La ventana de la biblioteca, de Margaret Oliphant
Inicialmente no advertí las discusiones que había provocado la ventana. Estaba situada casi en frente de las ventanas del gran salón, amueblado a la antigua, de la casa en la cual yo estaba pasando el verano.
Nuestra casa y la biblioteca se hallaban en las aceras opuestas de la calle principal de St. Rule’s, una calle muy hermosa, espaciosa y ancha, y muy tranquila, mucho más para una persona acostumbrada a vivir en lugares ruidosos. Pero en un atardecer de verano hay muchas idas y venidas, y la misma quietud está llena de sonidos: pisadas y voces agradables, suavizadas por el aire veraniego. Hay momentos, incluso, en que la calle es de lo más ruidosa: en la época de la Feria y en algunas noches de los sábados, cuando sale algún tren cargado de excursionistas. Entonces, ni siquiera la brisa veraniega del atardecer consigue suavizar las voces chillonas y los pasos decididos.
En esos momentos cerramos las ventanas e incluso yo, tan amiga de refugiarme en el salón para escapar a lo que ocurre en el interior de la casa y para contemplar la silenciosa calle, voy a encerrarme en mi torre de observación. A decir verdad, en el interior de la casa apenas ocurre nada. La casa es propiedad de mi tía a la cual no le ocurre nunca —ella dice afortunadamente— nada. Creo que en sus buenos tiempos le ocurrieron muchas cosas, pero en la época de la que estoy hablando, mi tía era una mujer anciana y llevaba una vida muy tranquila. Se levantaba todos los días a la misma hora y hacía las mismas cosas minuto a minuto. Siempre lo mismo.
Ella dice que esta rutina es su mejor apoyo en el mundo y una especie de salvación. Tal vez sea cierto, pero es una salvación muy aburrida, y yo hubiese preferido que ocurriese algo, fuera lo que fuese, que rompiera aquella monotonía. Claro que entonces yo era una chica joven, y eso lo explica todo.
En la época a que me refiero, me gustaba mucho instalarme junto a la ventana del salón a que he aludido anteriormente. Aunque mi tía era una dama anciana —y tal vez debido a que era tan anciana—, se mostraba muy tolerante y creo que sentía una especie de afecto hacia mí. Nunca decía una palabra, pero con frecuencia me dirigía una sonrisa cuando me veía instalada allí, con mis libros y mi cesta de labor. Yo trabajaba muy poco, desde luego: unas puntadas de cuando en cuando, como acompañamiento a alguno de mis ensueños, más fáciles de seguir con la ayuda de la aguja que con la lectura de un libro.
Otras veces, si el libro era interesante, me embebía en la lectura, sin prestar atención a nadie. Y, sin embargo, prestaba una especie de atención. Las amigas de mi tía Mary venían a visitarla y yo las oía hablar, aunque muy pocas veces escuchaba su conversación; pero, a pesar de todo, si se les ocurría decir algo interesante, resulta curioso cómo lo recordaba yo más tarde, como si el aire me trajese el sonido de las palabras que se habían pronunciado. Las ancianas llegaban a la casa y se marchaban, y de cuando en cuando tenía que estrechar la mano de alguna de ellas, que me preguntaba por mis padres. A continuación, tía Mary me dirigía una sonrisa y yo volvía a instalarme junto a la ventana. A ella no parecía importarle mi presencia. Mi madre no me lo hubiera permitido, desde luego. Hubiese recordado docenas de cosas por hacer. Me hubiera mandado al piso superior en busca de algo que no necesitaba, o a la planta baja para hacer algún encargo innecesario al ama de llaves. A mi madre no le gustaba que me estuviera quieta en un sitio. Quizás por esto me sentía tan a gusto en el saloncito de la casa de tía Mary, junto a la ventana, con sus visillos que la cubrían a medias, enterándome de tantas cosas sin ser tachada de indiscreta. Desde que aprendí a hablar, todo el mundo había dicho que yo era fantasiosa y soñadora, y todos los demás adjetivos que se aplican, a las muchachas aficionadas a la poesía y a pensar.
Mi madre opinaba que yo debía estar siempre ocupada para alejar los «pajaritos» de mi cabeza. Pero, en realidad, mi cabeza no estaba llena de pajaritos, como vulgarmente se dice. Era una muchacha seria. No molestaba a nadie si me dejaban a solas conmigo misma. Lo único que ocurría es que poseía una especie de sexto sentido y me daba cuenta de cosas a las que no prestaba atención. Incluso cuando leía el más interesante de los libros, captaba las palabras que se pronunciaban a mi alrededor y oía lo que la gente hablaba en la calle al pasar por debajo de la ventana. Tía Mary decía siempre que yo podía hacer dos e incluso tres cosas a la vez: leer, escuchar y ver.
Estoy convencida de que no escucho demasiado, y en cuanto a mirar, miraba muy poco; pero no podía evitar el oír las cosas que oía, incluso cuando estaba leyendo, ni el ver toda clase de cosas, aunque a menudo pasaba media hora sin alzar los ojos de mi libro. Esto no concuerda con lo que dije al principio: que se produjeron muchas discusiones acerca de aquella ventana antes de que yo llegase a enterarme. Era, y es todavía, la última ventana de la fila de la biblioteca escolar que se encuentra en frente de la casa de mi tía, en la calle Mayor. Aunque no está exactamente enfrente, sino un poco hacia el oeste, de modo que puedo verla mucho mejor desde la parte izquierda de mi refugio. Para mí había sido una ventana como cualquier otra hasta que oí hablar de ella en el saloncito de mi tía.
—¿No se ha preguntado nunca, señora Balcarres —decía el viejo Mr. Pitmilly—, si aquella ventana de enfrente es verdaderamente una ventana?
—A decir verdad, nunca he estado segura de ello en todos estos años —respondió tía Mary.
—¿A qué ventana se refieren? —intervino una de de las damas de la reunión.
El señor Pitmilly tenía un modo de reír mientras hablaba que no me hacía ninguna gracia, aunque, la verdad sea dicha, él no se esforzaba por resultarme agradable.
—¡Oh! La ventana de enfrente —dijo Pitmilly, con su risa peculiar deslizándose entre las palabras—. Nuestra amiga no se ha fijado nunca detenidamente en ella, a pesar de vivir aquí desde…
—No necesita usted recordar la fecha —intervino otra de las damas—. Es la ventana de la biblioteca. ¿Qué otra cosa podría ser sino una ventana, querida? A la altura en que está, no puede ser una puerta.
—Lo que me pregunto —dijo mi tía— es si se trata de una ventana de verdad, con cristal, o si está simplemente pintada, o si en otra época fue una ventana y ha sido tapiada. Cuanto más la miro, menos acierto a saberlo.
—Déjenme verla —dijo la anciana lady Carnbee—. A mí me parece que su aspecto es como el de cualquier otra ventana, aunque yo diría que no la han limpiado hace años.
—Desde luego —dijo otra de las damas—. Tiene un aspecto de cosa muerta, sin brillo, pero yo la he visto siempre igual.
—No me extraña —intervino otra contertulia—. Con las sirvientas que corren hoy en día.
—No puede hablarse tan mal de las actuales sirvientas —dijo la voz más suave de todas, que pertenecía a mi tía Mary—. Son peores los criados. Y, de todos modos, nunca he permitido que mis sirvientas arriesgaran sus vidas limpiando la parte exterior de las ventanas. Además, en la biblioteca no hay ninguna sirvienta.
Se apretujaron todas en mi ventana, empujándome, una hilera de viejos rostros contemplaron algo que no podían comprender. Ninguna de ellas me miró ni pensó en mí, pero noté de un modo inconsciente el contraste entre mi juventud y su vejez, y las miré mientras ellas miraban por encima de mi cabeza la ventana de la biblioteca, a la que yo no prestaba ninguna atención. Estaba más interesada en las viejas damas que en lo que estaban mirando.
—El marco, por lo menos, es completamente normal y está pintado de negro.
—Y los entrepaños también están pintados de negro. No es una ventana, señora Balcarres.
—La biblioteca es muy oscura. Si eso fuera una ventana, habría mucha más claridad en el interior.
—Una cosa es evidente —dijo una de las damas más jóvenes—. No se trata de una ventana a través de la cual pueda verse algo. Tal vez ha sido tapiada, pero lo cierto es que por ella no pasa luz.
—¿Quién oyó hablar nunca de una ventana a través de la cual no pudiera verse nada? —dijo lady Carnbee.
Yo estaba fascinada por la expresión de su rostro, una expresión burlona, como la de alguien que sabe mucho más de lo que está dispuesto a decir. Luego, mi fantasía se sintió atraída por su mano, que lady Carnbee agitaba en aquel momento ante mis ojos, surgiendo de un puño de encaje. Los encajes de lady Carnbee eran lo más notable en ella: encajes españoles, negros, con dibujos de flores. Todas las prendas que llevaba estaban adornadas con encaje. Un largo velo de encaje colgaba de su viejo sombrero. Pero su mano, surgiendo de aquella masa de encaje, era algo digno de verse.
Tenía unos dedos muy largos, afilados, que en su juventud habrían sido admirados; y su mano era muy blanca, más que blanca: pálida, exangüe, con grandes venas azules en el dorso. Llevaba varios anillos de mucho precio, entre los que destacaba un gran diamante engastado en una horrible armazón en forma de garra. Los anillos le quedaban demasiado grandes y había enrollado en ellos hilo de seda amarilla para que no cayesen de los dedos, y este diminuto almohadón de seda, sucio por el uso, era ahora más visible que las propias joyas, a excepción del gran diamante, que lucía peligrosamente. Aquella mano, con sus extraños adornos de encaje, me produjo una horrible impresión: me pareció un ser viviente y terrorífico, cuyo único ojo lanzara maléficos destellos.
De pronto, el círculo de viejos rostros se rompió, las damas regresaron a sus asientos y Pitmilly, pequeño pero muy erguido, permaneció en pie en medio de ellas, hablando en tono suavemente autoritario, como un diminuto oráculo. La única que lo contradecía era lady Carnbee. Al hablar, gesticulaba, agitando vigorosamente aquella mano que tanto me había impresionado, con su adorno de encaje. Pensé que lady Carnbee parecía una bruja en medio del grupo de pacíficas damas que prestaban tanta atención a todo lo que decía Pitmilly.
—En mi opinión, no existe ninguna ventana —decía él—. Es lo que en lenguaje científico se llama una ilusión óptica. Generalmente, el motivo radica, si me es permitido utilizar la palabra en presencia de unas damas, en el hígado, que no se encuentra en las debidas condiciones de regularidad y equilibrio; en tal caso, se pueden ver cosas raras. Recuerdo que en cierta ocasión fue un perro azul, y en otra…
—Tonterías —le interrumpió desdeñosamente lady Carnbee—. Hasta donde alcanza mi recuerdo, tengo una idea clara de las ventanas de la biblioteca escolar. ¿Acaso la biblioteca escolar es también una ilusión óptica?
