El niño de madera, de Lucy Lane Clifford
No había en toda Suiza un niño más vago e indolente que Tony. Todos los de su edad trabajaban en algo: cortando leña, recogiendo flores de montaña de las que se llaman allí «no me olvides», pastoreando ganado, llevando paquetes a los turistas o sirviéndoles de guía en sus excursiones. Y entre unas cosas y otras se iban ganando la vida. Pero Tony no hacía absolutamente nada, y cada vez que su madre intentaba emplearlo en algún menester, se mostraba tan horrorizado que ella acababa dejándolo por imposible. Poco a poco, a medida que crecía, se le fue poniendo cara de tonto, como si los sesos se le hubieran hecho agua. En el pueblo le pusieron de apodo «cabeza de leño».
—¡Vaya hijo tan inútil que te ha tocado en suerte, mujer! —le decían las vecinas a su madre—. Tiene la cabeza como un leño.
Y ella se enfadaba. Porque, aunque también a veces se le escapara llamar a su hijo «pedazo de leño», le molestaba oírlo en boca de los demás.
—Puede que esté pensando más de lo que parece, aunque no lo dé a entender —solía contestar.
—¿Y por qué no lo da a entender? Un pensador que no habla es como un letrero que no señala a ninguna parte, ni tiene escrito nada para orientar a quien pasa —le dijo un día el viejo Gaspar.
—Primero se hacen los letreros y luego se escriben las cosas, ¿no? Pues con el habla pasa igual: las palabras que merecen la pena sólo se dicen después de haberlas pensado mucho. Dejen en paz a Tony, que ya dirá algún día lo que tenga que decir.
Pero, aunque sacara siempre la cara por él, la verdad es que la procesión iba por dentro.
—¡Cuánto te quiero, hijo de mi alma! —le decía—. Siempre tan pálido y con esos ojos abiertos de par en par, como si estuvieras esperando que las puertas del cielo chirriaran sobre sus goznes para dejarte ver el interior de su reino. Pero ¿de qué te sirve mirar tanto al cielo, si resulta que eres tonto y a nadie le sirves de nada? ¡Si hasta a tu propio padre le agotas la paciencia!
Tony estaba sentado junto a la chimenea y miraba cómo el fuego empezaba a crepitar y a lamer con sus llamas los costados de un pote negro que colgaba sobre ellas. Se volvió hacia su madre.
—¿Podría estar contigo y al mismo tiempo lejos? —le preguntó—. Me encantaría estar lejos.
—¡Válgame Dios! —exclamó su madre—. Pero ¿por qué quieres estar lejos?
—Porque entonces me volvería pequeñito y me podrías coger en brazos. Y nadie me estaría pidiendo que haga cosas que no puedo hacer o que se me olvidan.
—Pero, hijo, ¿qué tiene que ver estar lejos con ser pequeño?
—Todo el mundo se vuelve pequeño cuando se aleja —contestó él—. Yo miro muchas veces a la gente que baja por el sendero desde la casa grande. Según se acercan aquí, se van volviendo cada vez más grandes; luego pasan por delante de la puerta y siguen hacia el barranco y se van haciendo pequeñitos, pequeñitos hasta volverse del tamaño de las figuritas de madera que esculpe papá en el invierno. Y luego cuando vuelven, otra vez grandes, y cada vez más grandes cuanto más cerca vienen. Sí, me gustaría ser pequeñito y estar lejos.
—¡Ay, hijo, por Dios, tú eres tonto! —le dijo su madre—. ¿Te crees que tu padre mengua de tamaño alguna vez? Es un efecto de la distancia, por eso te parecen pequeños los que pasan; si te acercaras verías que no han crecido ni han menguado, siguen siendo igual.
Pero Tony meneó la cabeza, como si no estuviera convencido.
—Pues para mí son pequeños —dijo—. Me gustaría irme lejos y ser pequeño otra vez para ti, y así no estarías pidiéndome todo el día que haga esto y lo otro, y enfadándote si se me olvida. Tengo tantas cosas en la cabeza, que me bajan a los ojos y que no se pueden coger con las manos, no sirven de nada las manos.
—Claro que sirven, si las usas —dijo ella suspirando—. Todas las cosas tienen su razón de ser en el mundo, y los chicos jóvenes y fuertes han nacido para trabajar, para no ser unos inútiles.
