La escalada del tiempo, de Alexander y Sergei Abramov

Regresaba de una sesión de tarde del Consejo de Segundad con Ordinsky, mi colega de Moscú, al que todo el mundo en el Centro de Prensa de la ONU tomaba por un polaco como yo, probablemente a causa de su apellido Ordinsky, Glinsky a los estadounidenses todos les suenan igual. Le sugerí que fuéramos a algún sitio a pasar lo que quedaba de la tarde, pero estaba ocupado, de modo que me tuve que hacer a la idea de una cena en solitario. Detuve el taxi en un bar de tercera categoría llamado Olympia. Mi hotel estaba tan sólo a unas manzanas de distancia y, si las cosas iban mal, siempre podría volver a él a pie.

En el bar me conocían, y Anthony, el camarero, normalmente lánguido, ni siquiera me preguntó lo que quería, sino que apareció en un abrir y cerrar de ojos con una cerveza y un bocadillo de salchicha. El bar estaba desierto excepto en un rincón tras la cortina de la entrada, donde estaban cenando dos chicas que nunca había visto antes, y la barra, en la que un enjuto viejo que llevaba puesto un impermeable cono estaba bebiendo whisky. Me lanzó una rápida mirada, le preguntó a Anthony algo, y luego, sin pedir permiso, se sentó a mi mesa. Fruncí el entrecejo.

—Una reacción espontánea y franca —rió—. ¿No le gustan las amistades al azar?

—Para ser sincero, no mucho.

—Eso es bastante extraño en un periodista. Cualquier persona conocida al azar puede ser una fuente de información.

—Prefiero obtener mi información de otras fuentes —dije.

—Eso es lo que me ha contado Anthony. Se dedica usted a comadrear en los pasillos de la ONU, y cree que eso es periodismo.

Me encogí de hombros. No iba a empezar a pelearme con todos los que se dirigían a mí.

—Naturalmente, es usted polaco —me dijo, habiéndome en polaco—. Por desgracia, no estoy preparado para enjuiciar sus escritos, ya que no estoy familiarizado con los periódicos polacos actuales. Recuerdo el Golos Poranny y el Kurier Tsodzienny, pero no he leído nada en polaco desde el cuarenta y cuatro.

—En el cuarenta y cuatro yo tenía cuatro años.

—Y yo tenía cuarenta. Para evitar cualquier equívoco, definiré mi posición política. —Me hizo una inclinación de cabeza, seca y militar—. Leszczycki, Kazimierz-Andrezj, exmayor de la Armia Krajow. Aquí les gustan los nombres largos, pero en Polonia, por aquel entonces, bastaba con un apodo. No importaba cuál fuera este apodo, lo que importaba era repetir una y otra vez los términos libertad, igualdad y fraternidad, y los repetimos mucho, antes de que lo enviásemos todo al infierno. Yo lo estuve haciendo hasta que los ingleses me llevaron a Londres y, una vez allí… me vendieron a los Estados Unidos.

No le comprendí.

—¿Qué quiere decir con eso de que lo vendieron?

—Bueno, lo expresaré de una manera más suave… Digamos que me entregaron; me pusieron algo en una bebida, tanto a mi como a mi jefe, el doctor Holling, nos metieron en un submarino, y nos llevaron al otro lado del océano. Ahora ya puedo presentarme: antiguo colega de Einstein, exprofesor de la universidad de Princeton, y creador de una teoría del tiempo discreto que ahora ha sido oficialmente rechazada por la ciencia. La triste suma de muchas, muchas cosas.

—¿Y qué hace ahora? —pregunté cautamente.

—Bebo.

Se alisó el canoso cabello que le brotaba como las púas de un erizo sobre una alta frente y una aguileña nariz: tenía el aspecto de un Sherlock Holmes veinte años más viejo o de un Don Quijote al que le hubieran afeitado barba y patillas.

—No crea que soy un borracho impenitente. Es sólo una reacción a diez años de aislamiento en los que no fui a ningún sitio, no leí nada, no vi a nadie, sólo trabajé hasta derrumbarme en un problema científico que era una gran apuesta. Eso es todo.

—¿Fracasó? —dije con simpatía.

—Hay algunos éxitos que son más peligrosos que los fracasos, y es el peligro lo que me ha arrastrado hasta las profundidades de esta gran ciudad, de vuelta con mis compatriotas.

—No hay muchos aquí —indiqué.

Hizo tal mueca que hasta le temblaron las mejillas.

—¿Qué es lo que puede verse desde los pasillos de la ONU o desde las ventanas de su hotel? Tome un autobús y vaya a donde le lleven sus ojos, gire en alguna callejuela maloliente, y busque no un supermercado, sino un café que venda pastelillos caseros. Allí los encontrará a todos: desde los antiguos hombres de Anders hasta los bandidos de ayer.

De nuevo hizo una mueca. La conversación había tomado un giro que no me interesaba demasiado, pero Leszczycki no se dio cuenta: o bien estaba afectado por el alcohol, o simplemente necesitaba hablar con alguien.

—Son capaces de muchas cosas —prosiguió—. De llorar por el pasado, de maldecir el presente, de jugar toda la noche, y no disparan peor que los italianos de la Cosa Nostra. Simplemente hay una cosa que no saben cómo hacer, y es acumular capital o regresar a sus casas en el Wisla. No les molesta la reunión de Gomulka con Kadar, pero se pasan toda una noche hablando de mi tocayo Leszczycki, o le matan a uno si sabe dónde están ocultas las cartas.

—¿Qué cartas? —dije, más interesado.

—No sé, Leszczycki era el agente de algunos jefes del hampa. Dicen que sus cartas podrían hacer que algunos fueran devueltos a Polonia y otros llevados a la silla eléctrica. Parece ser que no hay ni un solo polaco en la ciudad que no sueñe en encontrarlas.

—Yo soy ese uno —me reí.

—¿Cuál es su apellido? —me preguntó repentinamente.

—Waclaw.

—Entonces le llamaré Wacek… Como soy lo bastante viejo como para ser su padre, tengo derecho a usar ese diminutivo Lo cierto es, Wacek, que es usted un cachorro, un animal joven. Usted no ha vivido, sólo ha crecido. Usted no se perdió en las catacumbas de Varsovia, ni ha tenido que pasar un tiempo en los bosques y los pantanos después de la guerra. Por aquel entonces estaba usted mamando leche y yendo al colegio. Luego lo enviaron a la universidad, y alguien le enseñó a escribir notas para un periódico, y otro alguien le preparó un viaje a América.

—Eso no es poca cosa —comenté.

—Trivialmente poca. Incluso en esta monstruosa ciudad espera usted vivir en un capullo. Cree que no le pasará nada si vuelve a casa antes de medianoche. Y luego bye-bye. Déme el brazo.

Me dobló el brazo y palpó los músculos.

—Hay algo aquí —dijo—. ¿Ha hecho algún deporte?

—Un poco de boxeo. Pero lo dejé.

—¿Por qué?

—No hay futuro en eso —dije indiferente—. Uno no puede llegar a ser campeón, y no lo necesita para vivir.

—¿Y cómo lo sabe? ¿Y si repentinamente lo necesitara?

—No se preocupe por mi futuro —le corté. E inmediatamente lamenté mi sequedad. Pero no pareció ofendido en lo más mínimo.

—¿Y por qué no iba a preocuparme por él? —me preguntó.

—Aunque no sea por otra razón, por el simple hecho de que muy pocos futuros me convencen.

—Puede elegirlo usted mismo. Yo le daré el empujón.

Fue muy rudo por mi parte, pero no pude contenerme y me eché a reír. Tampoco pareció ofendido esta vez.

—¿Se pregunta cómo le empujaré? Así. —Me mostró en su palma algo que parecía una cajetilla de cigarrillos con un extraño brillo lila, metálico, en su tapa. En el otro lado parecía haber unos botones planos.

—Gracias —dije—. Pero acabo de apagar uno.

—No es una pitillera —me corrigió pedantemente, al tiempo que ocultaba de nuevo el objeto en su bolsillo, como si temiese que yo le fuera a dar una mirada más escrutadora—. Si tuviera que compararlo con algo, lo haría con un reloj.

—Pero no he visto ni esfera ni agujas —dije cáusticamente.

—No mide el tiempo: lo crea.

