La historia del difunto señor Elvesham, de H. G. Wells
No escribo esta historia esperando que la crean sino para evitar que caiga la próxima víctima. Tal vez ella pueda beneficiarse con mi desgracia. Mi caso es irreparable, lo sé, y de algún modo estoy preparado para afrontar mi destino.
Mi nombre es Edward George Eden. Nací en Trentham, Staffordshire, en la época en que mi padre trabajaba como jardinero. Mi madre murió cuando yo tenía tres años y mi padre, cuando cumplí los cinco. Mi tío, George Eden, me adoptó como hijo propio. Era soltero, autodidacta y había logrado cierto prestigio en Birmingham como periodista. Costeó mis estudios con gran generosidad y me impulsó a sentir deseos de progresar en el mundo. Al morir, hace cuatro años, me dejó toda su fortuna, que ascendía a unas quinientas libras después de pagar todos los impuestos. Yo tenía entonces dieciocho años. En su testamento me aconsejaba emplear ese dinero en completar mi educación. Yo había elegido estudiar medicina y, gracias a su generosidad póstuma y a mi buena suerte para obtener una beca, me convertí en estudiante de la Universidad de Londres. En el momento en que comienza mi historia, alquilaba una buhardilla en University Street 11 A, pobremente amueblada, expuesta a las corrientes de aire, con vista a los fondos de Schoolbred. Allí vivía y dormía, tratando de hacer valer hasta mi último centavo.
Un día, al llevarle mis botas al zapatero de Tottenham Court Road, me encontré por primera vez con el viejo de la cara amarilla, con quien mi vida está inextricablemente enlazada. Cuando abrí la puerta de calle, lo vi observando, con evidente incertidumbre, el número de la casa. Sus ojos, de un gris deslucido y con los bordes rojizos, se fijaron en mí. Su rostro asumió de inmediato una expresión de torpe amabilidad.
—Llega justo a tiempo —me dijo—. Había olvidado el número de su casa. ¿Cómo le va, señor Eden?
Me sorprendió un poco su familiaridad; nunca antes había visto a ese hombre. También estaba molesto de que me viera con las botas debajo del brazo. El viejo notó mi falta de cordialidad.
—Usted se preguntará quién diablos soy —me dijo—. Un amigo, le aseguro. Yo lo he visto antes, aunque usted no me reconozca. ¿Hay algún lugar donde podamos conversar?
Dudé. No quería exhibir la pobreza de mi bohardilla a un desconocido.
—Tal vez podamos conversar mientras caminamos. Lamentablemente, no tengo mucho tiempo —le respondí, haciendo un gesto que daba a entender lo que quería decir antes de terminar la frase.
—¿En qué dirección? —preguntó, mirando a un lado y a otro. Yo aproveché para dejar caer las botas en el pasillo—. Mire —agregó de pronto—. Este asunto es complicado. Venga a almorzar conmigo, señor Eden. Soy un hombre muy mayor, no sé explicarme bien y, con el ruido del tráfico, no voy a conseguir que usted oiga mi voz.
Me tocó el brazo persuasivamente con una mano delgada y temblorosa. Yo no era tan viejo como para que un hombre mayor no pudiera invitarme a almorzar. Pero al mismo tiempo no me gustaba demasiado su repentino ofrecimiento.
—Prefiero… —respondí.
—Vamos —exclamó—. Deme el gusto, aunque sea por respeto a mis canas.
Entonces acepté. Me llevó al restaurante de Blavitski. Tuve que caminar despacio para adecuarme a su ritmo. Durante un sabroso almuerzo, en el que se las arregló para contestar mis preguntas capciosas, pude observar detenidamente su fisonomía. Su cara, bien afeitada, era delgada y estaba llena de arrugas; sus labios ajados caían sobre su dentadura postiza; su cabello blanco era fino y más bien largo; tenía la espalda arqueada. Me pareció chico, pero casi todos los hombres me parecían chicos en ese entonces. Y, al observarlo, advertí que él también me examinaba, con un curioso aire de codicia en los ojos. Me observaba los hombros, las manos tostadas por el sol, la cara llena de pecas.
—Y ahora —agregó, mientras encendíamos un cigarrillo— le explicaré para qué vine a buscarlo. Debo decirle que soy un hombre mayor, muy mayor, que poseo una pequeña fortuna y no tengo a quién dejársela.
Pensé en el cuento del tío y decidí cuidar lo que me quedaba de mis quinientas libras. El viejo siguió hablando de su soledad y del problema que tenía para hallar un heredero.
