El canto de las sirenas, de Larry Niven

—¡Hola, marinero! ¿Qué tal una lección de nata­ción?

—Lo siento, mis damas. No puedo contener el aliento tanto tiempo. —Veryon sonrió al par de encantadoras mujeres que le miraban desde más arriba del canal. Se acercó lo suficiente como para poder ver sus relucientes colas de pez. Eran sire­nas, ambas.

—No necesitas monedas —dijo una. Tenía la piel pálida y largas y suaves trenzas plateadas, ya secas. Su rostro era un delicado triángulo, sus dientes puntiagudos—. ¿Qué es lo que tienes?

Se refería a intercambiar. Veryon retiró la bolsa de su espal­da y la abrió.

Había venido a Minterl a última hora el día de mercado. Ambas orillas del canal principal de la ciudad estaban flan­queadas por puestos con pequeños montones de esponjas y conchas y los tesoros baratos hallados en los barcos hundi­dos: copas y cucharas de plata, todas ennegrecidas por el tiempo y el agua; utensilios de cocina de bronce y guarnicio­nes para las velas. De todo menos peces. Los mercaderes sire­nos mantenían sus peces bajo el agua y vivos, y los vendían en redes tejidas con algas.

La gente de la ciudad traía artículos de cobre y bronce, carne roja, fruta, y potes de verduras cocidas. Las compras de los sirenos se añadían a los montones. La mayoría de la gente que caminaba sobre piernas ya se había ido a casa, y los sirenos se estaban marchando también.

No importaba. En realidad no había nada que intercambiar en la bolsa de Veryon. Simplemente estaba jugando.

—¿Un cuchillo de pedernal para pretender que eres mi esposa?

—Podemos modelarlo nosotras mismas. ¿Bronce? ¿Hierro?

—Lo siento.

El pelo de la otra mujer era negro como la noche, trenzado en una larga trenza. Dijo:

—¿Talismán? Con un talismán yo podría desarrollar por un tiempo unas piernas.

—¿Y qué habría de divertido en ello? Serías simplemente como las chicas de tierra firme.

—Podría ser agradable. Nunca he caminado. Mi madre dice que antes solíamos hacerlo todo el tiempo.

—La magia ha desaparecido —admitió Veryon.

—¿Por qué lo dices?

Veryon se sorprendió. Aquello era algo que sabía todo el mundo.

—El maná, la esencia que hace que la magia funcione, se ha agotado. Como el cobre en una mina: tomas la mena y ya no hay más.

Pelonegro se echó a reír.

—¿Qué sabes tú de minas?

—Soy forastero en Minterl —dijo Veryon—. Busco trabajo como herrero, o quizás una posada en la que cantar.

Las dos mujeres se miraron.

—Tienes suerte —dijo Peloplata—. La herrería no está lejos. Puedes caminar siguiendo el canal.

—O podemos llevarte —sugirió Pelonegro.

—Caminaré.

Peloplata empezó a recoger sus cosas. Pelonegro dijo:

—Por aquí —y se deslizó al agua delante de él, con los bra­zos a los costados, ondulando el cuerpo de una forma muy agradable de ver.

La luna llena no tardó en aparecer. Los canales de Minterl brillaron, una telaraña rectilínea plateada que recorría su tra­zado por entre campos de cereal y viñas. Pelonegro lo condu­jo hacia el sur hasta el río, contra la cada vez más rápida corriente.

El río se expandía allá donde se unía al océano. Veryon miró a la larga y rocosa isla al otro lado. Pelonegro señaló con un largo brazo encantador.

—Aquí.

—¿Qué tipo de herrería es? No veo un puente.

—No hay ningún puente. La isla es nuestra. Desde antes de que ninguna de nosotras naciera… ¿Cuánto tienes tú, un cuarto de siglo?

—Veintiséis años.

—Nuestra gente pensó que podía fundir su propio metal. Construimos este lugar con ayuda humana y un poco de magia. Deseábamos aprender cómo usar el fuego. Pero el fuego seca nuestra piel y nuestras gargantas y nos quema si no vamos con cuidado, y cortar la madera y quemarla para convertirla en carbón y golpear el metal al rojo todo el día es un trabajo muy duro. Nuestra gente tuvo que renunciar.