Su extraño aire de triunfo no me convenció. Todo estaba muy claro: el genio solitario, inventor del perpetuum mobile, el científico loco de las novelas de Taine. Me había encontrado con algunos de su especie en la oficina de mi periódico en Varsovia. Pero Leszczycki no se fijó en mi involuntaria y escéptica sonrisa. Mirando a algún punto inconcreto a través de mí, pareció pensar en voz alta:

—¿Qué es lo que sabemos acerca del tiempo? Algunos lo consideran una cuarta dimensión, otros una sustancia material. Es extraño. La paradoja de Einstein y el repiqueteo de un despertador por la mañana son incompatibles. Y continuarán siéndolo durante mucho, hasta que el tiempo nos revele sus secretos. ¿Es arbitrario o determinado, continuo o irregular, finito o infinito? ¿Tiene un principio, o nuestro pasado es tan ilimitado como nuestro futuro? ¿Y hay un cuanto de tiempo, como lo hay de luz? Es en este punto en el que divergí del gran Einstein. Fue en este punto cuando hasta Gordon, atrevido entre los atrevidos, aulló: «¡Es demasiado loco, Leszczycki, demasiado loco para ser cierto!»

—Y, ¿no cree, señor Leszczycki? —traté de interrumpir aquel monólogo que para mi resultaba casi incomprensible. Pero Leszczycki me cortó de inmediato, mirándome como alguien que ha sido despertado inesperada y rudamente:

—Perdóneme, Wacek, me había olvidado de usted. ¿Estudió alguna vez matemáticas?

Murmuré algo acerca de logaritmos.

—Eso es lo que imaginaba. No se preocupe. Trataré de explicárselo dentro de sus límites. Representamos la esencia física del espaciotiempo de una forma muy simplificada. Es más complejo de lo que parece. Si la cadena de los acontecimientos en el tiempo, no sólo en el mundo sino en la vida de cada individuo, fuera representada por algún tipo de línea convencional en el espacio tetradimensional, entonces a cada punto a lo largo de esta línea los acontecimientos y el tiempo se bifurcarían, cambiando y variando a lo largo de una infinita variedad de senderos, y en cada punto de esas bifurcaciones se volverían a bifurcar de nuevo en diversos sentidos, y así indefinidamente. Es como un árbol. ¿Quién puede saber en qué hoja aparecerá la gota de savia que se alza del suelo?

—¿Quiere decir que la víctima podría escapar del asesino, o el general evitar la batalla, si pasasen a una diferente rama del tiempo en un momento determinado? Debe estar usted bromeando, señor Leszczycki.

Pero Leszczycki no estaba bromeando.

—No cabe duda —insistió—. Sólo hay que hallar el punto de bifurcación.

—¿Y quién puede hacer eso?

—Yo puedo hacerlo, un poco. ¿No le interesa saber por qué puedo hacerlo?

—No. ¿Por qué un poco?

—La reconstrucción del tiempo hasta en la escala de un año es un proceso complejo. Se necesita una gran cantidad de energía: millares de millones de kilovatios, y yo he tenido que trabajar como un alquimista, más o menos como el solitario psicópata científico que sin duda ha imaginado usted. Así que, por el momento, sólo he hecho un selector. Naturalmente, este término es sólo aproximativo, pero el aparato tiene una función selectiva: selecciona el sector de bifurcación en donde comienza el sistema de lectura diferente. Tiene una capacidad de no más de una hora, a veces incluso menos, depende de la intensidad de cada tiempo, y es de acuerdo con esa intensidad como se ajusta el selector, puede escoger de todas las variantes de su futuro próximo la media hora, o la hora, más intensa.

—¿Y luego?

—Uno regresa al punto inicial. El aparato no está adecuado para utilizar mayor energía. Naturalmente, con las fuentes de energía de que dispone, digamos, la física nuclear, podría reconstruir el tiempo en la escala de un siglo ¿Y quién me iba a dar esos medios?, se preguntará usted. Probablemente el Pentágono me los daría. Y Hitler hubiera dado media Europa por esa posibilidad en el cuarenta y tres. Y cuando los Rockefeller comprendiesen sus implicaciones, me convertirían en un dios. Pero en ese punto yo digo francamente «no», y cierro la tienda. La humanidad aún no es lo bastante adulta para tal regalo.

—Pero están los Estados socialistas —dije.

—¿Para qué iban a querer reconstruir el futuro? Lo están construyendo por sí mismos, basándose en las premisas racionales de la realidad.

—Bien, siempre está el interés de la ciencia —apunté, tratando de aplacarlo un poco.

—Que en ninguna forma es compatible con el interés del comercio. Imagínese los anuncios: «Tiempos paralelos. Todas las variedades del futuro. Regreso garantizado». ¡No! Háganselo ustedes mismos. No fue por eso por lo que me pasé diez años en los bajos fondos científicos.

Un borracho miró desde la calle, y comenzó a tocar su armónica: no una canción, ni siquiera una melodía, sino simplemente la escala. La tocó una y otra vez, hasta que Anthony le gritó que aquello era un bar y no el Carnegie Hall, ante lo cual se silenció la escala.

—El gran Stokowsky comparó en cierta ocasión una escala a una escalera ascendida por un sonido camaleón. Si lo desea, puedo modular su siguiente media hora escala arriba. ¿De acuerdo?

—¿Vale la pena? —dije, haciendo una mueca—. ¿Qué es lo que puede pasar en la próxima media hora?

No contestó. Nos quedamos en silencio, yo con la intención secreta de sacármelo de encima, él con una inexplicable hosquedad comprimiendo sus labios casi exangües ¿Timador o loco? Lo más probable es que fuera lo último.

Unos diez minutos más tarde nos vimos atrapados por una lluvia de una tal intensidad bíblica que apenas si logramos llegar al refugio de un alero situado sobre una escalera de piedra que descendía hacia una tienda de verduras semisubterránea.

Miré mi reloj: eran las diez menos cinco. Por hábito, me lo llevé al oído. Todavía funcionaba.

—Aún sigue lloviendo —murmuró Leszczycki—, y no hay taxis.

—Alguien viene —dije, atisbando por entre la cortina de agua.

Dos puntos de luz aparecieron girando la esquina, atravesando como dos focos gemelos las cataratas de lluvia: los faros de un coche color amarillo brillante.

—¡Hey! —grité, saliendo de debajo del alero—. ¡Aquí!

—Esto no es un taxi —dijo Leszczycki. Pero el coche frenó y, lentamente, siguió avanzando a lo largo de la acera. No se detuvo, simplemente se abrió un poco una ventanilla, y por la rendija apareció el oscuro cañón de un arma.

—¡Al suelo! —gritó Leszczycki, tirando de mi. Pero ya era demasiado tarde: las dos ráfagas del arma automática fueron más rápidas. Algo me golpeó con fuerza en el pecho y en el hombro, derribándome contra el pavimento. Leszczycki se había doblado de una manera extraña, y estaba cayendo lentamente a una posición sentada, como si sus articulaciones, rígidas, ofrecieran resistencia.

La última cosa que vi fue la mancha roja en su rostro, allá donde antes había estado la boca.

Unos zapatos con protecciones metálicas resonaron sobre el pavimento.

—Uno de ellos aún está con vida —dijo alguien.

—De todas maneras morirá, pero no son ellos.

—Ya lo veo.

La bota con refuerzo metálico me golpeó en la cabeza. No noté el dolor. Algo se había roto en mi cerebro.

Luego oí la voz de alguien:

—Es otro de los trucos de Elzbeta.

—Me gustaría ocuparme de ella.

—Ve a decírselo a Copecki.

No oí más. Todo se apagó. Las voces y la luz.

Abrí los ojos y miré mi reloj. Las diez menos cinco. Estábamos como antes en la escalera, bajo el alero.

—Crucemos a la esquina —sugerí—. También allí hay un alero.

—¿Por qué?

—Conseguiremos antes un taxi. Aquello es una esquina.

—Vaya usted —dijo Leszczycki—. Yo me quedaré aquí.

Corrí hasta la esquina, al otro lado de la calle. Mi cabello y gabardina quedaron empapados de inmediato. Además, el alero de aquel lado era más estrecho, y por consiguiente también lo era el trozo de asfalto bajo el mismo; la inclinada cortina de agua me mojaba las piernas. Apreté la espalda contra la seca puerta y repentinamente, noté cómo cedía. Empujé con más fuerza y me hallé tras ella, en medio de una completa oscuridad. Mi mano extendida golpeó algo cálido y suave; lancé una exclamación.