Tony se limitó a contestar:
—Pues yo un día me iré lejos de aquí y me volveré pequeñito.
Salió de la casa y se sentó en un taburete a tomar el sol a la puerta. Luego se puso a cantar una canción que no se sabe dónde la habría aprendido porque nadie la conocía, de la misma manera que nadie enseña a los pájaros a cantar y el trino les brota de su corazón solitario.
«Pobrecillo», se decía tristemente su madre mientras lo escuchaba. «Y el caso es que no es tonto, a pesar de las tonterías que dice. O, bueno, si es tonto tiene una voz más dulce que la de todos los sabios juntos. Cuando la oigo, se me van todos los malos pensamientos, y hasta puedo perdonar a la mujer de Gaspar por haberme quitado el trabajo de lavarle la ropa a la señora inglesa. No vale la pena enfadarse por cosas tan pequeñas».
Pero todavía no les he dicho dónde vivía Tony. Su casa de verano estaba en lo alto de la montaña, dominando un valle lleno de pequeños prados y de caminos serpenteantes que iban a morir al pie de una cascada. Caían las aguas de esta cascada por la ladera de la montaña y era como un sueño que se olvida antes de despertar, porque, aunque la espuma bajaba y bajaba, nunca llegaba a tocar fondo, espolvoreándose en la luz irisada, en la cual se desvanecía. A Tony le gustaba mirar la cascada, hacía esfuerzos por tratar de sentir lo que se figuraba que el agua sentiría, arrebatada por la brisa y fugada en sus brazos. A veces incluso era casi capaz de imaginarse viajando con ella, cada vez más lejos, hasta perder la noción de sí mismo, y se imaginaba fundido con los grandes vientos a cuyo encuentro iba, y diluyéndose en la lontananza sobre el océano. Por todo el valle se veían dispersos chalets de montaña alternando con las sombrías casas de madera de los aldeanos. Algunas estaban construidas sobre pilares, para que el ganado y quienes lo pastoreaban encontraran allí un lugar para resguardarse de lluvias y tormentas. Otras tenían grandes piedras encima del tejado para que los vientos fuertes no se llevaran las tejas. Cuando Tony era pequeño, como todavía no había visto nunca a un albañil trabajando, creía que aquellas pilastras eran las patas de madera de las casas, y que apoyándose en ellas habían subido hasta allí cuando todo estaba oscuro y silencioso por la noche. También creía que las dos ventanitas de la fachada eran los ojos que les habían servido de orientación en su ascenso. Le hubiera gustado verlas subir renqueando pasito a paso por los senderos en zigzag. Cuando se hizo un poco mayor, casi le pareció una ofensa enterarse de que habían sido construidas por la mano del hombre, allí en aquel mismo sitio del valle o de la montaña donde seguían estando azotadas por los vientos y por las lluvias que algún día acabarían con ellas. Había un montón de escombros en uno de los lados de la montaña, y muchas veces, mirándolo, se había preguntado de dónde habría salido eso, hasta que al fin lo entendió. Y se quedó contemplándolo tristemente mientras pensaba en los niños acurrucados junto al fuego y en los pastores acechando los estragos de la arrasadora tormenta que se llevaba por delante sus viviendas, convirtiéndolas en un recuerdo.