—¿Y así ahora buscas ayuda humana? ¿Pero cómo llegaré hasta allí?

—¿No sabes nadar? No importa. Puedo remolcarte de una forma suave y agradable, con tu nariz fuera del agua.

Veryon sabía nadar, pero no lo dijo. Estaba pensando en otra cosa.

Lo que sabía de los sirenos procedía de rumores e historias.

Había corrientes oceánicas que arrastraban el maná. Los sirenos seguían las corrientes, como cualquier criatura de metabolismo mágico. Allá donde el maná se hizo escaso, los sirenos se convirtieron en criaturas marinas que respiraban aire, de cuerpo aerodinámico y recubierto de grasa contra el frío, aunque dando a luz fetos completamente desarrollados y amamantando a sus pequeños, como los humanos. Allá donde el maná era abundante, los sirenos tenían el aspecto de hombres y mujeres con colas de pez y manos para asir herra­mientas. La magia había ido disminuyendo a lo largo de los últimos miles de años, y en estos días era raro que los sirenos caminaran por tierra firme.

Se presentaban en una gran variedad de tamaños. Algunos eran de la longitud de un brazo, algunos del tamaño de una colina. Cabía suponer que los sirenos de tamaño humano lo eran para poder encajar en ríos y canales.

Los tesoros del mar eran suyos: no sólo los barcos hundidos, sino también las tierras sumergidas. Partes de la Atlántida estaban bajo el agua; los sirenos jugaban entre las casas aho­gadas. Lo que inquietaba a Veryon era que a veces ahogaban también a algún marino, o hacían que un barco se hundiera.

Mientras dudaba, Pelonegro se puso a cantar.

Veryon se le unió. La melodía le sonaba familiar. Pudo sen­tir el tirón de un conjuro de llamada, debilitado en aquellas tierras de escaso maná, y cantar la propia canción le robaba su poder. No conocía las palabras, pero Veryon tenía un don para los lenguajes. Cantó y se equivocó, y Pelonegro rió y repitió las frases hasta que se las aprendió de memoria.

Por aquel entonces el cielo ya estaba totalmente oscuro y la luna muy arriba. Pelonegro dijo:

—No tienes ningún lugar donde dormir. ¿Y has comido?

—No. —Su hambre saltó como un lobo.

—Me llamo Sinjern —dijo la sirena.

—Yo soy Veryon.

Se metió en el agua. La sirena le hizo ponerse de espaldas, la mano bajo su barbilla, su mejilla apoyada en el pecho de ella, y tiró de él hacia la isla. Era un contacto agradable, en absoluto frío una vez estabas en el agua, aunque tuvo que fruncir los ojos a la luz de la luna.

—¿Cómo es la pesca por aquí? —preguntó.

Sinjern se lo tomó en serio.

—Pueden encontrarse peces en cualquier parte.

—He estado en otras ciudades. En la mayor parte de ellas los hombres son los que pescan.

Ella bufó.

—¡Desde botes! No lo harían si no tuvieran que hacerlo. En demasiados lugares los sirenos pierden la forma humana. No podemos evitarlo. Fosas nasales en la parte superior de la cabeza, brazos transformados en pequeñas aletas rechonchas…

—Demasiado poco maná en las corrientes oceánicas —­sugirió Veryon.

—Es posible. Nadamos mejor, pero ¿cómo podemos comerciar así? ¿Cómo podemos transportar algo, o fabricar algo? De modo que los hombres aprenden a atrapar los peces por sí mismos. Pero en Minterl todavía podemos cambiar.

—Los sirenos son nómadas, Veryon. Como tú. Los lugares fijos son una aberración para nosotros. Intercambiamos peces y conchas y todo lo que hallamos en los barcos hundidos por herramientas de hierro y cobre. Hombres y sirenos intercam­bian también a veces servicios. Nosotros tenemos la magia del clima. Ustedes trabajan con el fuego.

Una pequeña cala desembocaba en una cueva con un suelo arenoso. Veryon salió del agua y se sacudió.

—¿Qué intercambiarán conmigo? —preguntó.