—Silencio; y tenga más cuidado, casi me ha atravesado la mejilla —susurró alguien, mientras una mano invisible me empujaba hacia delante—. La puerta está frente a usted verá un pasillo y una habitación al final del mismo. Cuando entre…

—¿Por qué debería hacerlo? —interrumpí.

—No tenga miedo. Es ciego, aunque dispara con buena puntería. Muéstrese amable. Charle con él un rato, y espéreme. Regresaré pronto. —Una sonrisa coqueta, y la puerta de la calle volvió a abrirse y se cerró de golpe, inmediatamente. Tiré de ella. No cedió, y no podía hallar la cerradura. Llevaba una linterna pequeña en el bolsillo, que solía usar en los pasillos oscuros del hotel. La linterna iluminó un tenebroso descansillo y dos puertas, una hacia la calle, la otra hacia el interior del edificio. La que daba a la calle había sido cerrada, la otra se abrió suavemente bajo mi mano, y vi el corredor y una luz al final del mismo que brotaba de una habitación abierta al fondo.

Tratando de no producir ningún sonido, me aproximé a la habitación y me detuve en la entrada. Un hombre que llevaba una chaqueta de terciopelo negro y el cabello muy largo estaba cortando cuidadosamente un hueco rectangular en las páginas de un libro abierto. De no ser por el tono grisáceo de su cabello y las arrugas alrededor de sus ojos, podría haber sido tomado por un joven. Estaba sentado frente a una potente luz eléctrica: debían ser quinientos o mil vatios. Ningún hombre con una visión normal hubiera podido soportar el estar tan cerca de ella, pero aquel hombre era ciego.

—He encontrado un sitio ideal donde ocultarlas —me dijo en polaco—. Mira, todas las cartas caben dentro.

Tomó el montón de cartas metidas en sobres largos y las colocó en el hueco artificial hecho en el libro. Luego puso goma en las páginas no cortadas a los lados del hueco y las apretó para ocultar las cartas.

—Ahora lo agitamos. —Agitó el libro, aferrándolo por las cubiertas—, ¿Ves? No cae nada. Ni el mismísimo Poirot podría encontrarlas.

Yo permanecía inmóvil y en silencio, sin saber qué decir.

—¿Por qué estás tan silenciosa, Elzbeta? —dijo, volviéndose repentinamente más cauto. Y luego gritó, esta vez en inglés—: ¿Quién está ahí? ¡Quédese donde está!

Dejó caer el libro y tomó una pistola de sobre la mesa. El cañón había sido alargado con un silenciador. Dado que la apuntaba tan exactamente en mi dirección, resultaba obvio que su ceguera no le impedía en absoluto manejar el arma.

—Al menor movimiento, disparo. ¿Quién es usted? —preguntó. Estaba de pie, medio vuelto hacia mí, sin mirar, pero escuchando, como hacen los ciegos. Sin replicar, di un rápido paso hacia atrás. De inmediato se oyó un clic… Fue un clic, no el estampido de un disparo. La bala se clavó en el yeso, junto a mi oreja.

—Está usted loco —dije en polaco—. ¿Por qué ha hecho esto?

—Es usted polaco. Lo imaginé. —No estaba sorprendido en lo más mínimo, y no bajó la pistola—. Venga a la mesa, siéntese junto a mí, y no trate de quitarme la pistola: lo oiría. Venga.

Maldiciéndome a mí mismo por aquella estúpida aventura, fui a la mesa y me senté, extendiendo las piernas frente a mí. El cañón de la pistola siguió todos mis movimientos. Ahora me apuntaba al pecho. Lo podría haber agarrado, de no haber estado seguro de que dispararía antes.

—¿Viene enviado por Copecki? —preguntó el ciego.

—No conozco a nadie con ese nombre —dije.

—Entonces, ¿de dónde sale usted?

—De Polonia.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Salí de allí en diciembre del año pasado.

—No mienta.

—Le podría mostrar mi pasaporte, pero usted… —me detuve, confundido.

—¿Quiere decir que es usted comunista? —me interrumpió.

—Así es —respondí, desabrido. Aquel interrogatorio estaba empezando a irritarme.

—¿Por qué está usted aquí?

Se lo dije.
—Por alguna razón, le creo —dijo pensativo—. Pero, ha visto el escondite.

Miré el libro, con el rostro de Mickiewicz repujado en su tapa.

—Y las cartas —añadió en tono amenazador.

—Al infierno con sus cartas.

—Entonces, esperaremos a que ellos vengan a buscarlas. Vendrán sin falta. Tienen que hacerlo.

—¿Quiénes son ellos? —pregunté.

—¡Ssst! —susurró, y escuchó, tendiendo su cabeza de una forma rara, no como un hombre sino más bien como el oído en el cuento de hadas de Grimm. Yo no podía oír nada. El silencio mezclado con el sonido de la lluvia del exterior me rodeaba.

—¿Ha entrado alguien? —pregunté.

—Ni un sonido —respondió en un susurro—. Aún no han entrado. Ahora están abriendo la puerta con una llave maestra. Han cruzado el descansillo. Vienen.

Dijo esto último de una forma casi inaudible, apenas moviendo los labios. Pude oír el débil golpear de tacones con protecciones metálicas en el pasillo.

—Quédese ahí. Yo iré tras la cortina. Bajo ninguna circunstancia debe decirles dónde estoy. Y no tenga miedo, no empezarán a disparar. Necesitan las cartas. Dígales que están en la cómoda junto al diván. ¿De acuerdo?

Asentí. Moviéndose con la misma facilidad y ligereza que un fantasma, desapareció tras la cortina que dividía la habitación en su rincón más lejano. Yo me quedé sentado en la misma posición, esperando lo peor.

Dos hombres con gabardinas mojadas entraron en la habitación, empuñando metralletas. Uno de ellos llevaba un sombrero muy deformado encasquetado hasta los ojos. El otro tenía un semblante oscuro y no iba afeitado, con su húmedo pelo cayéndole en bucles. Se agitó como un perro cuando sale del agua.

—¿Dónde está Ziga? —preguntaron a la vez, en polaco. Entonces comprendí por qué al ciego no le había sorprendido que yo fuera polaco.

Dije lo primero que se me ocurrió:

—Estoy esperándole.

El que iba sin afeitar miró a su alrededor por la habitación y, repentinamente, disparó una ráfaga de su metralleta a los pliegues de la cortina. Esperé oír gritos, gemidos, pero no ocurrió nada.

Entonces ambos se volvieron hacia mí.

Éste es el fin, pensé, y apenas pude articular:

—¿Vienen a por las cartas? Están en la cómoda.

—¿Dónde?

Señalé hacia la cómoda situada junto al diván.

—Vaya y ábrala —me ordenó el que iba sin afeitar. Fui, y con manos temblorosas que ya no podía controlar abrí un cajón.

En el fondo del mismo había un montón de sobres blancos alargados. El que iba sin afeitar me empujó a un lado con su metralleta y miró al interior.

—Están aquí —dijo, y sonrió. No tuvo oportunidad de decir más. El clic familiar sonó vanas veces desde detrás de la cortina, y tanto el hombre del sombrero como su amigo sin afeitar cayeron al suelo, casi simultáneamente. No recuerdo qué fue lo que golpeó primero el suelo: si sus cabezas o las metralletas que se les escaparon de las manos.

—Se acabó. —El ciego salió de detrás de la cortina, sonriendo.

Tocó primero a uno, luego al otro, con el pie, y después se echó hacia atrás, como un bañista que prueba la temperatura del agua.

—Lo ha hecho bien, y hasta se ha ganado un premio, señor desconocido —dijo, entregándome lo que parecía una moneda grande—. Tome esto. Esta medalla puede llegar a serle útil. «Vivió para su patria, murió por su honor». —Se echó a reír, y luego, repentinamente, volvió a susurrar, de nuevo escuchando algo—: Ya vienen a por mí. No salga conmigo, voy por la oscuridad como un gato. Salga un minuto o dos después que yo. Dejaré la puerta abierta. Y no se retrase. Un encuentro con la policía en estas circunstancias no le resultaría muy agradable.