Justo encima del chalet de su padre, había una gran casa de piedra que se llamaba el hotel Alpino, donde numerosos extranjeros venían a pasar el verano. Aquellas gentes hablaban entre sí en un lenguaje que Tony no entendía y sentían mucha curiosidad por todos los pueblos de los alrededores, que les gustaban mucho. Continuamente hacían pequeñas excursiones para conocer mejor aquellos contornos. A Tony le parecía muy raro que hubieran viajado desde tan lejos para venir a ver cosas que él conocía desde que nació: las colinas, los valles, la nieve, la flor de no-me-olvides y la luz del sol sobre aquella calma infinita. ¿Sería posible que vinieran sólo para eso? A veces se preguntaba qué más cosas podrían existir más allá del panorama que contemplaban sus ojos, y qué desconocidas formas tomaría el mundo al extenderse. Pero no le tentaban por mucho tiempo estas preguntas sobre los extranjeros o el mundo del que venían. Silencioso y solitario, dejaba que los días y las noches se escurrieran sobre él, como un nadador que no hace más esfuerzos que los precisos para mantenerse a flote sin ahogarse. Parecía, en efecto, que Tony nadaba a través del tiempo; para él, acordarse de un día cualquiera y separarlo del anterior o del siguiente era tan difícil como distinguir un kilómetro de otro en la superficie del mar. A veces se extrañaba de que los extranjeros fueran gente tan floja, tan expuesta a perderse o a matarse, porque, a pesar de lo mucho que cantaban las excelencias de la montaña, no se atrevían a subir solos ciertos caminos o a explorar llanuras nevadas por donde Tony podría haber deambulado hasta dormido. Pero aquella cortedad de ánimo de los turistas tenía sus ventajas, porque gracias a eso el padre de Tony ganaba dinero sirviéndoles de guía por los caminos de la montaña, llevándoles comida y ayudándolos a salvar pequeños precipicios o grietas de los que Tony ni se apercibía, cortando escalones en el hielo para que no resbalaran sus pies y, en fin, cuidando de ellos, de aquellos turistas tan raros que presumían de amar la montaña y al mismo tiempo le tenían tanto miedo. Mientras su padre estaba fuera, Tony se pasaba las horas muertas sentado en el chalet, viendo cómo su madre se afanaba fregando, limpiando y preparando la sopa para la cena de su marido. Otras veces se sentaba a la puerta de la casa y se entretenía escuchando el rumor de las avalanchas de nieve, mientras los cálidos rayos del sol acariciaban su cabeza con el pelo cortado al rape. ¡Bienaventurado Tony! Los árboles dejaban dibujos que él era capaz de ver, y entendía el lenguaje del viento. ¿No pertenecería acaso al mundo de los árboles y los vientos, no habría formado parte de ellos en una vida anterior? ¿Para qué molestarse entonces en trabajar? Su corazón intuía confusamente que, si se negaba a integrarse en tareas como las que su padre y su madre llevaban a cabo, poco a poco se iría internando en un mundo que estaba más allá, el reino de donde venían las brumas. ¿Acaso una vez cuando era minúsculo no había salido de allí para emprender su primer viaje? Pues algún día, cuando hubiera cumplido su ciclo de permanencia en la montaña, volvería a perderse en la distancia y a ser otra vez tan pequeño como entonces. Y había también otros pensamientos que hacían presa en su corazón, en perpetua comunión con la naturaleza. Eran pensamientos totalmente extraños y sin sentido para las gentes que rodeaban a Tony, pero él tampoco encontraba forma de expresarlos, teniendo en cuenta, además, que hasta las palabras más corrientes y de uso cotidiano eran difíciles para sus labios.
Cuando llegaba la noche y acababan de cenar, se sentaban a la puerta, y a Tony le gustaba escuchar las historias que contaba su padre sobre lo que habían dicho y hecho los turistas. Cuando habían sido mezquinos en el pago o antipáticos, o el día se le había dado mal por lo que fuera, el padre de Tony venía de malhumor y protestaba de la cena o le daba por meterse con el hijo, echándole en cara su pereza. Pero la madre siempre le defendía.
—¡Vamos, no seas tan duro con él! —solía decir—. Todavía es como una persona a quien despiertan demasiado pronto, antes de dar por satisfecho su sueño, y cuyas ensoñaciones incompletas se propagan a las horas de vigilia. Dale tiempo. Deja que siga durmiendo y soñando hasta que se sacie, y ya verás cómo despierta hecho un hombre al mundo del trabajo.
—¡Qué tonterías! —contestaba el padre—. Todos tenemos sueños, y no por eso nos despertamos alelados ni con tan pocas ganas de trabajar. Di tú que canta muy bien, y eso lo salva de mis iras, ¡que si no…!
Lo más raro de la canción de Tony es que nadie sabía dónde la había aprendido. Cantaba alguna estrofa de ella cuando bajaba de la montaña de recoger flores de no-me-olvides. Las iba a buscar a los riscos más altos, porque allí, entre la nieve alpina es donde surgen estas florecillas blancas, y cuando traía unas cuantas las agrupaba en ramilletes que vendía a los turistas. Pero esto era antes de haberse ido encerrando cada vez más en el mutismo, como si una gran tela de araña lo atrapara en sus redes; antes de perderse del todo dentro de un sueño que cerraba tras sí la puerta de comunicación con el mundo de los despiertos.
Un día había vuelto con su cesta vacía.
—¿Dónde están las flores? —le preguntó su madre.