—Pensaremos en algo. Si enciendes un fuego traeremos unos peces para asarlos.

La herrería era tosca: un yunque y un horno y algunas herramientas de bronce. Veryon lo examinó todo. El último ocupante había dejado un montón de carbón y algunas ramas para encender el fuego, y pedernal. Gente con piernas había trabajado en aquel lugar, pero debían de haber sido sirenos, ya que el único acceso era por mar.

Veryon encendió un fuego. Sinjern se sumergió y al poco rato regresó con un culebreante colaamarilla, que Veryon limpió con su cuchillo de pedernal.

—¿Qué hizo tu gente con estas cosas? —preguntó, señalan­do a su alrededor.

—Hicimos algunas puntas de lanza. Intentamos hacer un busto del rey, pero no resultó lo bastante bueno.

El fuego lo secó y lo calentó. El aroma del pescado asándo­se perfumó el aire.

Peloplata había vuelto. Sacó del agua la carga que llevaba: puntas de lanza de bronce martilleadas en una red de algas.

—Hicimos eso. ¿Puedes tú hacer algo mejor?

—No son muy buenas. Tendré que fundirlas de nuevo. Haré algunos moldes.

—¿Y esto?

Una piedra imán.

—¿Dónde la conseguiste?

—De un barco hundido. Es hierro.

—Es un instrumento para hallar tu camino en el mar. La podrías vender y comprar puntas de lanza.

Las mujeres se miraron entre sí. Veryon preguntó:

—¿Creen que podrán aprender a copiar lo que yo hago? Miren con libertad. Pero el fuego sigue siendo demasiado caliente para los sirenos. El fuego es nuestro.

—De acuerdo. Mira, también tenemos esto. –Peloplata alzó del agua dos dobles puñados de monedas de oro, las suficientes para hacer a Veryon mirar—. Yo soy Leyria. ¿Qué puedes hacer por nosotras? ¿Qué necesitas? ¿Puedes hacer­nos espadas?

El oro marcaba una diferencia.

Por la mañana lo remolcaron de vuelta. En Minterl, Veryon adquirió un bote y unos remos. Trajo mantas, utensilios de cocina, comida, ropa y un hacha, todo lo cual llevó a la isla.

Compró un laúd para reemplazar un instrumento que había vendido en Oldenholm.

Los comerciantes de Minterl parecían estar acostumbrados a tratar con forasteros. Una mujer que vendía raíces intentó advertirle:

—Esto es oro hundido, ¿no? Estás tratando con sirenos.

—Sí.

—Los rumores dicen que no todos los barcos hundidos se enfrentaron a desastres naturales.

—¿Qué quieres decir?

—Las aguas profundas pertenecen a los sirenos. En el agua pueden hacer todo lo que quieran. Si nadas con ellos, pueden ahogarte.

—Tendré cuidado —dijo Veryon—. ¿Conoces esto?

Alzó la piedra imán al extremo de su fina cadena y la dejó oscilar.

—Ya no apunta al lugar correcto. Pero, ¿ves esto? Esa es la marca de Puerto Salass. Un barco de allí se hundió fuera en los arrecifes el año pasado en una tormenta. A veces, durante las tormentas, oímos cantar.

El bote no entraba en la cueva. Lo arrastró hasta muy arriba de una playa arenosa y transportó su carga a la herrería.

Llevaba mucho tiempo sin una mujer, y no dejó de dar vuel­tas en su mente a la advertencia de la mujer granjera. Quizás era la llamada del peligro. Al amanecer del día siguiente nadó con las sirenas.

Era diferente. Leyria y Sinjern nadaron y nadaron a su alre­dedor, un torbellino de carne femenina. Luego Sinjern, la del pelo negro, lo empujó contra ella y dentro de ella con la cola golpeteando, mientras Leyria, la del pelo plata, se ocupaba de mantenerle la barbilla fuera del agua. Se turnaron. Su carne era fría, con un núcleo de maravilloso calor. Lo hallaban irre­sistiblemente divertido.

Cantó con ellas. Las suyas eran canciones de llamada. Una canción llamó a una tormenta: se acurrucaron dentro de la cueva hasta que hubo pasado. Les enseñó algunas de sus pro­pias canciones, canciones inofensivas, meros entretenimien­tos. Los tres y el laúd de Veryon cantaban bien juntos.

