Una casa en la llanura, de E. L. Doctorow

Mamá dijo que de ahí en adelante yo debía ser su sobrino y que la llamara tía Dora. Dijo que nuestra fortuna dependía de que ella no tuviera un hijo de dieciocho años que aparentaba más bien veinte. Di tía Dora, dijo. Lo dije. No quedó satisfecha. Me obligó a decirlo varias veces. Dijo que debía decirlo creyendo que ella me había acogido después de la muerte de su hermano viudo, Horace. Le dije que no sabía que tuviera un hermano llamado Horace. Claro que no tengo ni he tenido ningún hermano, dijo con una sonrisa en la mirada, pero tiene que ser una buena historia si he podido engañar a su hijo con ella.

No me sentí ofendido mientras la observaba retocarse en el espejo, arreglándose el pelo como hacen las mujeres, aunque luego nunca ves qué ha cambiado.

Con el seguro de vida, ella había comprado una granja a ochenta kilómetros del término municipal de la ciudad. ¿A quién le importaría allí si yo era su hijo o no? Pero ella tenía sus planes y miraba al frente. Yo no tenía planes. Nunca había tenido planes, sólo la intuición de algo, a veces, no sabía de qué. Me encorvé y bajé por la escalera con el segundo baúl sujeto a la espalda con una correa. Fuera, al pie de la escalinata, los niños esperaban con las rodillas raspadas y los calcetines caídos en los tobillos. Entonaban una canción infantil insertando sus propias palabras obscenas. Los ahuyenté y se dispersaron un momento entre risas y gritos; luego, cuando subí por la escalera en busca del resto de las cosas, como era de prever, volvieron.

Mamá estaba de pie ante el hueco vacío de la ventana. Aquí, por un lado, está el tribunal de investigación, dijo. Por otro, el tribunal de vecinos. Allí en el campo, dijo, nadie se precipitará a sacar conclusiones. Uno puede dejar la puerta abierta y las persianas levantadas. Todo es limpio y puro bajo el sol.

Bueno, eso yo lo entendía, pero en mi cabeza Chicago era el único sitio donde estar, con sus magníficos hoteles y sus restaurantes y sus avenidas asfaltadas con árboles y mansiones. Claro, lo sé, no todo Chicago era así. Nuestras ventanas del segundo piso no tenían una gran vista más allá de la hilera de casas de huéspedes de la acera de enfrente. Y es verdad que en verano la gente refinada no podía con el olor de los corrales, pero a mí no me molestaba. El invierno era otra queja que a mí no me atañía, el frío me traía sin cuidado. En invierno, el viento que soplaba desde el lago agitaba las faldas de las mujeres como un demonio bailando alrededor de sus tobillos. Y tanto en invierno como en verano podías montar en los tranvías eléctricos si no tenías nada mejor que hacer. La ciudad me gustaba sobre todo porque estaba llena de personas ajetreadas y estrépito de carruajes y cascos de caballos, carromatos de reparto y carretas, buhoneros y el ruido atronador y metálico de los trenes de mercancías. Y lo que más me gustaba era cuando los nubarrones surcaban el cielo desde el oeste, vertiendo sobre nosotros tempestades tales que era imposible oír los chillidos o las maldiciones de la humanidad. Chicago podía soportar lo peor que pudiera mandarnos Dios. Entendía por qué se construyó: un sitio donde comerciar, claro, con ferrocarriles y barcos y demás, pero sobre todo para darnos una magnitud de desafío que no proporciona una casa en la llanura. Y la llanura era el lugar de donde venían esas tempestades.

Además, echaría de menos a mi amiga Winifred Czerwinska, en ese momento en su rellano viéndome bajar con las maletas. Entra un momento, dijo, quiero darte algo. Entré y ella cerró la puerta. Puedes dejarlas ahí, dijo, refiriéndose a las maletas.

Mi corazón siempre se aceleraba en presencia de Winifred. Yo lo notaba, ella también y eso la alegraba. Apoyó la mano en mi pecho y se puso de puntillas para besarme, metiéndome la mano bajo la camisa para percibir los latidos de mi corazón.

