La sonata del diablo, de Gérard de Nerval

Érase una vez en Augsburgo un músico llamado Niéser, tan diestro en fabricar instrumentos como en componer melodías e interpretarlas; y su fama se extendía por toda la región de Suabia. Lo cierto es que era inmensamente rico, algo que no perjudica a los artistas, ni siquiera a los más virtuosos. Sus colegas, menos afortunados, decían a veces que había conseguido su riqueza de manera poco honorable; pero tenía amigos que respondían tajantes que por esas bocas solo hablaba la envidia. La única heredera de Niéser era una joven cuya inocencia y belleza habrían bastado como dote sin la perspectiva seductora de los bienes de su padre. Esther era tan famosa por la dulzura de sus ojos azules, la gracia de su sonrisa y las mil virtudes que atesoraba como el viejo Niéser por su riqueza, la perfección de sus instrumentos de cuerda y su talento prodigioso.

Sin embargo, a pesar de la fortuna del viejo Niéser y de la consideración con que lo trataban, a pesar de su renombre musical, un gran dolor le atormentaba. Esther, su única hija, la única representante de una larga estirpe de músicos, apenas distinguía una nota de otra; y era para Niéser una fuente de penosas reflexiones no dejar tras él un heredero de su talento, que juzgaba equivalente a su riqueza. Pero, a medida que Esther crecía, le consolaba la idea de que, si no podía ser el padre de una estirpe de músicos, sería al menos el abuelo. De hecho, en cuanto su hija estuvo en edad de casarse, tomó la extraña decisión de conceder su mano, con una dote de doscientos mil florines, a quien compusiera e interpretara la mejor sonata. Su determinación se hizo pública inmediatamente en la ciudad, así como la fecha fijada para la competición. Se oyó incluso jurar a Niéser que cumpliría su promesa aunque el compositor e intérprete de la sonata fuera el mismísimo diablo. Es posible que solo fuera una broma, pero habría sido mejor para el viejo Niéser no haber hecho nunca semejante afirmación. Aunque la verdad, según algunos, es que era un hombre malvado sin el menor respeto por la religión.

En cuanto se conoció en Augsburgo la decisión de Niéser, el músico, la ciudad entera se puso en movimiento. Algunos que hasta entonces no habían osado elevar tan alto sus pensamientos se presentaron, sin vacilar, como competidores por la mano de Esther; pues, con independencia de los encantos de la joven y de los florines de Niéser, su reputación de artistas estaba en juego; y, además, la falta de talento se suplía con vanidad. En una palabra, no hubo un músico en Augsburgo que no se apresurara, por un motivo u otro, a intervenir en una liza cuyo premio era la belleza. Por la mañana, a mediodía, incluso por la noche, en las calles resonaban acordes melodiosos. En todas las ventanas se oían las notas de una incipiente sonata; de lo único que se hablaba en la ciudad era del certamen que se avecinaba y de su posible resultado. Una fiebre musical reinaba en todas las clases sociales; instrumentos o voces repetían las melodías favoritas en cada casa; los centinelas tarareaban sonatas en sus puestos; los tenderos seguían el ritmo en el mostrador con sus varas de medir; y sus clientes, al entrar, olvidaban el objetivo de su visita para acompañarles. Dicen que incluso los sacerdotes mascullaban allegros al salir del confesionario; y que en el dorso de una homilía del obispo encontraron algunos compases con un tempo bastante rápido.

Sin embargo, en medio de la agitación, había un hombre que se mantenía al margen de la epidemia general. Se llamaba Franz Gortlingen. Con tan poca disposición para la música como Esther, su carácter estaba lleno de nobleza y tenía fama de ser uno de los caballeros más atractivos de Suabia. Franz estaba enamorado de la hija del músico; en cuanto a ella, habría preferido escuchar su nombre pronunciado por Franz, con algunos cumplidos, que las sonatas más hermosas jamás compuestas entre el Rin y el Oder.