Y trabajó.

Crecían árboles en la isla, por encima de las arenosas pla­yas. Los taló para madera y mantuvo los troncos ardiendo lentamente a cubierto para obtener carbón.

El metal que trabajaba tenía que proceder del mar. Las mujeres lo traían más rápido de lo que él podía utilizarlo. Le llevaron algunos nódulos de mena en bruto del lecho del mar, pero era más fácil trabajar el metal ya refinado. Tenía potes de cocina grabados con los nombres de barcos, y una gran ancla de bronce (del Aqueronte, decía el grabado) apoya­da contra una pared aguardando algo más ambicioso. Algu­nos de los artefactos eran valiosos; los dejó a un lado para venderlos en la ciudad.

Exploró la isla. Había playas de arena. Hizo formas de arena para modelar el metal fundido.

Llevaba mucho tiempo sin compañía humana. Al cuarto día decidió remar hasta la ciudad y descubrió que sus remos habían desaparecido. Usó su hacha para dar forma a una rama y remó hasta allí de ese modo.

Pasó algo de tiempo en una casa de baños. Era bueno sen­tirse limpio. Halló una posada, el Anillo Perdido, donde cenó, bebió y cantó. Mostró una jarra de oro batido. Un hombre la reconoció, dijo que procedía del Aqueronte, un barco cons­truido en Minterl y tripulado por hombres de Minterl, que había desaparecido en el mar.

Durmió en la posada. Regresó a su fragua a la mañana siguiente, llevando cuerda, cereales y frutas y verduras, un barril de vino y otras cosas olvidadas. Reanudó su trabajo en una espada.

Las mujeres no acudieron a él.

Cuando miró unos días más tarde, su bote había desapare­cido del lugar donde lo había dejado.

Transcurrió otro día antes de que apareciera Sinjern.

—El bote es mío —le dijo—. ¿Dónde está?

—El bote puede que sea tuyo —dijo ella—, pero tú eres nuestro.

—Ah. —El pensamiento era estremecedor.

—¿Qué has hecho para nosotras?

—He hecho una espada. —Hizo un gesto a sus espaldas.

Había forjado unos ganchos y los había colocado altos en la roca para sostener la espada. Era lo mejor que había hecho hasta la fecha; no una obra maestra todavía, no a su edad.

—¡Oh, maravilloso! —dijo Sinjern—. Al rey le encantará. Dámela.

—Esto es algo que podemos discutir.

Ella desapareció con un chapoteo que lo bañó de pies a cabeza.

Pensó en todo aquello.

Nadie de Minterl acudiría en su busca. ¿Podía pedir ayuda? Podía poner alguna señal de algún tipo, en un terreno alto que las sirenas no pudieran alcanzar. Escribió SOCORRO en su manta más grande y la ató como una pancarta a las ramas del árbol más alto que todavía no había talado. No podía verse desde la otra orilla, pero quizás un bote que pasara…

No le tomó mucho tiempo explorar la isla. El bote no estaba en ninguna parte. Cabía suponer que lo habían hundido. Sin­jern y Leyria podían volver a ponerlo a flote para él, si querían.

Sabían que podía nadar. Tal vez no supieran que podía cru­zar el canal hasta Minterl, aunque estaba seguro de poder.

Lo intentó al amanecer, ocho días después de su llegada. El mercado debía de estar instalándose. Allí podría encontrar ayuda.

No tardó en darse cuenta de que unas formas con aletas le seguían.

Le dejaron alcanzar casi el canal antes de obligarle a dar la vuelta y empujarle de regreso a la herrería. Lo usaron como amante antes de dejarle arrastrarse a la orilla, jadeante, hela­do y agotado.

El fuego lo calentó. Estuvo tentado de beber hasta sumirse en el estupor. El barril de vino podía hacer con creces el tra­bajo, y estaba prácticamente sin tocar.

En vez de eso, pensó.