Tomó de sobre la mesa el libro que contenía las cartas y, sin echarse nada encima salió de la habitación. Sus pasos no vacilaron. Nada crujió en el pasillo, ni las maderas del suelo ni la puerta. Se movía completamente en silencio.

Esperé dos minutos, examinando la medalla que había recibido: un disco de bronce mate que llevaba en un lado el relieve de una cabeza con una corona de laurel, como la de un emperador romano, y en el otro una muchacha ataviada con una túnica que abrazaba una urna sobre un adornado pedestal. Alrededor de la cabeza imperial había una inscripción que decía: Josef Xiaze Poniatowski. Alrededor de la muchacha con la túnica estaban las palabras que ya había oído aquella tarde: «Zyl dla oyczyzny, umarl dla slawy». ¿Poniatowski? ¿Qué es lo que sabía de él? Un mariscal napoleónico emparentado con el último rey de Polonia, un gran jefe miliar y un fracasado político al que Napoleón le negó la ansiada corona polaca. Bonaparte le engañó, no se restauró Polonia como nación, y hasta en el apresuradamente concebido Ducado de Varsovia, a Poniatowski solamente se le dio el ministerio de la guerra. Murió espléndidamente en una de las campañas napoleónicas, olvidado por el emperador, cuyo trono estaba empezando ya a tambalearse. No fue Bonaparte, sino sus propios compatriotas polacos los que habían acuñado esta medalla, inscribiéndola con las palabras «Vivió para su patria, murió por su honor». Esta medalla debía tener un gran atractivo para ciertos emigrantes polacos contemporáneos, pero no para mí. Era inexacta, falsa ¿Por qué honor? ¿De quién? También los traidores han muerto por su honor, incluso Eróstrato. Sonreí interiormente ante el sentimiento con el que se me había entregado la medalla. ¿Cuándo y cómo podía llegar a serme de utilidad?

Me la metí en el bolsillo y, sin echar una mirada a los cadáveres, salí de la habitación. La puerta de la calle estaba entreabierta, chirriando sobre sus goznes. Me encontré en una calle vacía, con el repiqueteo del agua sobre el asfalto y la amarillenta luz de las farolas brillando entre las gotas de lluvia. De nuevo corrí al otro lado de la calle, hasta el alero bajo el que se encontraba Leszczycki. Aún estaba allí, contemplando los chorros de agua que danzaban frente a una luz. Y de nuevo me pareció que la cortina de lluvia se duplicaba, como si yo fuera un hombre que lo ve todo doble tras sentirse sobrecogido por un vértigo.

Miré mi reloj: las diez menos cinco. ¡Qué extraordinario! Pero si al menos había pasado media hora con Ziga. Me llevé el reloj al oído. Seguía funcionando.

—Aún llueve —dijo Leszczycki sin mirarme—. Y no hay taxis.

—Allí hay uno. Vamos —dije, y me adelanté para parar al taxi mientras surgía de la oscuridad.

—Yo no voy —dijo, rehusando—. No me gustan los coches amarillos.

No traté de persuadirle. Subí al coche y le di la dirección al conductor. Éste es un mundo libre, que se quede ahí si quiere hasta calarse. Entonces lamenté no haber tomado su dirección, después de todo, era un hombre divertido. Pero pronto me olvidé de él. Dentro del coche se estaba caliente, la velocidad a la que viajábamos me amodorraba, y mis pensamientos comenzaron a hacerse confusos. Traté de recordar lo que había pasado antes de mi encuentro con Ziga y no pude. Alguien había disparado, alguien había atacado a alguien. Quizá Leszczycki me lo había estado contando y lo había olvidado. Me parecía que en realidad me había estado explicando algo. ¿Qué había sido? Algo le había pasado a mi memoria, tenía una especie de vacío, una niebla en mi mente. Sólo podía recordar el último cuarto de hora. Dos hombres habían sido asesinados por Ziga desde detrás de la cortina. Había sucedido ante mis ojos. Y yo, sin preocuparme en lo más mínimo, había pasado por encima de los cadáveres y había salido. Lo extraño era que el tiempo se estaba deteniendo desde el momento en que nos habíamos protegido bajo el alero, desde las diez menos cinco. Miré mi reloj. Ahora eran las diez. ¿Era posible que solamente hubieran pasado cinco minutos?

Me volví hacia el conductor.

—¿Qué hora tiene usted?

En mi distracción, se lo pregunté en polaco. Pero en vez del natural: «¿Qué? ¿Qué ha dicho?», oí la familiar expresión polaca:

—¡Sangre de un perro! ¡Un compatriota! —La cansada y sudorosa cara se abrió en una amable sonrisa que mostró encías sonrosadas y dientes rotos. Sin embargo, aquel hombre duro vestido con ropa deportiva no era demasiado viejo: de treinta y siete a cuarenta años, ni uno más.

Estábamos llegando ya a mi hotel cuando repentinamente frenó y se acercó suavemente a la acera.

—Charlemos un poco, no me he encontrado con un compatriota desde hace una eternidad. Debía ser usted un niño cuando salió de Polonia.

—¿Por qué? —pregunté—. Vine legalmente este invierno.

Se congeló de inmediato, la sonrisa desapareció de su rostro, y su réplica fue vaga:

—Naturalmente, también es posible.

—Y usted, ¿por qué no vuelve a casa? —pregunté a mi vez.

—¿Quién me necesita allí?

—Siempre se necesitan conductores en todas partes.

Agitó sus grandes manos, tan anchas como palas, y sonrió de nuevo.

—También fui conductor en el ejército —dijo.

—¿En qué ejército?

—¿Qué ejército? —lo repitió como un reto—. En el nuestro. Desde Rusia a Teherán, de aquí para allá, llevados de la sartén al fuego. En Monte Casino me arrastré veinticuatro horas sobre el trasero… —Comenzó a cantar atonalmente—: «Amapolas rojas en Monte Casino…». Y aquí estoy de nuevo tras un volante, trabajando hasta matarme.

—Pues llene un impreso y vuelva a casa —le dije.

Escupió por la ventanilla, sin contestar. Me fijé en que no me había preguntado nada acerca de la Polonia actual.

—¿Quién me necesita allí? —repitió—. Aquí hallaré una cosa u otra, y tendrá su precio. Un poquito aquí y un poquito allá. Lo único que tiene que hacer uno es encontrarlo. Hay algunos de nosotros que están ocultando algo.

—¿Algo así como cartas? —pregunté sin pensar.

Se puso totalmente tenso, como un gato antes de saltar.

—¿Qué es lo que sabe usted de las cartas?

—Un grupo las está ocultando y otro grupo las está buscando. Es divertido —dije. Y añadí—: Ya hemos tenido nuestra charla, ya basta. Vamos a la esquina.

—¿Tiene un cigarrillo? —preguntó roncamente.

Encendimos.

—No puede despedirse usted así de un compatriota —me dijo con reproche—. Sé de un lugar no muy lejos. Vamos.

Recordé cómo Leszczycki se había reído de mi cautela, y asentí con temeridad. Grandes edificios oscuros no iluminados por anuncios se adelantaron a recibimos; los barrios extremos de una ciudad, incluso como ésta, suelen ser bastante oscuros. Cerré los ojos, sin intentar siquiera reconocer las calles. ¿Qué importaba dónde estaba aquel lugar? Finalmente el coche se detuvo frente a un bar con un cartel apagado. ¿Por qué estaba apagado?

—No lo sé. Un fusible fundido o algo así —respondió indiferente mi guía a mi pregunta—. Hay bastante luz dentro —añadió. Y desde luego, había bastante luz dentro.

A través de la empañada y sucia cristalera se veía una alta barra con sus botellas, dorados y superficie metálica. En el cristal del rincón había un letrero escrito a mano: Manan Zuber, café, té, pastelillos caseros.

El bar estaba cerrado. Mi chofer golpeó durante largo rato la puerta de cristal antes de que viniese alguien. Después de ver quién era, el cerrojo y la puerta se abrieron.

En la pequeña zona de la parte delantera del bar había unas cuantas mesas vacías en las que probablemente no se había sentado nadie desde hacía al menos una semana. Sus manteles de plástico negro estaban gases de polvo. El único ocupante de la barra estaba de pie, con casi todo su cuerpo recostado sobre la misma, bebiendo un vaso de algún líquido ambarino y charlando con la camarera. Al principio no me fijé en ella, era la típica camarera de cafetería, con el pelo muy cuidado y los ojos pintados. Aquí las deben producir en serie en alguna fábrica. Pero, un momento más tarde, sus ojos llamaron su atención: eran unos ojos poco comunes, inteligentes y divertidos, que ahora brillaban, ahora se empañaban, y hasta su color parecía cambiar a voluntad de su propietaria. Su compañero movía ocasionalmente la boca de una forma que hacia que se estremeciese la cicatriz de su mejilla izquierda. Empecé a lamentar el haber venido.