Fíjate, tan peripuesto con abrigo y corbata. Ay, dijo, levantando la mirada, ¿qué voy a hacer sin mi Earle? Pero sonreía.

Winifred no era una mujer como mamá. Winifred era menuda y flaca, y cuando bajaba por la escalera parecía un pájaro brincando. No se ponía polvos ni perfumes, salvo, sin querer, el azúcar con el que llegaba a casa manchada al volver de la panadería donde trabajaba de dependienta. Tenía unos labios frescos y dulces pero uno de sus párpados no se levantaba del todo por encima del azul, razón por la que no era tan guapa como podría haber sido. Y no podía decirse que anduviera muy sobrada de tetitas.

Puedes escribirme una o dos cartas y yo te contestaré, dije.

¿Qué dirás en tus cartas?

Ya se me ocurrirá algo, dije.

Tiró de mí hacia la cocina, donde separó los pies y apoyó los antebrazos extendidos sobre una silla para que yo pudiera levantarle el vestido y follarla como ella prefería. Aunque no se alargó mucho, mientras Winifred se contoneaba y emitía sus ruiditos felinos, yo oía a mamá preguntándome desde arriba dónde me había metido.

Habíamos pedido un carruaje para llevarnos a nosotros y el equipaje al mismo tiempo en lugar de enviar los bultos por tren, que era más barato, e ir a la estación en tranvía. La idea no fue mía, pero la cantidad exacta que quedó después de comprar mamá la casa sólo la conocía ella. Bajó por la escalera con su sombrero de ala ancha y su velo de viuda y se recogió la falda por encima de los zapatos cuando el cochero la ayudó a subir al carruaje.

Estábamos representando una salida majestuosa a plena luz del día. Era mamá en su estado puro, levantándose el velo y lanzando miradas de desdén a los vecinos que observaban asomados a sus ventanas. En cuanto a los granujillas, se habían quedado casi mudos ante nuestro despliegue de elegancia. Me coloqué al lado de mi madre, cerré la puerta y, por orden suya, lancé un puñado de centavos a la acera y miré a los niños darse empujones y codazos e hincarse de rodillas mientras nos alejábamos en el carruaje.

Cuando doblamos la esquina, mamá abrió la sombrerera que yo había dejado en el asiento. Se quitó su sombrero negro y se lo cambió por uno azul orlado de flores artificiales. Sobre su vestido de luto, se colocó un chal reluciente a rayas de colores como el arco iris. Listos, dijo. Ahora ya me siento mucho mejor. ¿Y tú estás bien, Earle?

Sí, mamá, contesté.

Tía Dora.

Sí, tía Dora.

Ojalá tuvieras mejor cabeza, Earle. Podías haber prestado más atención al doctor cuando vivía. Teníamos nuestras discrepancias, pero para ser hombre, era listo.

La estación de tren de La Ville se reducía a un andén de cemento y un cobertizo a modo de sala de espera sin taquilla. Cuando te apeabas, alcanzabas a ver Main Street en el extremo opuesto de un callejón. Allí había una tienda de alimentación, una estafeta de correos, una iglesia de madera blanca, un banco de granito, una tienda de ropa, una plaza con un hotel de cuatro plantas y, en medio de esta, en la hierba, la estatua de un soldado de la Unión. Todo podía contarse porque había una sola muestra de cada cosa. Un hombre con un carromato se prestó a llevarnos. Circuló por otras calles donde al principio había varias casas de sólida construcción y una o dos iglesias más, pero después, a medida que te alejabas del centro, se sucedían deterioradas casas de una sola planta con tejas de madera, porches pequeños y oscuros, huertos y tendederos en la parte trasera, separadas sólo por callejones. Yo no lograba imaginar que, según mamá, vivía allí una población de más de tres mil personas. Luego, recorridos unos tres o cuatro kilómetros a través de tierras de labor, con algún silo aquí y allá junto a la carretera recta que se perdía en dirección oeste entre maizales, apareció algo que en modo alguno yo habría esperado: una casa de ladrillo rojo de tres plantas con azotea y escalinata de piedra ante la puerta, como si la hubieran sacado de una calle de casas adosadas de Chicago. Me costaba creer que alguien hubiera construido algo así a modo de casa de labranza. El sol se reflejaba vivamente en los cristales de las ventanas y tuve que protegerme los ojos para asegurarme de que veía lo que veía, pero esa era, en efecto, nuestra nueva casa.