—He reflexionado mucho. Pensé en instituciones de caridad, becas, bibliotecas y he llegado al fin a esta conclusión —dijo, mirándome fijamente—: Buscar un joven ambicioso, puro y pobre, mentalmente sano, saludable, y, en poco tiempo, convertirlo en mi heredero, darle todo lo que tengo —se detuvo un momento y luego repitió—: Darle todo lo que tengo, para que pueda liberarse de las preocupaciones de la pobreza.
Traté de mostrar indiferencia y, con evidente hipocresía, dije:
—Entiendo, usted quiere que yo lo ayude, como profesional, a encontrar a esa persona.
Sonrió, me observó a través del humo del cigarrillo y yo reí al sentir que me había descubierto.
—¡Qué brillante carrera puede tener ese hombre! —exclamó—. Me llena de envidia pensar que otro disfrutará de lo que yo he acumulado durante tantos años. Pero obviamente deberá cumplir algunas condiciones. Las cosas nunca son del todo gratuitas. Por ejemplo, deberá adoptar mi nombre. Además, debo enterarme de todas las circunstancias de su vida antes de tomar la decisión final. Debe estar bien de salud. Debo averiguar si tiene alguna enfermedad genética, de qué murieron sus padres y conocer a la perfección su intimidad.
Con todo esto, se enfrió un poco mi entusiasmo.
—Y debo entender, entonces, que yo… —dije.
—Sí, ¡usted! —respondió, casi con violencia—. ¡Usted!
No contesté una sola palabra. Mi imaginación se perdía en divagaciones, ni siquiera mi escepticismo podía detenerla. Pero no sentí ningún impulso de agradecimiento. No sabía qué decir ni cómo decirlo.
—Pero ¿por qué justo yo? —pregunté finalmente.
Comentó que el profesor Haslar me había nombrado cuando él le preguntó por un joven sano y honesto. Y que deseaba dejar su dinero a una persona que reuniera esas condiciones.
Así terminó mi primer encuentro con el viejo. No habló mucho sobre sí mismo. Dijo que por el momento no me daría su nombre y, después de hacerme unas preguntas, se despidió y me dejó en la puerta del restaurante. Advertí que, al pagar el almuerzo, había sacado de su bolsillo un puñado de monedas de oro. Me intrigó su insistencia sobre la salud del heredero. De acuerdo con lo convenido, al día siguiente me presenté en la Royal Insurance Company para sacar un seguro de vida por una suma considerable. Durante la semana siguiente, los médicos de la compañía me sometieron a exámenes exhaustivos. Pero el viejo no quedó satisfecho e insistió en que el famoso doctor Henderson me hiciera un examen adicional.
Pasó un tiempo hasta que tomó la decisión. Un viernes a la noche, a eso de las nueve, se presentó en mi casa. Yo estaba preparando un examen. Él se hallaba parado en el pasillo, debajo del farol, y las sombras que confluían en su cara le daban un aspecto grotesco. Parecía más encorvado que en nuestro primer encuentro y sus mejillas se habían hundido un poco más. Su voz temblaba de emoción al hablar.
—Todo está muy bien, señor Eden. El examen ha dado un buen resultado. Todo está muy, muy bien. Ésta es la gran noche y usted debe cenar conmigo para festejar su… —fue interrumpido por la tos—… su ascenso. Por otro lado, no tendrá que esperar mucho —agregó, secándose los labios con el pañuelo, extendiendo hacia mí su mano esquelética—. De veras, no habrá que esperar mucho.
Salimos a la calle y tomamos un taxi. Recuerdo claramente cada detalle del viaje: el movimiento rápido, el contraste que generaba la iluminación de petróleo con la luz eléctrica, la multitud en las calles, el restaurante de Regent Street donde fuimos a cenar y la cena exquisita que nos sirvieron. Me desconcertó que el mozo observara con desprecio mi ropa gastada pero pronto recuperé mi confianza gracias al calor del champagne. Al principio, el viejo habló de sí mismo. Ya en el taxi me había revelado su nombre. Era nada menos que Egbert Elvesham, el gran filósofo, cuyo nombre conocía desde mis años escolares. Me pareció increíble que este hombre, esta gran abstracción cuya inteligencia había dominado mi mente desde tan temprana edad, se corporizara de pronto en esta figura decrépita que estaba delante de mí. Me atrevo a decir que todos los jóvenes solemos sentir una gran desilusión cuando nos enfrentamos con una celebridad. Mientras comíamos, me hablaba del futuro, de los beneficios que obtendría de su vida lánguida y próxima a extinguirse: sus derechos de autor, sus propiedades, sus inversiones. Nunca pensé que los filósofos tuvieran tanto dinero. Me observaba comer y beber con un dejo de envidia.