—Es tarde, Janek —dijo reprobadoramente la chica tras la barra—. Ya habíamos cerrado.

Pero mi guía hizo una seña autoritaria con la cabeza hacia una polvorienta mesa, le susurró algo a la hermosa camarera, me trajo un whisky con soda y, tomando del brazo al hombre de la cicatriz, fue con él tras la barra, donde se veía la entrada a una bodega iluminada.

—¿También es usted polaco? —me preguntó indiferente la muchacha.

Me eché a reír.

—Ahora pregúnteme si hace mucho que estoy fuera de Polonia.

—A mí me da lo mismo —dijo ella, y se dio la vuelta. Por entonces Janek y su compañero de la cicatriz se habían sentado a mi mesa.

—Janek dice que sabe usted algo de las cartas —dijo el de la cicatriz—. Así que cántelo.

—Sólo lo cantaré —dije burlonamente— para el «Trybuna Ludu».

—¡Menuda amenaza! En 1945 hacíamos picadillo de la gente como usted.

—¿Quieren que llame a la policía?

—Corte ya. Esto no es Times Square. Si quiere puede gruñir como un cerdo, y nadie le oirá.

Me volví hacia Janek.

—Es usted basura, no un compatriota.

Caracortada parpadeó, y las enormes manos de Janek se cerraron sobre las mías, apretándolas contra la mesa. Luché sin éxito: sus manos no se movieron.

—No estuvimos en la Gestapo, pero sabemos una o dos cosillas —dijo Caracortada dando chupadas a un cigarrillo—. Así que no va a cantar, ¿eh? —y aplastó el cigarrillo ardiendo contra mi muñeca. Grité de dolor.

—Estáis perdiendo el tiempo —intervino la camarera—. No sabe nada.

Caracortada sonrió y torció aún más la boca. Me pasó por la mente el que si uno le calase hasta las cejas un sombrero, sería, con todo detalle, el doble del hombre con la metralleta que había sido asesinado por Ziga.

—Cierra la boca. Elzbeta, antes de que te la cierre yo a golpes —estalló—. Mantenlo así, Janek, mientras traigo algo de abajo. Le soltará la lengua en un segundo.

Bajó a la bodega, y sus botas con refuerzos metálicos produjeron un sonido familiar en los escalones. Y aquel nombre. Me hizo dar un respingo ¿Sería también una coincidencia?

—¡Elzbeta! —grité—. Usted tiene que saber que no tengo ninguna carta. Estaba conmigo en casa de Ziga. Y él me dio una medalla «Vivió para su patria, murió por su honor».

El apretón de Janek se hizo inmediatamente menos fuerte. Elzbeta (quizá, después de todo, estuviese equivocado) salió lentamente de detrás de la barra.

—Suéltalo, Janek.

Janek dejó mis manos sin protestar.

—¿Sabe usted conducir?

Asentí, sin comprender por qué me lo preguntaba.

—Dame las llaves del coche, Janek.

De la misma forma obediente, el hombre le entregó las llaves.

—Entretén a Woycekh en la bodega, y no salgas hasta que te llame.

Elzbeta hablaba con inexplicable autoridad, aceptando como cosa natural la obediencia militar de Janek. No le miró, simplemente salió a la calle, abrió la puerta del coche con una llave, metió la otra en el contacto y me señaló en silencio el asiento del conductor.

—Apriete el acelerador a fondo hasta que llegue al puente —me advirtió—. Tratarán de agarrarle, pero tendrá diez minutos de ventaja. Pase el puente antes que ellos, gire en algún sitio y abandone el coche. Regrese a pie o en autobús. Woycekh tiene un Plymouth amarillo como éste, pero el motor no anda muy bien y no sé si le quedará gasolina. Y no me lo agradezca no tiene tiempo para ello.

Asentí en silencio, giré la llave del encendido, puse la primera y me fui tan suavemente como me fue posible. Tenía miedo de haber olvidado cómo conducir, por el mucho tiempo que hacia que no practicaba, pero el Plymouth se movía fácil y obedientemente. Recuperé todo mi valor y, clavando el pie en el acelerador, me puse tras una ambulancia que rugía ante mi y la seguí. Cuando vi el Plymouth amarillo detrás, me decidí a adelantar a la ambulancia. Así, al menos, no se atreverían a disparar.

¿Por qué me había llevado Janek a aquel bar? ¿Qué era lo que querían? ¿Cómo era que Woycekh se parecía tanto al pistolero muerto? ¿Por qué Elzbeta, al principio tan indiferente hacia mí, me había ayudado luego de una forma tan decidida? ¿Qué era lo que la había empujado: la mención de Ziga, la medalla, la frase? No podía encontrar ninguna respuesta racional a esas preguntas. De cualquier forma, no había tiempo. El Plymouth amarillo apareció tras de mí, o quizá me lo imaginé. Ya estábamos llegando al puente y, adelantando a la ambulancia, volé hacia su estructura casi luminosa, centelleante de luces. Los policías de servicio, con sus capuchas de impermeable caladas, pasaron a mi lado y quedaron atrás. La lluvia me salvó. Sin ella no habría podido cruzar por allí a tal velocidad. Giré en la primera travesía que vi. En la siguiente esquina oscura giré de nuevo, y repetí esa maniobra una y otra vez evitando las calles amplias y concurridas, y entonces frené. El cruce parecía familiar. Abrí la puerta del coche y corrí hacia el alero bajo la farola en el que había estado una hora antes con Leszczycki. Me apreté contra la pared, donde estaba más seco, y di un respingo: Leszczycki estaba de pie junto a mí, como antes, contemplando cómo las gotas de lluvia pasaban ante la luz. Era como si acabase de surgir de la noche, la lluvia y la débil luz de la farola. Y algún pensamiento confuso e involuntario me hizo mirar el reloj. Justo lo que imaginaba, las diez menos cinco. Algo absurdo me estaba ocurriendo, los acontecimientos y la gente iban y venían, y el tiempo mismo parecía desdoblarse como la lluvia en la luz. En una órbita yo era arrastrado en un torbellino de acertijos y sorpresas, sorbido hacia acontecimientos, golpes de suerte y aterradoras experiencias, y en la otra permanecía prosaicamente bajo un alero, esperando un taxi.

El vuelo del tiempo siempre comenzaba con la doliente frase de Leszczycki.

—Aún llueve, y no hay ningún taxi.

Ahora estaba comenzando de nuevo, y yo no podía detenerlo. Ya no me controlaba a mí mismo. El tiempo me controlaba tanto a mí como a mi reloj, devolviéndome insistentemente al mismo instante, sólo que esta vez no vi el taxi. ¿Y si fuera a pie? «No estás hecho de azúcar, no te disolverás», me decían cuando niño. Y comencé a caminar decidido bajo la espesa lluvia, sin siquiera decirle adiós a Leszczycki. Pero el tiempo me controlaba, y no valía la pena intentar nada. Caminé media manzana y me detuve: dos figuras con gabardina y abultados bolsillos se acercaron hacia mí.

—Ya empieza —suspiré, y recordé las historietas, con su invariable repetición de personajes estereotipados. Uno de ellos llevaba un sombrero calado hasta las cejas, y reconocí de inmediato la boca torcida y la cicatriz de la mejilla. El otro se quedó más apartado en la oscuridad, repleta del sonido de la lluvia.

—¿Tiene lumbre? —preguntó Woycekh, no reconociéndome o fingiendo no hacerlo. Yo también podía jugar a aquel juego. Saqué un encendedor y un arrugado paquete de cigarrillos de mi bolsillo.
Mientras encendía su cigarrillo, movió el encendedor, iluminando mi rostro, y una voz desde la oscuridad preguntó:

—¿No será usted polaco?

—Y si así fuera, ¿qué? —repliqué.

—¿Por casualidad no sabrá de ningún lugar cerca de aquí donde se reúnan nuestros compatriotas?

