesto de comprensión. Era la primera vez que mi Amigo aparecía dentro de mi casa.
Sabes que sería mejor, Robbie, si se la hiciera callar. Pero eso no es tarea para pusilánimes.
(Qué raro era aquello: pusilánime no era una expresión que hubiera usado nunca mi Amigo. Pero sí una expresión que mi padre usaba a veces en tono burlón).
Hubo una sexta muñeca encontrada, que luego resultó ser una decepción. Pero eso no podía haberlo sabido yo antes.
Aun así, conservé a Trixie con las otras. Pero a veces no retiraba la tela de cáñamo de su cuna, porque su cara chata y avinagrada y sus ojos verdes esféricos y acusadores me resultaban desasosegantes; y su disfraz barato, una camiseta escotada con lentejuelas que dejaba ver el canalillo a juego con un tutú turquesa de aspecto vulgar, y sus zapatitos de punta y tacón eran francamente embarazosos.
¡Se acabó Trixie!
¡La taparé con la tela caqui… Voilà! Como dice mi Amigo.
Y la séptima muñeca encontrada… Bueno, el muñeco.
Su nombre era exótico, Bharata.
Tenía piel color caramelo de goma fina tan similar a la carne humana que te estremecías al acariciarle la cara con la punta de los dedos y sentías algo parecido a calor, como de capilares justo debajo de la superficie de la piel. Y no tenía ojos marrones vidrioso, sino de un cálido marrón chocolate.
Y pestañas tupidas. Tan bonitas como las de cualquier niña.
Bharata llevaba pantalones chinos, una camiseta azul cielo y deportivos azules en los piececitos sin calcetines. Tenía las piernas bien torneadas y simulaban una musculatura ligeramente fibrosa, más definidas que las piernas de sus hermanas las muñecas.
Tenía las palmas de las manos de un color más claro que el resto del cuerpo. Esto me fascinaba: ¿tenían las personas de color las palmas más claras que el resto del cuerpo como regla general? Yo no conocía a «personas de color», nadie de mi familia conocía a ninguna.
Mi Amigo dijo ¿Te das cuenta, Robbie? Hasta ahora tenías prejuicios en contra de los chicos, pero te vas a llevar una sorpresa.
Bharata era de tamaño grande, con una bonita cara de chico dulce y pelo rizado negrísimo; las pestañas negras le rozaban las mejillas, que daban la impresión de llevar un toque de rubor. Uno no sabía si la boca de Bharata era una boca de chico o de chica.
Bharata era el único muñeco que trataba de hablar con palabras de verdad y no con meros grititos suaves. La boca de Bharata se movía y yo me acercaba a él, para escuchar, pero no oía más que algo parecido a Dónde… dónde está… Tú quién eres… No quiero estar… No quiero estar aquí…
Las otras muñecas encontradas podrían haber dado alguna muestra de celos, de envidia, de mi muñeco encontrado de piel color caramelo. Pero disfrazaban muy bien sus emociones porque sabían cuál era su sitio y no querían ofenderme. A mí, que era el señor de las muñecas.
Fue mi Amigo quien me lo dijo, un día: Robbie, eres el señor de las muñecas. Nunca renuncies a tu autoridad.
Madre dijo:
—La verdad es que no tenemos elección. La casa es demasiado grande, la mayoría de las habitaciones están cerradas y sin caldear. Una casa de este tamaño está pensada para una familia grande y ahora solo estamos tú y yo.
Lo de solo tú y yo me dolió. Como si solo tú y yo fuera la admisión de una derrota vergonzosa y hubiera que murmurarlo en voz casi inaudible.
—Pero ¿qué quieres decir, madre? ¿Quieres… quieres vender la casa?
Un clamor se había disparado en mis oídos, como una alarma de incendios. Apenas oía la voz razonable de mi madre pidiéndome que llamara a una agencia inmobiliaria, que supervisara la venta de la casa.
—Es una decisión radical. Un paso decisivo en nuestras vidas, pero creo que no tenemos elección, solo los impuestos sobre bienes inmuebles…
Así era; estaban subiendo los impuestos. En Nueva Jersey subían los impuestos de todas las clases.
—Ya nadie de la familia estudia en colegio privado, parece que pagar una «educación privada» es motivo de vergüenza. Mi hermana me ha estado enseñando folletos de edificios de apartamentos en el río, de dos y tres dormitorios, muy modernos y estilosos…
Madre parloteaba nerviosa, excitada. Madre no esperaba que yo reaccionara a su sugerencia de ninguna manera enfática porque esa no era la naturaleza de Robbie.