—No he encontrado ninguna —contestó él.
Se sentó junto a los leños humeantes de la chimenea, y se puso a tararear aquella canción que sabía desde siempre, aunque esta vez con un estribillo que su madre nunca le había oído.
—¿Y eso?
Tony no contestó.
—Digo que dónde has aprendido eso —repitió su madre.
Pero no hubo manera de sacarle palabra del cuerpo.
—Debe de ser muy duro de aceptar tener un hijo tonto —comentó la mujer de Gaspar.
—Mi hijo no es tonto —protestó ella.
—¿Cómo qué no? ¿Y entonces por qué no sabe dónde ha aprendido la canción?
—La ha aprendido en las nubes, en la ladera de la montaña, mucho más lejos y más alto de donde nosotras podríamos llegar, a saber, lo que habrá allí, solamente los seres como Tony podrían contarlo.
Y dichas estas palabras, se quedó mirando rencorosamente a la mujer de Gaspar, esperando a que se fuera. Pero luego, cuando se quedó sola, suspiró tristemente.
—Ojalá no tarde en despertar a la vida —pensaba—. Porque si no, ¿qué va a ser de él, el pobre?
Pero desde aquel día Tony se fue olvidando cada vez más de todo lo que le decían o le mandaban hacer, y vivía tan metido en sus sueños que se le enmarañaban con las cosas que veía y era incapaz de diferenciar un mundo de otro.
Era sólo en el verano cuando el tiempo pasaba así. Cuando llegaban las tormentas y la nieve empezaba a caer, se cerraban los hoteles y chalets de la montaña, y entonces los campesinos y pastores con sus familias y sus rebaños bajaban al valle a invernar. Tony y sus padres vivían con otro vecino a la entrada del pueblo, todos arrebujados en una cabaña de madera.
Llegaron las riadas y los vientos arrasadores, y los montones de nieve se apilaron contra las ventanas hasta impedir el paso a cualquier rendija de luz que intentase entrar en la habitación cerrada y cargada de humo. Tony solía sentarse junto a su padre para observar su trabajo. Con trocitos de madera que cortaba de las paredes esculpía figuritas de animales, hombres y mujeres, como si los fuera sacando con la navaja de su prisión uno a uno. Por lo menos es lo que le parecía a Tony. No se daba cuenta de la precisión del ojo y la navaja de su padre al tallar aquellos juguetes, ni entendía que el móvil de su trabajo era tenerlos listos para que su madre se los vendiera a un comerciante que solía venir de Ginebra, o antes de que llegara el verano, para poder sacarlos a un mostrador fuera de la casa y que se encapricharan de ellos los primeros turistas, quienes solían comprarlos después de regatear un poco.
Aquel invierno Tony descubrió en la madera de una viga un nudo más oscuro que le llamó la atención. Todas las mañanas, mientras desayunaba su tazón de leche, los ojos se le iban fascinados a aquel saliente de la madera. Por las noches, cuando se acurrucaba aterido junto al fuego que crepitaba en torno al caldero de sopa, seguía mirándolo fijamente y se preguntaba qué extraño mensaje escondería. Hasta que un día su padre lo cortó con la navaja, se puso a darle vueltas entre los dedos y, por fin, empezó a tallarlo. Como resultado de su trabajo surgió de la madera la figurilla de una mujer minúscula, cuyo rostro expresaba atención y alerta. Después de pulirle las últimas virutas, el padre de Tony cogió a la mujercita y la puso frente a sí.
—Parece como si estuvieras esperando que alguien viniera a hacerte compañía, ¿no? —le dijo cariñosamente, como si hablara con un niño—. Pues no sé de nadie. Bueno, a no ser que Tony quiera prestarse a ello.
Tony se estremeció, porque le pareció que los ojos de la mujer se habían vuelto hacia los suyos.
—¡Pero si no es más que un pedazo de madera, hijo! —le dijo su madre—. ¿No comprendes que mañana mismo se la mandaremos al comerciante de Ginebra? Y no la mires con ese susto, hombre. No hay que tener miedo de las cosas inmóviles, ¿no ves que no se mueve? El peligro está en lo que se mueve, en los seres vivos, pero no en un trocito de madera tallado por la navaja de tu padre.
Pero Tony se escabulló fuera de la casa, y, mientras paseaba al aire libre, hundiendo sus zapatos en la nieve, seguía teniendo miedo de la mujercita de madera que yacía inmóvil con los ojos abiertos de par en par en la estancia llena de humo.