Era la víspera del gran concurso musical, y Franz aún no había intentado nada para que se cumplieran sus deseos, y ¿cómo iba a hacerlo? Nunca había compuesto una nota de música; cantar una sencilla tonada al clavecín era el nec plus ultra, el límite de su ciencia. Por la noche, salió de casa y se dirigió calle abajo. Las tiendas estaban cerradas y la ciudad, completamente desierta. Pero algunas luces seguían brillando en las ventanas, y el sonido de los instrumentos que se preparaban para el combate que privaría a Franz de Esther golpeaban tristemente sus oídos. A veces se paraba a escuchar y vislumbraba, a través de los cristales, el rostro de los músicos satisfechos del éxito de su esfuerzo y animados por la esperanza del triunfo.

Gortlingen estuvo vagando hasta que llegó a un barrio de la ciudad que le pareció completamente desconocido pese a haber vivido siempre en Augsburgo. No se oía más que el rugido del río cuando, de pronto, los acordes lejanos de una armonía sobrenatural vinieron a recordarle todas sus inquietudes. La luz de una casa solitaria indicó que el reino del sueño no era aún general; y el joven pensó, por la dirección de las notas, que algún músico ensayaba todavía para la prueba del día siguiente. Gortlingen siguió andando y, al acercarse a la luz, percibió en el aire un brillo tan deslumbrante de armonía que, a pesar de su ignorancia musical, la fascinación de aquellos acordes despertó su curiosidad. Avanzó deprisa y sin hacer ruido hasta la ventana. Estaba abierta y, en el interior, vio a un viejo sentado en un clavecín con una partitura delante; estaba de espaldas a la calle, pero un espejo antiguo dejaba ver su rostro y sus movimientos.

Tenía una expresión de dulzura y benevolencia infinita; una fisonomía que Gortlingen no había visto jamás, ni siquiera parecida, pero que cualquiera desearía ver de nuevo con frecuencia. El anciano tocaba con una expresión maravillosa; se detenía de vez en cuando para cambiar algo en su partitura y, cuando comprobaba el efecto, manifestaba su alegría con unas palabras que resultaban audibles y parecían de agradecimiento, pero en un idioma desconocido.

En un principio, Gortlingen consiguió a duras penas dominar su indignación ante la idea de que aquel viejecito osara presentarse como pretendiente de Esther; pero, mientras lo miraba y escuchaba, se reconcilió con él por su fisonomía extraordinariamente dulce, así como por la belleza y singularidad de su música.

Finalmente, al concluir un brillante pasaje, el artista se dio cuenta de que no estaba solo; pues Gortlingen, incapaz de contener su admiración, había acallado con sus aplausos las moderadas exclamaciones del anciano. De inmediato, el músico se puso en pie y abrió la puerta:

—Buenas noches, señor Franz —dijo—, siéntese y dígame qué le parece mi sonata, y si cree que puede ganar el premio.

Había tanta bondad en la cara del anciano, tanta dulzura en su voz, que Gortlingen sintió que sus celos desaparecían; el joven tomó asiento y le escuchó.

—¿Mi sonata le gusta entonces? —preguntó el músico al terminar.

—¡Por desgracia soy incapaz de hacer algo así! —contestó Gortlingen.

—Escúcheme —dijo el anciano—, Niéser ha cometido un crimen al jurar que concedería la mano de su hija a quien compusiera la mejor sonata, aunque fuera el diablo en persona quien la interpretara. Estas palabras, escuchadas y repetidas por el eco de los bosques, han llegado sobre el ala de los vientos nocturnos a oídos de quien habita en el valle de las tinieblas: el demonio ha gritado de alegría. Pero el genio del bien también velaba: aunque Niéser no le inspirara piedad, el destino de Esther y de Gortlingen le ha conmovido. Tome este cuaderno; entre en el salón de Niéser. Un extranjero se presentará para disputar el premio, otros dos parecerán acompañarlo. La sonata que le entrego es la misma que ellos interpretarán; pero la mía tiene una virtud especial: aproveche la ocasión y cámbiela por la suya.