Montó el campamento encima de una playa arenosa, bajo un saliente de piedra. Durante todo el día siguiente trajo allí todo lo que necesitaba. No había traído carne, contando con los alimentos del mar traídos por las sirenas, pero tenía cere­ales y tubérculos y verduras, Tardaría en verse afligido por el hambre. Luego esperó.

Las sirenas debieron descubrir que Veryon había desapareci­do y la herrería estaba prácticamente saqueada. Cuando hallaron su campamento estaban furiosas. Las saludó con el brazo, riendo, desde su lugar muy arriba de la orilla. Tenía en la mano la gran jarra de oro.

—Ahora hablemos —llamó.

—¡Danos la espada! —gritó Sinjern.

—Podemos llegar a un acuerdo. Hablemos.

—¿De dónde sacaste el vino? De la gente de tierra firme, por supuesto —dijo Leyria—. ¿Por qué lo has conservado?

—Tienes razón. Beban conmigo. —Llenó la jarra de vino, sosteniendo torpemente el barril, luego hizo rodar el barril hasta la arena ante ellas, manteniéndose pruden­temente fuera de su alcance—. Canten conmigo.

—¡La espada!

—Devuélvanme el bote y les daré la espada. —Regresó a la cresta rocosa de la isla, dejó la jarra a un lado con exagerado cuidado. Halló la espada, intentó un complicado pase, la dejó caer—. ¡Ups!

Las mujeres hablaron en voz baja entre ellas. Luego se sumergieron.

Veryon bebió lentamente de la jarra. Bien, esto era un pro­blema. ¿Debía ir a recuperar el barril? Las olas lo estaban lamiendo, agitándolo levemente. Si Sinjern y Leyria estaban acechando justo debajo de la superficie, saltarían sobre él, y si pensaban ahogarle o no era mero asunto de especulación. Captaba su fuerza.

Pero si no iba tras el barril, ¿creerían que estaba borracho? Si estuviera borracho, Veryon sabía que iría tras el barril. Se sentó y pensó en ello.

Dos cabezas asomaron del agua, negro y plata.

—Aquí está —dijo Leyria, y entre ambas alzaron el bote hasta que pudo ver el brillo de su negro fondo. Estaba vuelto del revés—. Ven a buscarlo. —Lo empujaron casi por encima de las olas.

Caminó hasta el agua. Se inclinó, fue a cogerlo y Leyria saltó hacia su mano. Se echó hacia atrás fuera de su alcance, riendo salvajemente. Ella retrocedió, sonriendo, y él avanzó de nuevo. Tiró del bote por su timón y caminó hacia atrás, arrastrando la embarcación más allá de las olas.

Tan cerca del mar, el río tenía una cierta acción de marea. Ahora era la marea alta; el bote podía quedarse allí hasta que lo necesitara.

—¡La espada! —llamó Leyria.

Veryon subió la colina, tomó la espada y la arrojó girando sobre sí misma a las olas. Sinjern la atrapó. La inspeccionaron.

—Bien —dijo Sinjern.

Y Leyria dijo:

—Nada con nosotras.

—Supongo que no me van a dar mis remos.

Leyria maldijo.

Veryon bebió con la jarra muy alzada, la cabeza inclinada hacia atrás. Empezó a cantar una de las canciones que él les había enseñado. Con un cierto esfuerzo, dio la vuelta al bote.

Las mujeres miraron mientras cargaba las cosas en él. Mone­das de oro: no quedaban muchas, pero sí algunas. Tesoros de oro y bronce de barcos hundidos. Potes de cuello estrecho. Su bolsa contenía su laúd y su hacha y algunas mantas. De tanto en tanto se detenía para hacer la mímica de beber de una jarra vacía. Un espejo de plata vuelta negra se había vuelto de plata de nuevo; él se había ocupado de ello. Había hecho una máscara, también de plata, del rostro triangular de Sinjern.

La mantuvo en alto y preguntó:

—¿Qué te parece esto?

—Bien —dijo Sinjern a regañadientes—. ¿Puedes hacer la del rey?

—¡Él nunca ha visto al rey!

Veryon se puso a cantar. Ellas se pusieron a cantar también.

Leyria se interrumpió para beber del barril. Ofreció:

—¿Quieres más?

Veryon giró su jarra boca abajo.

