El fundador de la civilización, de Romain Yarov

Por fin, después de todo, fueron incluidas las carreras de máquinas del tiempo en el programa de competiciones de los deportes técnicos. La larga y persistente lucha de los aficionados fue coronada por el éxito. Estaban orgullosos, y tenían buenas razones para estarlo. Desde hacía ya tiempo, desde aquel día en que apareció la primera noticia sobre la fabricación de un modelo experimental de una máquina del tiempo, se inició un flujo de cartas a los editores de las revistas de técnica popular tales como Conocimientos para la Juventud, La Ciencia es Fuerza y Tecnología y Vida, que fue incrementándose con el tiempo. Al principio las revistas guardaron silencio, pero finalmente, todas al mismo tiempo, publicaron descripciones de modelos de máquinas del tiempo de tipo turístico, familiar y de competición, con planos en colores fuera de texto. Rápidamente se formó una federación deportiva para agrupar a los viajeros al pasado. Como presidente honorífico fue elegido un anciano de ciento cuarenta y siete años. Efectuaron varias competiciones de largo recorrido, pero ninguno logró ir más atrás que al siglo dieciséis.

Mientras tanto, los mejores corredores de calibre internacional estaban ya viajando al siglo primero antes de J. C.

Inesperadamente, de Suecia llegó una noticia que hizo tambalear a todo el mundo del deporte. Un corredor de diecinueve años de edad, llamado Jorgen Jorgenson, viajó a través de veinticuatro siglos en tres horas, dieciocho minutos, cuarenta y ocho segundos y tres décimas. Como respuesta apareció un artículo en un periódico deportivo bajo el gran titular: «Recuperemos nuestra antigua gloria». En el artículo se criticaba a las fábricas que habían hecho posible la producción masiva de máquinas temporales para las necesidades científicas pero que habían olvidado a los deportistas. La crítica surtió el efecto deseado, y se fabricaron y probaron varios modelos deportivos con espléndidos resultados.

Y entonces se tomó la decisión de incluir las carreras temporales en el programa de las Espartaquiadas, las competiciones destinadas a juegos deportivos técnicos.

La gente iba desde el metro al estadio. Los programas revoloteaban como insectos en las manos de los vendedores, proclamando: «¡Última prueba! ¡Carreras de fondo! ¡Los principales competidores son Vassily Fedoseyev y Konstantin Paramonov!»

El sol brillaba, la música retumbaba; innumerables zapatos taconeaban en el pavimento, y los niños correteaban de un lado a otro. Todo el mundo estaba alegre, todo el mundo discutía.

—Paramonov tiene resistencia y coordinación pero, si es que puedo hacerle la pregunta, ¿qué es lo que tiene Fedoseyev?

—Pero durante las prácticas en Sujumi…

—¡Paramonov, Paramonov! ¿Y quién es ese Paramonov? Pero si Fedoseyev…

—No me cuente más historias de ese Fedoseyev…

Era asombroso el grado en que estaban informados los aficionados. Entre el metro y el estadio estaba siendo desarrollada toda una ciencia, con predicciones y experimentos, con una lógica incontrovertible, con unos problemas formulados con propiedad y metodología, unas escuelas de pensamiento opuestas. Mientras, en los mástiles, ondeaban banderolas en las que máquinas de competición de color azul volaban hacia la gloria, mientras a su alrededor, formando una espiral, se hallaban Atenas y Esparta, Roma, Cartago, Bizancio, Gengis Kan y Napoleón. Esta espiral, según la idea del artista, indicaba toda la extensión de la historia humana. Lo cierto es que los corredores nunca podían ver tales cosas. Estaba absolutamente prohibido el detenerse en las remotas épocas del tiempo. En la pista de ceniza del estadio, los atletas esperaban la señal. No se hallaban situados en línea, sino en el punto que cada uno de ellos había elegido. Se requería de ellos que no se retrasasen al partir, pero el lugar desde el que lo hacían no tenía importancia. El entrenador de Fedoseyev, canoso veterano entre los pilotos de prueba, estaba palpando algunas tuercas del chasis de la máquina mientras murmuraba al oído de su pupilo las últimas exhortaciones.