—¡No, no! —dijeron a coro las ancianas.
Y una de ellas añadió:
—Un perro azul es una extravagancia, pero la biblioteca ha estado siempre ahí.
—Recuerdo cuando se celebró en ella la Asamblea, antes de que fuera edificada la Town Hall —dijo otra.
—Es curioso —dijo tía Mary. Me extrañó que hablara en voz baja, como si lo hiciera consigo misma—. La existencia de esa ventana siempre ha provocado discusiones en mi casa. En cuanto a mí, personalmente, a veces creo que no es más que un adorno, como en las grandes casas que edifican ahora en Edimburgo, en las cuales las ventanas no son más que elementos decorativos. Pero en otras ocasiones estoy convencida de que veré brillar el sol en sus cristales por la tarde…
—No le costaría mucho convencerse, señora Balcarres, si fuera usted a…
—Denle un penique a un chiquillo para que tire una piedra contra ella y verán lo que ocurre —dijo lady Carnbee.
—Bueno, no estoy segura de que desee averiguarlo —dijo tía Mary.
A continuación se produjo el habitual revuelo que precedía a la marcha de los visitantes. Tuve que abandonar mi refugio, abrir la puerta y contemplarlos mientras bajaban las escaleras en fila india. Pitmilly daba su brazo a lady Carnbee, a pesar de que siempre lo estaba contradiciendo. Tía Mary se quedó en lo alto de la escalera, despidiendo graciosamente a sus huéspedes, mientras yo bajaba para asegurarme de que la doncella estaba en el vestíbulo. Cuando volví, tía Mary estaba junto a mi ventana, mirando hacia fuera. Ocupé mi asiento habitual y tía Mary me dijo, con expresión que me pareció bastante pensativa:
—Bien, querida: ¿cuál es tu opinión?
—No puedo opinar nada. Me pasé todo el tiempo leyendo un libro —respondí.
—Me di cuenta, y no fue muy cortés por tu parte, querida. Pero, de todos modos, estoy convencida de que no te perdiste una sola palabra de las que se pronunciaron.
Era una noche de junio, hacía rato que habíamos cenado, y si hubiese sido invierno las sirvientas habrían cerrado ya puertas y ventanas y mi tía Mary se dispondría a encerrarse en su habitación. Pero era aún de día, a pesar de que el sol se había puesto y no quedaba en el cielo ningún reflejo rosado ni color naranja. La claridad tenía un tono neutro, es decir, ese tono crepuscular que adquiere el día cuando ha dejado de ser propiamente día. Después de cenar habíamos dado un paseo por el jardín y ahora estábamos de vuelta a lo que llamábamos nuestras habituales ocupaciones.
Mi tía leía. En lo que a mí se refiere, también me dedicaba a mi habitual ocupación, que en aquella época consistía en no hacer nada. Tenía un libro entre las manos, como de costumbre, y estaba absorta en él, pero me daba cuenta de todo lo que ocurría a mi alrededor. La gente pasaba por debajo de la ventana, hablando en voz alta, y sus comentarios provocaban a veces mi risa. Hablaban con un acento cantarín, completamente nuevo para mí, que resultaba muy agradable porque mi mente lo asociaba con la idea de las vacaciones; y a veces decían cosas divertidas, y otras decían cosas que sugerían toda una historia, pero pronto los pasos se alejaban y las voces morían en la distancia.
A lo largo del atardecer, compuesto de interminables horas, que a pesar de su extensión no resultaban aburridas, miraba de cuando en cuando hacia la ventana misteriosa que había sido objeto de la conversación entre mi tía y sus amigas, pensando lo absurda que había sido aquella discusión, aunque no me hubiera atrevido a decírselo a nadie, ni siquiera a mí misma. Miraba hacia la ventana sin ninguna idea concreta, dejando vagar el pensamiento. Se me ocurrió, con una leve sensación de descubrimiento, que parecía estúpido que alguien pudiera decir que aquello no era una ventana, una ventana como todas las demás, una ventana a través de la cual pudiera verse. ¿Cómo no se habían dado cuenta hasta entonces aquellos vejestorios?
Repentinamente, descubrí un espacio visible detrás de la ventana —una habitación, indudablemente—, oscuro, casi indistinguible, como era lógico en una habitación situada al otro lado de la calle. Sin embargo, era tan evidente que se trataba de una habitación, que no me hubiera sorprendido lo más mínimo ver que alguien se acercaba a la ventana. De lo que no cabía duda era de que detrás de los entrepaños que habían provocado la discusión de las viejas damas había una sensación de espacio. Me parecía mentira que no se hubieran dado cuenta.
En aquel momento era un espacio grisáceo, sumido en la penumbra, como toda habitación que se contempla desde el otro lado de la calle. Pero no existía duda posible. No había cortinas que indicaran si estaba habitada o no, pero era una habitación, estaba absolutamente segura. Me sentí muy complacida conmigo misma, pero no dije nada. Tía Mary seguía leyendo su periódico y yo esperé un momento favorable para anunciarle un descubrimiento que solucionaría definitivamente el problema de aquella ventana. Luego me dejé arrastrar de nuevo por la corriente de mis ensueños y me olvidé por completo del asunto, hasta que llegó a mis oídos una voz que parecía proceder del otro mundo:
—Me voy a acostar. Pronto será de noche. Empieza a oscurecer.
¡Oscurecer! ¿A quién podía ocurrírsele semejante tontería? Nunca oscurece si uno sabe mirar a través del suave aire veraniego por espacio de horas enteras; y mis ojos, habituados a mirar de ese modo, se posaron de nuevo en la ventana del otro lado de la calle.
Nadie se había acercado a la ventana; no había sido encendida ninguna luz, pero la habitación situada detrás de la ventana se había ensanchado. Pude distinguir el espacio gris, un poco más amplio, y una especie de visión, muy difuminada, de una pared y de algo apoyado contra ella; algo oscuro, con la negrura de un objeto sólido, claramente distinguible en la penumbra que lo rodeaba. Agucé la vista y adquirí la seguridad de que se trataba de un mueble, una mesa escritorio o quizás un gran armario para libros.
Seguramente se trataba de esto último, dado que el edificio era una biblioteca. Nunca había visitado la biblioteca escolar, pero había visto otros lugares parecidos y no me resultaba difícil imaginármela. Me pareció sumamente raro que las amigas de mi tía, después de tanto tiempo, no hubieran sido capaces de ver lo que yo acababa de descubrir. Continué sin hablar, y mis ojos, supongo, habíanse agrandado en su esfuerzo por penetrar la oscuridad de la misteriosa habitación. De repente, tía Mary dijo:
—¿Quieres hacer sonar la campanilla, preciosa? Necesito mi lámpara.
—¿Su lámpara, cuando aún es de día? —inquirí, extrañada.
Pero en aquel momento eché otra ojeada a mi ventana y comprobé con un sobresalto que la luz había cambiado: no podía ver absolutamente nada. Había aún algo de claridad, pero una claridad tan distinta, que la habitación, con el espacio gris y la amplia librería habían desaparecido y no me fue posible verlos de nuevo: incluso una noche escocesa de junio acaba por hacerse oscura, aunque el atardecer parezca prolongarse indefinidamente. Había estado a punto de gritar al oír las palabras de mi tía Mary, pero procuré dominarme y obedecí su orden, haciendo sonar la campanilla para avisar a la sirvienta. Decidí no decirle nada hasta la mañana siguiente, cuando las cosas, como es lógico, se verían mucho más claras.
A la mañana siguiente me olvidé de todo esto. O estuve muy ocupada, o muy ociosa, dos cosas que para mí venían a significar lo mismo. En todo caso, no pensé más en la ventana, aunque me senté en el lugar de costumbre, entretenida en alguna otra fantasía. Por la tarde, como siempre, llegaron los visitantes de tía Mary, pero su conversación no me recordó para nada el tema de la misteriosa ventana, y durante un par de días no ocurrió nada que llevara a mis pensamientos por aquel cauce.
Pasó casi una semana antes de que el tema volviera a plantearse, y de nuevo fue lady Carnbee la que me hizo pensar en él; y no porque hubiera dicho nada concreto sobre el asunto. Pero fue la última de las visitantes en marcharse aquella tarde, y cuando se levantó para irse agitó las manos, con aquellos gestos vivaces peculiares en muchas damas escocesas.
—¡Vaya! —exclamó—. Allí tenemos a la niña, tan inmóvil como un poste. ¿Acaso está embrujada, Mary Balcarres? ¿Está condenada a permanecer sentada ahí, de día y de noche, durante toda su vida?
De momento, no caí en la cuenta de que estaba refiriéndose a mí. La miraba a ella, precisamente, que era como una figurilla de un cuadro, con su pálido rostro de color ceniza y sus encajes españoles, y sus manos alargadas, con el enorme diamante brillando siniestramente. Por cierto que ahora lo llevaba al revés, y la piedra lucía en la parte interior de su mano. El efecto era sorprendente. Me quedé mirándola medio aterrorizada, medio furiosa. Entonces, la anciana se echó a reír y su mano recobró la posición normal.
—Acabo de despertarte a la vida y de romper el maleficio que pesaba sobre ti —me dijo, en tono festivo. Y a continuación me tomó del brazo para bajar las escaleras, apoyándose pesadamente en mí y sin dejar de reír—. A tu edad las muchachas deben ser fuertes como una roca. Yo era como un arbolillo, ¿sabes? En mis buenos tiempos fui un apoyo para la virtud, como Pamela.
Cuando volví junto a la tía Mary, le dije:
—¡Tía, lady Carnbee es una bruja!
—¿Qué es lo que te hace pensarlo, preciosa? Bueno, tal vez lo haya sido en otros tiempos —dijo tía Mary, a la que nada conseguía desconcertar ni sorprender.
Fue aquella noche, después de cenar, cuando volví a fijarme en la ventana de la biblioteca. La había visto durante todo el día sin observar nada anormal, pero en aquel momento, agitada aún por la escena de lady Carnbee con su maldito diamante y sus extravagantes adornos de encaje, miré a través de la calle y vi la habitación existente detrás de la ventana de la biblioteca, mucho más claramente de lo que la había visto la vez anterior.