Tampoco es que tuviera tiempo para reflexionar, no mientras mamá se instalaba allí. Nos pusimos manos a la obra. La casa estaba llena de telarañas y polvo y apestaba a excrementos de animales. En la planta superior, donde yo viviría, también vivían unos mirlos. Teníamos mucho trabajo por delante, pero ella no tardó en tener todo organizado y empezaron a llegar del pueblo los carromatos con los muebles que había mandado por tren y no pocos hombres dispuestos a ser contratados por un jornal, con la esperanza de recibir algo más de esa gran dama de buen ver con sortijas en varios dedos. Y así se levantó la cerca para el gallinero y, más allá, se araron los eriales y se dragó el abrevadero para el ganado y se excavó el pozo negro del excusado y, durante unos días, pensé que mamá era la mayor empresaria de La Ville, Illinois.

¿Pero quién iba a sacar el agua del pozo y lavar la ropa y hacer el pan? La vida de campo era distinta y fueron pasando los días, durmiendo yo bajo el tejado en la última planta y notando aún el calor del día en mi camastro mientras contemplaba por el ventanuco la lejanía de las estrellas y me sentía tan desprotegido como nunca me había sentido en la civilización de la que nos habíamos apartado. Sí, pensé, nos habíamos movido en dirección contraria al progreso del mundo y, por primera vez, dudé del buen criterio de mamá. En todos nuestros viajes de un estado a otro y tratando de sortear tantos obstáculos a su ambición, nunca se me había ocurrido ponerlo en tela de juicio, pero esa casa no era una casa de labranza más de lo que ella era labradora, como tampoco lo era yo.

Una tarde nos quedamos de pie en la escalinata contemplando el sol ponerse por detrás de los montes a kilómetros de distancia.

Tía Dora, dije, ¿qué se nos ha perdido aquí?

Me hago cargo, Earle, pero algunas cosas llevan su tiempo.

Me vio mirarle las manos, lo rojas que las tenía ya.

Voy a traer a una inmigrante de Wisconsin. Dormirá en esa habitación de detrás de la cocina. Llegará dentro de una semana o algo así.

¿Por qué?, pregunté. Hay mujeres en La Ville, las esposas de todos esos lugareños que vienen aquí por un jornal, a las que seguramente les iría bien el dinero.

No quiero tener en la casa a una mujer que se dedique a contar todo lo que ve y oye cada vez que vuelva al pueblo. Usa el sentido común que Dios te dio, Earle.

Lo intento, mamá.

Tía Dora, maldita sea.

Tía Dora.

Sí, dijo ella. Sobre todo aquí en medio de la nada y sin nadie a la vista.

Se había recogido la espesa mata de pelo tras la nuca por el calor e iba de aquí para allá con un vestido holgado, cómoda, sin sus habituales armazones de mujer.

Pero no irás a decirme que el olor del aire no es dulce, dijo. Voy a encargar un porche con celosía y colocar un banco y unas mecedoras para poder contemplar el magnífico espectáculo de la naturaleza con toda comodidad.

Me alborotó el pelo. Y no pongas esa cara, dijo. Es posible que no aprecies este momento aquí, con el aire tan apacible y los trinos de los pájaros y sin que ocurra gran cosa en ningún sitio mires a donde mires, pero seguimos en la brecha, Earle. Eso te lo aseguro.

Y así me quedé más tranquilo.