—Lo más importante es que no eches a correr al principio. Tienes ganas de hacerlo, pero espera un poco. Aguanta hasta que cojas un buen ritmo. Y, entonces, tienes que mantenerte todo el tiempo que puedas. Recuerda que Paramonov no es demasiado ducho en adaptarse a una marcha constante. Y no te olvides de la atracción del plasma…

Lanzó su cazadora a cuadros a los muchachos del club; su fuerte brazo, enfundado en la manga de su mono deportivo, descansaba sobre los hombros de Fedoseyev.

Un joven delgado, con gafas, llegó corriendo a lo largo de la pista. Era un licenciado, un historiador que era el especialista en la ruta, y que se había dedicado al deporte tras graduarse en la universidad. Apretó las manos de los nerviosos corredores y los abrazó.

—Simplemente, no se detengan —repetía una y otra vez—. Simplemente no interfirieran con el pasado…

Los controles habían salido ya a la ruta. Es muy difícil el mantener una máquina en marcha en un punto preciso en el tiempo: las desviaciones en ambos sentidos varían de cinco a diez segundos.

Por tanto, sus siluetas parecían como fantasmas situados entre nubes. Planeaban a lo largo de toda la ruta de la historia humana. La gente los veía en todas partes y los tomaba por signos sobrenaturales o por fenómenos atmosféricos. Los filósofos, riéndose de las supersticiones, hablaban de juegos de luz en el aire. Dos siglos más atrás llevaban brujas y herejes a la hoguera. Aún más atrás, los caciques de las tribus nómadas los miraban y se regocijaban, pues el jinete fantasmal era signo de una escaramuza feliz y de un buen botín. Mientras que, en el extremo más lejano de la ruta, más allá de donde las características técnicas de las máquinas del tiempo permitían llegar, los profetas elevaban sus manos huesudas hacia el cielo y, con sus barbas temblando, exponían la injusticia del mundo.

Las competencias de velocidad de vuelo en el tiempo eran invisibles para los espectadores. Apenas se hubo dado la señal de partida, los corredores desaparecieron. La carrera se celebraba fuera de su vista, como en un maratón en el que los exhaustos corredores compiten unos con otros en caminos alejados de los grádenos. Pero se habían iniciado las pruebas de pista y todo el mundo, a excepción de los entrenadores, dejó de pensar en aquellos que se habían alejado por entre los siglos.

Apareció repentinamente, exactamente en el mismo punto en que había desaparecido. Al principio la vibración impidió que se pudiera ver bien al corredor, pero luego se comprobó claramente que se trataba de Konstantin Paramonov.

El entrenador corrió hacia su pupilo, lo abrazó alegremente, y le ayudó a sacarse su casco y la cazadora con las plumas. Juntos comenzaron a arrastrar la máquina a un lado y se quedaron esperando a los otros. Se encendieron unos números en el tablero de resultados y la voz del locutor dio el tiempo, añadiendo con alegría mal disimulada:

—Es un gran resultado.

Por los graderíos corrió un murmullo. Los partidarios de Fedoseyev fruncieron el ceño.

Los otros corredores fueron llegando uno tras otro. Aún los que eran menos favoritos del público ya se hallaban en la pista. Pero Fedoseyev no aparecía.

Se inició una cierta confusión en los graderíos. Se oyeron gritos. El Comité Arbitral se puso en contacto con los controles a todo lo largo de la ruta. Era imposible aclarar el asunto. El entrenador de Fedoseyev se puso la cazadora y pidió que se diera cuenta en el informe de la mala organización de la competición. El historiador correteaba inquieto. Entonces, tan solo cuando ya habían hecho pasar una gran máquina del tiempo del servicio de reparaciones a través de las puertas del estadio, fue cuando apareció Fedoseyev. Estaba pálido y exhausto; sus ojos azules brillaban apagados, su cabello rubio estaba cubierto de polvo, su pequeña barba se alborotaba hacia un lado y su rostro, usualmente de buen humor, aparecía ahora como distante. El entrenador se dirigió rápidamente hacia él.