Pude observar que se trataba de una habitación espaciosa y que el mueble colocado contra la pared no era una librería, sino una mesa escritorio. Cuando mis ojos se posaron sobre ella, no me quedó ninguna duda: un gran escritorio de modelo antiguo, lleno de cajones, muy parecido al que tenía mi padre en su biblioteca. Quedé tan sorprendida al notar la semejanza, que cerré los ojos preguntándome cómo era posible que el escritorio de mi padre hubiese ido a parar allí. Pero cuando me recordé a mí misma que aquello era una tontería, y que existían muchísimas mesas escritorio parecidas a la de papá, abrí de nuevo los ojos, miré hacia la habitación, y… no pude ver más que la negra ventana, que tan intrigadas tenía a las amigas de mi tía, las cuales no dejaban de preguntarse si era una ventana tapiada o si había sido una verdadera ventana en alguna ocasión.
A pesar de lo intrigada que me quedé, no hablé de ello a tía Mary. Por alguna razón, no conseguía ver nada a primeras horas del día. Hasta cierto punto, me pareció natural: en pleno día no puede verse en un lugar situado en el exterior si se trata de una habitación vacía, o un espejo, o una ventana tapiada. Supongo que el hecho tiene algo que ver con la luz. La hora más apropiada para ver es la de un atardecer de junio escocés, ya que entonces la luz del día no es propiamente del día y existe en ella algo que no puedo describir, algo que hace que todos los objetos sean como un reflejo de sí mismos.
A medida que pasaba el tiempo, podía ver más claramente la habitación. La gran mesa escritorio ocupaba un lugar más y más definido en aquel espacio gris: a veces había encima de él unos objetos blancos, brillantes, que parecían papeles, y en un par de ocasiones estuve segura de ver una pila de libros en el suelo, muy cerca de la mesa escritorio. Los libros me parecieron muy viejos. Esto ocurría siempre a la hora en que los chiquillos se decían unos a otros, en la calle, que iban a regresar a sus casas; a la hora en que una voz estridente llamaba desde una de las puertas gritando a alguien que avisara a su chico para que acudiera a cenar. Esta era siempre la hora en que yo veía mejor, aunque era el momento en que el velo de la oscuridad estaba a punto de caer sobre todas las cosas, y la luz diurna empezaba a agonizar, y todos los sonidos de la calle se apagaban.
Un atardecer, cuando estaba sentada en el lugar de costumbre con un libro entre las manos, mirando hacia el otro lado de la calle, sin ser distraída por nada, observé un leve movimiento en el interior de la habitación. No fue nada visible, pero todo el mundo sabe lo que significa ver una leve agitación en el aire, una especie de ondulación, como la de las aguas de un lago: uno no puede decir lo que hay allí, pero sabe que hay algo, aunque no pueda verlo ni precisar su naturaleza. Tal vez sea una sombra posándose en un lugar tranquilo.
Uno puede mirar durante horas enteras una habitación vacía y de repente darse cuenta de que se ha producido un aleteo, y sin ver a nadie puede saber que alguien acaba de entrar en la habitación. Puede tratarse solamente de un perro o de un gato, puede ser un pájaro que ha cruzado volando, pero en todo caso es alguien, alguien vivo, muy distinto, completamente distinto de las cosas desprovistas de vida. La impresión que me causó el hecho me hizo proferir un pequeño grito. Tía Mary carraspeó, apartó el abultado periódico que casi la tapaba por completo y me preguntó:
—¿Qué te ocurre, preciosa?
—Nada —respondí rápidamente, temiendo que la intervención de mi tía me impidiera seguir mirando, en el preciso instante en que alguien acababa de entrar en la habitación misteriosa. Pero supongo que ella no quedó satisfecha con mi breve respuesta, ya que se levantó y se acercó al lugar donde yo estaba, mirando a través de la ventana para ver lo que me había llamado la atención. Apoyó una de sus manos en mi hombro, y aunque su movimiento fue suave y cariñoso, yo hubiera botado de rabia: todas las cosas habían vuelto a quedar inmóviles, la habitación no fue más que una mancha gris y no conseguí ver nada.
—Nada —repetí, pero me sentía tan defraudada que no me hubiese costado ningún trabajo echarme a llorar—. Ya te dije que no era nada, tía Mary. No me has creído, has querido convencerte por tus propios ojos… ¡y lo has echado todo a rodar!
Desde luego, no tenía la menor intención de pronunciar las últimas palabras: lo hice sin darme cuenta. Estaba completamente fuera de mí al ver que todo se había desvanecido como un sueño, y sin embargo no era un sueño, sino algo tan real como… como yo misma o cualquier cosa que pueda tocarse.
—Preciosa —dijo—, estabas mirando algo. ¿Qué era?
¿Qué era? , estuve a punto de inquirir a mi vez, pero no lo hice. No dije nada y tía Mary volvió a su asiento. Supongo que debió hacer sonar la campanilla, ya que inmediatamente se encendió la luz detrás de mí y el exterior se oscureció del todo, como sucedía todas las noches, y no pude ver nada más. Creo que fue al día siguiente, por la tarde, cuando hablé del asunto. La cosa vino a raíz de una observación de mi tía acerca de su labor de ganchillo.
—Se me pone una especie de niebla delante de los ojos —dijo—. Tendrás que aprender a hacer este punto, preciosa, ya que tendré que renunciar muy pronto a esta clase de labores.
—¡Oh! Espero que no pierda usted la vista —respondí, sin pensar lo que estaba diciendo.
Desde luego, yo era muy joven entonces y la mitad de las veces soltaba las palabras al azar, sin pensar en el efecto que podían producir. A mi tía no le sentó nada bien mi observación, por la posibilidad que daba a entender.
—¡Perder la vista! —exclamó, dirigiéndome una mirada casi furiosa—. No se trata de eso, ¿te enteras? Mis ojos están tan bien como siempre. Puedo no distinguir los detalles de una labor de punto, pero a distancia veo como siempre… como puedas ver tú.
—No lo dije en mal sentido, tía Mary —me disculpé—. Pensé que te referías a… Pero ¿cómo puedes decir que tienes la vista tan buena como siempre, si estás en duda acerca de aquella ventana? Yo puedo ver la habitación tan claramente como… —Me callé de repente, pues acababa de mirar al otro lado de la calle y me di cuenta de que allí no había ninguna ventana, sino únicamente la falsa imagen de una ventana pintada en la pared.
—¡Ah! —exclamó tía Mary, en tono de sorpresa. Se incorporó, como si tuviera intención de acercarse al lugar donde yo me encontraba, pero al ver la aturdida expresión de mi rostro volvió a sentarse, murmurando—: ¿De veras has visto todo eso?
¿Todo eso? ¿Qué significaban aquellas palabras? Los giros que los escoceses suelen dar al lenguaje me desconcertaban en algunas ocasiones, y esta era una de ellas. Pregunté:
—¿Qué ha querido usted decir?
No pude conocer su respuesta, pues en aquel momento llegó una visita y mi tía se dirigió a atenderla, lanzándome una extraña mirada antes de salir de la habitación. Fue una mirada cariñosa, pero que reflejaba cierta ansiedad. La acompañó con un leve movimiento de cabeza, y aunque su rostro estaba sonriente, sus ojos habían adquirido una gravedad desacostumbrada. Salió de la habitación y no volvimos a hablar del asunto.
Pero el asunto continuó intrigándome, mucho más por cuanto atravesaba períodos de incertidumbre mezclados con otros de seguridad casi absoluta. A veces veía aquella habitación muy claramente… tan claramente, por ejemplo, como puedo ver la biblioteca de mi padre cuando cierro los ojos. La comparaba siempre con el estudio de mi padre debido a la forma de la mesa escritorio, la cual, como ya he dicho, era muy parecida a la de papá. A veces veía algunos papeles sobre la mesa, y la pila de libros junto a ella. Y otras veces no veía absolutamente nada, como les ocurría a las viejas damas que solían visitar a mi tía Mary, cosa que me enojaba muchísimo.
Las viejas damas acudían regularmente a visitar a tía Mary, mientras se deslizaba el mes de junio. Yo tenía que marcharme en julio, y me repugnaba la idea de abandonar aquel lugar sin haber aclarado el misterio de aquella ventana que cambiaba tan extrañamente de aspecto y que aparecía como algo completamente distinto, no sólo a diferentes personas, sino también a los mismos ojos en diferentes ocasiones. Me decía a mí misma que todo ello se debía simplemente a un efecto de la luz. Y, sin embargo, esta explicación no acababa de satisfacerme, como tampoco me satisfacía pensar que todo se debía a la superioridad de mis ojos juveniles sobre la cansada vista de unas ancianas.
Existía el hecho evidente de que yo había visto varias veces la habitación con toda claridad, una habitación amplia, con otros muebles además de la gran mesa escritorio, la cual había sido colocada más cerca de la ventana para que recibiese más luz. Todo fue haciéndose visible para mí, hasta que fui casi capaz de leer el título de uno de los grandes volúmenes que sobresalía un poco de la pila de libros y quedaba mejor iluminado; pero todo esto no habían sido más que preliminares del gran acontecimiento que ocurrió alrededor del día de San Juan, una fiesta muy sonada en otros tiempos en Escocia, pero que entonces era una festividad como otra cualquiera; cosa que siempre me ha parecido lamentable y una verdadera pérdida para Escocia, diga lo que diga mi tía Mary.
El día de San Juan estaba próximo, aunque no puedo precisar la fecha exacta, cuando se produjo el gran acontecimiento. Por entonces me había familiarizado bastante con la habitación situada detrás de la ventana de la biblioteca. Me eran ya familiares, no sólo el gran escritorio, con los papeles esparcidos sobre él y la pila de libros junto a una de sus patas, sino también el cuadro de gran tamaño que colgaba de la pared más lejana y otros varios muebles, especialmente una silla, la cual cada noche veía que había sido movida en el espacio existente ante la mesa escritorio; un cambio casi imperceptible que hacía palpitar mi corazón, ya que indicaba a las claras que alguien se había sentado allí, alguien cuya presencia yo había intuido a través de la leve vibración del aire o de una sombra apenas visible.
Nunca me había asustado el pensar que la vibración o la sombra podían materializarse en una presencia humana; por el contrario, en aquellos momentos redoblaba mi atención y veía todas las cosas con más claridad que nunca. Después, volvía mi atención al libro que estaba leyendo y leía un par de capítulos de una apasionante historia que me alejaba de St. Rule’s, y de su calle Mayor, y de la biblioteca escolar, trasladándome a una selva tropical, a punto de aplastar a un escorpión o una serpiente venenosa.
