La cosa del bosque, de A. S. Byatt

Había una vez dos niñitas que vieron —o creyeron ver— una cosa en el bosque. Las dos eran evacuadas, y las habían enviado en tren lejos de la ciudad junto con un numeroso grupo de otros niños. Todos tenían una etiqueta con su nombre prendida al abrigo con un imperdible, así como un bolso o mochila en la mano y la reglamentaria máscara antigás. Llevaban bufanda de lana y gorro, y muchos tenían guantes de lana sujetos a una larga cinta que les pasaba por detrás del cuello y a lo largo de las mangas, por el interior del abrigo, de manera que los diez dedos de lana colgaban fuera como un par de manos de repuesto, a semejanza de un espantapájaros. Con las piernas desnudas, los zapatos desgastados y los calcetines arrugados, casi todos mostraban rozaduras en las rodillas en distintos grados de cicatrización. Estaban en esa edad en que los niños sufren caídas frecuentes, y tenían las rodillas desprotegidas. Cargados con sus bolsos, algunos de los cuales eran casi demasiado grandes para que pudieran transportarlos, y con los objetos personales que acarreaban —una muñeca, un coche de juguete, una revista de historietas—, parecían un alborotado ejército de enanos avanzando ruidosamente por el andén.

Las dos niñitas acababan de conocerse y se habían hecho amigas en el tren. Compartían un trocito de chocolate y mordían por turnos una manzana. Una le cedió a la otra la página interior de su revista de historietas, El Beano. Se llamaban Penny y Primrose. Penny era delgada, morena y alta, tal vez algo mayor que Primrose, que era rolliza, rubia y de cabellos rizados. Primrose tenía las uñas comidas y un cuello de terciopelo en su elegante abrigo verde. Penny era de una palidez transparente, casi enfermiza, con un toque azulado en los finos labios. Ninguna de las dos sabía adónde se dirigía ni cuánto duraría el viaje. Tampoco sabían por qué se iban, ya que sus respectivas madres no habían encontrado el modo de explicarles el peligro. ¿Cómo se le dice a un hijo «Te envío lejos porque pueden caer bombas enemigas del cielo, porque las calles de la ciudad pueden arder como un incendio forestal de ladrillos y vigas, pero yo me quedo aquí, donde creo que diariamente correré el peligro de acabar quemada, enterrada viva, ahogada por los gases, y al fin veré quizá un ejército gris invadiendo la ciudad en tanques, o remontando el río en submarinos, con los cañones llameantes?

Así pues, las madres —que no se parecían en absoluto— actuaron de manera semejante y no explicaron nada, lo cual resultaba más sencillo. Sabían que sus hijas eran pequeñas, incapaces de entender o imaginar aquello.

En el tren, las niñas discutieron sobre si se trataba de una especie de vacaciones o de alguna clase de castigo, o un poco de cada cosa. Penny había leído un libro sobre boy scouts, pero los chicos del tren no parecían exploradores, sino un heterogéneo batallón de niños perdidos. Llegaron a la conclusión de que tal vez no eran chicos de muy buena conducta y que por este motivo los habían enviado lejos. Para su gran satisfacción, se definieron como «bien educadas» y decidieron mantenerse juntas. Se sentarían una al lado de la otra, y ese tipo de cosas.

* * *

El tren avanzaba lentamente, alejándose más y más de la ciudad y de sus hogares. No era un tren limpio, el tapizado de su compartimiento tenía el olor húmedo de los pantalones sin lavar, y las bocanadas de vapor caliente que pasaban delante de su ventanilla estaban llenas de minúsculas partículas de ceniza, de carbonilla y, de vez en cuando, de chispas encendidas que aguijoneaban la cara y los dedos como agujas calientes si alguien abría la ventana. Era muy ruidoso también, cada vez que tomaba un poco de velocidad. La locomotora emitía grandes gemidos rugientes, y las invisibles ruedas traqueteaban debajo con un rítmico y monótono tap-tap-tap-CRACH, tap-tap-tap-CRACH. Una capa de vaho y hollín cubría las ventanillas. El tren se detenía a menudo y, cuando se paraba, usaban los guantes para limpiar un círculo en el cristal y atisbar los campos inundados, las laderas aradas y las modestas estaciones cuyos nombres se habían camuflado cuidadosamente, cuyos andenes estaban desprovistos de vida.

Las niñas ignoraban que la ausencia de nombres tenía como fin desorientar o engañar a un ejército invasor. Les dio la impresión —no llegaron a reflexionar sobre ello, pero la idea germinó en su interior— de que los habían borrado por su causa, con la intención de que no supieran adónde iban o de que, como Hansel y Gretel, no pudieran encontrar el camino de vuelta. No hablaron de esta inquietud, pero trabaron la clase de conversación que los niños tienen sobre cosas que les desagradan por completo, cosas que los irritan, les disgustan o los atemorizan. Budín de sémola con su textura granulosa, puré de guisantes, la grasa de la carne asada. Oír el crujido de los escalones y los marcos de las ventanas en la oscuridad o por obra del viento. Tener la cabeza sujeta brutalmente hacia atrás por encima de la palangana mientras te lavan el pelo y el agua fría te corre por dentro de la camiseta. Las pandillas agresivas en el patio de recreo. Sentían la presión de todos los otros chicos desconocidos en todos los otros compartimientos como una pandilla en potencia. Compartieron otro trocito de chocolate, se lamieron los dedos, y observaron un enorme ganso blanco que agitaba las alas a la orilla de un estanque negro como la tinta.

El cielo adquirió un tono gris oscuro, y al fin el tren se detuvo. Los niños descendieron, se pusieron en doble fila y los condujeron a un autobús del color del lodo.

Penny y Primrose consiguieron sentarse juntas, pero estaban encima de la rueda y las dos empezaron a sentirse mareadas cuando el autobús avanzó dando tumbos por sinuosos caminos rurales, bajo el azote de las ramas, oscuras hojas de oscuros brazos de madera contra un cielo oscuro, mientras jirones de tenues nubes se deslizaban sobre la luna llena que de trecho en trecho asomaba entre el follaje.

* * *

Los alojaron temporalmente en una gran casa solariega requisada a su propietario, que se iba a acondicionar como hospital para heridos que requirieran una larga convalecencia, y como depósito secreto de obras de arte y otros objetos valiosos. Se les dijo a los niños que el alojamiento sería temporal, hasta que les encontraran familias que los acogieran en su hogar. Penny y Primrose se tomaron de la mano y se dijeron que sería maravilloso si pudieran ir juntas a la misma familia, pues así se tendrían al menos la una a la otra. Pero no comentaron nada de esto a las mujeres de aire fatigado que les daban órdenes, porque, con la sagacidad de los niños pequeños, sabían que su pedido podía ser contraproducente, que a los adultos les gusta decir que no. Imaginaron familias posibles con las que podían enviarlas. No hablaron de lo que imaginaban, ya que esas visiones, al igual que los letreros negros de las estaciones, las atemorizaban demasiado, y las palabras podían convertir ese horror en algo palpable, como por arte de magia. Penny, que amaba la lectura, imaginaba siniestros defensores victorianos de la severidad, como el señor Brocklehurst de Jane Eyre o el señor Murdstone de David Copperfield. Primrose, sin saber por qué, imaginaba una mujer gorda con cofia blanca y brazos gruesos y sonrosados, que sonreía amablemente pero obligaba a los niños a llevar delantales de arpillera y a fregar los peldaños de la escalera y el horno.

—Es como si fuéramos huérfanas —le dijo a Penny.