—¡Cuánta vida hay en usted! —exclamó. Y luego, con un suspiro, un suspiro que me pareció de alivio, agregó—: No habrá que esperar mucho.
—Ay —le contesté, un poco mareado por el alcohol—, le debo a usted un excelente futuro. Voy a tener ahora el honor de llevar su nombre. Pero usted tiene un pasado. Un pasado que es digno de todo mi futuro.
Sacudió la cabeza y sonrió. Me pareció que estaba un poco triste por mi actitud aduladora.
—¿Realmente cambiaría ese futuro? —me preguntó.
El mozo trajo licores.
—Es probable que a usted no le importe adoptar mi nombre o mi posición. Pero ¿de verdad tomaría voluntariamente mis años?
—Con sus obras —repliqué, con galantería.
Sonrió nuevamente.
—Por favor —dijo, dirigiéndose al mozo—, otros dos kümmel.
El anciano había sacado un pequeño paquete de su bolsillo y fijó su atención en él.
—Esta hora de la sobremesa —continuó— es la hora de las pequeñas cosas. He aquí una ínfima porción de mi sabiduría inédita.
Abrió el paquete con sus dedos temblorosos y amarillentos, y me mostró un polvo rosado.
—Debe adivinar qué es. Ponga un poco en el kümmel y verá cómo mejora el gusto.
Sus grandes ojos grises me observaban con una expresión inescrutable. Me conmovió un poco que el maestro dedicara su sabiduría al gusto de los licores. Sin embargo, fingí un gran interés por esta debilidad suya. Estaba bastante borracho para esa adulación.
Repartió el polvo en los dos vasos y, levantándose de pronto con una dignidad inesperada y extraña, me extendió su copa. Lo imité y los vasos chocaron.
—Por su pronta sucesión —dijo, llevándose la copa a los labios.
—No, eso no —respondí, intempestivamente—. Por una larga vida.
El anciano vaciló, con la copa a la altura del mentón, y luego repitió, riendo:
—Por una larga vida.
Bebimos, mirándonos a los ojos. A medida que el kümmel pasaba por mi garganta, sentí una sensación intensa y rara. De inmediato experimenté una gran confusión. Me dolía la cabeza y me zumbaban los oídos. No sentía ningún sabor en la boca, ningún aroma atravesaba mi garganta. Sólo veía la intensidad de su mirada gris y abrasadora. La confusión mental, el ruido y la conmoción parecían interminables. Imágenes de cosas semiolvidadas aparecían y desaparecían en el límite de la conciencia. Finalmente, el viejo rompió el hechizo. Con un fuerte suspiro, apoyó la copa sobre la mesa.
—¿Bien? —preguntó.
—Es exquisito —exclamé, aunque no había percibido el sabor.
Sentí unas terribles puntadas en la cabeza y tuve que sentarme. Mi confusión era total. Luego, fue aumentando mi poder de percepción, como si viera todas las cosas a través de un espejo cóncavo. Su modo de actuar pareció haberse transformado. Ahora estaba nervioso. Sacó el reloj y le dirigió una mirada ansiosa.
—¡Son las once y diez! —exclamó—. Y esta noche tengo que… el tren sale a las once y treinta de Waterloo. Debo irme enseguida.
Pidió la cuenta y se colocó con torpeza el abrigo. Los mozos acudieron para ayudarnos. Unos minutos después nos despedíamos: él en el interior de un coche y yo afuera, todavía con esa absurda sensación de —¿cómo expresarlo?— ver y sentir a través de un binocular invertido.
—Esa bebida —dijo el viejo, poniéndose la mano sobre la frente—. No debí habérsela dado. Mañana le va a doler la cabeza. Espere un momento. Tome.
Me dio un sobre chato que contenía un polvo similar a un laxante.
—Tómelo con agua antes de acostarse. Lo que tomamos era fuerte. Pero esto le despejará la cabeza. Deme otra vez su mano. Prosperidad.
Apreté su mano amigada.
—Adiós —agregó y, por la mirada que adiviné debajo de sus párpados, advertí que él también estaba bajo el influjo de la bebida.
Luego, sobresaltado, recordó algo. Hurgó en su bolsillo y sacó otro paquete, esta vez cilíndrico, del tamaño de una barra de crema para afeitar.
—Casi me olvido —dijo—. No lo abra hasta que yo venga mañana, pero llévelo ahora.
Era tan pesado que casi se me cae.
—Muy bien —asentí, y él me sonrió por la ventanilla mientras el cochero despertaba al caballo.
Era un paquete blanco, con dos sellos rojos en cada uno de los bordes.