Cuando regresó de su paseo, su madre le miró y dijo, como si le estuviera adivinando el pensamiento:
—¿Sabes, Tony? Nuestro vecino Louis ha venido. Se va a Ginebra a contratar mulas para el verano y le hemos dado todas las tallas de tu padre para que las venda, la mujercita también, así que ya no te preocupes, olvídala.
Aquello había pasado hacía más de un año, y Tony, en efecto, había olvidado aquel trozo rugoso de madera y la mujercita que engendró. Ahora su padre estaba haciendo nuevas tallas y con bastante prisa, porque el comerciante, que pasaba por allí una vez al año, estaba a punto de venir a recoger el trabajo que, durante el invierno, llevaban a cabo los artesanos de la zona. Y las figuras que él no comprara se meterían en cajones, en espera de la llegada de los turistas.
«Ojalá fuera yo una de estas figurillas», pensaba Tony, mientras veía cómo las envolvían en papel de seda, «para no crecer nunca y que me levantaran con cuidadito y me pusieran a dormir en un cajón hasta el verano. Y luego salir y dejarme acariciar una y otra vez por la luz del sol. Debe de ser maravilloso tener piernas que nunca duelen y manos que nunca trabajan».
El comerciante llegó una mañana muy fría. Era un hombre silencioso, de piel oscura, pelo muy negro y cejas pobladas.
—¿Quién es este? —preguntó, señalando a Tony.
—Es mi hijo —dijo su padre—. Pero vale para poco. Lo único que sabe hacer es cantar.
—¿Es el chico del que cuentan los pastores que ha aprendido su canción en las nubes?
—Tal vez —dijo el padre.
—¡Pues claro! —dijo la madre—. La canción de Tony es famosa en todos los valles y montañas del contorno.
—Una vez vino a Ginebra un turista extranjero —contó el comerciante—, y trató de cantar esa canción. Pero sólo sabía un trozo.
—A Tony no le sirve de nada saberla —intervino el padre—, porque luego ni con los pies ni con las manos es capaz de hacer nada de provecho.
La madre saltó en su defensa.
—¡No te metas tanto con él! —dijo—. Unos han nacido para usar los pies y las manos, y otros para sentir con el corazón y expresarse con los labios. ¿No canta una canción que ha rescatado de las nubes? Pues que ella viaje en vez de sus pies y haga el trabajo que no hacen sus manos.
—Con razón le llaman cabeza de leño —continuó el padre, sin prestar atención a su mujer—. Desde luego, por un pedazo de madera se le podría tomar si no cantara de vez en cuando. No vale para otra cosa.
—Muchas veces una canción —insistía la madre— sobrevive a las manos que se pasan el día amasando pan y llega más allá que el corredor más ligero.
—¡Ojalá fuera como uno de estos muñecos! —añadió el padre señalando sus pequeñas tallas de madera.
—Pues ya ves, estaban escondidos en un bloque de madera, ¿no?, igual que la canción de Tony se esconde dentro de su pecho —dijo ella, mirando al hijo tiernamente.
—¡Dichosa canción! —protestó el padre—. ¡Para lo que sirve! ¡Más le valiera soñar menos y trabajar más!
El comerciante se había quedado silencioso y pensativo. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz lenta y persuasiva.
—¿Por qué no le dejan que se venga conmigo a Ginebra? —preguntó—. Yo arrancaré de sus labios la canción entera y la exportaré a todo el mundo.
—¿Quieres irte a Ginebra, Tony? —le preguntó su padre—. Tal vez allí se cumpla tu deseo de estar lejos y volverte pequeñito.
La madre sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Pero yo he oído decir —suspiró— que el cumplimiento de un deseo a veces no acarrea felices consecuencias. En fin, hijo mío, el mundo es muy ancho, y no seré yo quien te prohíba recorrerlo. Vete, pues, si quieres.
Todos los vecinos salieron a la puerta de sus casas para ver marchar a Tony, cuando cruzó el pueblo en compañía del comerciante. Pero Tony no los veía a ellos. Caminaba como aturdido. Los carámbanos de hielo colgaban a manera de flecos en la cascada, y en los sitios por donde el sol los había besado se veía como una estrella de oro. Pero Tony pasaba de largo sin fijarse en nada. Caminaba con los ojos clavados en el largo camino recto que se abría ante él, preguntándose si en los troncos de los abetos que lo bordeaban no vivirían escondidos cientos de extrañas figuras como las que su padre liberaba de la madera a golpe de navaja.