—Pero no lo somos —contestó Penny—. Si conseguimos seguir juntas…

* * *

La enorme casa tenía una imponente escalinata doble frente a la puerta de entrada, con grifos y unicornios esculpidos en la balaustrada. No había luz, a causa de los cortes de electricidad por razones de defensa. Todos los postigos se mantenían cerrados. No se filtraba ninguna claridad acogedora por el vano de la puerta o de las ventanas. Los niños subieron penosamente la escalera en doble fila, colgaron su abrigo en unos improvisados ganchos marcados con un número de identificación, y recibieron la cena (estofado irlandés y arroz con leche con una cucharada de mermelada rojo sangre) antes de ir a acostarse en largos dormitorios improvisados en los que antaño habían dormido los criados. Tenían camas de campaña cedidas por el ejército y burdas mantas grises. Penny y Primrose lograron adjudicarse dos camas adyacentes, pero no pudieron conseguir dos que estuvieran ubicadas en un rincón. Hicieron cola para cepillarse los dientes en un diminuto cuarto de baño, y ambas sufrieron una angustia sofocante —nuevamente, sin hablarlo— al pensar en cómo harían si en mitad de la noche querían hacer pis, ya que el lavabo estaba en el piso inferior, las luces permanecían apagadas y había un largo camino hasta la puerta. También las atemorizaba la idea de que, en medio de la oscuridad, los otros niños empezaran a reír, a correr, a fastidiar, y se convirtieran en una pandilla. Pero nada de eso sucedió. Todos se sentían exhaustos, angustiados y huérfanos. Un silencio incómodo, una corriente de sueño agitado se extendió sobre ellos. Los únicos sonidos —que parecían provenir de todos los rincones del gran dormitorio— eran sollozos y gemidos ahogados, que brotaban de las caras sepultadas en las almohadas.

Cuando llegó el nuevo día, las cosas parecieron mejores y más prometedoras. Les sirvieron el desayuno en una vasta sala abovedada. Sentados frente a mesas de caballete, comieron copos de avena cocidos en agua con una pizca de la mermelada roja, y bebieron una taza de té cargado. Luego les dijeron que podían salir a jugar hasta la hora de almorzar. En esa época no se vigilaba estrechamente a los niños —procedieran de donde procedieran— y se les permitía ir y venir con total libertad, así que a estos evacuados no se los confinó en ninguna clase de encierro ni campo de refugiados. Les indicaron que tenían que estar de vuelta a las doce y media, y que para entonces los supervisores confiaban en haber solucionado el problema de su futura vida provisional. Era una incógnita cómo se suponía que sabrían que eran las doce y media, pero se daba por descontado que, aunque casi ninguno tenía reloj, estarían al tanto de la hora. Estaban acostumbrados a ello.

Penny y Primrose salieron juntas a la terraza, decentemente vestidas con su abrigo y sus zapatos con cordones. La terraza les pareció enorme, y ciertamente era muy extensa. Cubierta con una fina capa de grava, tenía aquí y allá unos toques de verde brillante, y zonas invadidas por el musgo. Más allá había una balaustrada de piedra, con una escalera que conducía al parque de abajo. Esa mañana, el césped crecido tenía reflejos plateados. Largos arriates flanqueaban el jardín, llenos de flores anuales marchitas y de húmedas matas de tallos. Un jardinero habría advertido los primeros signos del abandono, pero estas eran niñas de ciudad y lo que advirtieron fue la ensortijada masa de tallos húmedos y el olor húmedo a plantas. A lo largo del jardín, que parecía ser mucho más extenso que la extensa terraza, había un seto de tejos podados, erizado de ramitas y brotes que sobresalían desordenadamente. En medio del seto había un portillo y, pasado este, árboles, un terreno arbolado, un bosque, se dijeron las niñas.

—Vayamos al bosque —propuso Penny, como si fuera lo que tenía que decir.

Primrose vaciló. La mayoría de los otros niños corrían de un lado a otro por la terraza, arrastrando los pies por la grava. Algunos chicos jugaban con una pelota en el césped. El sol salió con todo su esplendor de detrás de una brumosa nube, y los árboles parecieron de súbito brillantes y secretos a la vez.

—De acuerdo —asintió Primrose—. No tenemos por qué alejarnos.

—No. Nunca he estado en un bosque.

—Ni yo tampoco.

—Tenemos que ir a verlo, ahora que podemos —dijo Penny.

Había una niña muy pequeña —una de las más pequeñas— cuyo nombre, como le decía ella a todo el mundo, era Alys. Con y griega, les decía a los que sabían deletrear y a los que no sabían, entre los cuales seguramente se contaba. Hacía muy poco que había dejado de usar pañales. Era extraordinariamente bonita, sonrosada y blanca, con grandes ojos azules y ricitos dorados que le cubrían la cabeza y el cuello y dejaban entrever la piel sonrosada. Al parecer, no había nadie que se hiciera cargo de ella, ningún hermano o hermana mayor. Ni siquiera había sido capaz de lavarse las huellas que las lágrimas habían dejado en sus mejillas con hoyuelos.

Alys había hecho varios intentos de juntarse con Penny y Primrose, pero ellas no querían, llenas como estaban de entusiasmo por haberse conocido y por su mutua simpatía. Así pues, les dijo:

—Yo también voy al bosque.

—No, no vas —contestó Primrose.

—Eres demasiado pequeña. Tienes que quedarte aquí —dijo Penny.

—Te perderás —añadió Primrose.

—Ustedes no se perderán. Iré con ustedes —afirmó la criatura, con una encantadora sonrisa destinada a padres y abuelos amantes.

—No queremos que vengas con nosotras, ¿entiendes? —replicó Primrose.

—Es por tu propio bien—agregó Penny.

Alys siguió sonriendo esperanzadamente, y la sonrisa adquirió visos de máscara.

—No pasará nada —aseguró Alys.

—Corramos —dijo Primrose.

Y corrieron. Corrieron escalones abajo y a través del césped, y más allá del portillo, bosque adentro. No miraron atrás. Tenían piernas largas, hacía mucho que habían dejado de ser bebés. Los árboles estaban silenciosos a su alrededor, con las ramas extendidas hacia el sol, respirando sin hacer ruido.

* * *

Primrose tocó la corteza caliente de los arbolillos jóvenes más cercanos y se despojó de sus guantes para palpar las grietas y los nudos. Se maravilló de la blancura escamosa y el pardo polvoriento de los plateados abedules, de las hojas blanquecinas de los álamos temblones. Penny escudriñó en la espesura del bosque. Había matorrales, una maraña de zarzas y helechos. No se veía sendero alguno marcado. La oscuridad y la luz iban y venían, atrayentes y misteriosas, por obra del viento que empujaba las nubes por delante del sol.

—Tenemos que tener cuidado para no perdernos —dijo Penny—. En los cuentos, la gente hace marcas en los troncos de los árboles, desenrolla un ovillo de hilo o deja un rastro de guijarros blancos, para encontrar el camino de vuelta.

—No hay por qué perder de vista el portillo —señaló Primrose—. Exploremos sólo un poquito.

Emprendieron la marcha muy lentamente. Iban de puntillas, abriéndose camino a través de la maleza, que a veces les llegaba hasta los delgados hombros. Niñas de ciudad como eran, no estaban habituadas al silencio. Al principio, la ausencia de ruido humano las llenó de una suerte de temor reverencial, como si, aunque no pudieran planteárselo en estos términos, se hubieran introducido en algún lugar primordial de donde ellas —o los que las habían precedido— provenían, y que por ende reconocían. Poco después empezaron a oír los tenues sonidos del entorno. El parloteo de pájaros invisibles, los trinos repetidos y los gritos de alarma en lo alto, en lo hondo del bosque. Los zumbidos y aleteos de los insectos. El crujido de las hojas secas, los movimientos precipitados en los matorrales. Deslizamientos, toses secas, sonoros chasquidos. Siguieron adelante, señalándose una a la otra enredaderas cubiertas de relucientes bayas de color carmesí, negro, esmeralda, manojos de hongos venenosos, ya escarlata, ya de una palidez espectral, ya de un púrpura de carne muerta, algunos como minúsculas sombrillas, y otros como trozos de carne que brotaran de los troncos de árbol. Descubrieron moras, pero no las recogieron, no fuera a ser que en ese lugar resultaran peligrosas o engañosas. Admiraron desde una prudente distancia los rígidos y tiesos tallos de los aros, tachonados de gruesas bayas rojas. Se detuvieron a observar cómo hilaban las arañas, balanceándose de rama en rama, tirando de sus sedosos cables, reforzando nudos y junturas. Olfatearon el aire, que rebosaba de un olor cálido a setas, y un olor húmedo a musgo, y un olor a savia, y un efluvio lejano a cenizas apagadas.