—Si esto no es dinero, es platino o plomo —comenté.
Lo guardé con cuidado en el bolsillo y, con la cabeza todavía dándome vueltas, empecé a caminar hacia mi casa por Regent Street y por las calles desoladas y oscuras, más allá de Portland Road. Recuerdo vívidamente las extrañas sensaciones de esa caminata. Me sentía tan ajeno a mi mismo que podía advertir mi confusión mental. Me preguntaba si habría ingerido opio, algo que nunca había probado. Es difícil describir ahora ese estado tan particular, algo semejante a una disociación mental. Mientras caminaba por Regent Street, estaba extrañamente convencido de que estaba en la estación Waterloo y sentí el raro impulso de entrar en el Politécnico como quien toma un tren. Entonces me froté los ojos y la calle volvió a ser Regent Street. ¿Cómo expresarlo? Ustedes ven a un actor que los observa tranquilamente y de pronto hace un gesto y se transforma en otra persona. ¿Suena increíble si les digo que me pareció, por un momento, que la calle había hecho lo mismo? Luego, cuando quedé convencido de que era otra vez Regent Street, me asaltaron algunas reminiscencias fantásticas. «Fue aquí», pensé, «donde hace treinta años discutí por última vez con mi hermano». Entonces me reí, y un grupo de merodeadores nocturnos se asombró. Hace treinta años yo no existía y nunca tuve un hermano. Sin duda, la bebida que había tomado era muy fuerte, porque el recuerdo angustioso de ese hermano perdido seguía entristeciéndome. En Portland Road la locura tomó un aspecto diferente. Empecé a recordar negocios desaparecidos y a comparar la calle con la que alguna vez supo ser. Era comprensible que surgieran esos pensamientos confusos después de la bebida que había ingerido, pero lo que me desconcertaba eran esos recuerdos vividos y fantasmales. No sólo los recuerdos que surgían de la nada sino también aquellos que habían desaparecido. Me detuve ante la vidriera de Stevens, el veterinario, y traté en vano de recordar la relación que tenía conmigo. Pasó un ómnibus e hizo el mismo ruido que un tren. Yo estaba sumergido en la profundidad de mis recuerdos. «Es claro», me dije al final, «Stevens me ha prometido tres ranas para mañana». Curiosamente debo haberlo olvidado.
¿Todavía les mostraban a los niños esas imágenes superpuestas? Recuerdo algunas que comenzaban como una figura débil que iba creciendo y desplazaba a otra. Sentía algo similar en mi interior, como si un conjunto de sensaciones nuevas estuviera luchando por desplazar a las que siempre habían estado conmigo.
Atravesé Euston Road hacia Tottenham Court Road, en ese estado de confusión mental, un poco asustado, sin darme cuenta de que estaba tomando un camino completamente distinto del habitual. Doblé hacia University Street y descubrí que había olvidado mi número. Tuve que esforzarme bastante para recordar que vivía en el 11 A, pero me dio la sensación de que alguien me lo había dictado. Traté de recordar los detalles de la cena, pero juro por mi vida que no pude recuperar el rostro de mi anfitrión. Veía sólo una silueta, como si estuviera viendo mi propio reflejo sobre un vidrio. Sin embargo, sí podía verme a mí mismo, sentado a la mesa, excitado, con los ojos brillantes y charlando aturdidamente.
«Tengo que tomar este otro polvo», pensé. «Todo esto se está tornando insoportable». Busqué los fósforos y el candelero en el lugar equivocado y dudé sobre la ubicación de mi cuarto. «Estoy borracho», me dije, tambaleando innecesariamente para confirmar esa afirmación.
A primera vista, mi cuarto me pareció desconocido. «¡Qué sitio desagradable!», observé, mirando a mi alrededor. Sin embargo, con esfuerzo, empecé a recordar y lo desconocido se tornó familiar y concreto. Allí estaba el espejo de siempre, con mis anotaciones enganchadas en el marco y mis pocas ropas desparramadas por el suelo. Pero el cuarto todavía me resultaba un poco irreal. Me sentí tontamente convencido de que estaba en un tren que se detenía y yo veía por la ventanilla una estación desconocida. Me aferré con fuerza al borde de la cama para tranquilizarme un poco. «Es un caso de clarividencia», reflexioné. «Debo comunicarlo a la Psychical Research Society».
Puse el paquete sobre la mesa de luz, me senté en la cama y empecé a sacarme las botas. Mis sensaciones actuales parecían estar pintadas sobre una tela en la que ya había otra pintura que intentaba mostrarse. «Maldición», me dije, «¿estoy perdiendo la razón o estoy en dos lugares a la vez?». Medio desvestido ya, vertí el polvo en un vaso y lo tomé. Había adquirido un color ámbar de tono fluorescente. Antes de dormirme, ya estaba tranquilo. Sentí el contacto de mi cara con la almohada y luego debo de haberme dormido.