El comerciante había sacado unos alambres del bolsillo y les daba forma habilidosamente según iban andando. Entregado a aquella tarea, no dijo ni una sola palabra hasta que el pueblo había quedado a sus espaldas y dejó de oírse el rumor de la cascada al deshelarse. Entonces levantó los ojos, y exclamó:
—¡Ahora, canta!
Maquinalmente, como si fuera un muñeco al que dan cuerda, Tony se puso a cantar, mientras el comerciante, rasgueando los alambres, trataba de captar el tono de la melodía hasta que lo consiguió. Pero Tony no le entendía. Una inmensa calma se había apoderado de todos sus sentidos. Caminaba como si vislumbrara ante sí el país de sus ensueños y estuviera a punto de empujar la verja que daba acceso a él.
—¡Tang, tang! —vibraba el alambre.
Los abetos se balanceaban al compás de la brisa, y aquel vaivén iba en aumento a medida que iba decayendo y se acercaba la hora del ocaso. Tony volvía la cabeza para mirarlos; le parecían viejos conocidos y le hubiera gustado acercarse a ellos, cogerlos del brazo y continuar andando amistosamente en su compañía, pero había algo que se lo impedía. Los árboles, al reconocerlo, le tendían sus brazos y cuchicheaban entre sí; Tony no podía descifrar sus palabras. Pero llegaría a entenderlas: estaba dispuesto a aprender su idioma y penetrar sus secretos.
—¡Tang, tang! —repetía el alambre.
Los árboles ya estaban envueltos en sombras, pero Tony no detuvo su paso. Siguió andando sin tregua, internándose en la oscuridad hasta que también esta quedó atrás y poco a poco se fue perfilando ante él la luz del nuevo día. A lo lejos se veía una cordillera, cuyas cimas, bajas al principio, iban aumentando de tamaño a medida que Tony se acercaba, como si quisieran darle la bienvenida.
—¡Sigue cantando! —ordenó el comerciante.
Pero ahora la canción de Tony era distinta. Ya no parecía brotarle del corazón, sino simplemente de los labios, y escuchaba aquellas notas como si las oyera repetidas por otro.
Se le escapaba la canción para ir a parar a los alambres que pulsaba el comerciante. Pero a Tony le daba igual, no le importaba, ningún sentimiento preciso hacía ya presa en él. Notaba las piernas entumecidas y los pies pesados, y, sin embargo, había aumentado la ligereza de su paso. No estaba cansado, ni alegre, ni triste; no sentía calor ni frío. Vivía dentro de un sueño.
Los abetos habían ido quedando atrás, ahora estaban ya lejos. Tony y su compañero habían cruzado muchos pueblos desde que salieron de aquel donde Tony vivía. Se aproximaban a aquellas montañas que le parecieron tan pequeñas al principio, y ante su vista apareció un gran lago azul en cuyas aguas se reflejaba un cielo más azul todavía. Junto al lago arrancaba una larga carretera que llegaba hasta Ginebra, la ciudad a la cual se dirigían. Pero antes de llegar allí tuvieron que cruzar otros muchos pueblos y ciudades, unos trepando con sus blancas casitas por la ladera de la montaña, y otros más abajo a orillas del lago. Algunas casas tenían balconadas de madera, y otras estaban hechas enteramente de madera. Tony se preguntaba en qué extraño bosque habrían crecido los árboles de los cuales se sacó. Era como si cada vez tuviera una relación más y más intensa con todos los elementos genuinos de la Naturaleza —el cielo, el lago, los árboles—, incluso la madera inanimada que daba cobijo a seres humanos. Los seres humanos solamente le provocaban extrañeza, como si no fueran sus semejantes y una barrera los separase de él. Sentía, en efecto, que estaban hechos de otra sustancia, amasados con otra carne y otra sangre, y le parecían tan grandes que le hacían sombra. Daban zancadas grandísimas y transportaban fardos que a él lo habrían aplastado. Y lo raro es que tampoco los veía más grandes que su padre o su madre, sólo era al acercarse cuando se daba cuenta de la diferencia de tamaño. Tampoco le sorprendía notar esto, porque ya no se extrañaba de nada, nada aceleraba su pulso ni hacía latir más deprisa su corazón. Seguía andando y andando, como un autómata.