Con el tiempo adquirimos una anticuada calesa tirada por un caballo para las idas y venidas de La Ville, cuando la tía Dora tenía que ir al banco o a la estafeta de correos o necesitábamos provisiones. Yo era el cochero y el mozo de cuadra. Él —el caballo— y yo no nos llevábamos bien. No le puse nombre. Era feo, tenía el lomo hundido y abría las patas al trotar. En Chicago yo había sacrificado y descuartizado jamelgos con mejor aspecto. Una vez, en el establo, cuando lo recogía para la noche, dio un bocado al aire justo al lado de mi hombro.

Otro problema era Bent, el factótum que mamá había contratado para el trabajo diario. En cuanto ella se lo llevó arriba una tarde, él empezó a pavonearse de un lado a otro como si fuera el dueño del lugar. Eso, a mi modo de ver, era un problema. Y, en efecto, un día me ordenó que hiciera algo, una de sus tareas. Creía que el empleado eras tú, le dije. Era feo, como si fuera pariente de mi caballo, y teniendo en cuenta sus brazos tan largos y unas manos tan grandes y nudosas colgadas de ellos, más bajo de lo que cabía esperar.

Ponte a ello, dije.

Con una sonrisa lasciva, me agarró por el hombro y acercó su boca a mi oído. Lo he visto todo, dijo. Y tanto que sí. He visto todo lo que un hombre desearía ver.

Ante esto, sin proponérmelo, no pude menos que construir un destino para Bent, el factótum, pero era tan estúpido en su ebriedad que yo sabía que mamá debía de tener su propio plan para él — por qué si no estaría dispuesta a dar coba a un hombre de esa ralea—, así que dejé en suspenso mis ideas.

De hecho, para entonces pensaba ya que podía arrancar ciertas esperanzas de la vasta soledad de esa granja en medio de una llanura que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. ¿Qué había acudido a mi cabeza? Una expectación en la que reconocí sensaciones de otros tiempos. Sí. Había percibido que lo que fuera que tenía que pasar había empezado a ocurrir. No estaba sólo el factótum. Estaban, además, los huérfanos. Mi madre se había comprometido a acoger a tres niños, firmando un contrato con una agencia benéfica de Nueva York que sacaba a los huérfanos de las calles y los lavaba y vestía y los metía en un tren con destino a sus hogares de adopción tierra adentro. Los nuestros, dos niños y una niña, eran de aspecto bastante aceptable, aunque pálidos y, según su documentación, contaban seis, seis y ocho años. Cuando los llevé al trote en la calesa a la granja, se sentaron detrás de mí con la mirada fija en el paisaje sin pronunciar palabra. Y ahora estaban instalados en el dormitorio del fondo de la primera planta y no se parecían en nada a las miserables ratas callejeras de nuestro barrio en la ciudad. Salvo por las lloreras que les sobrevenían a veces por la noche, los tres eran niños callados y solían hacer lo que se les decía. Mamá sentía afecto por ellos, por Joseph y Calvin, pero especialmente por la niña, Sophie. No se habían estipulado condiciones en cuanto al credo en que debía educárselos, ni nosotros teníamos ninguno previsto, pero los domingos a mamá le dio por llevarlos a la iglesia metodista de La Ville para exhibirlos con la ropa nueva que les había comprado. Aquello le proporcionaba placer. Y le permitía, además, mostrar el orgullo de su posición en la vida. Porque resultó que, como yo estaba descubriendo, incluso en los más lejanos confines del mundo rural se vivía en sociedad.

Y en medio de todo este gran plan maestro, mi tía Dora exigió a los pequeños Joseph, Calvin y Sophie que la consideraran su mamá. Llamadme mamá, les dijo. Y ellos así lo hicieron.