Desperté sobresaltado, de un sueño lleno de animales extraños, y descubrí que estaba recostado boca arriba. Es común despertar atemorizado después de un sueño tan deprimente. Sentí un gusto raro en la boca, las piernas cansadas y una cierta incomodidad en la piel. No moví mi cabeza de la almohada, con la esperanza de poder ahuyentar esa sensación de terror y de extrañeza, y volver a dormirme. Pero, en cambio, la sensación parecía aumentar. Al principio no pude distinguir nada malo en mí. El cuarto estaba casi en tinieblas y los muebles emergían como manchas aisladas e inciertas. Me quedé observando el lugar sin levantar demasiado las sábanas que me cubrían.
Me asaltó la idea de que alguien había entrado en el cuarto para robarme mis ahorros e intenté hacerme el dormido, respirando a un ritmo regular. Enseguida advertí que era sólo mi imaginación. Sin embargo, la sensación de que algo andaba mal permanecía. Con gran esfuerzo, levanté la cabeza de la almohada y traté de acostumbrar mi vista a la oscuridad. No entendía qué era lo sucedía. Observé las formas oscuras que me rodeaban, que correspondían a las cortinas, la mesa, la chimenea, la biblioteca. Entonces creí percibir algo raro en ellas. ¿Había cambiado de lugar la cama? En ese sitio, donde debía estar la biblioteca, se levantaba algo pálido, envuelto en una tela, algo que no respondía a la forma de los estantes con libros. Era demasiado grande para ser mi camisa tirada en la silla.
Sobreponiéndome a un terror infantil, me destapé y quise poner un pie fuera de la cama. En vez de llegar al suelo, mi pie sólo pudo alcanzar el extremo del colchón. Di otro paso, como quien dice, y me senté en el borde de la cama. Al lado, sobre la silla rota, debían estar el candelero y los fósforos. Estiré la mano pero no había nada. Al retirar el brazo, tropecé con algo blando y pesado que estaba colgando, que crujió al tocarlo. Le di un tirón. Parecía una cortina suspendida del techo de la cama.
Ya estaba completamente despierto y empezaba a comprender que me hallaba en una pieza extraña. Estaba confundido. Traté de recordar lo que había pasado durante la noche y, curiosamente, ahora podía evocar todas las imágenes: la cena, los paquetes que me habían dado, mi sensación de haber estado borracho, mi lentitud para desvestirme, el contacto frío de la almohada sobre las mejillas. Sentí una duda repentina: ¿Había sido anoche o anteanoche? De cualquier manera, ése no era mi cuarto, y no tenía idea de cómo había llegado hasta allí.
Amanecía. La vaga claridad que usurpaba el lugar de los libros había resultado ser una ventana y la luz que se filtraba por la persiana me permitió distinguir el óvalo de un espejo. Me paré y me sorprendió una misteriosa debilidad. Extendiendo unas manos temblorosas, caminé despacio hacia la ventana. No pude evitar lastimarme la pierna con una silla. Con la intención de levantar la persiana, busqué alrededor del espejo, que era grande y tenía unos candelabros de bronce; encontré una borla, tiré, y, con un brusco ruido metálico, la persiana se levantó. Me encontré de pronto ante un paisaje desconocido. El cielo estaba cubierto y las nubes pesadas, con un borde de color rojizo, dejaban filtrar la débil claridad del amanecer. Debajo, todo estaba oscuro y borroso: remotas colinas, inciertos edificios que se erigían en lo alto, árboles como manchas de tinta y, al pie de la ventana, una tracería de renegridos canteros y de senderos grises. Era algo tan desconocido que por un momento pensé que todavía estaba soñando. Palpé el tocador, parecía de madera pulida, ornamentada; había algunos objetos encima; entre ellos, uno raro en forma de herradura, anguloso y liso, que estaba apoyado sobre un plato. No encontré candeleros ni fósforos.