Padre no solo se había ido de la vieja casona victoriana de Prospect Hill, se había disociado por completo de ella; en el acuerdo de divorcio le había cedido la propiedad a mi madre. No le pasaba pensión alimenticia porque mi madre tenía una pequeña renta de inversiones que había heredado. Madre a veces lloraba, pero las más de las veces transmitía alivio: Tu padre se ha ido.
Desde la separación varios años antes, padre y yo apenas nos habíamos visto. A padre no le gustaba volver a nuestro barrio residencial —tal y como había dejado claro, le suponía un esfuerzo asistir a mi graduación del instituto y tener que evitar a mi madre y a sus familiares— y a mí no me gustaba salir de mi barrio residencial, así que de vez en cuando nos escribíamos correos electrónicos y, en menor medida, hablábamos por teléfono. Es el vínculo más fácil de romper —me consolaba mi Amigo—, el que estaba desgastado desde el principio.
Podía decirse que madre y yo estábamos «unidos», como lo están dos actores de un programa de televisión que llevan juntos en un plató muchos años recitando guiones de memoria, sin saber muy bien dónde los va a llevar el argumento, cuál será el destino de sus personajes, pero sin ponerse nerviosos, todavía no.
Yo tenía veinte años. Y enseguida, o eso pareció entonces, cumplí veintidós. No parecía necesario, ni prudente, tener más de una muñeca encontrada nueva cada año. Para cuando madre decidió vender nuestra casa, yo tenía veintitrés años. Al final no había ido a la universidad. En una vida alternativa me habría titulado en ciencias y matemáticas por una buena universidad, Princeton quizá. En una vida alternativa estaría haciendo un posgrado en el Instituto de Tecnología de California quizá, o en el Tecnológico de Massachusetts. Podría estar comprometido, o casado incluso.
No, probablemente no. Ni comprometido ni casado.
Qué rápido pasa el tiempo si no sigues el ritmo a tu generación de graduados universitarios. Mientras que el tiempo parecía haberse detenido prácticamente para mi madre, que seguía viendo a un pequeño círculo de amigas, varias de ellas viudas, y parientes femeninas mayores que ella, con los años para mí empezó a transcurrir veloz. No era desgraciado, aunque podía decirse que solitario sí. No me consideraba un marginado de la sociedad, o un fracasado de la manera en que se consideraba un fracasado mi padre y con la que había envenenado mi vida; me relacionaba con el mundo sobre todo a través de internet, donde había creado un sitio web llamado El señor de las muñecas, gracias al que había conocido a muchas personas; publicaba fotografías indefinidas, oblicuas y «poéticas» de las muñecas encontradas, imágenes demasiado oscuras e imprecisas para que las identificaran, aunque los visitantes del sitio las encontraban «fascinantes», «inquietantes», «¡me dan ganas de ver más!». Los visitantes de mi sitio web se han convertido en mis fieles corresponsales y dedico gran parte de mi tiempo a atender mis correos porque me resulta apasionante e imagino que tiene que serlo también para ellos, y para alguna de las mujeres (creo) el hecho de que nos movamos en los márgenes del tema central y busquemos metáforas y giros poéticos del lenguaje para expresar nuestros deseos (prohibidos). Y es que he descubierto una cosa: que cuando se elimina la esencia aburrida de nuestras vidas, cosas como la edad, la identidad, la educación, la actividad profesional, el lugar de residencia, los lazos familiares, la rutina diaria, etcétera, sale a relucir la esencia emocionante.
Madre cree que me he puesto en contacto con una agente inmobiliaria en la ciudad y que he quedado con ella; madre cree que la casa ha sido puesta a la venta con buen gusto, sin un feo cartel en el césped delantero y atendiendo solo a «inquilinos serios que pueden permitirse mantener una propiedad así»; pero madre no me importuna con preguntas sobre la venta de la casa, porque prefiere no tener que pensar dónde viviríamos si la casa llegara a venderse, ni cuáles serían nuestras circunstancias. Y yo la consuelo diciendo, con una sonrisa: «Paso a paso, madre. El mercado inmobiliario está “flojo” ahora mismo; igual no tenemos una oferta seria hasta primavera».
Pero esa tranquilidad doméstica ha terminado de forma abrupta.
Mi Amigo me ha abandonado, creo. Porque mi Amigo ha dejado de darme consejos.