El comerciante seguía tañendo el alambre, y la música resultante tomaba cuerpo y se iba pareciendo cada vez más a la canción de Tony. Pero Tony seguía adelante impasible, mirando el cielo y las aguas del lago, a medida que el sol lo iba iluminando todo y las montañas se volvían más grandes. Tony, según las iba viendo más cerca, tenía la impresión de que eran sus padres o lo habían sido antaño, en un tiempo remoto, y de que ahora le salían nuevamente al encuentro tratando de atraerlo hacia sí antes de que fuera irremediablemente tarde. ¿Tarde para qué? Tony no lo sabía, no podía contestarse ni a sí mismo. Su corazón se iba aquietando y latiendo más despacio, mientras sus labios enmudecían progresivamente.
—¡Canta! —volvió a decir el hombre.
Tony abrió la boca, pero las palabras de la canción se habían desvanecido: era incapaz de acordarse de ellas, no le salían. Solamente le brotaban las notas, pero sin un significado que pudiera traducirse en palabras. Cada oyente las podía interpretar de una manera distinta. Poco a poco, en lugar de cantar se puso a escuchar, porque su canción flotaba en torno suyo, pero ya no salía de sus labios. Era como si sonara a sus espaldas, pero quiso darse la vuelta y no podía. Estaba apresado sin saber cómo por los alambres de su compañero, y enredado en aquella fría maraña, seguía caminando, rígido y ajeno como en sueños. Un brazo le colgaba a lo largo del costado, pero no podía moverlo; tenía una mano metida en el bolsillo y no podía sacarla. También sus ropas habían sufrido una transformación y se habían quedado tan rígidas como él mismo, formando un todo del que no se podía separar. Solamente los pies lograban adquirir el movimiento suficiente para permitirle seguir avanzando. Pero eso era todo. Ya habían recorrido los últimos kilómetros que faltaban para llegar a Ginebra, y los ruidos de la ciudad empezaban a oírse, al tiempo que se dibujaban las hileras de casas elevadas y blancas con sus mil ventanitas como locas parlanchinas hablando al aire o como ojos sin párpado fijos en la gente que se movía por las calles. También había ventanas más bajas, a ras de tierra, llenas de toda clase de objetos exhibidos para tentar a los peatones con dinero disponible. Tony no era muy consciente de lo que veía al pasar. Pero había visto su propia sombra y había entendido una cosa: estaba lejos, en aquel sitio hacia donde siempre se dirigía su mirada desde la cabaña donde vivía.
Estaba lejos y era muy pequeño.
Entendió que estaba encarcelado, que era un prisionero, pero no le importaba, le daba igual. Todo aquello formaba parte de una nueva vida en aquel mundo nuevo donde había ingresado. De repente se paró en seco ante uno de aquellos grandes ventanales. Se abrió una puerta y entró. Todo lo que le rodeaba era de madera, casas, gentes y animales, un mundo de madera. Y por todas partes un resonar de tictac. Las manos del comerciante lo auparon a una montañita, y vio ante él la fachada de un chalet con una escalinata exterior que conducía a la balconada.
—¡Sube! —le dijo el comerciante.
Y poquito a poco, escalón por escalón, fue subiendo. A cada paso que daba sentía los pies más rígidos y pesados. En la balconada se paró a descansar. Había dos puertecitas de entrada a la casa. Se abrieron de repente y dejaron al descubierto el cuartito que había al otro lado. En aquella habitación estaba sentada esperando —sin duda, esperándole a él— la misteriosa mujercita que Tony había visto tallar a su padre, sacándola de aquel trozo nudoso de madera. Se acordó del miedo que le daba entonces, y le pareció completamente absurdo. Ahora no había nada capaz de asustarle. Se sentó al lado de ella y se dio cuenta de que ya nunca podrían separarse, a no ser que sobreviniera un cataclismo. ¿Sería aquello como contraer matrimonio? Se dio cuenta de que la mujercita era de su mismo tamaño. ¿Habría crecido ella?, ¿o sería él quien…? No era capaz de concentrarse para pensar. Lo empujaron hacia dentro, el alambre rechinó, las puertas se cerraron y reinó un silencio absoluto. Estaba a oscuras, esperando también él, pero a qué ni por cuánto tiempo no lo sabía. Todo el tiempo era igual para él, había perdido la noción de su transcurso.