Observé el cuarto de nuevo. Ahora, la persiana estaba levantada por completo y vagos espectros de los muebles emergían de la oscuridad. Había una enorme cama con cortinas y, al pie de la chimenea, se veía el resplandor del mármol. Apoyándome contra el tocador, cerré y abrí los ojos, y traté de pensar. La situación era demasiado real para ser un sueño. Imaginé que había una grieta en mi memoria producida por la extraña bebida, que era probable que hubiera recibido mi herencia y que esa brusca felicidad me había privado de mis recuerdos. Quizás, esperando un poco, las cosas se aclararan para mí. Pero la cena con el viejo Elvesham aparecía ahora especialmente detallada y vivida: el champagne, los mozos atentos, el polvo rosado y los licores. Podría haber jurado que todo eso era muy reciente. Y entonces me ocurrió algo tan trivial y al mismo tiempo tan horrible que me estremezco al recordarlo. Dije en voz alta: «¿Cómo diablos he llegado aquí?»… Y la voz no era mía. No era mía: era débil, mal articulada, la resonancia de mis huesos faciales era diferente. Para darme valor, junté las manos y sentí arrugas de piel floja y, en los huesos, la debilidad propia de una persona de edad. «Sin duda», dije con esa voz horrible que de algún modo se había instalado en mi garganta, «¡sin duda esto es un sueño!». Casi tan rápido como movido por un impulso, me llevé los dedos a la boca. Habían desaparecido mis dientes. Las yemas de mis dedos palparon la superficie fláccida de unas encías encogidas. Me sentí abatido y asqueado.
Experimenté un impetuoso deseo de mirarme, de comprobar de una vez, en todo su horror, la transformación increíble que había sufrido. Fui tambaleando hasta la chimenea y busqué, tanteando, unos fósforos. En ese momento tuve un acceso de tos y palpé un grueso camisón de franela que tenía puesto. No encontré fósforos y sentí un intolerable frío en las piernas. Tosiendo y respirando con dificultad, lloriqueando acaso, me volví a tientas a la cama. «Tiene que ser un sueño», me dije, gimiendo mientras me recostaba, «tiene que ser un sueño». Era una repetición senil. Me tapé los hombros con las sábanas, me tapé los oídos, puse la mano seca bajo la almohada y me decidí a dormir. Era evidente que todo era un sueño. Por la mañana sería sólo un recuerdo y yo volvería a despertarme otra vez con toda mi juventud y mi vigor para retomar mis estudios. Cerré los ojos, respiré con ritmo regular y, al advertir que me había desvelado, repetí lentamente la tabla del tres.
Pero no podía conciliar el sueño. Me convencía cada vez más de la inexorable realidad de mi transformación. Enseguida me encontré con los ojos bien abiertos, la tabla del tres olvidada y mis dedos flacos sobre las encías arrugadas. De pronto, inesperadamente, yo era, de verdad, un hombre viejo. Había caído de algún modo al fondo de mis años; me habían robado lo mejor de mi vida: el amor, la lucha, la fuerza y la esperanza. Me refugié en la almohada y traté de convencerme de que esa alucinación era posible. El amanecer se instalaba, imperceptible y constante.
Finalmente, resignado a no poder dormir, me incorporé y miré a mi alrededor. Ahora, la fría penumbra me dejaba ver el cuarto. Era espacioso y estaba bien amueblado, mejor que cualquier otro en mi vida. Distinguí un candelabro y unos fósforos en la repisa. Me destapé y, tiritando con el frío del amanecer, aunque era verano, me levanté y encendí la vela. Luego, estremeciéndome tanto como para hacer parpadear la llama, me acerqué al espejo, y vi… ¡la cara de Elvesham! La impresión no fue tan horrible porque ya lo presentía. Elvesham siempre me había parecido físicamente débil y digno de lástima; pero ahora, apenas cubierto por un camisón de franela que dejaba ver el cuello esmirriado, ahora, visto como mi propio cuerpo, no puedo describir su desgarrada decrepitud. Las mejillas hundidas, los sucios mechones de pelo gris, los ojos nublados llenos de lagañas, los labios temblorosos, el labio inferior exhibiendo un brillo rosado y esas horribles encías negras… Quien tenga el cuerpo y el alma acorde con su edad no puede imaginarse lo que significa esta prisión diabólica. Ser joven, estar lleno de deseos, gozar de la energía propia de la juventud y, de pronto, en cuestión de segundos, estar atrapado y comprimido en este tembloroso cuerpo en ruinas…
Pero me he alejado un poco del hilo de mi relato. Por un tiempo debo haber estado conmocionado por esta transformación. Recién pude pensar con la luz del día. De algún modo inexplicable había sucedido, no sé cómo, tal vez alguna especie de magia. Y mientras reflexionaba, comprendí la astucia diabólica de Elvesham. Me pareció evidente que si yo estaba en posesión de su cuerpo, él lo estaba del mío: es decir, de mi vigor y de mi futuro. Pero ¿cómo probarlo? Luego, al meditarlo, la situación se volvió tan increíble que mi mente no dejaba de dar vueltas sobre el asunto. Tuve que pellizcarme, palpar mis encías sin dientes, mirarme en el espejo y tocar las cosas que estaban a mi alrededor antes de poder enfrentar los hechos otra vez. ¿La vida entera era una alucinación? ¿Era yo realmente Elvesham y él era yo? ¿No había yo soñado con Eden toda la noche? ¿Existía Eden? Pero si yo era Elvesham, debería de recordar lo que sucedió la mañana anterior, el nombre de la ciudad donde vivía y lo que había sucedido antes del sueño. Luché con mis pensamientos. Recordé esa rara duplicación de mis recuerdos de la noche anterior. Pero ahora mi mente estaba clara. No sentía ya esas evocaciones fantasmales pero sí recordaba todo lo relacionado con Eden.