* * *

¿Lo oyeron o lo olieron primero? Tanto el sonido como el olor fueron al principio infinitesimales y dispersos; ambos dieron la extraña impresión de provenir —en oleadas— de todo el perímetro del bosque; ambos fueron creciendo muy despaciosamente en intensidad y ambos llegaban entremezclados, un sonido y un olor constituidos por muchos sonidos y olores dispares. Un crujido, un chasquido, una presión, un golpe sordo combinado con un martilleo de trilladora y mayal, y, sumado a todo esto, un chillido de vapor borboteante que se elevaba, bullía, estallaba, lleno de burbujas y flatulencias, de siseos y explosiones, de degluciones y regüeldos. El olor era peor que el sonido, y más agresivo. Era un olor penetrante a putrefacción, el olor a cosas agusanadas en el fondo de cubos de basura abandonados, el olor a desagües atascados y pantalones sin lavar, mezclado con el olor a huevos podridos, a alfombras carcomidas y a sábanas viejas manchadas. Los olores y sonidos nuevos y corrientes del bosque, de hojas y humus, pelo y plumas, se extinguieron como luces, por así decirlo, cuando la atmósfera de la cosa la precedió. Las dos niñitas cruzaron una mirada y se cogieron de la mano. Sin hablar y llevadas por el instinto, se agazaparon detrás de un tronco caído, y temblaron cuando la cosa salió a la luz.

Su cabeza pareció adquirir forma entre los árboles, o hacerse visible primero a la distancia. El rostro —que era triangular— semejaba una máscara de carne o caucho sobre el bulbo informe y protuberante de una cabeza como un nabo monstruoso. Su color era el de la carne desollada, acribillada por los gusanos, y en su expresión no había cólera ni avidez, sino la más pura angustia. El rasgo más distintivo era una boca enorme con las comisuras caídas, contraída por una especie de dolor. Los labios eran finos y tumefactos, como verdugones dejados por un látigo. Tenía unos ojos blancos y opacos, ciegos, bordeados de pestañas carnosas y de cejas como tentáculos de una anémona de mar. La cara colgaba cerca del suelo y se aproximaba a las niñas balanceándose entre gruesos antebrazos, rollizos, fuertes y en jarras, como un híbrido de lavandera monstruosa y dragón primitivo. La piel de esos antebrazos era reluciente y estaba salpicada de pintas de todos los colores, desde el verde del moho hasta el marrón rojizo del hígado crudo y el blanco sucio de la podredumbre seca.

El resto del descomunal cuerpo parecía una combinación de piezas pegadas, como cartón piedra todavía húmedo, o el caparazón de piedras, pajas y tallos con que el frígano se protege bajo el agua. Tenía forma tubular, como la tiene un zurullo, una amalgama provisional. Estaba constituido por carne maloliente y vegetación pútrida, pero también le colgaban velos membranosos y prótesis de materiales artificiales, trozos de alambrera, trapos sucios, lana de alambre con restos de estropajos, tuercas y tornillos herrumbrosos. Tenía débiles tocones y muñones a modo de patas delgadísimas, que crecían en todas las direcciones, oscilantes y ondulantes como los pies con ventosas de una oruga o las cerdas vibrátiles de ciertos ciempiés. Avanzaba sin descanso, torciendo y aplastando todo lo que encontraba a su paso, arbustos incluidos, pero no los árboles robustos, que sorteaba torpemente. Las niñas observaron, con una fascinación preñada de horror, que, cuando la cosa se encontraba con un pedrusco puntiagudo o un tronco de árbol delgado, se dejaba escindir a lo largo y, hendido en dos o tres gusanos más pequeños, lo rodeaba reptando perezosamente, para luego reunificarse con una sacudida. Su progreso era dolorosamente lento, muy maloliente y, al parecer, muy penoso, porque gemía y gimoteaba en medio de sus otros gorgoteos y eructos. Las niñas pensaron que no podía ver o que, al menos, era indudable que no veía con claridad. La cosa encorvada y su hedor pasaron a uno o dos metros del tronco tras el que se cobijaban, dejando a su paso un reguero de baba sanguinolenta entremezclada con follaje muerto, endurecido y reseco.

El extremo de su cuerpo era chato y romo, casi transparente, como el de algunas lombrices.

Cuando hubo desaparecido, Penny y Primrose, arrodilladas en el musgo y las hojas muertas, se tendieron los brazos una a otra y se estrecharon, sacudidas por los sollozos. Luego se pusieron de pie, siempre en silencio, y, cogidas de la mano, miraron el rastro de destrucción y aniquilamiento, que salía serpenteando del bosque para después volver a este. Regresaron cogidas de la mano, sin mirar atrás, temerosas de que el portillo, el jardín, los escalones de piedra, la terraza y la enorme casa se hubieran transfigurado, o que simplemente ya no estuvieran. Pero los chicos seguían jugando al fútbol en el jardín, un grupo de niñas saltaba a la comba y cantaba con voz aguda en la grava. Se soltaron de la mano y entraron en la casa.

No volvieron a hablarse.

* * *

Al día siguiente las separaron y las enviaron con familias desconocidas. El tiempo que permanecieron con estas familias —Primrose en una granja de productos lácteos, Penny en la casa del párroco— no fue de hecho muy prolongado, si bien en esa época parecía discurrir muy lentamente y no tener fin. Estas familias extrañas semejaban mundos oníricos en los que se hubieran extraviado, ignorantes de las reglas físicas o sociales que los regían. Más tarde, si recordaban la evacuación, era del modo en que se recuerdan los sueños, con ayudas mnemotécnicas concebidas para recuperar lo que se desvanece con el despertar. Así, Primrose recordaba el sonido de la leche al salpicar en la paja, y Penny recordaba el contorno anguloso de los corsés vacíos de la mujer del párroco, colgando en la cuerda para tender la ropa. Recordaban los villanos de los dientes de león, pero no es posible recordar algo así de cualquier parte y cualquier época. Recordaban la cosa que habían visto en el bosque, en cambio, tal como se recuerdan esos contados sueños —casi todos pesadillas— que tienen la cualidad de la vida misma, no de un fantasma ni de un escenario provisional y cambiante. (Sin embargo, ¿qué son los sueños sino la vida misma?) Recordaban una carne demasiado sólida, un hedor demasiado nítido, un golpeteo y un susurro que excitaban los nervios y cartílagos de sus oídos en crecimiento. En su memoria, como en tales sueños, sentían: «No puedo escapar, es una cosa real en un lugar real».

Como muchos otros evacuados, volvieron tan pronto de la evacuación que aún vivieron la guerra en la ciudad: bombardeos aéreos, un resplandor y un bramido sobrenaturales, paisajes cambiados, agujeros en el mundo allí donde habían estado los muertos recientes. Ambas perdieron a su padre. El padre de Primrose estaba en el ejército y murió, casi al final de la guerra, a bordo de un transporte de tropas sobrecargado hundido en el Lejano Oriente. El padre de Penny, un hombre mucho mayor, trabajaba en el cuerpo auxiliar de bomberos y murió en una cortina de fuego en East India Docks, a orillas del Támesis, mientras arrojaba agua con una raquítica manguera. Acabada la guerra, a ambas les resultó muy difícil recordar a estos dos hombres diferentes. Las sujeciones de la memoria no lograban asir a los ahogados y los quemados vivos. Primrose veía una sonrisa tonta bajo una gorra caqui, porque su madre conservaba una foto. Penny creía recordar a su padre, canoso ya, sacudiéndose la ceniza de las botas y las vueltas del pantalón y poniéndose el casco antes de salir. Creía recordar un ligero temblor de miedo en su fatigado rostro, y los músculos sosegados por la determinación. No era mucho lo que cualquiera de ellas recordaba.

* * *

Después de la guerra, sus destinos siguieron siendo semejantes y distintos. La madre viuda de Penny se consagró a su pena, cerró su rostro y sus cortinas, se movía con rigidez, como una autómata, y leía poesía. La madre de Primrose se casó con uno de los muchos admiradores, visitantes y parejas de baile que había tenido antes de que se hundiera el barco, dio a luz a otros cinco hijos, y sufrió de varices y de la tos del fumador. Cuando el rubio de su pelo se apagó, se tiñó con agua oxigenada. A causa de la guerra, Penny y Primrose, ambas hijas únicas, vivieron a partir de entonces en familias amputadas o irreales. Penny se enamoró de profesores poetas, y a su debido tiempo —era una chica inteligente— fue a la universidad, donde escogió la carrera de Psicología Evolutiva. Primrose recibió poca educación. Continuamente tenía que faltar a la escuela para ocuparse de los otros. También ella se tiñó con agua oxigenada los rizos rubios cuando se volvieron castaños y perdieron su brillo. Engordó mientras Penny adelgazaba. Ninguna de las dos se casó. Penny se hizo psicóloga infantil y trabajaba con los niños maltratados, desplazados o trastornados. Primrose hacía un poco de esto y un poco de aquello. Fue camarera. Trabajó en una tienda. Prestó ayuda en diversas guarderías parroquiales y en reuniones del Ejército de Salvación, y así descubrió que tenía talento para relatar historias. Se convirtió en la tía Primrose, con su propio repertorio de cuentos. Se ocupaba de contar historias en jardines de infancia y de animar fiestas infantiles. Era muy reclamada en Halloween, y tenía su propio círculo de sillas de plástico amarillo brillante en un centro comercial de los alrededores, donde cuidaba a los niños de mujeres agobiadas y, mientras los vigilaba, les ofrecía un estremecimiento de miedo y de terror que los hacía rebullir de placer.