Aquel día, algo llamó mi atención repentinamente y, con un sobresalto, miré a mi alrededor, profiriendo un leve grito que dejó intrigados a todos los que se hallaban en la habitación, uno de los cuales era el viejo Pitmilly. Todos miraron a mi alrededor para ver qué era lo que me había sobresaltado. Y cuando yo di mi habitual respuesta, ¡Nada!, notando el rubor en mi rostro, Pitmilly se acercó a la ventana y miró hacia fuera, tratando de descubrir probablemente el motivo de mi excitación. No debió ver nada, ya que volvió a ocupar su asiento y pude oír cómo le decía a tía Mary que no había ningún motivo para alarmarse: la niña se había amodorrado con el calor y sobresaltado al despertarse de repente. Y todas las viejas damas se echaron a reír.
En otra ocasión cualquiera le hubiese matado por su impertinencia, pero aquel día mi mente estaba demasiado ocupada para prestar la menor atención al viejo charlatán. Mis sienes latían dolorosamente y el corazón, dentro de mi pecho, parecía un pajarillo asustado. Esperé hasta que se hubo calmado la agitación producida por las palabras de Mr. Pitmilly, y entonces miré hacia la ventana. ¡Sí, allí estaba él! No me había engañado. En aquel momento supe lo que había estado esperando ver todo aquel tiempo. Supe que yo había intuido que él estaba allí, y que lo había estado esperando, cada vez que se producía una vibración o que planeaba una sombra: lo había estado esperando a él y a nadie más que a él.
Y allí estaba, finalmente, tal como yo había esperado. No sabía que en realidad nunca había esperado, ni a él ni a ningún ser humano; pero eso fue lo que sentí cuando, al mirar repentinamente hacia la oscura habitación, lo vi allí. Estaba sentado en la silla, la cual debía haber colocado con sus propias manos, o alguien había colocado para él aprovechando el momento en que yo no miraba, en frente de la mesa escritorio. Estaba con la espalda vuelta hacia mí, escribiendo. La luz caía sobre él por la parte izquierda, y por tanto sobre sus hombros y un lado de su cabeza, que mantenía demasiado inclinada para que se pudieran distinguir las líneas de su rostro.
Resultaba muy extraño que alguien tan fijamente contemplado como él no volviera la cabeza ni una sola vez, ni hiciera ningún movimiento. Si alguien me hubiese mirado de aquel modo, aunque estuviera durmiendo me hubiese despertado, sobresaltada, me daría cuenta de su contemplación a través de todas las cosas. Pero él estaba allí sentado, completamente inmóvil. No hay que suponer, aunque yo haya dicho que la luz caía sobre él, que fuera una luz muy intensa. Por lo general una habitación que se puede observar desde el otro lado de la calle no está brillantemente iluminada, pero había la luz suficiente para que pudiera verlo… para que pudiera distinguir claramente el oscuro perfil de su figura, sentado como estaba en la silla, y la mancha de su cabeza, algo más visible que la negrura que le rodeaba.
En circunstancias normales, ver a un estudiante a través de una ventana situada al otro lado de la calle me hubiera interesado de un modo muy relativo. Siempre atrae echar una ojeada a una existencia desconocida para nosotros, ver tanto y, sin embargo, saber tan poco, y preguntarse, quizás, qué está haciendo el hombre y por qué no vuelve la cabeza. Una puede acercarse a la ventana —pero no demasiado, no sea que el hombre se dé cuenta y crea que se le está espiando—, y puede preguntarse: ¿Estará ahí todavía? ¿Estará escribiendo siempre? Yo me preguntaría además qué estaría escribiendo, y esto podría ser una distracción, pero nada más.
En el presente caso, mis sentimientos eran muy distintos. Era una especie de contemplación anhelante, una abstracción. No tenía ojos para nada más, ni en mi mente quedaba resquicio para ningún otro pensamiento. No oía, como solía sucederme, las historias y las observaciones, ingeniosas o estúpidas, de las viejas amigas de tía Mary o de Pitmilly. Percibía únicamente un murmullo detrás de mí, un intercambio de voces, unas suaves, otras agudas; pero no era como antes, cuando estaba sentada leyendo. Pero ahora no me enteraba de nada. Y no porque hubiera algo más interesante que mirar, a excepción del hecho de que él estaba allí. Y él no hacía absolutamente nada para mantener tensa mi atención.
Se movía sólo lo imprescindible en un hombre que está muy ocupado escribiendo, sin pensar en nada más. Su cabeza se movía levemente de un lado a otro de la página en que se ocupaba, pero la página parecía interminable, ya que nunca necesitaba volverla. Sólo una leve inclinación cuando llegaba al final de la línea, y otra leve inclinación cuando empezaba la siguiente. Aquello era muy poco para mantener despierta la atención de alguien. Supongo que lo que mantenía tensa la mía era el gradual curso de los acontecimientos que me habían conducido a este instante: en primer lugar el descubrimiento de la habitación, luego la mesa escritorio, los otros muebles, y finalmente el ser humano que daba significado a todo. Resultaba tan interesante, en su conjunto, como un país nuevo que uno acaba de descubrir.
Y, por encima de todo, la extraordinaria ceguera de los que discutían entre sí la existencia de una ventana… No deseaba faltar al respeto a nadie, y sentía mucho cariño hacia mi tía Mary, y simpatizaba bastante con Pitmilly, y temía a lady Carnbee. Pero no podía evitar despreciarlos un poco a todos por su —no me atrevía a calificarlo de estupidez— ceguera, su necedad, su insensibilidad.
Todos estos pensamientos pasaron por mi cerebro mientras estaba sentada en mi refugio habitual, mirando hacia el otro lado de la calle. La escena en el interior de la habitación continuaba siendo la misma. Él estaba absorto en su escritura, sin alzar la mirada, sin detenerse ante una palabra difícil, sin volverse en redondo en la silla, sin levantarse a pasear por la habitación como solía hacer mi padre. Papá es un gran escritor, según dice todo el mundo: pero papá se hubiera asomado a la ventana para mirar al exterior, hubiera tabaleado con sus dedos en el antepecho, se hubiera detenido a contemplar el vuelo de una mosca, hubiera jugueteado con el fleco de los visillos, hubiera hecho una docena de cosas encantadoras, de cosas absurdas, mientras esperaba que le llegara la inspiración para la siguiente frase que debía escribir.
Querida, estoy esperando que acuda la inspiración, solía decirle a mi madre cuando ella lo contemplaba, preguntándole con la mirada el motivo de que estuviera ocioso; y mi madre se echaba a reír, y mi padre se sentaba de nuevo ante la mesa escritorio. Pero el hombre que yo observaba no se detenía en absoluto. Era un espectáculo fascinante. No podía apartar la mirada de su espalda y del leve movimiento de su cabeza, apenas perceptible. Temblaba de impaciencia, esperando que volviera la página, o arrojara la cuartilla al suelo, como alguien que en cierta ocasión miraba por una ventana, como yo, vio hacer a Walter Scott. Me hubiera puesto a gritar si el desconocido hubiera hecho eso.
No hubiese sido capaz de contenerme, no me hubiese importado ante quién. Mientras esperaba, mi cabeza se iba calentando y mis manos se volvían frías como el hielo a causa de la ansiedad que sentía. Y, entonces, precisamente entonces, en el instante en que el desconocido movía levemente su codo, como si se dispusiera a hacer lo que yo esperaba, tía Mary me llamó para decirme que lady Carnbee se marchaba. Creo que no la oí hasta que me hubo llamado por tercera vez, y entonces me puse en pie, temblando de excitación y casi llorando. Cuando me acerqué a lady Carnbee para ofrecerle mi brazo (Pitmilly se había marchado minutos antes), la anciana apoyó el dorso de su mano en mi mejilla y dijo:
—¿Qué le pasa a la niña? Tiene fiebre… no debería usted permitirle pasarse tantas horas ante la ventana, Mary Balcarres. Usted y yo sabemos muy bien las consecuencias de eso.
Sus viejas manos me produjeron una impresión muy extraña, como si acabara de tocarme una cosa fría e inerte; el maléfico diamante rozó mi mejilla. Clara que mi excitación no se debía a eso, como tampoco mi ansiedad. Aunque resulte casi cómico decirlo, toda mi excitación y toda mi ansiedad habían sido provocadas por un hombre desconocido que escribía en una habitación, al otro lado de la calle, sin llegar nunca al final de la cuartilla que estaba emborronando. Y lo peor de todo es que la anciana lady Carnbee sintió el apresurado latir de mi corazón contra su brazo, que había pasado por debajo del mío.
—Lo que te sucede no es más que un sueño —me dijo, mientras bajábamos las escaleras en dirección al vestíbulo—. Ignoro de quién se trata, pero estoy convencida de que es un hombre que no se lo merece. Si fueras una muchacha juiciosa, dejarías de pensar en él de una vez para siempre.
—¡No pienso en ningún hombre! —exclamé, a punto de echarme a llorar—. Es muy poco amable por su parte decir eso, lady Carnbee. ¡Nunca, en toda mi vida, he pensado en ningún hombre!
En mi voz vibraba la indignación. La anciana me oprimió cariñosamente el brazo.
—¡Pobre pajarillo! —murmuró—. No debes tomártelo así. Lo único que trato de decirte es que la cosa es mucho más peligrosa cuando no se trata más que de un sueño.
Me hablaba en tono cariñoso y amable, pero yo estaba tan furiosa, que a duras penas conseguí estrechar su mano cuando me la tendió, después de haber subido a su carruaje. Estaba furiosa con ella y asustada de su diamante, el cual me miraba fijamente desde su mano como si pudiera ver en lo más profundo de mi ser; y, aunque cueste creerlo, estoy convencida de que me miraba. Lady Carnbee no llevaba nunca guantes, sino unos mitones de encaje a través de cuya malla brillaba el horrible diamante.
Corrí escaleras arriba. Lady Carnbee había sido la última en marcharse. Tía Mary no estaba en el salón: había ido a vestirse para la cena, pues ya era tarde. Me dirigí a mi observatorio de costumbre, mientras mi corazón palpitaba con más violencia que nunca dentro de mi pecho. Estaba completamente segura de ver en el suelo de la habitación la cuartilla terminada. Pero lo único que vi fue la negrura de aquella ventana que para las ancianas amigas de mi tía no era una ventana. La luz había cambiado extraordinariamente en los cinco minutos que había durado mi ausencia, y allí no había ya nada, absolutamente nada, ni un reflejo, ni un brillo.
Aquello fue demasiado para mí: me senté y me eché a llorar como si mi corazón estuviera a punto de romperse. Sentí que todo aquello no era natural, que los que me rodeaban tenían algo que ver en el asunto, que no podía soportar por más tiempo aquella situación… que no podía soportar siquiera a tía Mary. Todos creían que no era ningún bien para mí. ¡Ningún bien para mí! Y habían hecho algo —incluso mi tía Mary—. ¡Y aquel horrible diamante que brillaba en la mano de Lady Carnbee! Desde luego, me daba perfecta cuenta de que todas esas ideas no eran más que estupideces, pero en aquel momento estaba exasperada por la decepción y por la repentina desaparición de lo que daba motivo a mis excitadas sensaciones, y no podía soportarlo.