«¡Me volveré loco!», grité con mi voz aguda y metálica. Tambaleando, arrastré mis piernas lánguidas y pesadas hasta el lavatorio y sumergí la cabeza en la pileta con agua fría. Luego me sequé y probé otra vez. Fue inútil. Yo sentía, fuera de toda duda, que era realmente Eden, no Elvesham. ¡Pero era Eden en el cuerpo de Elvesham!
Si hubiera sido un hombre de cualquier otra época, me habría resignado a mi destino como si fuera obra de una brujería. Pero en estos tiempos de escepticismo no suceden estos milagros. Aquí había alguna trampa psicológica. Si una droga provocaba determinado efecto, seguramente otra podría hacerlo desaparecer. Los hombres han perdido antes la memoria. Pero ¿intercambiar recuerdos como uno intercambia paraguas? Me reí, aunque mi risa no era saludable sino fingida y senil. Podía imaginarme a Elvesham riendo ante mi dolorosa situación y una ráfaga de irritación y de ira, muy inusual en mí, me invadió de pronto. Ansiosamente comencé a vestirme con la ropa que hallé en el suelo y, una vez vestido, me di cuenta de que me había puesto un traje de etiqueta. Abrí el ropero y saqué alguna ropa de calle: un pantalón gris y una robe de chambre pasada de moda. Me puse una boina acorde con mis años y, tosiendo un poco por mis excesivos esfuerzos, salí al corredor.
Serían las seis de la mañana. La casa estaba bastante silenciosa y las persianas, cerradas. El pasillo era amplio. La escalera ancha y con lujosas alfombras se perdía en la oscuridad del hall. Una puerta entreabierta me dejó ver un escritorio, una biblioteca giratoria, la espalda de un sillón y una pared con varios estantes de libros.
«Mi estudio», murmuré, y caminé por el pasillo. Luego, el sonido de mi voz me trajo un recuerdo. Volví al dormitorio y me puse la dentadura postiza con la facilidad que da la costumbre. «Así estoy mejor», dije, haciéndola rechinar, y volví al estudio.
Los cajones del escritorio estaban cerrados con llave. La parte superior también estaba trabada. No había rastros de llaves por ningún lado. Tampoco en los bolsillos de mi pantalón. Volví con dificultad hasta el dormitorio y registré los bolsillos de todas las prendas. Estaba muy ansioso. Al ver el desorden de mi cuarto, cualquiera hubiera imaginado que habían entrado ladrones. No había llaves ni monedas ni papeles, excepto la cuenta del restaurante.
Sentí un extraño cansancio. Me senté y observé la ropa tirada por todos lados, con los bolsillos hacia afuera. El frenesí que sentí al principio ya se había desvanecido. Comenzaba a comprender la inmensa sagacidad de los planes de mi enemigo y a convencerme cada vez más de que no tenía salida. Con esfuerzo, me levanté y volví al estudio. En la escalera, una mucama estaba levantando las persianas. Se sobresaltó, supongo, al ver la expresión de mi cara. Cerré la puerta del estudio detrás de mí. Con un atizador, intenté abrir a golpes el escritorio. Fue así como me encontraron. La tabla del escritorio quedó partida; la cerradura, aplastada; las cartas, diseminadas por la alfombra. En mi furia senil tiré las lapiceras y otros objetos del escritorio, y derramé la tinta. Además se rompió un jarrón que estaba sobre la repisa de la chimenea, no sé cómo. No encontré ni chequera ni dinero ni la menor indicación de cómo proceder para recuperar mi cuerpo. Estaba golpeando frenéticamente los cajones cuando el mayordomo, ayudado por las mucamas, me detuvo.