* * *

La casa envejeció de una manera diferente. Durante ese período —mientras las niñitas se convertían en mujeres— fue cedida al Estado, que la transformó en un museo viviente donde aún habitaban los descendientes en carne y hueso de quienes la habían alzado, demolido, ampliado con una nueva ala, reducido cerrando un corredor. En horarios precisos se hacían visitas guiadas. En el curso de esas visitas, la sala de baile y los salones privados se cerraban al paso con gruesas cuerdas carmesí sujetas a pedestales de latón. Los aburridos y los curiosos se asomaban para observar las camas con dosel y los sillones de seda rosa, las fotografías con marco de plata de la familia real en tiempos de guerra, los agrietados retratos del Renacimiento y el Siglo de las Luces de reinas muertas mucho tiempo atrás y de antepasados solemnes o plácidamente pensativos. En la habitación donde los evacuados habían comido sus alimentos racionados, se exhibía la historia de la casa en carteles, en vitrinas, con noticias útiles y ejemplares abiertos de viejos diarios íntimos y anales. Había reproducciones de las pinturas famosas que se habían mantenido ocultas allí durante la guerra. Una placa recordaba a los muertos de la casa: un jardinero, un ayudante de jardinero, un chófer y un hijo de la familia. Había asimismo fotografías de las camas del hospital militar, y de enfermeras empujando sillas de ruedas por el parque. No se hacía ninguna mención de los evacuados, cuya presencia parecía haber sido demasiado efímera para dejar rastro alguno.

* * *

Las dos mujeres se encontraron en esta sala un día de otoño de 1984. Habían llegado con un grupo de personas que iban de dos en dos detrás del guía, charlando entre sí, y habían preferido rezagarse entre las imágenes y los recuerdos, antes que fisgonear en el cuidado desorden de caballeros y damas ausentes expuesto en mesillas de salón y escritorios. Deambulaban por la sala, cada una a solas consigo misma, en direcciones opuestas, sin darse por enteradas de la presencia de la otra. Ambas habían perdido a su madre esa primavera, con una semana de diferencia, aunque ellas desconocían esa coincidencia. Su muerte las había llevado a pensar en tomarse unas vacaciones, y las dos habían elegido esa parte del mundo. Penny llevaba un traje de pantalón color carbón y sombrero de terciopelo negro. Primrose vestía una larga chaqueta floreada de punto sobre un jersey de cachemira rosa nacarado, y una larga falda susurrante de cintura elástica, con un estampado mostaza. Sus caderas y sus pechos eran voluminosos. Se encontraron porque, en el mismo momento, ambas entrevieron una imagen en un libro ilustrado que tenía un aire medieval. Primrose pensó que se trataba de un libro muy antiguo. Penny supuso que era una imitación medieval del siglo XIX. La imagen mostraba a un caballero a pie, en un bosque, a punto de descargar su espada contra algo. El caballero resplandecía en la curvatura de la página, bajo la luz que captaba el dorado de su yelmo y su cinturón. No era posible ver qué se disponía a matar. La causa era que, tanto por lo enmarañado de la vegetación de la estampa como por el modo en que se exhibía el libro en la vitrina, el enemigo, o la víctima, quedaba en sombras.

Ninguna de las dos sabía leer las letras antiguas (o supuestamente antiguas) del texto que acompañaba a la ilustración. Bajo el libro había una explicación, o descripción, escrita a máquina, mecanografiada con una cinta gastada y con una presión despareja en las teclas. Tuvieron que inclinarse hacia delante para leerla y para descifrar la leyenda que se abría paso en el grueso lomo del libro, o que escapaba de él, y así fue como llegaron a ver la cara de la otra, muy cerca, en el cristal transparente que las reflejaba. Sus rostros reflejados y transparentes perdían los detalles —el carmín agrietado de los labios, las bolsas bajo los ojos, los delgados surcos de las arrugas— y parecían a la vez más jóvenes y más grises, menos sólidos. Y así fue como llegaron a reconocerse, cosa que tal vez no habrían hecho, la cara rolliza frente a la cara huesuda. Susurraron el nombre de la otra, Penny, Primrose, y su aliento empañó el cristal y veló al caballero y su oponente. Casi me muero, casi me lo hago encima, se dijeron más tarde Penny y Primrose, y ambas vivieron este silencioso momento como una conmoción profunda y peligrosa. Aun así se quedaron quietas, con las cabezas juntas e inclinadas, las piernas temblorosas, las rodillas entrechocándose, y leyeron la leyenda del pie, que hablaba del repugnante Gusano, el cual, según decía la tradición, había infestado la región y había muerto más de una vez a manos de vástagos de la casa, sir Lionel, sir Boris, sir Guillem. El Gusano, explicaba el texto escrito a máquina, era un gusano inglés, no un dragón europeo, y, a semejanza de la mayoría de ellos, carecía de alas. Algunos de los que lo habían avistado declaraban que tenía patas —manos o pies— rudimentarias. Según otros no poseía miembros. En su forma monstruosa, compartía la capacidad de los gusanos comunes o de jardín de desarrollar rápidamente una nueva cabeza o tronco si se lo dividía, de manera que dos o más gusanos reemplazaban al original. Esa era la razón de que lo hubieran matado tantas veces, y que no obstante reapareciera. Lo habían visto desplazándose con un enjambre de crías reptantes, pero estas bien podían ser simples segmentos revivificados. El papel mecanografiado estaba sujeto con chinchetas y parecía continuar en otra parte, en alguna página no visible, no expuesta a los visitantes.

* * *

Siendo como eran inglesas, el recurso en el que pensaron fue el té. Había un salón de té cerca de la casa solariega, en una cuadra reformada de la parte trasera. Permanecieron en silencio, lado a lado, sosteniendo una bandeja de plástico salpicada de escaramujos, y compraron bollos, mermelada de frambuesa de primera calidad en un minúsculo bote, y unos pequeños tubos de nata cuajada.

—No se podía conseguir nata ni mermelada de verdad durante la guerra —dijo Primrose en voz baja cuando se sentaron en una mesa de un rincón.

Añadió que el racionamiento durante la guerra la había convertido en una golosa impenitente, y la delgada Penny asintió: la nata cuajada seguía siendo un enorme placer.

Se observaron una a otra con cautela, e intercambiaron retazos anodinos de su biografía en un tono educadamente mesurado. Primrose pensó que Penny estaba demacrada, y Penny pensó que Primrose estaba avejentada. Establecieron la maraña de coincidencias: los padres muertos, su condición de solteras, su dedicación profesional al cuidado de los niños, la reciente muerte de sus madres. Avanzando en círculos como los batidores, se fueron aproximando a la cosa secreta del bosque. Hablaron de un modo cortés sobre la mansión. Primrose admiraba la calidad de las alfombras. Penny dijo que era agradable ver las viejas pinturas colgando otra vez en las paredes. Primrose comentó que resultaba extraño, la verdad, que hubiera todos esos documentos históricos y ninguna constancia de que ellos, los niños, hubieran estado allí. No, repuso Penny, figuraba la historia de la familia, y de los soldados heridos, pero no la de ellos, tal vez porque eran demasiado insignificantes. Demasiado pequeños, corroboró Primrose con un gesto de asentimiento, sin saber a ciencia cierta qué quería decir con «demasiado pequeños». Era curioso, dijo Penny, que se hubieran reencontrado delante de ese libro, con esa imagen. Me da escalofríos, añadió Primrose sin mirar a Penny, con una vocecita tan tenue como una tela de araña. Nosotras vimos a esa cosa. Cuando estuvimos en el bosque.