He aquí, pues, a esta familia nuestra, ya confeccionada, como algo comprado en unos grandes almacenes. Fannie, la cocinera y ama de llaves importada, por designio de mamá no hablaba inglés pero entendía de sobra lo que tenía que hacer. Era robusta, como mamá, con fuerza para el trabajo duro. Y además de Bent, que andaba escabulléndose por los graneros y cercas, fingiendo ladinamente que trabajaba, había un granjero de verdad un poco más allá, el aparcero de la porción de tierra destinada al cultivo de maíz. Y dos mañanas por semana una maestra del condado jubilada venía a instruir en lectura y aritmética a los niños.

Una noche mamá dijo, tenemos aquí una empresa de una honradez intachable, una familia bien avenida en una situación más holgada que la de la mayoría por estos lares, pero arrastramos un grave déficit y, si no le echamos mano a algo antes del invierno, los únicos recursos serán la póliza de seguro que contraté para los pequeños.

Tras encender la lámpara de queroseno del escritorio del salón, escribió un anuncio personal y me lo leyó: «Viuda ofrece participación en tierra de labranza de primera a un hombre solvente. Se requiere una módica inversión». ¿Tú qué opinas, Earle?

Me parece bien.

Volvió a leerlo para sí. No, dijo, no es suficiente. Hay que obligarlos a mover el culo y salir de su casa para ir al Credit Union y luego coger un tren hasta La Ville, Illinois. Eso es mucho pedir sin contar con más incentivo que unas pocas palabras. A ver qué tal esto: «¡Se busca!». Bien, eso está bien, refleja urgencia. ¿Y acaso no se creen todos los hombres del mundo que alguien los busca? «Se busca: viuda reciente con una próspera granja en la tierra de Dios necesita a un hombre nórdico con medios suficientes para participar como socio en la misma.»

¿Qué es nórdico?, pregunté.

Bueno, eso es pura argucia, Earle, porque es lo único que hay en los estados donde vamos a publicar esto, suecos y noruegos recién desembarcados, pero yo les doy a entender la preferencia de una dama.

Vale, pero ¿qué es esto qué pones aquí: «con medios suficientes»? ¿Qué noruego recién desembarcado sabrá a qué te refieres?

Eso le dio que pensar. Bravo, Earle, a veces me sorprendes. Lamió la punta del lápiz. Entonces diremos sólo «con dinero».

Publicamos el anuncio en los periódicos de varios pueblos de Minnesota, de uno en uno, después en los de Dakota del Sur. Empezaron a llegar las cartas de cortejo y mamá anotaba en un libro de contabilidad los nombres y fechas de llegada, asegurándose de conceder a cada candidato tiempo suficiente. Siempre recomendábamos el tren de primera hora de la mañana, cuando el pueblo aún no estaba en danza. Además de ocuparme de mis quehaceres diarios, debía participar en la recepción familiar. Se les daba la bienvenida en el salón: mamá servía café de un carrito con ruedas y Joseph, Calvin y Sophie, sus hijos, y yo, su sobrino, nos sentábamos en el sofá y escuchábamos nuestras biografías con un final feliz, el momento presente. Mamá se expresaba tan bien en tales ocasiones que yo tendía, tanto como los pobres forasteros, a dejarme cautivar por su modestia, tan ajena parecía ella a la gran bondad de su corazón. Aquellos hombres no adivinaban en ella su autocomplacencia. Y era una mujer grande y de muy buen ver, claro está. Para estas primeras impresiones vestía sus galas sencillas, una simple falda de algodón gris plisada y una blusa blanca almidonada, sin más joyas que la cruz de oro colgada de una cadena que caía entre sus pechos y el pelo peinado hacia atrás y recogido en un moño en lo alto de la cabeza, en favorecedor descuido.

Soy su sueño del cielo en la tierra, me dijo mamá cuando íbamos por el tercero o el cuarto. Sólo hay que ver cómo se les encienden los ojos, ahí de pie, a mi lado, contemplando sus nuevas tierras. Chupando sus pipas, lanzándome una mirada que me imagina dispuesta al matrimonio: ¿quién puede decir que no aporto nada a cambio?

Bueno, eso es una manera de verlo, dije.

