Contacto, de Valeri Polischuk

Para llegar al metro Lukomski tenía que bajar nueve tramos de escalera de diez peldaños cada uno y hacer luego trescientos cuarenta y dos pasos. Aquella mañana había dado ciento sesenta y ocho cuando lo detuvo una voz afónica:

—Buenos días, Valen Lukiánovich.

Perdiendo la cuenta, Lukomski frenó en la acera resbaladiza y, fastidiado, contestó:

—Buenos días, chico.

Aquel ser tocado con gorro infantil, de piernas flacas y zapatos demasiado grandes se encogió de frío y dijo de modo apenas audible:

—Parece que usted no me reconoce. Soy Serguéi. De Lípetsk.

Calló un instante, tragó nerviosamente saliva y recordó a Lukomski:

—Soy su hijo.

Sólo entonces el hombre de pronto se percató, no sin horror, que estaban ya a treinta de diciembre, día que empezaban las vacaciones escolares de Año Nuevo. Ciertamente, su exesposa le había advertido por teléfono una semana atrás que le enviaría al hijo, poco aplicado en los estudios, para que lo enderezara y procurase mejorar su salud. Lukomski evocó a unos padres corajudos que había visto por la televisión y dijo con voz aterciopelada de barítono:

—Me alegro de verte. Pero ahora voy al trabajo. Aquí tienes la llave de mi apartamento. El número 318. Come algo de lo que encuentres en la nevera. Yo, amigo mío, estaré de vuelta al anochecer.

Continuó su camino contando como siempre los pasos, pero apenas contó doce, se sintió malhumorado por haber imitado aquella voz de barítono y utilizado aquel ambiguo trato de “amigo mío”.

Con tal estado de ánimo, insólito en él, se relajó, por lo cual perdió en el tren la oportunidad de ocupar el asiento aislado junto a la puerta que solía ocupar todos los días. Llegó a la oficina desazonado.

—Dime, qué piensas. ¿Crees válida la teoría cuadrática? —Aquello era de esperar. Hoy iba de mal en peor. A Lukomski le gustaba programar la jornada de trabajo y sólo se sentía bien si todo encajaba con el guion que se hacía. El de hoy contemplaba que hasta el almuerzo trabajaría en la fórmula ideada la semana anterior. Pero sucedió que a la entrada le interceptó el paso Plashkin, colega del departamento de teoría, ya muy excitado. Tratándose de Plashkin, aquello iba para largo. En el Instituto de Contactos Interplanetarios lo sabían todos.

—No se trata únicamente de esa teoría —continuó susurrándole Plashkin—, sino también de que Filimónov decidió derrumbar al director. Pero, ¿qué dirá el Consejo? Por eso te pregunto qué piensas tú. Cuando se enfrentan unas fuerzas grandes, todo puede depender de las pequeñas, de ti y de mí inclusive. En efecto, ha llegado la hora de derribar a Búrtsev. En el comité sindical todos hemos llegado a esta conclusión. La teoría cuadrática es obsoleta ya. Por otra parte, puede ser que a Filimónov le falte pujanza…

Lukomski dejó de escucharlo. Contrariado, pensó que debería sobreponerse a su cansancio y gestionar un laboratorio para él solo. Creía que cuanto más importante era el cargo que desempeñaba uno, tanta más tranquilidad tenía y tanto menos eran quienes pudiesen trastornar los planes de trabajo que se trazaba. De ser él jefe de laboratorio, ¿acaso Plashkin habría venido a fastidiarlo ahora con su charlatanería? Y si lo hiciera, qué fácil sería decirle “perdóname, tengo una reunión” y encerrarse en su despacho.

Según la teoría cuadrática, la probabilidad de topar en el cosmos con otros mundos habitados dependía de la densidad que tenía la sustancia estelar en cada Galaxia, de la forma y edad de esta. Todo lo cual se expresaba en una lacónica y armoniosa fórmula matemática. El profesor Búrtsev, director del Instituto, la inventó hacía treinta años largos y consiguió que construyesen este edificio inmenso, objeto de la envidia general. Pero ahora se aproximaba la hora del desquite, como solía decir en medio de sus correligionarios el vicedirector Filimónov. Los radiotelescopios habían explorado cuanto brillaba, resplandecía o titilaba a distancia de miles y millones de años luz en los sectores del Universo escogidos con arreglo a la fórmula Búrtsev, pero no se logró captar señal alguna emitida por seres inteligentes, ni respuesta alguna a los textos ingeniosamente cifrados que todos esos años se habían enviado desde la Tierra y los satélites artificiales. Filimónov reventaba de satisfacción y se aprestaba a librar decisivas batallas administrativas, para lo cual se había aprovisionado de los cómputos oficiales referentes a las sumas desembolsadas para comprobar aquella teoría absurda.