Fue con ocasión de una nueva muñeca encontrada. Llevaba trece meses sin llevar una muñeca encontrada a la cochera, algo que consideraba un signo de fortaleza y carácter; porque no podía llamárseme impulsivo, ni temerario, más bien, escrupuloso en exceso, me parece. Porque cuando llevé mi nueva muñeca encontrada y la dejé en su cunita junto a las demás me demoré demasiado en un estado de embeleso; perdí la noción del tiempo, la tarde dio paso a la noche y yo seguía mirando a la Pequeña Granjera a la luz de mi linterna y maravillándome de su singularidad. A diferencia de todas mis muñecas, con la posible excepción de Evangeline, la de trapo, que carecía de un cuerpo sólido, esta muñeca era blanda, sin voluntad, poco más que tela con una cabeza rígida de muñeca y sin embargo extrañamente atractiva; no hermosa, ni siquiera bonita, pero irresistible; y es que cuando le quité la mugre de la cara a la Pequeña Granjera apareció una chica tipo vecina de al lado dulce y feúcha, con dos coletas, boca rara, grandes ojos esféricos color ámbar que no pestañeaban; tenía un cuerpo de tela por el que se salía un poco de relleno; vestía peto vaquero y una camisa de cuadros rojos debajo y llevaba, en las piernas delgaduchas, medias rojas, y botas en los pies diminutos. Su ropa estaba sucia, pero, con los colores aún vivos, daba la impresión de no haber sido desechada hacía demasiado tiempo.
Saqué a la Pequeña Granjera de la basura detrás de la estación de tren del barrio, donde hay una vieja playa de vías rodeada por una valla que lleva mucho tiempo en mal estado; nadie viene aquí, aunque los pasajeros que esperan el tren lo hacen en un andén a solo doscientos cincuenta metros, excepto niños, algunas veces, o «fugitivos». Era plausible pensar que la Pequeña Granjera fuera una «fugitiva» con una vida difícil que la había llevado hasta aquel lugar y a que yo la hubiera descubierto en un pacífico interregno entre trenes, cuando la estación está prácticamente desierta. Íbamos a jugar a los secuestradores, decidí, porque la Pequeña Granjera tenía un cuerpo muy blando y no me supuso esfuerzo alguno levantarla, doblarla y esconderla dentro de mi cazadora con capucha; cuando se resistió le até las muñecas y los tobillos y le metí un trapo en la boca para ahogar sus gritos y que no los oyera nadie a dos metros de distancia.
Tampoco me costó esfuerzo colocar a la Pequeña Granjera en el maletero de la furgoneta y volver despacio a casa, a la cima de Prospect Hill.
Por qué ejercía en mí tal influjo la Pequeña Granjera es un misterio, pero supongo que, como habría dicho mi Amigo, riendo: Robbie, ¡qué gracioso eres! Al principio todas tus muñecas te cautivaron.
También decidí que empezaría a sacar fotografías de la Pequeña Granjera esa misma noche para llevar de ella un registro más cuidadoso que con las otras, antes de que las inevitables incursiones del tiempo, la descomposición y el deterioro intervinieran; mi experiencia era que las fotos con flash eran particularmente efectivas en esas circunstancias, más «poéticas» y «artísticas» que las fotografías tomadas de día, incluso en el interior en penumbra del establo.
—Robbie, ¿eres tú? ¿Qué haces aquí, Robbie? ¿Qué estás haciendo?
Estaba tan absorto acuclillado sobre la Pequeña Granjera que no había oído a madre acercarse a la parte de atrás de la cochera; demasiado tarde vi el haz de su linterna que tanteaba la oscuridad desplazarse sobre mí y sobre la hilera de muñecas encontradas que para entonces ocupaban casi todo el suelo del box.
—¡Robbie! ¿Qué es…?
En la luz despiadada de la linterna de madre las muñecas encontradas parecían pequeños esqueletos con andrajos y mechones de pelo en los cráneos maltrechos; las caras eran calaveras con sonrisas tétricas y cuencas vacías; los brazos escuálidos abiertos como para dar un abrazo.
Era la luz despiadada de madre, no la luz del señor de las muñecas.
Me apresuré a coger la linterna de la mano temblorosa de madre. Me apresuré a tranquilizarla, diciéndole que eran esculturas que había hecho, pero que no quería enseñar a nadie.
—¿Es-esculturas? ¿Aquí?
Se lo explicaría, dije. Pero primero cerraría la puerta de la calle.