Tía Mary me miró cariñosamente y me dijo:
—¡Vaya! Mi pajarillo ha estado llorando… ¿Qué dirá tu madre cuando sepa que en mi casa te tratamos tan mal que no cesas de llorar?
—¡No he estado llorando! —exclamé, y a continuación, viendo que iba a estallar de nuevo en lágrimas, me eché a reír y dije—: Me he asustado del maldito diamante de lady Carnbee. ¡Muerde, estoy segura de que muerde! Tía Mary, mira aquí…
—¡Tu loca imaginación! —murmuró ella, aunque miró mi mejilla a la luz de la lámpara—. ¡Vaya! No veo ningún mordisco, chiquilla. No veo más que una mejilla enrojecida y un ojo lleno de lágrimas. Anda, vamos a cenar, y por esta noche se han terminado los sueños.
—Sí, tía Mary —murmuré en tono obediente.
Pero sabía lo que sucedería. En efecto, apenas abrió el periódico, tan lleno de noticias de todo el mundo, de discursos y de cosas que le interesaban, aunque yo no sabía por qué, se olvidó de todo. Y me senté en mi lugar de costumbre, muy quieta, mientras las cortinillas de mi ventana se agitaban por encima de mi cabeza. Y mi corazón dio un gran salto, como si fuera a salírseme del pecho: porque él estaba allí. Pero no como había estado antes.
Supongo que la luz no era quizás lo bastante buena para permitirle trabajar sin una lámpara o una vela, ya que estaba al otro lado de la mesa escritorio, reclinado hacia atrás en la silla y con la cabeza vuelta hacia mí. Bueno, no exactamente hacia mí: él no sabía nada acerca de mí. Pensé que no estaba mirando hacia ningún lugar determinado, pero su rostro estaba vuelto hacia el lugar donde me encontraba. Yo tenía el corazón en la boca. ¡Era algo tan inesperado, tan extraño!
Aunque, a decir verdad, no debía parecerme tan extraño, ya que no existía ninguna comunicación entre él y yo. Y resultaba muy lógico que aquel hombre, cansado de trabajar, pensando quizás que no había luz suficiente para continuar trabajando, y que era demasiado temprano para encender una lámpara, se reclinara hacia atrás en su silla para descansar un poco y pensara, tal vez en nada. Papá dice siempre que no piensa en nada concreto. Dice que las ideas penetran en su cerebro, como puertas que se abren, sin que él pueda impedirlo. ¿Qué clase de ideas penetraban en el cerebro de aquel hombre? Acaso pensaba en lo que había estado escribiendo y en cómo continuarlo. Lo que más me molestaba era que no conseguía distinguir su rostro.
La cosa resulta bastante difícil cuando el rostro que pretendemos ver está separado de nosotros por dos ventanas: la nuestra y la suya. Me hubiera gustado poder reconocerlo más tarde, si tenía la suerte de encontrarme con él por la calle. Si se hubiera puesto en pie y se hubiera paseado un poco por la habitación, hubiera podido apreciar qué tipo tenía y no me hubiese sido difícil reconocerlo en otra ocasión; o, si se hubiese asomado a la ventana (como hace papá), hubiera podido ver su rostro con bastante claridad. Pero, desde luego, él ignoraba que yo existiera y, probablemente, si hubiese sabido que lo estaba observando, se hubiera enojado y desaparecido de mi vista; pero permanecía tan inmóvil allí, de cara a la ventana, como lo había estado antes, sentado a la mesa escritorio.
A veces movía ligeramente una mano o un pie, y yo contenía la respiración, creyendo que iba a levantarse de la silla… pero continuaba sentado. Y a pesar de todos mis esfuerzos no conseguía distinguir las líneas de su rostro. Entrecerré los ojos, como había visto hacer a Jeanie, que es corta de vista, y apoyé las manos contra mis sienes, haciendo pantalla, para concentrar el campo visual, pero todo fue inútil; tal vez la luz no era favorable, pero lo cierto es que no conseguía ver lo que me había propuesto. El pelo del desconocido me pareció claro: alrededor de su cabeza no había ninguna línea oscura, como hubiera sucedido de tener el pelo muy negro; también me pareció que no llevaba barba. Es decir, estoy segura de que no llevaba barba, porque el perfil de su rostro era bastante preciso.
En aquel momento, vi en la acera opuesta a un muchacho, hijo de un panadero. Me fijé en él por una circunstancia muy curiosa. Había estado lanzando piedras contra algo o contra alguien. En St. Rule’s los chiquillos tienen la costumbre de luchar a pedradas, y supongo que se había producido una de esas habituales batallas. Supongo, también, que la piedra que conservaba en la mano era un proyectil que no había tenido ocasión de disparar, y ahora observaba cuidadosamente la calle, en busca de un blanco sobre el cual ejercitar su puntería. Al parecer, no encontró nada que fuera de su gusto, y alzó la vista fijándola en la ventana de la biblioteca. La piedra salió de su mano y se estrelló contra la ventana.
Me di cuenta, sin prestar atención al hecho, de que la piedra produjo un sonido macizo y que no se produjo la rotura de ningún cristal; luego volvió a caer sobre la acera. Pero ya he dicho que no prestaba atención al hecho más que con una parte de mi capacidad de percepción, pues el resto de la misma estaba dedicado a la contemplación del hombre que se hallaba en la habitación y que no hizo el menor movimiento ni pareció haberse dado cuenta de nada, y permaneció tan inmóvil y tan indistinguible como antes. Y cuando la luz empezó a decrecer, decreció paralelamente la visibilidad que ofrecía su figura. En aquel momento, tía Mary apoyó una de sus manos en mi hombro, haciéndome dar un salto.
—Te he pedido dos veces que hicieras sonar la campanilla, preciosa —me dijo—. Pero no me has oído.
—¡Oh, tía Mary! —exclamé, sinceramente compungida, pero volviéndome otra vez hacia la ventana, a pesar de mí misma.
—No te conviene permanecer tanto tiempo aquí —observó mi tía—. No es que me importe que no hayas avisado para que me enciendan la lámpara —añadió—. Puedo hacerlo perfectamente yo misma. Pero no me gusta que te pases tantas horas soñando. Esto no puede hacer ningún bien a tu cabecita.
Por toda respuesta, ya que me había quedado sin hablar, agité levemente la mano en un gesto de saludo hacia la ventana del otro lado de la calle. Mi tía se quedó en pie a mi lado unos instantes, palmeándome cariñosamente el hombro y murmurando algo que sonaba como «debe irse, sí, debe irse…». Luego dijo en voz alta, sin apartar la mano de mi hombro:
—Como un sueño, cuando uno despierta…
Y cuando miré otra vez hacia el otro lado de la calle, vi la negrura de una superficie opaca y nada más. Tía Mary no me dirigió ninguna otra pregunta. La acompañé a su habitación y leí un rato en voz alta para ella. Pero no sabía lo que estaba leyendo, porque repentinamente acudió a mi recuerdo y se instaló en él, el ruido de la piedra contra la ventana y su descenso hasta caer de nuevo en la acera, como repelida por alguna substancia dura. ¡Y yo la había visto golpear contra los cristales de la ventana de la biblioteca escolar!
Permanecí durante mucho tiempo en un estado de gran excitación y de conmoción mental. Estaba impaciente todo el día, hasta que llegaba el atardecer y podía contemplar a mi vecino a través de nuestras respectivas ventanas. No hablaba con nadie y no participé tampoco a nadie mis preocupaciones de aquellos días. Me preguntaba quién sería, qué estaría haciendo, y por qué no llegaba nunca hasta el atardecer; y también me preguntaba a qué casa pertenecería la ventana de la habitación donde aparecía sentado. Parecía formar parte de la antigua biblioteca, como ya he dicho. La ventana estaba en línea con las del largo vestíbulo de aquella institución, pero ignoraba si la habitación pertenecía a la biblioteca, y por dónde entraba en ella su ocupante.
Me había hecho mi composición de lugar y creía que la habitación se abría al vestíbulo de la biblioteca, y que el caballero en cuestión debía ser el bibliotecario o uno de sus ayudantes, que tal vez pasaba el día ocupado en el desempeño de sus obligaciones oficiales, y sólo podía acudir a su despacho para entregarse a su trabajo particular al llegar el atardecer. Con frecuencia se oye hablar de cosas como esta… Un hombre que desempeña un cargo o tiene un empleo para mantenerse, y dedica sus horas libres a otro trabajo de su predilección, algún estudio especial o la redacción de algún libro, por ejemplo. Mi padre, sin ir más lejos, pasó una temporada en esas condiciones.
Trabajaba en el Ministerio de Hacienda durante el día, y por la noche escribía sus libros, que lo hicieron famoso. Su hija, aunque sabía muy poco de otras cosas, conocía perfectamente esta. Sin embargo, me sentí muy desalentada el día que en la calle alguien me señaló a un anciano caballero, diciéndome: Mira, ahí va el bibliotecario de la biblioteca escolar… De momento, me sentí muy impresionada, pero inmediatamente me dije que un bibliotecario de edad tan avanzada debía tener forzosamente algún ayudante, y que mi desconocido debía ser uno de esos ayudantes.
Paulatinamente, empecé a estar convencida de que esta era la verdad. Encima de la ventana de mis preocupaciones había otra más pequeña, y me imaginé que correspondería a la otra habitación ocupada por mi desconocido. Y me imaginé también que sería un lugar muy apropiado para que él lo habitara, tan cerca de sus libros, tan retirado y tranquilo. Y desde luego, hacía un uso muy juicioso de su buena suerte al disponer de aquel retiro, pasándose horas enteras en una de las habitaciones. ¿De qué trataría el libro que estaba escribiendo? ¿Serían poesías?
Esta idea hizo latir aceleradamente mi corazón, pero terminé por decidir, con gran sentimiento por mi parte, que no podía tratarse de un libro de poesías, ya que resultaba imposible escribirlas como él lo hacía sin detenerse a buscar una palabra o una rima. De haber escrito poesías, se hubiera levantado de cuando en cuando, para dar unos paseos por la habitación, como hace papá. Y no es que papá escriba poesías. Siempre dice: La Poesía es una cosa misteriosa, de la cual no me atrevo ni siquiera a hablar.
