El olor del pasado, de Soseki Natsume
Unas dos semanas antes de dejar la pensión, K regresó de Escocia. Entonces la patrona nos presentó. Dos japoneses que se encuentran accidentalmente en una casita de un suburbio de Londres es algo bastante extraño, pero no haber sido presentados antes y depender de la ayuda de una señora extranjera que no sabía nada de nuestra posición, linaje e historia para decir «Encantado de conocerle» me parece extraño todavía ahora. En aquella ocasión la solterona llevaba un vestido negro. Lanzando hacia adelante su mano huesuda y demacrada, dijo: «Señor K, este es el señor N», y antes incluso de haber terminado de hablar alargó la otra mano y diciendo: «Señor N, este es el señor K», nos presentó imparcial y equitativamente.
Las maneras de la solterona eran tan solemnes y tan cargadas de una formalidad llena de una especie de gravedad, que me dejaron estupefacto. De pie ante mí, K arrugaba las comisuras de sus atractivos párpados dobles y sonreía. Yo, más que sonreír, sentía una especie de triste incongruencia. Así es cómo uno debe de sentirse al ver que la ceremonia de su boda se efectúa gracias a la mediación de un fantasma, reflexioné allí de pie. Todo lugar por el que pasaba la negra sombra de esta solterona parecía perder su vitalidad y convertirse de golpe en un vestigio histórico. Sólo se podía imaginar que, si uno tocara inadvertidamente su carne, la sangre de la persona que la tocara se volvería fría en aquel punto. Volví a medias la cabeza en dirección a las pisadas de la mujer mientras desaparecían tras la puerta.
Cuando se hubo ido, K y yo nos hicimos amigos enseguida. Su habitación estaba adornada con una hermosa alfombra y con cortinas de seda blancas y, además de estar provista de un sillón y una mecedora, también tenía un pequeño dormitorio separado. Lo más agradable era que siempre tenía la estufa encendida con una abundancia de carbón que ardía alegremente.
A partir de aquel momento me impuse por norma general tomar el té con K en su habitación. A la hora de comer a menudo íbamos juntos a uno de los restaurantes locales. K siempre pagaba la cuenta. Decía que había venido a investigar la construcción de puertos o algo por el estilo, y tenía un montón de dinero. En la casa tenía un aspecto extremadamente confortable vestido de punta en blanco con su bata de satén de color castaño elegantemente bordada. Yo, en cambio, todavía llevaba el traje más bien mugriento con el que había partido de Japón y tenía un aspecto lastimoso. K dijo que no podía seguir así y me prestó dinero para comprarme ropa nueva.
Durante dos semanas, K y yo charlamos sobre diversas cosas. Dijo: «¡Voy a formar un Gabinete Keio!». Al parecer, el gabinete estaría formado exclusivamente por personas nacidas en el período Keio, y por eso se llamaría el «Gabinete Keio». K me preguntó en qué año había nacido, y cuando respondí que en el tercer año de Keio, se rio y dijo que esto me cualificaba para formar parte del gabinete. Creo recordar que él nació en el primero o en el segundo año de Keio. Si yo hubiera nacido sólo un año más tarde, habría perdido el derecho de manejar las riendas del poder con él.
Mientras nos divertíamos con tales conversaciones, de vez en cuando surgía el cotilleo sobre la familia de abajo. K siempre fruncía el ceño y movía la cabeza. Decía que compadecía mucho a la niña Agnes. Agnes llevaba el carbón a la habitación de K por la mañana. Por la tarde le llevaba té, mantequilla y tostadas. Lo llevaba en silencio, lo dejaba y se marchaba. Cuando quiera que uno la mirara, su cara estaba siempre pálida, y saludaba sólo con sus ojos grandes y húmedos. Aparecía como una sombra y desaparecía como una sombra. Sus pisadas nunca hacían ruido.
En una ocasión anuncié a K que la casa era tan desagradable que estaba pensando en marcharme. Estuvo de acuerdo conmigo respecto a la casa, aunque añadió que, como él estaba siempre viajando de un lado para otro para hacer sus investigaciones, la casa no le molestaba, pero advirtió que para alguien como yo sería mejor instalarse en un lugar más confortable y estudiar. En aquel momento dijo que iba a cruzar al otro lado del Mediterráneo, y estaba muy ocupado con sus preparativos para el viaje.
Cuando llegó el momento de dejar la casa, la solterona me imploró desesperadamente que me quedara. Dijo que me reduciría el alquiler e incluso dijo que mientras K estuviera fuera podría utilizar su habitación, pero terminé trasladándome al sur. Al mismo tiempo K se marchó lejos.
Al cabo de dos o tres meses recibí una carta de K. Había vuelto de su viaje. Decía que iba a quedarse por algún tiempo, por lo que debería ir a verle. Quise ir inmediatamente, pero por diversas razones no tuve tiempo de viajar tan al norte. Por suerte, más o menos una semana más tarde tuve que ir a Islington y a la vuelta fui a ver a K.
A través del cristal de las ventanas del primer piso vi que las habituales cortinas de seda habían sido descorridas. Esperando encontrarme con la cálida estufa, el bordado de satén castaño, la butaca y el animado relato de los viajes de K, crucé vivamente la verja y llamé a la aldaba de la puerta dispuesto a subir corriendo las escaleras. Al otro lado de la puerta no se oía ningún ruido de pisadas, por lo que, pensando que quizá no me habían oído, estaba a punto de poner de nuevo la mano en la aldaba cuando la puerta se abrió por sí sola. Puse el pie en el umbral. Entonces mis ojos se encontraron con los de Agnes, que me miraba fijamente pidiendo disculpas. En aquel momento, en medio del estrecho pasillo, el olor de mi antigua pensión, que en los últimos tres meses había olvidado, atacó mis sentidos como un rayo. Dentro de aquel olor estaban comprendidos al mismo tiempo el cabello negro y los ojos negros, la cara que recordaba a la de Kruger, el hijo que se parecía a Agnes, Agnes como una sombra del hijo, y los secretos que acechaban entre ellos. Cuando capté ese olor reconocí claramente en las emociones y el comportamiento de aquellas personas, en su forma de hablar y en su tez, un oscuro infierno. No pude subir a ver a K.