—Naturalmente que sí —dije, retardando las cosas… aún no comprendía su juego—. Está el sitio de Marian Zuber: café, té y pastelillos caseros.

Oí una risita apagada; Woycekh me dio una palmada en la espalda.

—Llegas tarde, señor contacto. Llevamos mucho rato esperándote…—Y me llevó hacia algo que hasta entonces había permanecido oculto por la oscuridad y la lluvia, y que resultó ser el Plymouth amarillo.

Poniéndose tras el volante, el compañero de Woycekh me sonrió, mostrándome una hilera de dientes rotos… Janek. Tampoco él me reconoció.

Decidí proseguir con la técnica del ariete:

—¿No nos hemos visto antes, amigos? Vuestras jetas me son familiares.

—Un hombre marcado es la dicha del sabueso.

Woycekh estuvo de acuerdo.

—Quizá nos hayamos encontrado alguna vez, ¿quién sabe? —Y luego añadió—: ¿Qué es lo que quiere Copecki?

—Como si no lo supierais —sonreí, tan descuidadamente como pude—. Las cartas, por supuesto.

—Nosotros también las queremos —rió Woycekh. Dándose la vuelta, hasta me guiñó un ojo ¿Sería verdad que no me había reconocido?—. ¿Quieres decir que Dziewocki tiene las cartas? —prosiguió—. Lo suponía. Así que agarramos a Dziewocki y se lo entregamos a Copecki. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —acepté, no muy seguro.

—¿Estáis dispuestos a repartir? —preguntó repentinamente Woycekh.

Dudé.

—¡Y se lo piensa! ¿Sabes cuánto se puede sacar por esas cartas? ¡Un millón! ¿Por qué entregar a Dziewocki a alguien? De alguna manera le sacaremos nosotros mismos esas cartas, y el millón será nuestro. Di que sí, y cerramos el trato.

—Es mucho dinero —dije, dubitativo.

—¡Tonterías! —respondió despectivamente—. Tendremos a todos los padres de la emigración sobre un montón de mierda. El fallecido Leszczycki sabía lo bastante de ellos como para hacer que todos los demás parezcamos angelitos. Y será el responso de Copecki y los Krihlak y todos los demás.

Finalmente, Janek detuvo el coche. En la cristalera del café se veía el signo familiar: «Café, té y pastelillos caseros». Pero, en lugar de Marian Zuber, el nombre era Adam Dziewocki. El bar no estaba cerrado con llave, pero ya habían recogido. Las sillas y las mesas estaban amontonadas las unas encimas de las otras. Un joven italiano con largas patillas barría el serrín húmedo del suelo.

—¿Dónde está Adam? —gruñó Woycekh, escupiéndole el chicle a la cara del camarero.

—Está usted loco —gruñó el hombre, limpiándose el rostro.

—No te apartes del tema ¿Dónde está Dziewocki?

—¿Se refiere al antiguo propietario? —dijo el italiano, haciendo una suposición.

—¿Por qué antiguo?

—El bar ha cambiado de dueño.

—¿De quién es ahora?

—Mío.

Intercambiamos miradas. Resultaba claro que nuestros pájaros habían volado. De la puerta brotaron unas palabras:

—¡Manos arriba todos!

En la puerta abierta había policías con metralletas. Janek y yo levantamos las manos. Pero, repentinamente, Woycekh saltó hacia delante y me empujó contra la puerta y los policías. Un impacto aún más fuerte me envió de vuelta atrás, a la oscuridad.

Desperté de pie frente a la puerta, bajo el alero. La lluvia estaba rugiendo como antes, y las siluetas de todo lo que me rodeaba se perdían tras una cortina acuosa. Me dolía la cabeza, y apenas si pude oír las últimas palabras de Leszczycki junto a mí:

—…y no hay ningún taxi.

Y, de hecho, no había taxis. No podía recordar cuánto tiempo llevábamos esperando uno. En realidad, no recordaba nada. Un enorme chichón semejante a un tumor había aparecido en mi sien, debajo de mi pelo, como si algo hubiera caído sobre mi cabeza. ¿Cuándo? ¿Cómo? Traté de recordar y no pude. De repente, cosas familiares aparecieron en mi mente, surgiendo y luego difuminándose y estallando como burbujas de gas en un pantano, rostros, nombres, coches, una ambulancia, un Plymouth amarillo…

Miré a mi alrededor, y lo vi en la esquina opuesta bajo una farola similar a aquella junto a la que nos encontrábamos.

—Mire eso —le dije a Leszczycki—. Quizá nos lleve.

—¿Puede ver al conductor?

Éste había salido del coche llevando algún tipo de bastón o tubo, y pasaba bajo un alero de la acera.

—¿Para qué llevará ese bastón —pregunté sorprendido—. ¿Acaso es cojo?

—Es una metralleta, no un bastón —me advirtió Leszczycki—. Hable en voz baja.

Repentinamente recordé aquella habitación, y al ciego Ziga, y a los pistoleros muertos. Pero uno vivo estaba ahora junto a la puerta esperando a que se abriese. Y se abrió, dos figuras sacaron algo que parecía una alfombra enrollada. El conductor con la metralleta abrió la puerta del coche y me dispuse a correr tras él.

—¿Adónde va? —siseó Leszczycki, agarrándome por la manga.

—Tengo que ayudar.

—¿A quién? ¿Está seguro de que no es ya un cadáver? ¿Y con qué va a enfrentarse a las metralletas, señor Quijote de la Mancha, con las manos desnudas y una estilográfica?

En aquel momento el viento nos trajo sus voces.

—Es un libro, lo tenía en las manos.

—Agítalo tal vez caiga algo de su interior.

—Ya lo he probado. No hay nada.

—Entonces tíralo. Ya no va a leer más.

Alguien tiró el libro, que fue iluminado por la farola mientras caía tras el coche. Cuando se hubieron marchado lo recogí. Sólo estaba mojado en su parte exterior, las gruesas tapas con el repujado de Mickiewicz lo habían protegido de la lluvia. Una parte de sus páginas estaban pegadas, y yo sabía lo que se ocultaba en su interior. Juro que me preocupaba el Mickiewicz. Hubiera sido interesante saber cuántos versos habían sido sacrificados para hacer el hueco.

Bajo la lluvia, no podía examinar el libro. Me puse el Mickiewicz en el bolsillo de la chaqueta porque mi gabardina ya estaba enteramente calada.

—Estoy totalmente empapado —dije, mientras regresaba junto a Leszczycki—. ¿Qué cree que ha ocurrido aquí?

No respondió. Repentinamente, algo cambió de posición, quizá la luz de la lluvia, o las nubes repletas hasta rebosar de cálida agua ¿O sería tal vez el tiempo?

Mi gabardina estaba seca como si la lluvia hubiera empezado hacia tan sólo un momento y hubiéramos conseguido llegar a aquel alero a tiempo. Las diez menos cinco, como me confirmó voluntariosamente mi reloj. La pesadez que embotaba mi cerebro desapareció de pronto. Lo recordé todo.

¿Qué tipo de escala me había prometido Leszczycki? Una hora o media hora vivida de una forma diferente en cada peldaño de la escalera. Conté los cambios, seis. Éste era el séptimo. Eso quería decir que todavía quedaba uno. El discutir con Leszczycki la odisea que había creado carecía ahora de todo significado. El que se hallaba allí no era Leszczycki, era un personaje de película que estaba produciendo un hombre de otro tiempo Ahora comenzaría a recitar su papel.

—… y no hay ningún taxi.

—Pero usted acaba de ver uno.

—¿Dónde?

—En la esquina opuesta. Un Plymouth amarillo.

—Está bromeando.

—Y vio a su conductor, con una metralleta, y todo lo que sucedió luego.

—Estas bromas mejor gásteselas a su mecanógrafa.

—¿Quiere decir que no vio nada?

—No estoy borracho.

Eso era cierto ¿Cómo podía este Leszczycki saber lo que el otro Leszczycki había visto en otro tiempo? Ahora iba a abandonarle para iniciar otra órbita embrujada. A mi mente llegó el recuerdo de una profecía de un cuento de hadas infantil: Toma el camino de la derecha, y encontrarás mala suerte; toma el de la izquierda, y el infortunio te seguirá. En otras palabras, no había elección posible. Así que adelante, valiente héroe, ve a donde te llevan tus ojos.