Mientras Plashkin le estaba dando la lata, Lukomski evocó la mandona voz de bajo del vicedirector y a su secretaria, casi siempre asustada, buscando con urgencia en la biblioteca alguna cita en latín que su jefe necesitaba para incluir en la carta que estaba redactando a un colega extranjero. De repente sintió una absurda e irracional compasión por el viejo director. No importaba que este estuviera ya fuera de la lid y que pasaron como ocho años sin que algo mejorase en el instituto. Tampoco importaba que su teoría hubiera envejecido. Hacía mucho tiempo un periodista escribió:
“Conversando con el profesor Búrtsev, uno no puede dejar de recordar que en la época de su juventud la ciencia era un oficio a que se dedicaban los hombres cultos”.

Lukomski pudo deshacerse de Plashkin sólo al cabo de una hora. Por eso decidió aplazar para una hora el almuerzo.

Nada puede resistir al poderío del intelecto analítico, meditaba disponiéndose a trabajar. Ser talentoso no significa poseer grandes recursos cerebrales, estos bastan en quienquiera. En el batallar de las mientes triunfa el que sabe concentrar al máximo su capacidad intelectiva en la tarea por resolver. Lukomski estaba seguro de ello y creía que él mismo podía hacerlo en cualquier momento, siempre que no sonase el teléfono ni lo jorobase Plashkin.

Mediante su fórmula se debería inferir el nivel de desarrollo de la civilización por las potencialidades de los medios de comunicación al alcance de esta. A Lukomski no le interesaba en absoluto cómo serían los posibles habitantes extraterrenos, de qué se alimentarían, cómo pensarían o en qué. Mucho más importantes eran para él las frecuencias de funcionamiento de los transmisores que tendrían y la primera información que se les antojaría despachar, así como los principios de codificación y otros serios detalles. Quizá aquel día su intelecto aguijoneado hubiese dado cima a la maravillosa fórmula compleja, pero se lo impidió el teléfono.

Lukomski descolgó con rabia. Volvió a resonar —¡por enésima vez!— la irritante voz cascada que podía pertenecer tanto a un viejo como a un niño y que le había llamado ya en los momentos más inoportunos para formularle preguntas incomprensibles y absurdas. Oyó lo siguiente sin una sola pausa: «Huele a goma y a podredumbre huele a trementina el pintor colocó ya un lienzo modelo qué serás pero qué más da si estás apático y trabajas gratis».

—Qué significan estas palabras. —La voz cascada acuñó esta última frase sin preocuparse por entonarla como interrogativa.

Lukomski, encolerizado, colgó el auricular. El día estaba perdido, la fórmula, malograda.

Camino de casa fue haciendo por costumbre varios ejercicios que le ayudaban a mantener activo el cerebro: calculaba si los números de las matrículas de los automóviles que le iban al encuentro se dividían por tres, cuál era la probabilidad de que chocaran de desatarse una ventisca y cuánta carga podrían transportar a la vez.

Volvió a olvidar que tenía hijo.

—¿No me pegará usted en la cabeza? —fue lo primero que le preguntó Serguéi sentándose a estudiar.

Miraba al padre estirando el cuello, y Lukomski comprendió que ya había visto este rostro, debía haberlo visto hacía muchísimo tiempo.

—Mamá siempre promete no hacerlo. Pero yo tengo la reacción retardada y le es difícil conmigo. Yo le estropeo la vida —continuó el chico con voz enronquecida. Entretanto el padre recordó. Recordó esa cara con pecas en la nariz y bajo los tristes ojos muy abiertos. Recordó ese cuello flaco y largo, con nuez… Los había visto en el fondo de un pozo, cilindro de hormigón hundido verticalmente a veinte metros en el suelo de una estepa árida y sofocante. Se recordó a sí mismo asomarse, estirando el cuello al tubo fresco, como a un telescopio, y soñar con encontrarse en su otro extremo.

Ahora estaba mirando de allí, del otro extremo…

—No, amigo mío, no lo haré —tranquilizó al hijo con voz de barítono y decidió para sus adentros que le daría sólo los problemitas más fáciles.