—Sí, estoy vacío. Pero te temo, ¿sabes? Dicen que las sire­nas ahogan a los marineros y me mostraron cosas de barcos hundidos.

—Nunca hemos hundido ningún barco ni ahogado a nin­gún hombre —protestó Sinjern.

—¿Qué le ocurrió al Aqueronte?

Transcurrió un largo momento. Luego Sinjern dijo:

—Eso fue cosa del rey. El Aqueronte comerciaba con la gente de Mu, facilitándoles armas.

—¿Pelean entre ustedes?

—A veces. Cuando las corrientes son las correctas, cuando podemos conservar nuestras formas, este puede ser un lugar por el que vale la pena luchar. Ese barco transportaba lanzas. Cantamos para atraer a los marineros hacia las rocas.

—No me gusta la política —dijo Veryon.

Sinjern bebió, luego Leyria. Tuvieron que asegurar el barril contra las olas. Veryon preguntó:

—Sirenas mías del mar, ¿están acostumbradas al vino?

—Hombre que camina sobre dos pies, ¿qué es lo que piensas? ¿Cómo podemos los sirenos acostumbrarnos a beber? No podemos tener bebidas bajo el agua, ¿no? Y si bebes en los mer­cados te engañan —dijo Sinjern y bebió—. Pero está bueno.

—A veces hay vino en algún barco hundido. Entonces nosotros y los que caminan podemos celebrar una fiesta —­dijo Leyria—, si hay suficiente para todos. ¡Vamos, baja, Ver­yon! Toma un poco.

Veryon negó con la cabeza y empezó a cantar la canción de un cazador perdido en los bosques. Se le unieron, y él tomó el laúd y empezó a tocar. Las mujeres iniciaron una canción propia.

Veryon emitió una nota discordante.

—¡No esa! ¡Vas a crear una tormenta! —Empezó a cantar la primera canción que había aprendido de ellas, la canción que llamaba a los marineros. Le añadió el laúd. Las mujeres se le unieron. Sintió la atracción y se resistió.

Las dos pararon un momento para turnarse en beber del barril. Veryon siguió cantando. Ahora ambas sirenas empe­zaron a arrastrarse por la arena, girando sobre sí mismas y agitando ebriamente la cola.

La única defensa contra la canción era seguir cantando. Dejaron de cantar y entonces se vieron atrapadas. Veryon danzó hacia atrás en dirección a la cresta rocosa, llamándolas. Estaban al alcance de su brazo antes de que dejara de cantar. Sinjern miró a su alrededor y se echó a reír. Leyria agitó la cola y empezó a culebrear ladera abajo.

—Ah, ah —dijo Veryon. Bajó detrás de Leyria llevando un rollo de cuerda. Ató la cuerda a su cola, luego la ató alrede­dor de una roca, luego ató también a Sinjern.

—No se desaten —dijo.

—¡Que te cuelguen! —bufó Sinjern.

—Miren. —Alzó a la vista una lanza, cabeza de bronce y asta de bronce. Su otra mano tenía un remo que había tallado de un tronco, mucho mejor que el primero—. No toquen la cuerda hasta que me haya ido.

—¿Por que necesitas hacernos esto? —gritó Sinjern.

—Podrían volcar mi bote. Ahora creo que podré cruzar remando antes de que puedan meterse de nuevo en el agua. ¿Estoy siendo irrazonable? Vive para ver.

Las sirenas no dijeron nada.

—No vuelvan a Minterl. —Veryon se metió en el bote. Alzó una serie de objetos de oro y de bronce que le habían dado ellas, procedentes del mar—. Del Albatros, del Orgullo del mercader, y del Halcón del mar. No los fundí. Voy a mostrarlos por todas partes. No sé si atrajeron con sus cantos a esos barcos a los arrecifes, pero parece una suposición razo­nable. Hundieron el Aqueronte.

Volvió a dejar su botín en el bote y lo empujó al agua. Lade­ra arriba, las dos sirenas maldecían mientras trabajaban en los nudos. Veryon empujó el bote a las olas y saltó a bordo. Las sirenas se habían soltado y se dirigían dando saltos hacia la orilla cuando Veryon empezó a remar.