No te des aires, Earle. No estás en situación de hacerlo. Dime un camino más fácil para llegar al cielo bendito de Dios que ser lanzado desde su cielo en la tierra. Yo no sé de ninguno.

Y así nuestra cuenta en La Ville Savings Bank empezó a engordar de lo más satisfactoriamente. Las lluvias de finales del verano fueron muy beneficiosas para el maíz, hasta yo lo pude ver, y eso representó unos imprevistos dólares de más recibidos por la cosecha. Si había alguna complicación de la que preocuparnos era el necio de Bent. De tan tonto era peligroso. Al principio mamá toleró sus celos. Yo los oía discutir en el piso de arriba: él bramando y ella contestándole con palabras tranquilizadoras en voz tan baja que yo apenas las oía, pero no sirvió de nada. Cuando llegaba un noruego, Bent, casualmente, siempre se encontraba en la era, desde donde podía echar un buen vistazo. Una vez, para mirar, asomó su fea cara por la ventana del porche. Mamá me hizo una leve seña con la cabeza y yo me apresuré a levantarme y bajar la persiana.

Cierto era que mamá a veces cargaba un poco demasiado las tintas. Tan pronto coqueteaba con uno como adoptaba una pose de viuda devota con otro. Todo dependía de su intuición respecto a la personalidad del hombre de turno. Era relativamente fácil ganarse su fe. Si tuviera que juzgarlos a todos en conjunto, diría que eran hombres simples, no exactamente estúpidos, pero sin dominio de nuestro idioma ni ardides personales. Fuera cual fuese la combinación de sentimientos y firmas, ella nunca tenía nada personal previsto aparte del negocio en cuestión: inducirlos, paso a paso, a ingresar el efectivo en nuestra cuenta bancaria.

El necio de Bent imaginó que mamá buscaba marido entre esos hombres. Se sintió herido en su orgullo de dueño. Cuando llegaba a trabajar cada mañana, a menudo estaba hecho un cuero y, si por alguna razón ella no lo invitaba a subir para la siesta, se marchaba a su casa furibundo, volviéndose en la carretera para blandir el puño y vociferar en dirección a las ventanas antes de encaminarse hacia el pueblo con su peculiar andar, dando zancadas con las piernas muy flexionadas.

En una ocasión mamá me dijo, ese condenado necio tiene sentimientos.

La verdad es que eso no se me había ocurrido en el sentido que ella le daba y tal vez en ese momento mi concepto del factótum mejoró un poco, pero no por ello era un individuo menos peligroso. Nunca había comprendido que la finalidad de la vida era mejorar tu posición en ella. Para él, se trataba de una idea inasequible: fueras lo que fueses, siempre lo serías. Así que veía a esos forasteros que ni siquiera hablaban bien no sólo como usurpadores sino también como individuos que arrojaban una triste luz sobre su existencia. Si yo hubiese estado en su lugar, habría aprendido del ejemplo de esos inmigrantes y pensado qué podía hacer para reunir unos dólares y comprarme unas tierras de labranza. Cualquier persona normal habría pensado eso. Él no. La idea sólo traspasó su grueso cráneo lo justo para que tomara conciencia de que ni siquiera podía albergar las esperanzas del forastero más insignificante. Así las cosas, yo volvía de la estación con uno de ellos en la calesa y el noruego de turno se apeaba con su traje a cuadros y su lazo al cuello y su bombín, prendas que lo presentaban como hombre de posibles y entonces la sombra y el escalofrío repentino de un negro nubarrón parecían cernerse sobre el pobre Bent, que sólo podía entender que ya era tarde para él, demasiado tarde para todo, quiero decir.

Y, finalmente, para demostrar lo tonto que era, lo que no comprendió fue que era demasiado tarde también para ellos.

A continuación, todo lo verde empezó a amarillear, las lluvias del verano pasaron y el viento de la pradera levantó el mantillo reseco en remolinos racheados que ascendían y caían como olas en un mar de polvo. De noche, las ventanas se sacudían. Con las primeras escarchas, los niños cogieron difteria.