—¿Qué te pasó? —gritó—. ¿Qué te retuvo?

—Un accidente —dijo cansinamente Fedoseyev.

—¿Y te detuviste? —preguntó el horrorizado historiador.

—Por poco tiempo.

—¿Dónde? ¿En qué siglo?

—Miren en el panel de instrumentos.

Miraron el panel. El indicador estaba detenido en el siglo treinta y tres antes de Jesucristo.

—¡Perder un récord como este! —el entrenador agitó la mano—. ¡Oh, hermano! Se giró, y se alejó.

Por detenerse, Fedoseyev fue descalificado por varios meses. Pero como no podía imaginar su vida sin el deporte, siguió entrenándose como antes, escuchando las explicaciones del entrenador y las conferencias del historiador. Ciertamente que el entrenador había disminuido sus horas de trabajo, pues estaba preparando un libro: El Compañero del Viajero del Tiempo Principiante. Pero el historiador estaba haciendo todo lo que podía. Hasta llegó a traer a un amigo suyo a las conferencias, un graduado por un instituto de mecánica y matemáticas que explicó a los corredores los principios del movimiento a través del tiempo desde el punto de vista de los espacios intermedios y las probabilidades negativas.

En una ocasión, el equipo completo fue a un museo. El historiador los llevó para que pudieran familiarizarse con los lugares memorables de la ruta. Hachas, sepulcros, vehículos… Las sensaciones que tenían mientras se movían a través de las brillantes salas eran similares a las que notaban durante las carreras, cuando pasaban casi ciegos a través de los siglos. De repente, cerca de un objeto casi insignificante, Fedoseyev se detuvo. Los otros continuaron, pero él se quedó allí como si hubiera echado raíces, mirando sin poderse mover. El historiador se giró y se dirigió hacia él. En lo profundo de su ser, simpatizaba con Fedoseyev: él también soñaba con asombrosas expediciones al pasado, pero no podía convertirse en corredor porque le resultaba imposible aprender cómo manipular los controles.

—¿Y bien, qué estás mirando? —Tomó amistosamente a Fedoseyev por el hombro—. Es tan solo un vulgar objeto de culto de finales del neolítico. Fue hallado en un santuario durante las excavaciones de la capital del poderoso reino de Tlen-Tlits. Todo está escrito ahí abajo…

—No —dijo turbado Fedoseyev—. Eso es mi encendedor.

—¿Qué? —los ojos del historiador se abrieron tanto como si hubiera visto a un faraón con vida.

—Sí. Te lo aseguro.

—¿Cómo puede ser eso?

—¿Te acuerdas de mi última carrera? ¿Aquella por la que me descalificaron? Me alejé mucho aquella vez. Y, si no hubiera sido por aquel cable en el filtro de fotones, yo habría sido el primero, y Paramonov no hubiera ni soñado en hacerse con el premio. Empujé el control… y no quería moverse. Lo empujé de nuevo, y siguió sin querer moverse. Y la velocidad era tremenda. Tú mismo puedes comprender que en una máquina sin control uno se puede desmaterializar en un abrir y cerrar de ojos. Tuve que detenerme, pero como siempre llevo conmigo las herramientas, abrí la tapa, miré, y vi que se había desgastado el cable y estaba colgando por un solo hilo. Maldije. El mecánico había apretado demasiado la tuerca y yo había estado estirando todo el tiempo. Tan solo funcionaba a toda velocidad. Me quedé pensativo y me rasqué la cabeza. Oh, bien, pensé, no debía de haberme detenido. Debí de regresar sin reparar. Bueno, podría haberme disuelto en el tiempo, pero en cualquier forma eso habría sido mejor que sentarme a esperar a que pasasen trescientos siglos hasta mi nacimiento. No investigué los alrededores… no había tiempo. De repente, del bosque, un bosque que se hallaba cerca, a unos metros de mí, surgieron unos hombrecillos. Gritaban algo. Corrieron hacia mí y de repente, todos ellos… ¡pum!, cayeron de rodillas.