Después de este discurso extraordinario, el anciano cogió a Gortlingen de la mano, le condujo por caminos desconocidos a una de las entradas de la ciudad y se marchó. Mientras volvía a casa con su partitura enrollada, Gortlingen reflexionó sobre aquella extraña aventura e hizo conjeturas sobre lo que acontecería el día siguiente. Había algo en el semblante del anciano que le impedía desconfiar de él, y, sin embargo, era incapaz de comprender qué provecho podría sacar de sustituir una sonata por otra, ya que él no era uno de los pretendientes a la mano de Esther. Volvió a casa y se acostó. En sus sueños, la imagen de Esther revoloteaba ante sus ojos, y la sonata del anciano resonaba en el aire.

Al día siguiente, al anochecer, la casa de Niéser se abrió a los competidores. Aparecieron entonces, con paso ligero, todos los músicos de Augsburgo con sus partituras enrolladas en la mano, mientras la muchedumbre se agolpaba en la entrada para verlos pasar. Cuando llegó la hora, Gortlingen, con el cuaderno en la mano, se dirigió a la puerta. Todos cuantos le conocían sintieron lástima por él y el amor que le inspiraba la hija del músico; y se decían unos a otros:

—¿Qué pretende Franz con su partitura en la mano? Seguro que ni se le ocurre entrar en liza. ¡Pobre muchacho!

Al entrar en la sala, Gortlingen la encontró llena de pretendientes y de aficionados amigos de Niéser, este les había invitado al espectáculo. Cuando Gortlingen cruzó la estancia con su partitura enrollada, se dibujó una sonrisa en el rostro de todos los músicos, quienes, además de conocerse entre sí, sabían que el joven apenas podía tocar una marcha; así que ¿cómo iba a tocar una sonata en caso de que pudiera componerla? Niéser, al verlo, sonrió también; pero, cuando los ojos de Esther se toparon con los de Gortlingen, la joven se enjugó una lágrima.

Se anunció que los rivales podían acercarse a inscribir su nombre, y que se echaría a suertes el turno de actuación. El último que se presentó fue un extranjero al que todo el mundo cedió el paso como por instinto. Nadie le había visto hasta entonces, ni sabía de dónde venía. Su semblante era tan repulsivo, su mirada tan singular, que el propio Niéser dijo en voz baja a su hija que esperaba que la sonata de ese hombre no fuera la mejor.

—Empecemos la prueba —dijo Niéser—; os juro que concederé la mano de mi hija, que veis sentada a mi lado, y una dote de doscientos mil florines al compositor e intérprete de la mejor sonata.

—¡Y cumpliréis vuestro juramento! —exclamó el extranjero poniéndose delante de Niéser.

—Claro que lo cumpliré —dijo el músico de Augsburgo—, aunque el compositor e intérprete de la sonata sea el mismísimo diablo.

Todo el mundo guardó silencio, estremecido; el extranjero fue el único que sonrió. El primer nombre que salió en el sorteo fue el del extranjero, que se apresuró a ocupar su sitio y desenrolló su partitura. Dos hombres en los que nadie se había fijado hasta entonces se colocaron al lado con sus instrumentos, esperando la señal para empezar. Todos los ojos estaban clavados en ellos. El extranjero dio la señal; y, cuando los tres músicos levantaron la cabeza para seguir la música, los asistentes se dieron cuenta con horror de que tenían la misma cara. Un escalofrío general recorrió la sala.

Nadie se atrevió a hablar con su vecino; pero todos se envolvieron en su capa y huyeron en silencio; no tardó en desaparecer todo el mundo, excepto los tres hombres que tocaban la sonata y Gortlingen, que no había olvidado las palabras del anciano. El viejo Niéser seguía en su asiento; pero temblaba al recordar su funesto juramento.

Gortlingen estaba de pie cerca de los músicos; poco antes de que estos terminaran, cambió con osadía su partitura por la de ellos. Una mueca infernal contrajo las facciones de los tres artistas, y un lejano gemido retumbó como un eco.

Unas horas después de medianoche, el anciano bondadoso sacó a Esther y a Gortlingen de la sala; pero la sonata siguió sonando. Pasaron los años. Esther y Gortlingen se casaron y llegaron al final de su vida; pero los músicos extranjeros continuaban tocando, y hay quien dice que el viejo Niéser sigue en su silla marcándoles el compás.