Más que la necesidad de repasar las lecciones de escuela con ese ignorante le quitaba el sosiego que era miércoles y podía venir Elektrina. Dios sabría qué diría ella al ver a Serguéi.

Pasó menos de una hora, pero Lukomski estaba ya gritando al hijo, pues este, por mucho que se esforzaba, no podía resolver el problema sobre dos lanchas que navegaban una al encuentro de la otra. Elektrina —ella abrió la puerta con su llave y entró sin ruido— oyó las exclamaciones incoherentes y confusas que profería Lukomski y se inquietó: a aquellas horas él debería estar relajado leyendo una entretenida novela policíaca o mirando la televisión.

El lector experto por el nombre seguramente adivinará que Elektrina era una cuarentona de aspecto cansado y que iba echando carnes; el nombre sonoro que llevaba no cuadraba en absoluto con su físico. Profesora de lógica matemática, ella no resaltaba en la opaca multitud que formaban las señoras con bolsas de víveres atestando de cinco a siete las tiendas y el transporte y haciendo creer a Lukomski que constituían la inmensa mayoría de la población. Él tenía esa mediocridad por una importante virtud que le permitía catalogar el mundo interior de su amiga como otro estándar semejante a su figura y no gastar fuerzas en las emociones.

Elektrina se lo perdonaba. Ella sabía perdonar.

Lukomski se desconcertó por verse sorprendido gritando al hijo, quien incomprensiblemente no podía recordar la velocidad de la corriente del río. La mujer, sin decir nada, fue corriendo al chico y lo abrazó, protegiendo con su cuerpo la cabeza que él, por costumbre, se tapaba con las manos.

—Vete de aquí —fue lo único que dijo al hombre sorprendido.

—Pero si esto no tiene importancia alguna —oyó él desde la cocina. Luego las voces se aquietaron; cuando él logró distinguirlas, ella llamaba ya al chico por un diminutivo feo y sentimental y él le decía simplemente Rina. No Elektrina Ivánovna ni tía Elektrina siquiera, sino, con toda familiaridad, Rina. Sólo entonces Lukomski cayó en la cuenta qué le balbucía su hijo asustado durante una hora entera: que los minutos y segundos al cabo de los cuales se encontrarían aquellas malditas lanchas, no dependían de la velocidad de la corriente.

El hombre murmuró una palabrota dirigida a los autores del manual y fue a ver la televisión. Le sacaba de quicio que tendría que arreglar sus relaciones, siempre normales y racionales, con Elektrina y no sabía cómo hacerlo.

Nikolái Platónovich Búrtsev, director del instituto, se hizo con despacho en casa sólo en la vejez. Otrora en esa habitación polvorienta, abarrotada de revistas, dormían, hacían los deberes de casa, se peleaban y se reconciliaban sus hijos y, más tarde, un nieto y dos nietas. Mientras que él escribía sus libros y artículos ora en la cocina ora sentado en la cama, con una carpeta de cartón en el regazo para mayor comodidad. Pero los jóvenes abandonaron ya aquella casa. El profesor quedaba solo en el despacho, así como en los demás recintos de su pequeño apartamento su mujer Kapitolina Yegórovna había fallecido tres años atrás.

La misma noche que Lukomski trataba de enseñar a su hijo las matemáticas, Nikolái Platónovich descubrió que no podía levantarse del sillón. Lo sorprendió una impotencia insólita cuando había terminado ya su trabajo cotidiano en un nuevo libro.

El profesor recordó ciertas líneas de la Ilíada.

Pensó que manejando términos vagos, no concretos, los poetas calaban a veces en el fondo de las cosas mejor que los autores de ecuaciones irreprochables. ¿Tal vez los líricos habrían tenido más suerte que los físicos y radiotécnicos en entablar el contacto con los habitantes de otros planetas? Después de esa ocurrencia Búrtsev pensó de repente, ya en serio: «¿por qué hemos creído que los habitantes de otros planetas también sueñan con entablar ese contacto?». Ideas tristes, graves le vinieron a las mientes.

¿Qué hacía desde antaño el hombre al chocar con algo incomprensible, ajeno, enigmático, vivo o muerto, no importaba? ¿Lo estudiaba con respeto y prudencia? ¿Lo protegía y cuidaba? ¡Qué va! Primero lo rompía, lo destruía. Violentamente, con hacha o con dinamita. Inteligentemente, con bisturí o con rayo láser, pero siempre lo destruía. Y sólo después de desmembrar, después de aniquilar, lo estudiaba, lo analizaba.