»¿Qué estáis haciendo?, les pregunté. Murmuraron. Iban descalzos, casi desnudos, tan solo se cubrían con las pieles de animales salvajes. Pedí algo de beber. Me trajeron un poco de agua en un pellejo. ¡El pellejo estaba sucio! Les dije: mi entrenador me prohibió beber agua sospechosa; ¿no tienen otra que haya sido hervida? No me comprendieron, y entonces pensé que no conocían el fuego. Encontré una roca con una hendidura como un cuenco. Eché agua dentro, recogí unas ramas y encendí un fuego. Herví el agua y bebí. Les enseñé el cable desgastado. Se quedaron pensativos; luego me trajeron una especie de fibra basta. La trabajé y la probé… no iba mal, aguantaría. Gracias, amigos, les dije; aquí tenéis mi encendedor como recuerdo. Así tendréis carne cocida y agua hervida. No bebáis agua sin hervir… lleva millones de microbios. Paz y amistad.

»Y entonces me fui de allí. Y resulta que estuve con ellos diez minutos, mientras que aquí pasaron tres horas… Pero, ¿qué estás haciendo? ¡Espera!

El historiador agarró a Fedoseyev por el brazo y lo arrastró hasta la salida. Se deslizaron por el suelo encerado, mientras el licenciado repetía entre dientes:

—¡Sígueme! ¡Tan solo sígueme!

En su casa, el historiador empujó al sorprendido Fedoseyev hacia un sillón, tomó un pequeño volumen de color púrpura de la biblioteca y rápidamente encontró la página que buscaba.

—¿Llevabas barba cuando corriste la carrera?

—Sí —suspiró Fedoseyev—. Una barbita. Querían que me la afeitase. Decían que no me favorecía.

—¡Entonces escucha!

Y el historiador comenzó a leer con voz cantarina, manteniendo el libro todo lo lejos que le permitían los brazos:

—«Llegó a nosotros desde el cielo, y tenía una barba roja. Era un gran jefe sabio que nos enseñó cómo capturar el fuego y guardarlo. Nos dio un espíritu que podía mandar al fuego. Y regresó de nuevo a su lugar en el cielo. Hijo del sol y hermano de la luna». Estos son unos antiguos signos descubiertos en el mismo lugar. ¿Comprendes?

Fedoseyev se alzó de hombros.

—¡Ese eres tú! Bajaste del cielo y les diste un espíritu que podía mandar al fuego. Así es como describen tu encendedor. ¡Tú empezaste la civilización! ¡Eres un gran hombre!

—¡Imagínate! —dijo Fedoseyev, abriendo mucho la boca—. ¡No se olvidaron! ¡Hijo del sol y hermano de la luna!

—Sí, así es como lo traduce el académico Ornithoptersky.

El historiador escribió acerca de este suceso a muchos periódicos. «Una noble hazaña»; «Atleta ayudado en una dificultad»; «Así se comportan los verdaderos deportistas». Fedoseyev se hizo famoso. Comenzó a recibir cartas. Gente muy apartada del mundo de los deportes oyó hablar de él. Lo volvieron a aceptar en el equipo, y empezó a prepararse seriamente para las competiciones venideras. Y, lo que es más, comenzó a pensar, haciéndose a sí mismo la pregunta: ¿cómo es que no se dio cuenta de que había fundado la civilización?

No se volvió orgulloso. Iba rigurosamente a todos los entrenamientos, y todo el mundo estaba satisfecho con él. Todo el mundo… excepto su entrenador. El entrenador consideraba que su pupilo no tenía el suficiente espíritu de lucha. La civilización era la civilización; algo bastante bueno, pero ninguna de esas cuestiones sociales debería interferirse con los eventos deportivos; durante las competiciones, uno tenía que intentar conseguir la victoria a cualquier precio. Uno podía establecer la civilización en las horas libres. El entrenador llegó hasta a creer que, como atleta, Fedoseyev no tenía ningún futuro; pero cuando vio la respuesta de la comunidad ante el noble acto de Fedoseyev, decidió guardar sus ideas para sí mismo. Y, en dos ocasiones, hasta llegó a aparecer en la prensa con artículos sobre asuntos de moral.