—Es verdad —dijo Penny—. La vimos.

—¿Nunca te preguntaste si realmente la habíamos visto? —preguntó Primrose.

—Jamás —afirmó Penny—. Quiero decir, no sé qué es lo que vimos, pero siempre estuve totalmente segura de que la habíamos visto.

—¿Ha cambiado… o la recuerdas bien?

—Era una cosa horrible, y sí, la recuerdo muy bien, no he podido olvidar ni un solo detalle. Y sin embargo olvido toda clase de cosas —dijo Penny con una voz débil, una voz evanescente.

—¿Y alguna vez dijiste algo de esto a alguien, hablaste de esto? —inquirió Primrose con tono apremiante, inclinándose hacia delante con las manos crispadas en el borde de la mesa.

—No —contestó Penny. No lo había hecho. ¿Quién podía creer tal cosa, quién iba a creerles?

—Eso mismo pensé yo —dijo Primrose—. No hablé de ello. Pero lo tengo fijo en la mente como una tenia solitaria en el intestino. Creo que no me hace ningún bien.

—A mí tampoco me hace bien —reconoció Penny—. Ningún bien. He pensado en todo esto —le dijo a la mujer envejecida sentada frente a ella, cuyo rostro temblaba bajo los rizos dorados teñidos—. Creo… Creo que hay cosas que son reales, más reales que nosotras mismas, pero que rara vez nos cruzamos en su camino, o no se cruzan ellas en el nuestro. Puede ser que en los momentos muy malos entremos en su mundo, o nos demos cuenta de lo que hacen en el nuestro.

Primrose sacudió la cabeza enérgicamente. Daba la impresión de que compartir todo aquello le procuraba alivio, y Penny, para quien no representaba un alivio, hizo una mueca de dolor.

—A veces pienso que esa cosa acabó conmigo —le confesó Penny a Primrose, con una vocecita infantil que salía de una garganta de mujer y que arrancó al rostro de Primrose una temerosa sonrisa de niña que no era una sonrisa.

—Pero fue con ella con la que acabó, ¿no? —dijo Primrose—. Con esa cría. Se cruzó en su camino, ¿no es así? Y, cuando la cosa se fue, ella no estaba por ninguna parte. Así fue como pasó.

—Nadie preguntó nunca por ella, ni la buscó —añadió Penny.

—Me pregunto si no la habremos inventado —dijo Primrose—. Pero no lo hice, no lo hicimos.

—Se llamaba Alys.

—Con y griega.

Habían visto un revoltijo, un revoltijo asqueroso, recordaron, pero no había ningún signo de algo que pudiera haber sido una niñita insistente llamada Alys, ni nada que hubiera formado parte de ella ni le hubiera pertenecido.

Primrose se encogió de hombros con gesto voluptuoso, dejó escapar un profundo suspiro, y acomodó sus carnes en la ropa.

—Bueno, sea como sea, ahora sabemos que no estamos locas —declaró—. Penetramos en un misterio, pero no fue invento nuestro. No fue una ilusión. Así que ha sido una suerte que nos encontráramos, porque ya no tenemos por qué tener miedo de estar locas, ¿no? Podemos seguir adelante, por así decirlo.

* * *

Acordaron cenar juntas al día siguiente. Se alojaban en pensiones distintas, y ninguna de las dos pensó en intercambiar las direcciones. Eligieron un restaurante de la plaza principal del pueblo —El estofado de Serafina— y una hora, las siete y media. Ni siquiera contemplaron la posibilidad de pasar el día juntas. Primrose hizo una excursión en autobús. Penny encargó unos bocadillos y dio un largo paseo solitario. El cielo estaba gris y caía una suave llovizna. Las dos volvieron con dolor de cabeza a su alojamiento, y se hicieron un té con las bolsitas y el calentador eléctrico incluidos en el servicio de habitaciones. Se sentaron en la cama. La cama de Penny tenía una colcha con rosas silvestres. La de Primrose, un edredón con funda de algodón a cuadros blancos y negros. Encendieron la televisión, miraron el mismo programa de concursos, oyeron las risas exageradamente alegres. Penny se lavó de un modo un tanto frenético en su minúsculo cuarto de baño; Primrose se cambió despaciosamente la ropa interior y se puso medias limpias. De pie entre el cuarto de baño y el armario, Penny vio que el aire de la habitación se llenaba con una suerte de humo gris. Al revolver en la maleta en busca de una blusa limpia, Primrose se sintió mareada, como si la alfombra estuviera girando. ¿Qué iban a decirse?, se preguntaron, y se dejaron caer pesadamente y sin aliento en el borde de la cama. ¿Por qué?, dijo la confusa mente de Primrose. ¿Por qué?, se interrogó Penny crudamente. Primrose dejó la blusa y subió el volumen del televisor. Penny caminó hasta la ventana. Tenía una buena vista, con un romántico trozo de landa que se elevaba hasta una cima recortada contra el cielo. La noche se había apoderado de ella, la tierra estaba negra, las luces de las casas se filtraban débilmente en la oscuridad.

Llegaron las siete y media y pasaron, y ninguna de las dos mujeres se movió. Ambas se imaginaron a la otra esperando en una mesa, observando la puerta que se abría y se cerraba. Ninguna se movió. ¿Qué podrían haber dicho?, se preguntaron, pero lo hicieron con escaso interés. Estaban habituadas a no preguntar demasiado, habían tenido mucha práctica.

* * *

Al día siguiente las dos pensaron intensamente en el bosque, aunque de manera indirecta. Era una mañana primaveral, excelente para los bosques, y las nubes cargadas de agua del día anterior habían dado paso a un sol radiante, con una brisa suave y un calor muy leve. Penny pensó en el bosque, se calzó unos zapatos cómodos y, como si se evadiera, salió en la dirección opuesta. Primrose no era dada al razonamiento. Se sentó ante su desayuno, que era inglés y copioso, tocino y champiñones, tostadas y miel, y dejó que los sentimientos que le inspiraba el bosque afloraran a su piel, con aguijonazos y retortijones. El bosque, el bosque real e imaginado —tanto antes de entrar en él con Penny como después de haberlo hecho—, había sido siempre a la vez una fuente de atracción y una fuente de malestar, que se difuminaba en terror. En los bosques la luz era más dorada y con una sombra más oscura que cualquier luz en las terrazas de la ciudad, incluso que el resplandor de los bombardeos. El dorado y las sombras se entrelazaban, como una promesa de vitalidad. Habían visto algo amorfo y hediondo, pero el bosque persistía.

Así pues, sin pronunciar una frase en su mente —«Voy a ir»—, sino apaciguando su estómago, fortificando sus rodillas y apretando ligeramente los puños, Primrose decidió que iría. Y se encaminó directamente allí, con el hambre saciada, y llegó con el primer cargamento de turistas cuando aclaraba la mañana, para luego escabullirse y tomar el camino que una vez habían tomado, a través del césped y más allá del portillo.