Y lo dice sacudiendo la cabeza, lo cual me hace sentir unos inmensos deseos de conocer a un poeta, que, por lo visto, es un personaje mucho más importante que papá. Pero no puedo creer que un poeta se pase horas y horas inmóvil en una silla, como mi desconocido. ¿Qué es lo que puede escribir, entonces? Tal vez Historia. Es también una labor de mucha importancia, que quizás no requiera moverse arriba y abajo, ni contemplar el cielo, ni asomarse a la maravillosa luz del atardecer.
Sin embargo, mi desconocido se movía de cuando en cuando, aunque nunca se acercara a la ventana. A veces, como ya he dicho, se volvía en redondo en su silla y se quedaba de cara a la ventana, y permanecía sentado en esa posición durante largo rato, hasta que la claridad empezaba a difuminarse, y el mundo quedaba lleno de aquel extraño día que no era día, y la luz perdía su color, y todas las cosas eran claramente visibles, y no habían sombras. Era entre el día y la noche cuando el mundo de las hadas adquiría su poder. Esto quería decir el atardecer de un largo, larguísimo día de verano, la luz sin sombras.
Había pensado muchas veces en las palabras que acabo de citar, y a veces sentía algo de temor y me imaginaba que si los seres humanos tuviéramos un poco más de vista en nuestros ojos, podríamos contemplar cosas maravillosas, que no pertenecen a nuestro mundo. Y pensé que tal vez mi desconocido viera alguna de aquellas cosas, por el modo que tenía de sentarse y quedarse absorto en la contemplación de algo que por fuerza debía ser maravilloso, para reclamar hasta tal punto su atención. Y esta idea me producía una sensación indefinible, porque iba acompañada de la impresión de que yo podía ver alguna de aquellas cosas a través de sus ojos, sin que él tuviera la más leve sospecha.
Estaba tan absorta en esas ideas y en contemplarle cada noche —ya que ahora acudía casi todas las noches—, que la gente empezó a darse cuenta de que me estaba quedando muy pálida y que algo debía ocurrirme, pues no prestaba atención alguna cuando me hablaban, y había dejado de reunirme con las demás muchachas para ir a jugar al tenis; y alguien le dijo a tía Mary que yo había perdido todo el peso que gané al principio de mi estancia en St. Rule’s, y que sería desastroso mandarme de regreso a mi hogar con una cara tan pálida como la que tenía. Mi madre recibiría un gran disgusto. Antes de esto, tía Mary había empezado a observarme con la ansiedad reflejada en sus ojos, y estoy segura de que había consultado acerca de mí al doctor y a sus ancianas amigas, que creían saber más que los propios médicos acerca de las muchachas de mi edad.
Y pude oír cómo le decían que yo necesitaba divertirme, y salir más de casa, y asistir a alguna fiesta. Cuando llegaran los veraneantes se organizaría algún baile, y tía Mary, por su parte, podría organizar una merienda campestre o algo por el estilo.
—Y, además, no tardará en llegar mi joven lord —dijo una anciana a quien todo el mundo llamaba miss Jeanie—. Y no he visto aún a ninguna jovencita que no se anime a la vista de un joven lord.
Pero tía Mary sacudió la cabeza.
—Ni hablar del joven lord —dijo—. Su madre lo tiene en un puño, y mi sobrina no es lo bastante rica para codearse con esa gente. No, nosotros no podemos volar tan alto, pero me la llevaré a dar una vuelta por la región para que vea los antiguos castillos y torres. Tal vez esto la anime un poco.
—Y si eso no da resultado, pensaremos alguna otra cosa —dijo otra anciana.
Aquel día oí su charla debido a que hablaban de mí, lo cual es siempre un modo muy eficaz de hacerle escuchar a uno. En los últimos tiempos no había prestado la menor atención a sus conversaciones, y pensé en lo poco que sabían ellas de mí, y en lo poco que me importaban los castillos antiguos, teniendo como tenía otra cosa en que ocupar mis pensamientos. Pero en aquel preciso instante llegó Pitmilly, que siempre había sido un amigo para mí, y cuando se enteró del tema de la conversación se las arregló para hacerla derivar por otros cauces. Y al cabo de un rato, cuando las damas se hubieron marchado, se acercó al lugar donde yo estaba y miró a través de la ventana por encima de mi cabeza. Luego preguntó a tía Mary si había puesto ya en claro el asunto de la ventana.
—Aquella que usted opina a veces que es una ventana, y luego que no es una ventana, y así sucesivamente.
Tía Mary me dirigió una mirada anhelante y a continuación dijo:
—Ni mucho menos, señor Pitmilly. Estoy donde estaba, es decir, tan despistada como siempre en lo que se refiere a ese asunto. Y creo que mi sobrina también se ha estado interrogando acerca de él, pues la veo muchas veces contemplándola fijamente con expresión pensativa, aunque no sé cuál es su opinión.
—¡Mi opinión! —exclamé—. Tía Mary —no pude evitar el mostrarme algo burlona, como les sucede con frecuencia a los jóvenes—, no tengo ninguna opinión. Estoy convencida de que allí hay no sólo una ventana, sino también una habitación. Y podría mostrarle… describirle, todos los muebles que hay en ella —continué. Y entonces sentí que algo parecido a una llama subía a mis mejillas y que estas empezaban a arder. Creo que se miraron el uno al otro, pero no estoy segura—. Hay un gran cuadro, en la pared opuesta a la ventana.
—¿De veras? —dijo Pitmilly, sonriendo. Y añadió—: Ahora les diré a ustedes lo que vamos a hacer. Esta noche se celebra un coloquio, o como diablos llamen a eso, en uno de los salones de la biblioteca. Es un salón muy hermoso y digno de verse. Después de cenar pasaré a recogerlas y las llevaré a esa reunión. ¿De acuerdo?
—¡Desde luego! —exclamó tía Mary—. Hace años que no he asistido a una reunión… y nunca he estado en la biblioteca escolar. —Se estremeció ligeramente y añadió, en voz más baja—: No podía ir allí.
—Entonces, de acuerdo —dijo Pitmilly, sin tener en cuenta las últimas palabras pronunciadas por tía Mary—. Me sentiré muy orgulloso de llevar del brazo a la señora Balcarres, que en su tiempo fue la sensación de todas las reuniones.
—¡Oh, hace mucho de eso! —dijo ella, sonriendo agradablemente al recuerdo—. Acepto su invitación y espero que no se avergonzará usted de nosotras. Pero ¿por qué no se queda a cenar aquí?
Así fue como quedó decidido, y el caballero se marchó a vestirse, más contento que unas pascuas. Pero, en cuanto se hubo ido, le dije a mi tía que no me llevara con ellos.
—Prefiero quedarme aquí —le dije—. No puedo soportar el tener que vestirme para ir a perder el tiempo a una estúpida reunión. ¡Odio las reuniones, tía Mary ! —exclamé.
—Mira, preciosa —me respondió, tomándome ambas manos—. Sé que será un golpe para ti, pero es mejor que vayamos a esa reunión.
—¿Por qué habría de ser un golpe para mí? —grité—. Pero prefiero no ir.
—Hazlo por mí, preciosa, sólo esta vez. Ya sabes que casi nunca salgo de casa. ¿No quieres acompañarme esta noche, sólo esta noche, querida mía?
Estoy segura de que habían lágrimas en sus ojos; me besó mientras pronunciaba aquellas palabras. No podía negarme a acompañarla, pero ¡con cuánto sentimiento accedí a hacerlo! Sin embargo, cuando me estaba vistiendo se me ocurrió la idea —aunque estaba segura de que él prefería su soledad a todas las cosas— de que posiblemente mi desconocido asistiera a la reunión. Y cuando pensé en esa posibilidad, saqué mi vestido amarillo —a pesar de que Janet me había preparado ya el azul— y mi pequeño collar de perlas, que al principio había decidido que era demasiado valioso para llevarlo a aquella reunión.
No eran unas perlas muy grandes, pero eran perlas auténticas y muy brillantes, a pesar de su tamaño reducido. Y aunque en aquella época no me preocupaba demasiado por mi aspecto personal, no dejó de complacerme la mirada de admiración que me dirigió Pitmilly, admiración con la que tal vez iba mezclada un poco de sorpresa: no es improbable que esperara hallarme en un estado de ánimo decaído, pero seguramente pensó que las muchachas de mi edad son muy veleidosas y que cambian de humor con una rapidez desconcertante. En cuanto a tía Mary, sonrió alegremente al verme. También ella tenía muy buen aspecto.
Lo que más me llamó la atención en él fue una aguja de corbata con un diamante que lucía tanto como el del anillo de lady Carnbee. Pero este era una gema muy bien labrada, y su reflejo no era maléfico como el de la anciana: era, por el contrario, como un ojo benévolo que se posaba cariñosamente en una, como complacido del aspecto que ofrecía. Lucía, además, en el pecho de un hombre fiel a sus sentimientos. Pitmilly, en efecto, había sido uno de los más fervientes adoradores de tía Mary en los días de su juventud, y seguía creyendo que no había otra mujer como ella en el mundo.
Cuando cruzamos la calle, a la suave luz del atardecer, yo iba pensando en la posibilidad de que mi desconocido estuviera presente en la reunión. Tal vez, después de todo, pudiera verlo, y ver su habitación, y enterarme del motivo de que se sentara siempre allí sin salir nunca a la calle. Y pensé que podía enterarme incluso de la clase de trabajo que estaba realizando, lo cual podría ser un motivo de alegría para mi padre cuando yo regresara a casa. Le hablaría de mi amigo de St. Rule’s, siempre tan ocupado —y no como tú, papá, que te pasas horas enteras viendo volar las moscas—. Y papá se echaría a reír de buena gana.
El salón de la biblioteca estaba brillantemente iluminado y lleno de flores. Los libros se alineaban en hileras interminables a lo largo de las paredes, pero a mí no me interesaban los libros. Empecé a curiosear a mi alrededor por si veía a mi desconocido. No esperaba encontrarle entre los grupos de damas. No estaría entre ellas; era demasiado estudioso, demasiado callado. Quizás en aquel círculo de cabezas grises, en uno de los rincones del salón… quizás… No estoy segura de que no fuera una especie de placer para mí el comprobar que allí no había nadie a quien yo pudiera tomar por él, alguien que correspondiera a la imagen que yo tenía de él. No, era absurdo pensar que él pudiera estar allí, en medio de aquella babel de voces, bajo aquella intensa luz.
Me sentí un poco orgullosa al pensar que estaba en su habitación como de costumbre, entregado a su trabajo, o meditando profundamente en su labor, como cuando se volvía en redondo en su silla y se colocaba de cara a la ventana. De modo que el no encontrarlo, aunque era para mí decepcionante, constituía también una especie de satisfacción. Estaba pensando en eso, cuando Pitmilly me tomó del brazo.