A lo lejos percibía la vibración de otros muchos alambres, y notaba también que ahora aquella melodía que le llegaba desde diferentes puntos, como si todo el espacio estuviera empapado de ella, era la de su canción.
Oía cómo la gente que pasaba por la calle la iba tarareando. Y a lo lejos, una banda de música también la tocaba. Pero no iba a poder seguir escuchando todo aquello durante mucho tiempo, porque las cosas se desvanecían en torno suyo, y hasta hubiera podido decir que se ensombrecían si hubiera habido en aquel cuartito luz para verlas y distinguirlas. La vida de Tony se había vaciado en su canción, en aquella simple cancioncilla, tan pequeña y simple como su propia vida.
La vida no reside sólo en las cabezas que asienten, como tampoco el trabajo en las manos y pies afanosos; hay otros muchos aspectos de la vida.
Al cabo de un rato, Tony oyó ruidos sobre su cabeza, a manera de golpes o martillazos, luego un sonoro e incesante tictac y, por fin, un extraño chirrido, tras el cual una lengua de hierro emitió once campanadas: clang, clang, clang… Cuando estaba sonando la última, las puertecitas gemelas se abrieron, y entonces Tony y su compañera se vieron impulsados hacia el exterior por el alambre que los unía. Se deslizaron por la balconada hasta el remate de las escaleras por las cuales Tony había subido, y se quedaron allí un poco los dos juntos mientras todo alrededor y por encima de ellos se desplegaba la canción, aquella canción que nunca volvería a salir de los labios de Tony. Delante de ellos, entre su casita y la calle, se interponía un ventanal grande inundado de luz, y al otro lado del cristal se aglomeraba una serie de rostros curiosos que contemplaban el espectáculo. Pero ni Tony ni su compañera los veían. En cuanto se apagaron las últimas notas de la canción, un tirón repentino los hizo retroceder y volvió a meterlos en el cuartito cerrado, donde permanecieron a oscuras hasta que pasó otra hora y se repitió lo mismo.
Desde entonces, hora tras hora, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, de día y de noche, en invierno y en verano, se siguió repitiendo siempre lo mismo.
Un día, entre la gente que se agolpaba al otro lado del escaparate, se pudo ver a una mujer y un hombre con el cansancio pintado en el rostro. Cuando sonó la melodía, las puertecitas se abrieron y las dos figuras de madera salieron repentinamente del reloj, la mujer exclamó:
—¿Has visto? ¡Es Tony, nuestro Tony! Y la canción es la suya. Míralo, al lado de la mujer que tallaste tú, y él también es de madera. ¡Se ha convertido en un niño de madera!
—Tú estás mal de la cabeza —dijo él—. Tony salió a correr mundo, acuérdate. Ya lo encontraremos.
—¡Que no! —gritaba ella desesperada—. Su canción sí salió a correr mundo, pero él está ahí, ¿no lo ves?, ¡ahí!
Y señalaba exaltada al reloj que se veía al otro lado del escaparate.
—¡Es de madera! —repetía—. ¡Se ha vuelto de madera!
El hombre miraba las figuritas pensativo y en silencio.
—Siempre tuvo la cabeza de leño —dijo al cabo, con voz pausada—. No tiene nada de particular que luego se le fuera endureciendo todo el cuerpo, a fuerza de no dar golpe.
Y después añadió, como tratando de consolar a su mujer:
—En fin, mujer, qué le vamos a hacer. Acuérdate de que Tony era una calamidad. Además, ¿no decías tú que su canción sustituiría el trabajo de sus manos y los viajes de sus pies? Pues ahí lo tienes.
—No —dijo ella—, eso convencerá a los que no le amaban, pero a mí no me sirve de consuelo. Yo quiero a Tony, a mi hijito Tony, es a él a quien querría ver sentado a la puerta de casa, entonando su canción, o junto al fuego, mirando humear los leños.
Cuando la mujer acabó de hablar, cesó también la música y las dos figuritas de madera retrocedieron bruscamente, se metieron en el cuarto oscuro y las puertas se cerraron tras ellas.
Ante aquel hombre y aquella mujer se extendían varios kilómetros de fatigoso camino: el de regreso a su pueblo y sus montañas.