El bosque era casi el mismo, pero más espeso y más atractivo con su nuevo verdor. El cuerpo de Primrose decidió ir en una dirección completamente diferente de la que las niñas habían seguido. Nuevos helechos se desenroscaban con una fuerza serpentina. La lluvia del día anterior aún brillaba en las laxas hojas jóvenes de los avellanos y en los hilos de las telarañas. Pequeñas gargantas emplumadas, encima de ella y en las profundidades del bosque, lanzaban trinos y gorjeos embrujadores para afirmar su posición de machos y defender su territorio, lo cual era para Primrose simplemente el coro. Oyó un cacareo y vio un destello de un bellísimo rosa carne, todo de plumas, y un reflejo azul. No era buena en el reconocimiento de pájaros, pero logró reconocer un petirrojo —había uno brincando de rama en rama—, un mirlo resplandeciente como el azabache, y un herrerillo que hacía cabriolas, delicado, azul y amarillo, un trozo menudo de vida ardiente. Siguió avanzando a buen paso, distrayéndose siempre con los brillos y reflejos que captaba con el rabillo del ojo. Descubrió un terraplén cubierto de musgo en el que crecían ramilletes de prímulas —la flor cuyo nombre ella llevaba— y, en la calidez de su corazón, que latía con afán en su pecho, lo tomó vagamente como una buena señal, una señal personal. Recogió unas pocas, acarició sus pálidos pétalos, enterró la nariz en ellas, olió su suave aroma dulzón a miel, miel primaveral sin el zumbido del verano. Sabía más de flores que de pájaros porque, cuando era pequeña, en las estanterías de la escuela había un libro, Las hadas de las flores, con las flores primorosamente ilustradas, acederilla y pamplina, pimpinela y madreselva, flores que ella nunca había visto, acompañadas de criaturas humanas verdaderamente hermosas, todos niños, desde bebés a muchachitas y muchachitos, vestidos con el azul y el dorado, el rojizo y el morado de las flores y frutos, caminando, bailando, delicadas figuraciones materiales de la vida esencial de las plantas. Y ahora, al deambular por el bosque, las vio y las reconoció, anémonas y brionias, consueldas y ortigas blancas, y —pese al lugar donde se encontraba— sintió el agradable roce de lo invisible, de la vida invisible que bullía en las hojas y a lo largo de los tallos, pese al lugar donde se encontraba, pese a lo que no había olvidado haber visto allí. Cerró los ojos por un instante. El sol destellaba y destellaba. Veía fulgores y centelleos por doquier. Veía estelas de azul intenso, más en el interior del bosque y entre los troncos de los árboles, y la luz que las bañaba.

Se detuvo, inquieta por el ruido de su respiración trabajosa. No estaba muy en forma. Vio entonces un movimiento fugaz en los helechos, una voluta de piel, delgada y de un rojo encendido, que temblaba en el tronco de un árbol. Vio una ardilla, una ardilla roja, que la observaba desde una rama. Tuvo que sentarse, mientras se acordaba de su madre. Se sentó, un tanto pesadamente, en un montículo de hierba. Los recordaba a todos, Cascanueces y Topito, Tejón y el Lirón Soñoliento, Tritón el Ingenioso y la Rana Fernanda. Su madre no contaba historias y no abría las puertas de mundos imaginarios. Pero era muy hábil con las manos. Todas las Navidades durante la guerra, cuando los juguetes —y, a decir verdad, las telas— estaban fuera del alcance, Primrose se encontraba al despertar con un nuevo animal de peluche de regalo, hecho con piel sintética con botones por ojos y garras de uñas córneas, o, en el caso de los anfibios, hecho con retales de satén y tafetán. Había algo artístico en ellos. La ardilla de peluche era la quintaesencia de una ardilla, el zorro estaba alerta, el tritón era rastrero. No llevaban chaquetas ni gorros antropomórficos, lo que hacía más fácil conferirles una naturaleza imaginaria. Ella creía en Papá Noel, y el descubrimiento de que los juguetes eran obra de su madre, la desaparición de la magia, había representado un duro golpe. Había sido incapaz de sentirse agradecida por la habilidad y la imaginación de su madre, tan poco características de una coqueta como ella. Los animales continuaron acumulándose. Una araña, un Bambi. Por la noche Primrose se contaba historias sobre una mujer-niña, una hechicera que vivía en un bosque encantado, rodeada por un ejército de animales sabios y afables que la amaban y protegían. Dormía atrincherada tras una pila de animales de peluche, así como la casa se atrincheraba durante los bombardeos tras una ineficaz pila de sacos de arena.

Primrose comprobó que la ardilla era decepcionante, más enjuta y más parecida a una rata que sus gordezuelas primas grises de la ciudad. Pero sabía que era rara y especial, y cuando vio que se alejaba de rama en rama, haciendo restallar su cola desplegada como una vela, asiéndose con sus diminutas manecitas, fue tras ella como si se tratara de un mensajero. La conduciría hasta el centro, pensó, era preciso que llegara al centro. El animalillo podría haber saltado fácilmente fuera de su vista, pensó, pero no lo hizo. Se demoraba y olisqueaba y miraba a su alrededor con nerviosismo, esperándola. Ella se abrió paso entre las zarzas, adentrándose en las sombras más densas y más verdes. Los jugos vegetales le mancharon la falda y la piel. Comenzó a relatarse una historia sobre la perseverante Primrose, que no se daba por vencida y seguía avanzando hacia el centro. Era imperioso que tuviera una razón para haber ido allí, una razón que tenía que ver con alcanzar el centro. Todas sus historias infantiles eran siempre en tercera persona. «No estaba asustada». «Se enfrentó a las bestias salvajes, que se encogieron de miedo». Se había hecho carreras en las medias, tenía los zapatos enlodados y resollaba ruidosamente. La ardilla se paró para limpiarse la cara. Ella aplastó unas campánulas azules y vio las siniestras capuchas de las calas.

No tenía ni idea de dónde se encontraba, o cuánto había avanzado, pero llegó a la conclusión de que el claro en el que se hallaba era el centro. La ardilla se había detenido y corría arriba y abajo por el tronco de un mismo árbol. Había una especie de montículo cubierto de musgo que, con un poco de imaginación, se habría asemejado casi a un trono. Se sentó en él. «Llegó al centro y se sentó en la silla de musgo».

¿Y ahora qué?

No había olvidado lo que habían visto, el rostro infeliz de mirada vacía, las poderosas garras, la estela de putrefacción acumulada. No había ido hasta allí para buscar a la cosa ni para enfrentarse a ella, pero había ido porque la cosa estaba ahí. Toda su vida había sabido que ella, Primrose, había estado realmente en un bosque mágico. Sabía que el bosque era una fuente de terror. Nunca había atemorizado a los pequeños que entretenía en fiestas, escuelas, guarderías, contándoles historias de niños perdidos en el bosque. Los atemorizaba con cosas viscosas que trepaban por el desagüe, salían como un enjambre del sifón del inodoro, o golpeteaban en las ventanas por la noche, y eran aniquiladas mediante el coraje y la magia. Había duendes en los vertederos de la ciudad, lejos de las farolas. Pero en sus historias los bosques eran fuentes de encantamiento, con colores brillantes y vida secreta invisible, hadas de las flores y otras criaturas mágicas. Había lugares en que se utilizaban palabras como «lentejuelas» y «perlas» para nombrar gotas reales de rocío sobre hojas reales de acedera. Primrose sabía que el encantamiento y la cosa que habían visto provenían del mismo lugar, que ese resplandor y el hedor ceniciento tenían el mismo origen. Ella los volvía seguros para los niños, reduciéndolos a decorados de un espectáculo infantil y a bonitas ilustraciones. No examinaba lo que sabía —era preferible no hacerlo—, pero sabía muy bien lo que sabía, pensó vagamente.

¿Y ahora qué?

Sentada en el musgo, oyó una voz en su cabeza que decía: «Quiero volver a casa». Y se oyó lanzar una risita amarga, enteramente de persona adulta, porque ¿de qué casa hablaba? ¿Qué sabía ella de tener una casa?

Vivía encima de una tienda de comida china para llevar. Tenía una peligrosa rinconera en la que cocinaba, una cama, un riel para colgar ropa, un sillón deformado por generaciones de traseros. Pensó en este lugar, y se le apareció en desvaídos tonos pardos y crema, oculto tras volutas de vapor de la cocina china, impregnado de olor a cerdo guisándose y caldo de pollo en ebullición. Su casa no era real, como eran reales las robustas ramas y raíces del bosque, no tenía miel de prímulas ni lentejuelas ni perlas. Los animales de peluche, o algunos de ellos, estaban amontonados en la cama y la alfombra, con la piel ajada, la prístina mirada desaparecida de los ojos rayados. Sentada allí, en el trono de musgo del centro, pensó en lo que uno piensa que es real. Cuando su madre había entrado, sollozando, para decirle «Papá ha muerto», ella se había preguntado si tendrían de postre pudin de tapioca o de sémola, y si habría mermelada, y a continuación había pensado que la nariz goteante de su madre era horrible, y que daba la impresión de que estaba fingiendo. Aún hoy recordaba la sémola y la mermelada de mora, más bien asquerosa, su sabor y su textura. Entonces ¿esto era real, esto era la casa? Más tarde había inventado la imagen de un mar turbio azul verdoso bajo un sol dorado, en el que una enorme columna blanca de aguas arremolinadas se alzaba de un barco que se iba a pique. Era una imagen muy hermosa, pero no era real. No conseguía acordarse de su padre. Se acordaba de la cosa del bosque, y se acordaba de Alys. El hecho de que el montículo cubierto de musgo tuviera bonitos colores —carmesí y esmeralda, dijo, y nombró al azar: culantrillo— no significaba que no recordara a la cosa. Recordó lo que había dicho Penny acerca de «cosas que son más reales que nosotras». Ella había encontrado una. Allí, en el centro, el surtidor de agua era más real que la sémola, porque estaba en el lugar en que reinaban tales cosas. La palabra que halló fue «reinaban». Había entendido algo, y no sabía qué era lo que había entendido. Quería desesperadamente volver a su casa, y quería no moverse nunca. La luz era hermosa en las hojas. La ardilla agitó la cola y de improviso se marchó, saltando entre las ramas. La mujer se puso trabajosamente en pie y se lamió los arañazos de las zarzas en el dorso de las manos.