—Ahora —me dijo, con una amable sonrisa—, voy a mostrarle las cosas que hay aquí dignas de verse.
Me dije a mí misma que cuando hubiera visto lo que Pitmilly iba a mostrarme, y hubiera saludado a todas las personas conocidas, tía Mary me dejaría regresar a casa, de modo que acepté de buena gana la sugerencia del anciano, aunque no me importaban en absoluto las cosas dignas de verse de la biblioteca escolar. Hubo algo, no obstante, que me intrigó profundamente mientras dábamos la vuelta al salón. Era una corriente de aire fresco que procedía de una ventana abierta al extremo este del vestíbulo. ¿Cómo era posible que hubiera allí una ventana? De momento no me di cuenta de lo que significaba este hecho, pero me asaltó el convencimiento de que tenía algún significado, y de repente me sentí muy molesta, sin saber por qué.
Luego me di cuenta de otra cosa que me intrigó sobremanera. En el lado de la pared que daba a la calle había una larga hilera de estanterías de libros que la cubría de extremo a extremo. No comprendí tampoco el significado de esto, pero me llenó de confusión. Me sentí como si estuviera en un país extraño, sin saber adónde iba, sin saber lo que iba a encontrar a continuación. Si en la pared correspondiente a la calle no había ventanas, ¿dónde estaba mi ventana? Mi corazón, que hasta entonces había permanecido relativamente tranquilo, empezó a dar grandes saltos, como si quisiera salírseme del pecho, pero no comprendí lo que podía significar.
Nos detuvimos ante una vitrina, y Pitmilly me señaló algunas cosas expuestas en ella. No pude prestarles mucha atención. Mi cabeza se volvía sin cesar de un lado a otro. Oía la voz de Pitmilly y luego la mía propia hablando con un extraño sonido, pero no sabía lo que él me había dicho ni lo que yo le había contestado. Luego, me llevó al extremo del salón —al extremo este—, diciéndome que estaba muy pálida y que un poco de aire me sentaría bien. El aire me azotaba el rostro y hacía ondear mi pelo. Pitmilly seguía hablando, pero yo no comprendía ninguna de sus palabras. De pronto oí mi propia voz, aunque no me pareció ser yo la que hablaba. Quiero decir que las palabras salían de mis labios como pronunciadas por otra persona.
—¿Dónde está mi ventana? ¿Dónde, pues, está mi ventana?
Y en aquel momento, vi una cosa que me desconcertó completamente: un gran cuadro colgado en la pared del fondo; un cuadro que conocía perfectamente.
¿Qué significaba aquello? ¡Oh! ¿Qué significaba aquello? Me volví en redondo hacia la ventana abierta en el extremo este, y hacia la luz del día, la extraña luz sin sombras que rodeaba el iluminado vestíbulo dándole apariencia irreal. El lugar real era la habitación que yo conocía, en la cual estaba colgado aquel cuadro, y había aquella mesa escritorio, y él se sentaba de cara a la ventana. Pero ¿dónde estaba la ventana? Me acerqué al cuadro y arrastré a Pitmilly al lugar donde estaba la ventana… donde no estaba la ventana: donde no había ni rastro de ella.
—¿Dónde está mi ventana? ¿Dónde está mi ventana? —inquirí desesperadamente.
Estaba convencida de que vivía un sueño, de que las luces del salón no eran más que una sensación ilusoria, lo mismo que la gente que estaba hablando a mi alrededor. Lo único real era la pálida luz del exterior, aquella luz del día que no era día.
—¡Querida! —dijo Pitmilly en aquel momento—. Recuerde que está usted en público. Cálmese. Su tía Mary tendría un gran disgusto si hiciera usted una escena. ¡Venga conmigo! La llevaré a un lugar donde pueda sentarse un rato y tranquilizarse. Le traeré un helado o una copa de vino. —Palmeaba cariñosamente mi mano, que yo mantenía apoyada en su brazo, y me miraba con una expresión de ansiedad en los ojos—. ¡Dios, mío! ¡Dios mío! —exclamó a continuación—. No pensé que pudiera producirle este efecto.
Pero no le permití que me llevara en la dirección que él quería. Por el contrario, fui yo quien le arrastró de nuevo hacia el gran cuadro colgado de la pared. Tenía la absurda idea de que si buscaba bien acabaría por encontrar lo que deseaba.
—¡Mi ventana! ¡Mi ventana! —exclamé.
Uno de los profesores se hallaba cerca de nosotros y oyó mis palabras.
—¿La ventana? —inquirió— ¡Ah, sí! Se refiere usted a la que se ve desde el exterior. Fue puesta allí para que hiciera juego con la que se abre sobre el último rellano de la escalera. Pero no se trata de una ventana de verdad, aunque a mucha gente se lo parece. Está ahí, detrás de esa estantería.
Su voz parecía llegar desde muy lejos; todo el salón empezó a danzar ante mis ojos, en una zarabanda de luces y de sonidos; y la claridad del atardecer que penetraba a través de la ventana abierta se hizo repentinamente gris.
Pitmilly me llevó a casa; mejor dicho, fui yo quien lo llevó a él, tirando de su brazo, sin esperar a tía Mary ni a nadie. Salimos de nuevo a la luz del atardecer del exterior, precipitadamente, sin echarme siquiera un chal sobre mis brazos desnudos, con el collar de perlas alrededor de mi garganta. La calle estaba llena de gente, y el hijo del panadero, aquel hijo del panadero, se detuvo ante mí, gritando:
—¡Mirad lo que viene por aquí!
Las palabras chocaron contra mí, como había chocado contra la ventana la piedra que el mismo muchacho lanzó. Sin preocuparme de la gente que se había detenido a mirarme, seguí corriendo, arrastrando detrás de mí al anciano Pitmilly. Crucé la calle. La puerta de la casa de tía Mary estaba abierta y Janet curioseaba desde el umbral. Cuando me vio cruzar la calle corriendo lanzó un pequeño grito, pero yo pasé por delante de ella sin detenerme y sin soltar a Pitmilly, y subí las escaleras en dirección a mi refugio. Una vez en el salón me acerqué a la ventana y me dejé caer en mi asiento, completamente agotada, pero aún me quedaron fuerzas para agitar la mano hacia la otra ventana.
—¡Allí! ¡Allí! —grité.
¡Y allí estaba él! En todos aquellos días, ni una sola vez había visto la habitación con tanta claridad como la estaba viendo ahora. Él estaba sentado, inmóvil, sumergido en sus pensamientos, con el rostro vuelto hacia la ventana.
—¡Mire! ¡Allí está! —grité de nuevo a Pitmilly.
El anciano me dirigió una mirada de extrañeza. ¡No había visto nada! Quedé convencida de ello al mirar sus ojos. Pero no era más que un anciano y sus facultades estaban muy disminuidas. Seguramente Janet hubiese podido verle.
—¡Querida! —murmuró Mr. Pitmilly—. Tranquilícese.
—Ha estado allí todas estas noches —insistí—. Y yo pensé que usted podría decirme quién era y lo que está haciendo; y que él me llevaría a ver su habitación, para que yo pudiera contárselo a papá. A papá le gustaría oírlo, lo comprendería. ¡Oh! ¿No puede usted decirme en qué clase de trabajo se ocupa, señor Pitmilly ? Nunca levanta la cabeza de lo que escribe, y luego se vuelve de cara a la ventana y se pone a pensar mientras descansa.
—¡Mi querida señorita! —empezó a murmurar, pero se interrumpió y me miró como si estuviera a punto de echarse a llorar. Luego continuó—: ¡Es lamentable, verdaderamente lamentable! —Y en otro tono, añadió—: Voy a regresar a la biblioteca para acompañar a su tía Mary hasta aquí. ¿Comprende, querida? Cuando su tía esté aquí, se sentirá usted mucho mejor.
Me alegré de que se marchara, ya que no podía ver nada. Y permanecí sentada a solas en la oscuridad, que no era oscuridad, sino una luz como yo no había visto nunca. ¡Cuán claramente se veía ahora la habitación! Oí un leve ruido detrás de mí y al volverme vi a Janet, que me estaba contemplando con los ojos abiertos como platos. Janet era solamente un poco mayor que yo. La llamé.
—Ven aquí, Janet, acércate y podrás verlo. Sí, podrás verlo como yo lo veo.
—¡Oh, señorita! —exclamó y se echó a llorar.
De buena gana le hubiera arrojado cualquier trasto a la cabeza, por estúpida. Janet debió comprenderlo así, porque salió corriendo del salón, con expresión asustada. ¡Nadie! ¡Nadie! Ni siquiera una muchacha de mi edad, con unos ojos tan jóvenes como los míos, podía comprender. Me apoyé en el antepecho de la ventana del salón y tendí las manos hacia él, que continuaba allí sentado y que era el único a quien podía acudir en busca de comprensión.
—¡Oh! —exclamé—. ¡Dime algo! ¡No sé quién eres, pero sé que sólo tú comprendes! ¡Dime algo, te lo ruego!
No esperaba que él me oyera, ni esperaba ninguna respuesta. ¿Cómo podía oírme, separados como estábamos por la calle, y con su ventana cerrada, y el murmullo de las voces resonando ininterrumpidamente? Pero, por un instante, me pareció que sólo él y yo estábamos en el mundo. Y, en aquel momento, se movió.
Me había oído, aunque yo no sabía cómo. Se puso en pie, y yo me puse también en pie, sin hablar, incapaz de otra cosa que no fuera ese movimiento maquinal. El desconocido parecía atraerme como si yo fuera una marioneta movida por su voluntad. Se acercó a la ventana y se quedó allí en pie, mirándome. Estoy segura de que me miraba. Por fin me había visto: por fin se había dado cuenta de que alguien, aunque sólo fuera una muchacha, lo miraba, se preocupaba por él, creía en él. Yo estaba temblando, hasta el punto de que apenas podía tenerme en pie. No puedo describir su rostro. Creo que estaba sonriendo, pero no puedo asegurarlo; y me miraba tan fijamente como yo le miraba a él. Era rubio, y sus labios temblaban ligeramente.
Colocó las manos en la ventana para abrirla. No le resultó fácil, pero finalmente lo consiguió, con un ruido que resonó en toda la calle. Vi que la gente que circulaba por las aceras lo había oído, ya que algunos de los viandantes alzaron la cabeza. Abrió la ventana con un ruido que debió percibirse desde el puerto a la Abadía. ¿Podía nadie seguir dudando?