¿Cómo comenzaban a menudo los contactos entre las civilizaciones terrestres distantes entre sí y que anteriormente no se habían conocido? Por la agresión, por el exterminio. A veces la agresión suplía la comprensión, permitía cortar de un tajo distintos nudos gordianos. Pero ahora se sabía a ciencia cierta que después de cada victoria vertiginosa los descendientes tenían que indemnizar durante siglos los estragos hechos por los venturosos triunfadores.

¿Y si existiera en algún lugar del Universo una civilización que preciase infinitamente todo lo vivo, una civilización nada belicosa e incluso incapaz de oponer resistencia a los bárbaros que menospreciaban su propia existencia…? ¿Acaso esa civilización no haría todo lo posible por no vérselas con la maldita gente de la que cabía esperar cualquier cosa?

¿No radicaría en ello la causa del silencio con que el Cosmos acogía todas nuestras señales?

Justamente después de hacerse esta pregunta Nikolái Platónovich se dio cuenta de que no podía incorporarse.

Alcanzó el aparato telefónico y quiso llamar a un viejo compañero de universidad, que era médico, cuando oyó en el auricular una voz metálica:

—Sus fluidos biológicos están en choque. —El profesor se asombró de la torpe composición de esta frase—. Ahora se dormirá. Después le ayudarán.

La comunicación se cortó. Lo único de que pudo aún darse cuenta era de que su cabeza se ladeaba. El insomnio que le había estado fastidiando durante largos años se batió en retirada.
Nunca se despertaba tan tarde. Nunca había sucedido que el profesor Búrtsev no recordase cómo había ido a parar a su cama. Se levantó con una facilidad hacia tiempo olvidada y le sorprendió el olor que había en el cuarto. Olía a mostaza y a jabón de espliego que él utilizara cincuenta y tres años atrás, en la primera mañana después de su boda. Como siempre, no podía decir con qué había soñado.

Otra vez sonaba por teléfono la voz que le importunaba y de la cual no podía decir con seguridad si era la de un niño o la de un viejo. Preguntó monótonamente, sin entonación alguna, si Lukomski tenía a Jroliv el Peatón por el guerrero más insigne de todos los tiempos. Lukomski, que jamás había oído algo de un tal Jroliv, amenazó con pedir la protección a la milicia y colgó, completamente trastornado. Le dolía la cabeza y no tenía ganas de trabajar.

Los síntomas de que estaba en mala forma se le presentaron aún camino del metro: al ir contando los pasos, se equivocó dos veces. No obstante, su forma hubiera podido ser normal. Anoche no pasó nada de lo que había temido. Elektrina acudió —aunque muy tarde ya— al dormitorio de él y, sin armarle escena alguna, le informó:

—Él se durmió.

Luego preguntó de improviso:

—¿Para qué te divorciaste?

Lukomski no pudo contestarle, porque llegó el instante en que él se quedaba dormido, según el horario que tenía: las once y veinte de la noche. Caído ya en el pozo del sueño, oyó o creyó oír la voz femenina, amortiguándose:

—Dotes sorprendentes… En una hora aprendió el cálculo integral. Y el teorema Gödel, ya lo cono…

En sueños Lukomski se vio ayudando con cuidado y afecto a su inútil director a levantarse del sillón y a acostarse. Todo aquello se lo ordenaba una voz metálica, y él lo cumplía sin rechistar. Luego hizo cosas que jamás había hecho en la realidad: puso sinapismos en las plantas del director, le ofreció calmantes y agua, le suplicó que se tranquilizara y se durmiera. El director, ablandado hasta más no poder, empezó a convencerlo de que no perdiera tiempo con él y se marchase a toda prisa para reunirse con su hijo que le estaba esperando con gran impaciencia. A continuación, Lukomski regresaba a casa por las calles llenas de nieve medio derretida, y alguien, compadeciéndose de él, lo llevó en su coche provisto de… motor cohete.

Sin sacudirse aún de esas visiones, Lukomski se levantó cuidándose de no despertar a Elektrina —delicadeza impropia de él—, fue en plena oscuridad al cuarto contiguo y casi se tranquilizó al ver que Serguéi dormía sosegadamente y en sueños agitaba los brazos como si se dispusiera a volar. Pero en aquel momento descubrió que calzaba sucias botas de fieltro y sostenía un sinapismo en la mano izquierda. Se despabiló por completo y pasó el resto de la noche en la cocina, el cerebro carcomido por las dudas a cuál más absurda. Después de aquello y del reciente telefonazo estúpido era inútil trabajar en la fórmula. Por eso Lukomski ni siquiera se disgustó cuando volvió a sonar el teléfono. Reconoció la voz de Elektrina.