* * *

Penny había salido en lo que suponía que era la dirección contraria. Caminaba a buen paso, siguiendo los setos vivos y los caminos que bordeaban los campos, y de vez en cuando franqueaba una cerca gracias a los escalones que había a tal efecto. Durante el primer trecho de camino mantuvo los ojos fijos en el suelo, y el oído atento a sus propios pasos, como si estos perturbaran a los rastrojos y los guijarros. Pisoteaba las arvejas y las pamplinas, y se volvía para mirar el rastro de plantas aplastadas. Recordaba a la cosa. La recordaba diariamente con toda nitidez. ¿Por qué estaba en esa parte del mundo, si no era para arreglar cuentas con ella? Pero seguía avanzando, advirtiendo y no advirtiendo que la forma de los campos y la configuración del terreno torcía su recorrido y le hacía describir la sinuosa curva de una hoz. Mientras el día transcurría, ella encontró su ritmo y alzó los ojos para admirar el trigo recién crecido en los surcos, una distante alondra. Cuando vio el bosque en el horizonte supo que era el bosque, aunque lo estaba viendo desde una perspectiva nueva que lo hacía parecer encaramado en un altozano cónico, como si unos anillos de fuerza lo hubieran asido y estrujado. Los árboles eran frondosos y tentadores. Era casi el crepúsculo cuando llegó. Las sombras se espesaban, las zonas oscuras de la enmarañada maleza se oscurecían. Ascendió la cuesta, y franqueó una cerca descubierta súbitamente.

Una vez dentro del bosque se movió con cautela, como si la estuvieran cazando o como si ella misma fuera a la caza. Se quedó completamente inmóvil y olisqueó el aire en busca de la podredumbre que recordaba; escuchó los sonidos de los árboles y las criaturas, tratando de distinguir un lejano martilleo de trilladora y un arrastrarse. Olió una podredumbre, pero era una podredumbre normal, hojas y tallos que se descomponían para volver a la tierra. Oyó sonidos. No el canto de los pájaros, pues el día ya llegaba a su fin, sino alguno que otro graznido ronco de advertencia, el crujido de algo, el trémulo estremecimiento de algo más. Oyó los latidos de su corazón en el aire marrón que se espesaba.

Había apostado por la libertad y se había alejado, y alejándose había llegado allí, como sabía que ocurriría. No tenía sentido buscar troncos de árbol o matas de hierba conocidos. Habían tenido toda una vida, la propia vida de ella, para volverse irreconocibles.

Comenzó a pensar que distinguía oscuros túneles en la maleza, donde algo habría podido revolcarse y deslizarse. Brotes aplastados, tallos y hojas quebrados, nada de ello muy reciente. Había cosas prendidas en las espinas, tenues jirones incoloros de lana o piel húmeda. Escudriñó los túneles y observó dónde se concentraban más los restos. Se obligó a introducirse en la oscuridad, encorvada y por momentos a cuatro patas. El silencio era denso. Encontró cosas que recordaba, lombrices de lana de tejer, fibras de paños de algodón, tiras de papel pegadas. Encontró extraños tubos membranosos con forma de salchicha, que contenían pelos, fragmentos de huesos y otras materias inanimadas. Eran como monstruosos excrementos de búho, o como las bolas tubulares de pelo que vomitan los gatos. Penny siguió avanzando, apartando con cuidado las fustigantes zarzas y los gruesos tallos. La cosa había estado allí, pero ¿hacía cuánto tiempo? Cuando se detuvo y olfateó el aire, y aguzó los oídos, no había nada más que el bosque adormecido.

De improviso salió a un lugar que recordaba. El claro era más grande, los árboles más gruesos y añosos, pero el tronco caído tras el cual se habían escondido aún seguía allí. El lugar era casi un campamento fantasma. De los árboles del contorno colgaban raídos gallardetes y banderines, como las raídas banderas, chamuscadas y desgarradas, de la capilla de la casa solariega, con sus manchas marrones de tierra o sangre. La cosa había estado allí, nunca se había ido.

Penny dio vueltas lentamente por el claro como una sonámbula, observándose como uno se observa en un sueño, buscando cosas. Encontró un pasador de pelo de falso carey y un botón de zapato con su eje de metal. Encontró el esqueleto de un pájaro, muy reciente, aplastado, con unas pocas plumas adheridas. Encontró fragmentos ambiguos y varios dientes, de diversas formas y tamaños. Encontró —diseminados por los alrededores, semiocultos entre las raíces, manchados de verde pero de un blanco brillante— una colección de huesecillos, dedos de manos o pies, una costilla y, por último, una caja craneana y una frente. Pensó en meterlos en su mochila, pero luego se dijo que no podía, y los apiló al pie de un acebo. No era anatomista. Al menos algunos de los huesos más pequeños podían ser de un tejón o un zorro.

Se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra el tronco caído. Pensó que tal vez tenía que buscar algo con que cavar un hoyo, para enterrar los huesecillos, pero no se movió. Ahora me observo como uno hace en un sueño mientras está a salvo, pensó, pero entonces, cuando la vi, era uno de esos sueños horrorosos en que uno está dentro, en que uno no puede escapar. Excepto que no era un sueño.

* * *

Había sido su encuentro con la cosa lo que la había llevado a interesarse profesionalmente en los sueños. Algo que parecía irreal se había aproximado bamboleándose, serpenteando, había penetrado pesadamente en la realidad, y ella lo había visto. De niña era muy aficionada a la lectura; pero, después de haber visto a la cosa, había sido incapaz de habitar la encantadora y habitual irrealidad de los libros. Se había vuelto diestra en estudiar lo que no se podía ver. Se interesó en los muertos, que habitaban la historia real. Se vio atraída por las fuerzas invisibles que se agitaban en las moléculas y hacían que estas se aglomeraran o se dispersaran. Se había convertido en psicoterapeuta «para ser útil». Esto no era del todo exacto o suficiente como explicación. La esquina del manto que cubría lo impensable se había retirado lo bastante para que ella pudiera entreverlo. Ella estaba en ese mundo. No era por casualidad que había acabado por especializarse en niños gravemente autistas, niños que se sacudían nerviosamente, o que golpeaban las cosas, o que se quedaban con la mirada perdida, que permanecían sentados en el servicial regazo de Penny, húmedos y ausentes, y no le relataban sueños, no hablaban de sus proyectos. El mundo que ellos conocían era un mundo real. Penny pensaba a menudo que ese era el verdadero mundo real, del que incluso sus desesperados padres se encontraban parcialmente protegidos. Alguien tenía que ocuparse de los casos perdidos. Penny se creía capaz de hacerlo. La mayoría de la gente no podía. Ella sí.

Todas las hojas del bosque se pusieron a temblar poco a poco y luego a sacudirse ruidosamente. A lo lejos se oía algo pesado que avanzaba despacio. Penny se quedó muy quieta, expectante. Oyó el viejo ruido sordo, olió la vieja pestilencia. No venía de una dirección; estaba a cada lado, estaba todo alrededor, como si la cosa cercara el bosque, o como si se moviera dividida en múltiples fragmentos, como se explicaba en el antiguo texto. Ya había oscurecido. Lo que era visible carecía de un color distintivo, sólo sombras de tinta y gris elefante.