Y fui. Mi gabardina estaba de nuevo calada, el agua goteaba por mi pelo, descendía por mi nuca y me producía escalofríos, aunque en realidad no hacía mucho frío, el aire se había calentado por la atmósfera viciada que se alzaba de la ciudad durante el día. Mis ojos apenas vieron a la gente que se acercaba a mí o a la que yo adelantaba en mi camino: eran simplemente sombras empapadas por el agua que cruzaban a mi lado. Por extraño que fuera, la abundancia de líquido que había a mi alrededor me daba deseos de beber, pero las ventanas apagadas visibles a través de la cortina de agua no ofrecían la promesa de nada que pudiera apagar mi sed. No recuerdo cuántos minutos o metros caminé bajo la lluvia hasta que frente a mí apareció el primer ventanal iluminado de un café. Pero no entré en él de inmediato. Me detuve ante las palabras escritas en la cristalera. Las leí como Baltasar leyó en el banquete la profecía que anunciaba su muerte: Mene teke fares.

Café, té, pastelillos caseros.

Naturalmente, podía pasar de largo, nadie me obligaba a entrar. Pero algo pareció cambiar un poco, no algo que estuviera fuera de mí, ni la lluvia, ni las nubes del cielo, ni la semioculta silueta de la ciudad bajo el agua. Era algo dentro de mí mismo, en algún centro nervioso de mi cerebro. En alguna parte de esas células invisibles, las sustancias químicas que contenían habían registrado en algún momento, en un código extremadamente complejo, unos rasgos de carácter tales como la cautela, el desagrado ante el peligro, deseos de evadir el riesgo y lo desconocido.

Pero ahora, repentinamente, el código cambió de forma, la química varió, y el registro tomó un nuevo sentido.

No obstante, miré a mi alrededor antes de entrar, y en una esquina vi el Plymouth que, por aquel entonces, conocía hasta en sus menores detalles. No había conductor alguno, y la llave colgaba descuidadamente del contacto. ¿Quién estaba allí dentro? ¿Janek o Woycekh? Simplemente me eché a reír ante la idea del próximo encuentro y empujé la puerta.

El bar estaba cerrando o ya había cerrado, porque me encontré ante el silencio y el cliqueteo de un ábaco: el encargado del lugar había abierto el cajón del dinero, y estaba sumando las entradas a la manera de su abuelo. Era notable que en todos los cafés polacos con los que me encontraba en mi odisea hallase las mesas y las sillas amontonadas las unas encima de las otras.

Pero el encargado me recibió como tal:

—¿Whisky con soda? —preguntó.

Le expliqué que prefería tomar un poco de café o té y algunos pastelillos caseros.

—No hay nada de eso —dijo—. Sólo puedo darle whisky: tanto como quiera.

Le respondí que no tenía inconveniente en pagar por un whisky, que podía tomarse él mismo, pero que yo prefería beber una limonada. Cuando hube apurado un vaso lleno recogí las monedas sueltas que tenía en el bolsillo y las deposité sobre el tablero de plástico de la barra. La medalla de bronce con el perfil imperial resonó entre las monedas. La aparición de la medalla en mi bolsillo fue menos sorprendente que la forma en que el camarero la miró. Lo reconocí de inmediato: el pelo rizado, la sombra gris en sus mejillas. Era uno de los visitantes nocturnos asesinados por Ziga. Y de nuevo me sorprendió menos su resurrección que la mezcla de asombro y miedo que expresó su pálido rostro. Rápidamente, recogí la medalla y la guardé.

—Vivió para su patria —dije.

—Murió por su honor —me respondió como un eco; y luego añadió, con obediencia militar—: ¿Cuáles son sus órdenes, señor?

—¿Es ése el coche de Janek? —pregunté, mirando hacia la puerta.

—Es el de Woycekh —respondió.

—¿A quién trajeron?

—A la chica.

—¿Elzbeta? —dije, dubitativo.

—Así es. Ha ido a decírselo a Copecki. Nuestro teléfono está estropeado.

—¿Regresará pronto?

—Sí… El teléfono público está sólo a media manzana de distancia.

—¿Dónde está la chica?

Señaló con un dedo a una puerta en el rincón.

—Quizá le pueda ayudar —me dijo.

—No es necesario.

Entré en una habitación que evidentemente servía a la vez como oficina y almacén. Entre cajas de latas de conserva y cervezas, el enorme refrigerador y estantes de botellas y sifones, yacía Elzbeta, envuelta en un trozo de alfombra. Otra coincidencia: antes creí que era Ziga el que estaban llevando al coche, y ahora resultaba que era Elzbeta quien yacía ante mí, atrapada de la misma manera. No había ni una gota de sangre en su rostro casi cerúleo, y ningún rastro de color en sus labios u ojos. Se parece más a una muchacha de algún colegio de monjas que a la imperiosa belleza que, hacía ya no sabía cuántas horas o minutos, me había salvado la vida.

Me incliné sobre ella, y sus párpados cerrados ni siquiera se agitaron; estaba sin sentido. En mi mente no cabían dudas ni incertidumbre; sólo una cosa me preocupaba: ¿tendría tiempo antes de que regresase Woycekh? La crisálida de alfombra se movió un poco cuando la cogí entre mis brazos. Desde luego, señor Leszczycki, tenía usted razón. Mis músculos me sirvieron para algo.
Al empujar la puerta con el pie casi derribé al suelo al camarero; evidentemente había estado observando por el ojo de la cerradura o la rendija de la puerta.

—Tenga más cuidado la próxima vez, amigo, si hace esto, corre el riesgo de quedarse sin ojos —reí, mientras pasaba junto a él con la chica en brazos.

No lo convencí. Simplemente se quedó pensativo un minuto. Era obvio que la situación misma y mi tono de voz lo dejaban dudando.

—¿Puedo ayudarle, señor? —preguntó.

—Quédese donde está —dije secamente—. Llevaré a la chica al coche, y esperaré allí a que venga Woycekh. Y no quiero peros.

Agitó afirmativamente la cabeza, abrió la puerta de la calle, y tuve la impresión de que se situaba tras la inscripción en los cristales, quizá pensando que yo no captaría su maniobra desde la calle. Ni siquiera me molesté en volverme. Dejé a la aún inconsciente Elzbeta en el asiento delantero del coche. Aquel último modelo de Plymouth, aunque maltratado y chillonamente repintado, era confortable y muy amplio por dentro. La chica resultó ser tan pequeña y delgada que podía permanecer acostada en el asiento con sólo doblarle un poco las rodillas. Entonces di la vuelta al coche con mucha calma, y estaba abriendo la portezuela del lado del conductor cuando repentinamente alguien me sujetó con fuerza del hombro. Me di la vuelta. Woycekh: el mismo sombrero calado hasta los ojos, la misma boca torcida.

—¿Al caballero le gusta este coche? —Hizo una mueca—. Entonces espero que pierda un minuto en firmarme un cheque.

—Mira dentro, imbécil —dije.

Se inclinó para mirar al interior del coche, y luego se alzó. En aquel segundo recordé los tres últimos rounds del campeonato de Varsovia hacía algunos años. Mi oponente había sido Prohar, un estudiante de cuarto que se entrenaba con Walacek y que, como éste, era ágil y tenía puntería, pero cuyos puñetazos eran débiles. Yo no poseía ninguna velocidad o puntería especial, y la única cosa en que confiaba era en mi golpe de izquierda subiendo, un clásico golpe de knockout. Prohar estaba ganándome claramente a los puntos, y yo seguía tratando de colocarle mi golpe, esperando que bajase la guardia. No lo hizo; perdí, y abandoné el boxeo, como el campeón ruso Shatkov después de su derrota en Roma. En mi patria aún se hablaba casi triunfalmente de cómo se había convertido en uno de los principales profesores de una universidad, había conseguido su doctorado, y eso pese a que aún seguía colgando sus guantes en su despacho. Yo también colgué los míos en mi habitación, como recuerdo, aunque pronto olvidé todo lo relacionado con ellos excepto una cosa: mi golpe maestro, que no logré colocar cuando más lo necesitaba. Lo recordé ahora como un reflejo condicionado, y cuando Woycekh se alzó, quedando totalmente abierto como un novato en su primer combate, le golpeé con la izquierda desde muy abajo, apuntando a su expuesta mandíbula. Puse toda la fuerza de mis músculos y todo el peso de mi cuerpo en aquel golpe, todo lo que tenía. Completamente sin sentido, el cuerpo de Woycekh giró sobre si mismo y se derrumbó en medio de la calle. «Mandíbula de cristal», hubiera dicho de él nuestro entrenador.