—¿No estás en contra de que Serguéi vaya a verte ahora? Muestra mucho interés por conocer el instituto. Se enorgullece de ti —dijo la mujer y repitió de sopetón la desaprensiva pregunta que le había hecho ayer—: ¿Para qué diablos te divorciaste?

—Valen Lukiánovich, yo he leído el último artículo que publicó usted en el Noticiero Cósmico —oyó Lukomski cuando, previo un pequeño altercado con el portero, pudo llevar a su hijo al departamento en que trabajaba. Acto seguido se enteró de que Serguéi conocía también todos sus artículos anteriores (¿dónde habría conseguido aquellas revistas que editaba la academia y que tenían poca divulgación?) y hasta estaba al corriente de la discusión que se sostenía sobre la teoría cuadrática.

—¿Por qué siempre sacas malas notas en la escuela? —se le escapó al padre.

—Mire, yo tengo una reacción retardada. Mientras que Elizaveta Dmitrievna, maestra responsable de clase, es de temperamento nervioso. Además, suele obligarnos a copiar fragmentos de libros. Y yo no puedo copiarlos palabra por palabra, porque creo que todo texto puede ser mejorado, pulido…

Lukomski lo miraba aturdido.

—Yo creo —continuaba entretanto el chico— que el intelecto se desarrolla en los niños de reacción retardada como un mecanismo de adaptabilidad. Pongamos por caso a Kolia Koroliov, mi vecino. Él no necesita nada de eso, porque todo lo capta a vuelo y enseguida puede repetirlo con exactitud. Es inverosímil también la coordinación de movimientos que tiene.

—¿No has intentado explicarlo a tu maestra o a tu madre? —le interrumpió Lukomski—. Tal vez hubieran comprendido que no eres tonto.

—La maestra no soporta a los charlatanes. Habla solamente con los padres. Y mamá nunca tiene tiempo. Trabaja y en su vida privada no tiene alegrías.

En aquel momento sonó el teléfono, y Serguéi, desvanecida de repente la gravedad con que se había comportado hasta entonces, rogó:

—¿Puedo descolgar yo?

—Por favor —se lo autorizó Lukomski—. De todos modos ahora me voy a la reunión del Consejo.

En el Refugio de las Comunicaciones ubicado en las entrañas del Desierto Anaranjado empezó a traquetear una impresora. El voluminoso sistema acústico se puso a grabar inmediatamente una sonora voz de chico:

—Por lo visto, la capacidad de la memoria que tiene usted es inmensa. Por eso yo espero que, a pesar de ser una ordenadora, pueda captar también la entonación. En los idiomas humanos, sobre todo en el nuestro, el ruso, la información no la portan solamente las palabras, sino también las pausas entre ellas, las interjecciones, la pronunciación. ¿Comprende usted los términos que estoy empleando?

Una cascada voz mecánica parecida a la de un viejo o a la de un niño contestó:

—Los comprendo.

—Tienen singular importancia las palabritas que podemos comparar con feromonas, sustancias que secretan los animales y los insectos, las hormigas, por ejemplo, y que les sirven de señales para la comunicación dentro de la especie. Pues en el idioma existen también esas “feromonas”. Son verbales. Al emplearlas, es como si el hombre estuviera haciendo señales de que es uno de su especie. Cumplen bastante a menudo esa misión las palabritas que pueden parecer algo groseras a quien no está al tanto de dicho fenómeno. En estos casos pierden su sentido directo y no son ofensivas. Pongamos por caso la expresión que usted me pidió que le aclarara la vez pasada: ¡que te lleve el diablo! Puede tener mil sentidos. Todo depende del contexto y de la comunidad que forman quienes están hablando. Las más de las veces es una simple feromona. Por eso me di cuenta de que usted es una ordenadora. Un hombre jamás hubiera hecho tal pregunta…

La ordenadora se disponía a formular una nueva pregunta, pero su atención fue desviada por la segunda impresora que se había puesto a funcionar con tanto ruido que dejó de oírse la primera. En el refugio se oyó otra voz, no muy alta, pero cuyas articulaciones denotaban que pertenecía a un conferencista muy experto:

—Los demógrafos predicen: hacia finales del próximo siglo la población de la Tierra será enorme, pero constante. Cabe esperar que gradualmente se establecerá el equilibrio en los procesos morbosos que sacuden ahora nuestro planeta. Pero no hay que pensar que entonces comenzará el reino del lujo…

—¡Aló, aló, no le oigo a usted! —se desgañitaba entretanto el chico.