Ahora, pensó Penny, y, tan súbitamente como había empezado, la perturbación cesó. Fue como si la cosa hubiera dado media vuelta. Ella sintió cómo disminuía el temblor del bosque hasta recuperar la quietud. De pronto, sobre la copa de los árboles, un enorme disco de oro blanco se elevó y quedó suspendido, lo que acentuó las sombras y tiñó de plateado los bordes. Penny recordó a su padre, de pie bajo la fría luz de la luna llena, que decía con una mueca que esa noche probablemente llegarían los bombarderos: había una luna llena brillante y sin nubes. Él había desaparecido en un horno rugiente amarillo rojizo, según Penny había adivinado, u oído, o imaginado. Su madre la había hecho salir antes de dejar hablar al bombero portador de la noticia. Ella se había agazapado como un ratón en la escalera y en los rincones oscuros, tratando de oír lo que se hablaba, de recibir un fragmento de realidad con el que adherirse a la verdad del dolor de su madre. Su madre no quería su compañía, o no podía tenerla. Captó trozos extraños de conversación: «Nada que realmente pudiera identificarse», «absolutamente ninguna duda». Él había sido un hombre amable y fatigado con ceniza en las vueltas del pantalón. Había habido un funeral. Penny recordaba haber pensado que no había nada, o casi nada, en el féretro que sus compañeros bomberos llevaban a hombros; era tan liviano para levantar, tan fácil de depositar en la tabla de mármol del crematorio…

Era cierto que habían estado viviendo tras las cortinas cerradas a causa de la defensa pasiva, pero su madre había seguido viviendo tras las cortinas cerradas mucho después de que la guerra hubo acabado.

Recordaba que alguien la había invitado a una merienda para animarla. Había habido fuegos artificiales de interior, conservados desde antes de la guerra. Fuegos chinos, encendidos en platillos, y un pequeño Vesubio cónico, con una mecha azul y decorado con un dragón rosa y gris. El volcán no había hecho otra cosa que escupir chispas hasta que casi habían dejado de mirarlo, y entonces había vomitado una columna de ceniza increíblemente leve que subió y subió, hasta alcanzar una altura cinco o seis veces mayor que la original, y bruscamente se apagó. Como un panecillo gris, o un zurullo muy viejo. Ella se echó a llorar. Era ingrato de su parte. Se había hecho un esfuerzo al que ella no había respondido.

La luna había liberado al bosque, por lo que parecía. Penny se puso de pie y se quitó de la ropa los restos de mantillo. Había estado preparada para la cosa, y esta no había acudido. Ignoraba si su deseo había sido enfrentarse a ella, o comprobar que era tal como ella siniestramente la recordaba; se sintió un tanto decepcionada de verse liberada del bosque. Pero aceptó su liberación y encontró el camino de vuelta a los campos y a su pueblo, siguiendo la brillante estela luminosa de la luna.

* * *

Las dos mujeres tomaron el mismo tren para volver a la ciudad, pero no se vieron hasta que descendieron. Los pasajeros se dirigían a la salida apresuradamente o arrastrando los pies, casi todos con la cabeza gacha. Ambas mujeres recordaron cuando habían partido durante la guerra, con sus piernecitas como palillos y las máscaras antigás. Ambas alzaron la cabeza al acercarse a la barrera, no con la esperanza de que estuvieran esperándolas, porque nadie las esperaba, sino de un modo mecánico, para evaluar dónde ir y qué hacer. Vieron la cara de la otra en la oscura penumbra, dos redondeles pálidos y reconocibles, lo bastante alejados para que un intercambio de palabras, e incluso de saludos, resultara incómodo. La falta de luz las reducía a la similitud: órbitas oscuras, boca tensa. Por un instante se detuvieron y simplemente se miraron. En aquella primera ocasión, la cúpula de la estación había estado llena de espirales de vapor, y el aire cargado de ceniza. Ahora, el tren diésel de líneas aerodinámicas y morro chato del que habían bajado era azul y oro bajo una capa de suciedad. Vieron a la otra a través de ese velo negro imaginario que la pena, o el dolor, o la desesperación tienden sobre el mundo visible. Vieron el rostro de la otra y pensaron en la imborrable infelicidad del rostro que habían visto en el bosque. Ambas pensaron que la otra era el testigo que confirmaba con toda certeza la realidad de la cosa, que les impedía refugiarse en la creencia de que la habían imaginado o inventado. Así pues, fijaron en la otra una mirada vacía y desesperada, sin dar signos de reconocimiento, y luego cogieron su equipaje y se alejaron en la multitud.

* * *

Penny descubrió que, por alguna razón, el velo negro se había convertido en parte de su visión. Pensaba constantemente en rostros —el de su padre, el de su madre—, ninguno de los cuales conservaba su forma ante el ojo de su mente. El rostro de Primrose, la niñita optimista, la mujer que alzaba los ojos de la vitrina para clavarlos en ella, que la miraba con aire conspirador por encima de la nata cuajada. La pequeña y rubia Alys, con su dulce sonrisa zalamera. La cara semihumana de la cosa. Como si todo dependiera de ello, intentó recordar totalmente esa cara, y sufrió con el detalle de la horrible boca con las comisuras caídas, de la falta completa de sentido de los ojos blancos y ciegos. Las caras presentes eran discos vacíos, lunas sombreadas. Sus pacientes iban y venían, niños perdidos, u ocupados, o atrapados tras su máscara de ensimismamiento o ansiedad o sobreexcitación. Cada vez era más incapaz de distinguir una de otra. El rostro de la cosa estaba clavado en su cerebro y solicitaba celosamente su atención, le impedía concentrarse en su actividad cotidiana. Había vuelto al lugar de la cosa, y no la había visto. Necesitaba verla. Lo necesitaba porque la cosa era más real de lo que ella era. Habría sido preferible no haberla siquiera vislumbrado, pero sus caminos se habían cruzado. La cosa había irrumpido desconsideradamente en su vida, le había sorbido la médula, sin advertir siquiera quién o qué era ella. Volvería y la enfrentaría. ¿Qué otra cosa había?, se preguntó, y se respondió: nada.

De modo que regresó sola en el tren mientras los campos pasaban a toda velocidad, y dormitó a lo largo de una noche eterna bajo la colcha con rosas silvestres de la pensión. Esta vez hizo el mismo recorrido de antaño, saliendo de la casa y franqueando el portillo; encontró enseguida el viejo rastro, su mirada atenta descubrió la estela de desechos de la cosa, y muy pronto estaba de vuelta en el claro, donde encontró intacto el túmulo de huesecillos que había dejado junto al tronco de un árbol. Lanzando un leve suspiro, cayó de rodillas, y luego se sentó de espaldas al bosque en descomposición y llamó en silencio a la cosa. Casi de inmediato percibió la perturbación, vio la agitación de las ramas, oyó el lento avance, olió el viejo olor. Era un día gris y ordinario. Cerró los ojos por un breve momento, mientras el ruido y el movimiento se incrementaban. Cuando la cosa llegara, la miraría a la cara, vería lo que era. Juntó las manos en el regazo, sin apretarlas. Sus nervios se relajaron. Su sangre fluyó más lentamente. Estaba preparada.

* * *

Primrose se encontraba en el centro comercial, colocando en círculo sus sillas de plástico con los colores del arcoíris. Los huesos le crujieron cuando se inclinó sobre ellas. Fuera llovía torrencialmente, pero el centro era como un palacio de cristal encerrado en una caja de vidrio. Bajo las sillas multicolores resplandecía el suelo de mármol moteado. Justo enfrente había una fuente, con luces brillantes que iluminaban el agua verdosa y creaban círculos dorados en torno a los pulidos guijarros y las monedas arrojadas para pedir un deseo. Los niñitos se reunieron a su alrededor: sus madres se despedían de ellos con un beso, les decían que se comportaran bien y escucharan a la amable señora. Todos tenían un vasito de plástico transparente con zumo de naranja y una galleta envuelta en papel de aluminio. Eran de todos los colores: piel negra, piel morena, piel sonrosada, piel pecosa, abrigo rosa, abrigo amarillo, capucha morada, capucha roja. Algunos sonreían y otros lloriqueaban, algunos no dejaban de moverse y otros permanecían quietos. Primrose se sentó en el borde de la fuente. Había decidido qué hacer. Les dedicó su mejor sonrisa, la más cálida, y se arregló los rizos dorados. «Presten atención», les dijo, «y les contaré algo fabuloso, una historia que nunca se ha contado antes».

«Había una vez dos niñitas que vieron —o creyeron ver— una cosa en el bosque…»