Más que meterme en el coche, me zambullí en él. Me senté en el mismo borde del asiento y me incliné, aplastándome tanto como me fue posible sobre el volante. ¡Justo a tiempo! Algo estalló sobre mi cabeza, dejando dos agujeros redondos en el cristal de la ventanilla lateral y en el parabrisas.

La segunda bala rozó el techo sin siquiera entrar dentro. Escapé de la tercera aplastando mi pie contra el piso del coche y adelantando de forma suicida a un camión cargado de barriles. El que disparó debió ser el camarero y no Woycekh, que seguramente aún no debía haber recobrado el conocimiento.

Conducir en tales circunstancias era difícil y peligroso. Resbalaba del asiento, y además me confundía la calle a oscuras: no sabía a dónde llevaba, así que me detuve. Colocando la cabeza de Elzbeta sobre mis rodillas, giré hacia otra, más iluminada y con más tráfico, tratando de imaginar cómo regresar al hotel o al menos al cruce en el que había permanecido con Leszczycki, pues la casa de Elzbeta estaba enfrente. La muchacha no se había movido ni abierto los ojos. Cuando la había alzado se había limitado a parpadear ligeramente. Tuve la impresión de que se hallaba consciente, que llevaba así bastante tiempo, y que únicamente no abría los ojos porque deseaba averiguar lo que había pasado y adonde la llevaban de nuevo.

Entonces empecé a hablar. Mirando hacia la confusión de la lluvia, el asfalto mojado y las farolas semiocultas por la cortina líquida, hablé y hablé, casi sin aliento y confundido, como si delirase.

—Soy un amigo, Elzbeta. Ahora soy tu mejor amigo, aunque no sepas quién soy ni de dónde vengo. Pero tú me has salvado la vida hoy mismo, en otro tiempo, es cierto, por lo que no lo recordarás. Pero sí debes recordar los versos de Mickiewicz y amarlos. Fue tu libro el que Ziga mutiló tan sacrílegamente. Te recitaré dos versos, el inicio de un soneto, ¿lo recuerdas?: «Viajando por el camino de la vida, cada cual con nuestro propio destino, nos encontramos tú y yo, como dos buques en la mar». Vuelve a leerlo si ha sobrevivido. Tengo el libro, y las cartas siguen en él, allá donde Ziga las escondió hoy ¿pero fue realmente hoy? Me dio una medalla, ya te he hablado de eso Quiero devolverle el volumen de Mickiewikz.

Abrió los ojos, y no demostró la menor sorpresa al hallar un rostro desconocido ante ella.

Dijo, triste y amargamente:

—Han asesinado a Ziga. Pero no hallaron las cartas. Quería llevarlas a nuestra embajada, sólo que —sus palabras sonaron dubitativas—, ¿es realmente nuestra?

—Es nuestra, Elzbeta. ¡Nuestra! De nuestro país. Las llevarás allí tú misma, y yo te acompañaré. Luego regresarás a Varsovia —proseguí, aún en mi febril delirio—. ¿Hay algún lugar en el mundo más bello que Varsovia?

—No recuerdo. Yo era una niñita, muy, muy pequeña. —Su voz sonaba amarga—. Pero, ¿qué queda de Varsovia? Cascotes.

—La han reedificado de nuevo, Elzbeta. Habéis sido engañados, todos los emigrantes habéis sido engañados. La ciudad vieja está como antes.

Iba a contarle cómo había sido resucitado aquel maravilloso rincón de la vieja Varsovia, pero en aquel segundo entramos a toda velocidad en una oscuridad en la que Elzbeta, la ciudad y yo ya no existíamos.

Desperté en la oscuridad, en otro marco: no en el coche, sino en el mismo cruce con Leszczycki. La lluvia que había asaltado la ciudad con su breve invasión masiva se estaba yendo hacia el este, dejando tras ella un cielo repleto de estrellas y una calle igualmente negra repleta de los reflejos de las farolas. Eran las diez menos cinco. Leszczycki me miró y sonrió.

—Como ve —dijo—, ha pasado únicamente el tiempo que hubiéramos necesitado para llegar desde el bar hasta este cruce. Pero toda la escala ha sido tocada ya.

No le pregunté qué escala. Me miró con comprensión y simpatía, como si supiese todo por lo que había pasado. Pero en esto me equivocaba.

—No sé nada, Wacek —añadió—. Yo no estaba con usted. Le rodeaba gente de otro tiempo.

—Pero, ¿eran la misma gente?

—Por supuesto.

—¿Qué fue? —quise saber—. ¿Una alucinación inducida?

—¿Qué es lo que usted cree?

—No lo sé. Me gustaría mucho saber cómo acabó la última toma.

—¿Cómo ha dicho? ¿Una toma? ¿Por qué dice eso?

—Una toma es un término que se usa en cine —expliqué—. Habitualmente filman distintas variantes de cada escena. Las llaman tomas.

Se sintió complacido con la comparación.

—Una toma —repitió—. Una toma. Tal vez su toma siga aún en su propio tiempo. ¿Quién sabe? Ni siquiera yo sé muy bien cómo funciona esto. El tiempo es como una botella de ginebra: dejé caer un poco, y ahora me alegra haberle podido recoger. —Extendió la mano—. No se ofenda. Wacek. Sólo quería ayudarle a probar sus fuerzas, es algo que siempre sirve. Quizá haya crecido algo y ahora sea usted un poco más sabio. No se irrite con un viejo.

—No estoy irritado —dije—. Simplemente no comprendo.

—Ni tiene por qué. Sólo tiene que pensar que le gasté una broma. Hay bromas muy estúpidas. —Suspiró y, sin decir adiós, se marchó, pasando junto a peatones que habían aparecido de algún sitio.

Como nosotros, debían haber estado esperando a que cesase el repentino aguacero, y ahora se apresuraban a seguir sus caminos.

Pero yo no me apresuré, sino que traté de aclararme acerca de lo que había pasado. ¿Había sido un sueño? Pero no había estado dormido ni adormecido, aunque hubiera perdido el conocimiento. ¿Hipnosis? Jamás había oído hablar de esa forma de hipnosis. Además, ¿era posible? Seis diferentes alucinaciones instantáneas en una milésima, quizá incluso en una millonésima de segundo. ¿Y podía una alucinación producir una quemadura? Me alcé la manga, y vi claramente la marca azul púrpura dejada por el cigarrillo de Woycekh, y el despellejamiento de los nudillos de mi mano izquierda: otra señal de mis encuentros con Woycekh. ¿Y la medalla? ¡Naturalmente, allí estaba! La saqué de mi bolsillo y la contemplé a la luz. No era una medalla fantasmagórica, no era ilusoria, sino que se trataba de una verdadera medalla de bronce viejo. El grabado de Poniatowski con la corona de laurel sobre su frente y la inscripción que la rodeaba: «Vivió para su patria, murió por su honor…». Todo aquello no era fantasmal, ilusorio. Podía palpar cada letra.

Y el volumen de Mickiewicz estaba en su sitio. No lo saqué, simplemente palpé el perfil repujado en la portada. Así que todo había pasado realmente. No era una alucinación, ni un sueño, ni una visión hipnótica. La pitillera de Leszczycki había tocado su escala para mí, y me había hecho vivir media hora o una hora, cada vez de una forma distinta. Realmente había yacido con el pecho perforado por las balas, había corrido para salvar mi vida en una loca carrera automovilística, había luchado por el honor de Elzbeta, me había convertido en el propietario de las cartas cuya publicación aterrorizaba tanto a los emigrantes blancos.

La medalla, el libro de Mickiewicz y las cartas eran visitantes de otro tiempo. Quizá en el nuestro tuvieran sus contrapartidas, pero ¿cambiaba eso algo? Ziga deseaba llevar las cartas a la embajada, y yo prometí ayudar a Elzbeta en eso. ¿Había pasado todo en un mismo tiempo, o había pasado en realidad? Lo importante era que ahora yo era dueño de mi propio tiempo.

Sin dudar, sin detenerme a pensarlo, caminé con determinación, cruzando la calle hacia la muy familiar puerta que había enfrente.