Así de simple es la historia de mi transformación. Nadie creerá mis afirmaciones. Me tratan como un demente y, aun ahora, me tienen vigilado. Pero estoy cuerdo, absolutamente cuerdo, y, para demostrarlo, me he sentado a escribir detalladamente lo que me ha sucedido. Apelo al lector, para que él advierta si hay algún rasgo de locura en el estilo de la historia que ha estado leyendo. Soy un hombre joven, secuestrado en el cuerpo de un viejo. Pero a todo el mundo le cuesta creer este hecho tan evidente. Naturalmente, los que no me creen piensan que estoy loco. Naturalmente, ignoro los nombres de mis secretarios, de los médicos que vienen a verme, de mis sirvientes y de mis vecinos, de esta ciudad desconocida en la que me encuentro. Naturalmente, me pierdo en mi propia casa y tengo problemas de todo tipo. Naturalmente, hago las preguntas más extravagantes. Naturalmente, lloro y grito, y tengo paroxismos de desesperación. No tengo dinero ni chequera. El banco no reconocerá mi firma, pues estoy seguro de que, a pesar de la debilidad de mis músculos, mi letra sigue siendo la de Eden. Esta gente que me rodea no me dejará ir personalmente al banco. Parece, sin embargo, que no hay bancos en esta ciudad y que he abierto una cuenta en algún lugar de Londres. Parece que Elvesham mantuvo en secreto el nombre de su abogado. Yo no pude averiguar nada. Elvesham era, por supuesto, un profundo estudioso de la mente humana y todas mis declaraciones en este relato confirman la teoría de que mi locura es el resultado de un minucioso estudio en psicología. ¡Sueños sobre la identidad!
Hace dos días yo era un joven saludable, con toda una vida por delante; ahora soy un viejo furioso, desesperado, descuidado y miserable, que merodea por una lujosa casa interminable, vigilado, temido y evitado por todos. Y en Londres está Elvesham, empezando a vivir otra vez en un cuerpo vigoroso, con la sabiduría acumulada de setenta años. Me ha robado la vida.
No sé muy bien lo que ha sucedido. En el estudio hay muchos volúmenes con notas manuscritas que se refieren a la psicología de los recuerdos, y otras con cifras y símbolos absolutamente incomprensibles para mí. De algunos pasajes se deduce que también le interesaban las matemáticas. Supongo que ha logrado transferir todos sus recuerdos desde su cerebro marchito hasta el mío, y que toda mi personalidad ha sido transferida a su cuerpo inservible. Sé que ha cambiado los cuerpos pero su método está más allá de mi comprensión. Yo he sido siempre una persona materialista y ahora me encuentro frente a un caso que me demuestra concretamente la capacidad del hombre para despegarse de la materia.
Estoy por ensayar un experimento desesperado y último. Me siento a escribir aquí antes de llevarlo a cabo. Esta mañana, con el auxilio de un cuchillo que pude sustraer durante el desayuno, logré forzar la cerradura de un cajón evidentemente secreto de este escritorio destruido. No hallé nada más que un pequeño frasco de vidrio verde, que contenía un polvo blanco y tenía adherida una etiqueta con una sola palabra: «Liberación». Debe ser, seguramente, veneno. Puedo entender que Elvesham lo pusiera en mi camino y, de no haber estado tan escondido, creería que su intención era ponerlo a mi alcance para desembarazarse del único testigo de su crimen. El viejo ha llegado casi a resolver el problema de la inmortalidad. Si el destino no le juega alguna mala pasada, vivirá en mi cuerpo hasta que éste envejezca y luego, desechándolo, tomará la fuerza y la juventud de alguna otra víctima. Al recordar su falta de piedad, resulta terrible pensar que su experiencia ha venido evolucionando con el tiempo… ¿Desde cuándo viene saltando de un cuerpo a otro?…
Pero ya basta de escribir. El polvo del frasco parece disolverse en agua. El gusto no es desagradable.
Aquí termina el manuscrito que se encontró en el estudio de señor Elvesham. El cadáver yacía entre el escritorio y la silla, a la que evidentemente había empujado hacia atrás con sus últimas convulsiones. El relato estaba escrito en lápiz, con una letra arrebatada, muy diferente de la caligrafía habitual de señor Elvesham. Sólo queda destacar dos hechos llamativos. Indiscutiblemente, existió alguna conexión entre Eden y Elvesham, pues la propiedad del último había sido transferida al joven, aunque éste nunca llegó a heredarla. Cuando Elvesham se suicidó, Eden ya estaba muerto. Veinticuatro horas antes, en la intersección de Gower Street y Euston Road, murió atropellado por un coche. De modo que el único ser humano que podría haber esclarecido este relato fantástico ya no es capaz de responder ninguna pregunta.
Sin más comentarios, dejo al lector que juzgue personalmente este asunto extraordinario.