Y entonces se inclinó hacia delante en la ventana, mirando al exterior. No había nadie en la calle en aquel momento, pues le hubieran visto. Me miró y agitó levemente su mano en un gesto de saludo, y luego miró arriba y abajo en la luz difuminada del atardecer, primero hacia el este, hacia las viejas torres de la Abadía, y después hacia el oeste, a lo largo de la ancha línea de la calle donde tanta gente iba y venía, pero en silencio, como personajes encantados en un lugar encantado. Yo lo contemplaba sumida en un alud de sensaciones que las palabras no podrían describir. Ahora, nadie se atrevería a decirme que él no estaba allí, nadie podía decirme que estaba soñando. Lo contemplaba como si no pudiera respirar, con el corazón en la garganta.
Él miró arriba y abajo y luego volvió a mirarme. Yo había sido la primera en recibir su mirada, y era la última, aunque no para siempre. Él me había conocido, sabía ya quien lo observaba, quien simpatizaba con él. Yo estaba sumida en una especie de rapto, más bien de estupefacción; mi mirada seguía a la suya, como si fuera su sombra. Y de repente se había ido, y ya no lo vi más.
Me dejé caer de nuevo sobre mi asiento, buscando desesperadamente algo en que apoyarme, algo que pudiera sostenerme. No podía decir cómo se había marchado, ni a dónde se había marchado, pero tras agitar levemente su mano en dirección a mí había desaparecido. No sentía ningún dolor por su desaparición, porque ahora nadie podría decir que yo estaba bajo el influjo de un sueño. Me recliné en mi asiento, en el instante en que hacía su aparición tía Mary. Se acercó a mí velozmente, como si llevara alas en los pies, me estrechó entre sus brazos y yo apoyé mi cabeza contra su pecho. Empecé a llorar suavemente, como una chiquilla.
—¡Lo ha visto usted! ¡Lo ha visto usted! —grité.
—¡Tranquilízate, preciosa! —dijo tía Mary. Sus ojos estaban muy brillantes, llenos de lágrimas—. ¡Oh, tranquilízate! Trata de olvidarlo todo.
Pero yo la había rodeado con mis brazos y acerqué mi boca a su oído.
—¿Quién es el hombre que está allí? Dígamelo y no le dirigiré nunca más ninguna pregunta sobre él.
—¡Oh, preciosa! Descansa. Todo eso no es más que… ¿cómo te diría yo?, un sueño, sí, un sueño.
—¡No, tía Mary, no! Yo sé que no ha sido un sueño. ¡Lo sé!
—¿Qué puedo decirte? ¿Qué puedo decirte, si sé lo mismo que sabes tú? Tienes toda la vida para olvidarlo, querida mía. Los sueños terminan por olvidarse.
—¡No es un sueño! —insistí tercamente—. ¡Lo que he visto con mis ojos, lo he visto!
Tía Mary me besó, y sus húmedas mejillas se apoyaron en las mías.
—Preciosa, ahora debes tratar de dormir un poco. Vamos, te acompañaré a tu cuarto. Me quedaré contigo y veremos lo que nos trae el día de mañana.
—No tengo miedo —repliqué.
Pero dejé que me acompañara a mi habitación y, por extraño que pueda parecer, me dormí inmediatamente: estaba agotada, era una chica joven y no estaba acostumbrada a permanecer despierta en la cama. De cuando en cuando abría los ojos, y a veces me sobresaltaba recordando algo; pero tía Mary estaba siempre a mi lado para tranquilizarme, y yo volvía a quedarme dormida en su seno como un pajarillo en su nido.
Al día siguiente no quise quedarme en la cama. Me sentía poseída por una especie de fiebre y no sabía qué hacer. La ventana aparecía completamente opaca, sin el menor reflejo, lisa y negra como un trozo de madera. Hasta entonces, nunca había tenido para mí menos aspecto de ventana. No me extraña —me dije a mí misma—, viéndola como ahora la veo, que unos ojos menos agudos que los míos tengan la opinión que tienen de ella. Y a continuación sonreí para mis adentros, pensando en el atardecer y en su luz especial y preguntándome si el desconocido volvería a asomarse y a agitar la mano, saludándome. Aunque no era necesario que se tomase la molestia de asomarse: me bastaría con que moviera levemente la cabeza y me saludara con un gesto de su mano. Resultaría más amistoso.
A la hora del té se presentaron las amigas de mi tía. Desde mi asiento habitual las oí charlar y reír en voz alta; seguramente comentaban lo tonta que era yo. ¡Podían reírse cuanto quisieran! No me importaba en absoluto. Después de la cena, tía Mary y yo nos instalamos en el salón, aunque creo que ella no prestaba mucha atención a su Times. Lo desplegó ante sus ojos, pero me di cuenta de que no atendía al periódico. Permanecí sentada en mi refugio desde las siete y media hasta las diez, y la luz del día se fue debilitando más y más, hasta que oscureció por completo. Pero la ventana permaneció tan negra como la noche y no vi nada, absolutamente nada.
Bueno, otras veces me había ocurrido lo mismo: el desconocido no tenía la obligación de acudir todos los días a la habitación, sólo por complacerme. En la vida de un hombre hay muchas cosas, especialmente en la de un hombre estudioso como el desconocido. Me dije a mí misma que no estaba decepcionada. ¿Por qué habría de estarlo? No era el primer día que dejaba de verlo… Tía Mary me observaba, tomaba nota mentalmente de cada uno de mis movimientos, y sus ojos brillaban, con el brillo de las lágrimas, llenos de una compasión que me hacía sentir deseos de llorar; pero me pareció que tía Mary se sentía más triste por ella que por mí misma. Y de repente corrí hacia ella, y me refugié entre sus brazos, preguntándole, una y otra vez quién era el desconocido, y por qué estaba allí. Estaba convencida de que tía Mary lo sabía. ¿Por qué no quería contarme todo lo referente a él? ¿Cuándo lo había conocido? ¿Qué había ocurrido?
Vencida por mis súplicas, tía Mary pareció dispuesta a descorrer el velo del misterio.
—Dicen… —empezó, pero se interrumpió repentinamente—. ¡Oh, preciosa! Trata de olvidar todo esto…
Ahora yo sabía que había algo, algo que tía Mary conocía, y no estaba dispuesta a permitir que me lo ocultara. Redoblé mi súplica hasta que tía Mary dijo:
—Dicen que en cierta época vivía allí un estudiante, que prefería sus libros al amor de una mujer. No me mires así, preciosa.
—¿Un estudiante? —inquirí con avidez.
—Sí. Y una muchacha, algo ligera de cascos, se enamoró de él. Y empezó a hacerle señas desde su ventana, mostrándole un anillo con un gran diamante para que pudiera reconocerla. Pero él no le hacía ningún caso. Y ella insistió e insistió… hasta que sus hermanos oyeron las habladurías de la gente. La muchacha pertenecía a una familia rica y el estudiante era pobre. Y los hermanos de la muchacha tenían un genio como la pólvora. Y sucedió que… ¡Oh, preciosa! ¡No hablemos más de ello!
—¡Y lo mataron! —grité—. Lo mataron, pero todas las noches acude a su habitación, tan joven como era entonces.
—¡Querida mía! —murmuró tía Mary. Me abrazó estrechamente, mirándome con una expresión compasiva.
Aquella noche no hablamos más del asunto. Pero la noche siguiente fue lo mismo: y la tercera noche. Pensé que no podía soportar por más tiempo aquella situación. Tenía que hacer algo… pero ¿qué podía hacer? Al cuarto día se presentó mi madre para llevarme de nuevo a casa. Su llegada me tomó de sorpresa, y mamá dijo que debíamos marcharnos inmediatamente, pues papá debía de emprender un viaje al extranjero y al día siguiente debíamos estar en Londres. Al principio pensé negarme en redondo a acompañar a mi madre, pero yo no era más que una chiquilla y no podía resistirme a las órdenes de mis padres. Además, ¿con qué hubiese justificado mi deseo de permanecer en casa de tía Mary ? De modo que tuve que marcharme.
Tía Mary me abrazó cariñosamente al despedirse, y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Murmuró a mi oído:
—Esto es lo mejor para ti, preciosa… es lo mejor para ti.
¡Cuán odioso resultaba oír decir que aquello era lo mejor, como si hubiera mejor o peor para mí, como si algo importara, como si no fuese lo mismo una cosa que otra! Lady Carnbee estaba presente en la despedida, con sus encajes negros y el maléfico diamante luciendo en su mano. Palmeó cariñosamente mi hombro y me deseó un buen viaje.
—Y no hables nunca de lo que has visto en la ventana —me recomendó—. Los ojos engañan tanto como el corazón.
En aquel momento recordé lo que tía Mary me había contado: la muchacha de la historia le mostraba al estudiante, para que pudiera reconocerla, un anillo con un gran diamante. Y me pareció que el diamante de lady Carnbee dejaba una marca en mi hombro. Pero ¿cómo podía saber si se trataba del mismo diamante?
No he vuelto nunca más a St. Rule’s, y durante muchos años no miré a través de una ventana si había otra ventana a la vista. Alguien se preguntará, tal vez, si volví a ver al desconocido. No podría decirlo: la imaginación suele engañar, como decía lady Carnbee. Y si el desconocido permanecía tanto tiempo en St. Rule’s sólo para castigar a la familia que lo había aniquilado por un mal entendido orgullo de estirpe, ¿por qué tenía yo que verlo otra vez? Sin embargo, en cierta ocasión me pareció reconocerlo. Fue cuando regresaba de la India, convertida en una viuda, muy triste, con mi hijito: estoy segura de haberlo visto entre la muchedumbre agrupada en el muelle para dar la bienvenida a sus amigos. A mí no me esperaba nadie… ya que nadie conocía mi llegada. Y el no ver ningún rostro amigo me hacía sentirme mucho más triste.
Y de repente lo vi a él, a mi desconocido de la ventana, y él agitó su mano, saludándome.
Mi corazón empezó a latir fuertemente: había olvidado quién era, pero su rostro me resultaba familiar y pensé que mi llegada a Inglaterra no sería tan deprimente como había imaginado. Pero, cuando desembarqué, mi desconocido había desaparecido. Desapareció después de agitar la mano en un gesto de saludo, tal como había desaparecido en otra ocasión de la ventana.
Más tarde volví a recordar todo lo sucedido. Fue a raíz de la muerte de la anciana lady Carnbee. En su testamento dejó un legado para mí: el anillo con el gran diamante que yo había visto lucir en su mano. La piedra preciosa sigue inspirándome miedo. La guardo en una cajita de madera de sándalo, en la trastera de una pequeña casa de campo de mi propiedad que no habito nunca. Si alguien se decidiera a robármelo, me haría un gran favor. Sin embargo, nunca he podido saber a ciencia cierta si el anillo de lady Carnbee era, en realidad, el anillo a que se refería mi tía Mary cuando me contó la historia de la muchacha y del estudiante.