—Puede ser también que caiga en desuso la genialidad humana como forma de derrochar los recursos. Creo que no tiene sentido discutir ahora los pormenores de la vida futura, que será muy prosaica, por cierto. Pero ha llegado la hora de comprender que el contacto entre las civilizaciones no es una tarea meramente ingenieril. Los progresos de nuestra cultura son bastante imponentes. Entretanto, ¿acaso muchos de nosotros, los técnicos, tienen una noción adecuada sobre el particular?

—Hable usted, lo escucho —se dirigió por fin al chico la operadora logrando incluso imprimir una entonación de afabilidad a aquella frase.

—Pero no tengo nada más que decirle. ¿No podría usted explicarme cómo se las arregla para llamar acá directamente por teléfono? ¿Tal vez pueda usted proporcionarme las coordenadas que tiene?

La ordenadora chirrió, asustada, y, fingiendo —conforme a su programa— no haber comprendido, preguntó cuándo podría volver a llamar a su docto interlocutor.

—Estos problemas son difíciles y, por lo visto, tiene razón el compañero Filimónov: yo soy viejo ya para resolverlos todos a la vez. La única solución honrada que tengo es presentar mi dimisión. Y es lo que yo, profesor Búrtsev, hago en este Consejo: ruego que me permi… —grababa la segunda impresora.

—No estaré ya aquí —gritó el chico—. La próxima vez llámeme a…

En la pantalla violácea surgió un mapa y luego un puntito luminiscente se desplazó por él, rumbo a la ciudad de Lípetsk; luego las coordenadas más el número de teléfono fueron a parar al almacén de la memoria, donde se guardaban tanto los datos que había transmitido el instituto en decenas de años que había estado buscando infructuosamente el contacto, como la información que la propia operadora había obtenido escuchando los programas de radio y las conferencias telefónicas de la Tierra.

El Centro funcionaba automáticamente: en el Desierto Anaranjado no podían entrar seres vivientes. ¿Quién sabía qué podría llegar utilizando el Rayo de Comunicaciones camuflado como fulguraciones de un púlsar: un saludo de amigos o un cohete con bomba nuclear? La prohibición fue impuesta cuando la ordenadora sacó del caos de las señales la fórmula cuadrática de Búrtsev.
Sólo entonces los sabios del planeta Kufi-Ku pudieron explicarse por qué los radiotelescopios del instituto detectaban sin fallar los mundos habitados. En todos estos mundos se conocía la fórmula aludida; siempre la enseñaban a quienes se resistían a creer tanto en las potencialidades colosales, impredecibles, de los intelectos que brotaban a veces en las entrañas de las populaciones organizadas primitivamente, que se procreaban con rapidez y eran belicosas, como en la amenaza mortal que surgiría si algún poderoso obligase esos intelectos a inventar medios de exterminio.
Una comisión interplanetaria especial cuidaba de la salud del profesor Búrtsev y de cuatro individuos más que no tenían mérito singular alguno en la Tierra. Ahora, por el canal de comunicaciones que unía el refugio con la residencia de dicha comisión fue enviada la petición de tomar bajo sus auspicios la vida de un ser relevante que vivía en Lípetsk, y era el primer terrícola cuyo intelecto bastó para dialogar en directo con la Operadora de Comunicaciones.

—Será todo un hombre y no formará en la especie de papilonáceas —dijo Elektrina cuando del helado andén partió a Lípetsk el tren en que iba Serguéi.

—¿Y eso de papilonáceas qué quiere decir? —le preguntó Lukomski.

—Son todos ustedes, señores científicos… Lo llevan en la sangre desde la cuna. El ingeniero recién graduado es como una larva; el candidato a doctor en ciencias como una crisálida; el doctor en ciencias tiene ya alitas… Al enfrentarse con algo de que nada han leído en los libros, lo único que pueden decir es “esto no me compete, déjenme trabajar”.

¿Qué podía objetarle? Por fin, Lukomski pudo mirarla con los ojos no enturbiados por las matemáticas y vio que esa mujer estándar comprendía, por lo visto, algo que no podía captar él, teórico famoso.