Mamá retiró el anuncio «Se busca» de los periódicos de fuera del estado, aduciendo que necesitaba recuperar el aliento. Yo no sabía qué contenía el libro de contabilidad, pero de esas palabras se desprendía que nuestra situación económica había mejorado. Y ahora, como era el caso de todas las familias campesinas, el invierno sería un tiempo para el descanso.

No es que yo lo esperara con ilusión. ¿Cómo iba a ser así, si no tenía nada que hacer?

Escribí una carta a mi amiga Winifred Czerwinska, la de Chicago. Hasta entonces había estado tan ocupado que ni había tenido tiempo para sentirme solo. Le decía que la echaba de menos y esperaba volver pronto a la vida urbana. Mientras escribía, me invadió una repentina lástima de mí mismo y casi sollocé ante la imagen en mi cabeza de los trenes elevados y las luces en movimiento de las marquesinas de los teatros y los sonidos que imaginé de los tranvías, e incluso los mugidos en el matadero donde me había ganado un salario, pero sólo decía que esperaba que me contestara.

Creo que los niños pensaban lo mismo de este entorno frío y rústico. Habían sido desplazados desde una distancia mayor, desde una ciudad más grande que Chicago. No podían haber pasado más frío acurrucados junto al vapor de un respiradero que ahora con las mantas hasta la barbilla. Desde el día de su llegada no se separaban nunca y, aunque Sophie no contrajo la difteria, se quedó con los dos niños en su habitación, atendiéndolos en sus ataques de tos y resuellos y durmiendo en un sillón por la noche. Fannie les preparaba gachas para desayunar y sopa para la cena, yo asumí la tarea de subirles la bandeja para conseguir que hablaran conmigo, ya que de alguna manera estábamos todos emparentados y en sus cabezas yo debía de ser un huérfano de mayor edad también acogido, como ellos, pero no hablaban mucho, sólo contestaban sí o no a mis cordiales preguntas con sus voces bajas, mirándome todo el rato con una misteriosa expectación en los ojos. Eso no me gustaba. Me constaba que hablaban entre sí sin parar. Eran niños criados en las calles que enseguida se habían hecho idea de por dónde iban los tiros. Sin ir más lejos, supieron que no les convenía acercarse a Bent cuando se emborrachaba, pero cuando estaba sobrio lo seguían a todas partes. Y un día entré en el establo para poner los arreos al caballo y los encontré husmeando por allí, así que no carecían por completo de curiosidad malsana. Luego se produjo el desagradable incidente con uno de los niños, Joseph, el más bajo y moreno: había encontrado un reloj de bolsillo y su leontina en la era y, cuando dije que era mío, él contestó que no. De quién es, pues, pregunté. Sé que no es tuyo, contestó a la vez que me lo entregaba por fin. No era prudente llevar las cosas más lejos y lo dejé correr, pero no lo olvidé.

Mamá y yo fuimos en todo momento prudentes, discretos y considerados con los sentimientos de los demás en nuestros modales y conducta, pero creo que los niños tienen un sexto sentido que les permite saber algo incluso cuando no saben expresar qué es. De niño yo debí de tenerlo, pero lo pierdes al crecer, claro está. Quizá sea un rasgo otorgado a los niños para asegurar su supervivencia hasta que llegan a adultos.

Pero yo no quería pensar lo peor. Llegué a la conclusión de que, si a mí me hubieran plantado tan lejos de mis calles, entre desconocidos con quienes se me ordenaba vivir como si fueran mi familia, en medio de esa tierra llana de vastos campos vacíos que no suscitarían en ningún pecho más que la percepción de la imperante sordera y mutismo del mundo natural, también yo me habría comportado como se comportaban esos niños.

Y, en diciembre, un día de un frío punzante, yo había ido al pueblo a recoger un paquete en la estafeta. Teníamos que pedir por correo a Chicago aquello que no podía encargarse a los comerciantes locales. El paquete había llegado, pero también una carta dirigida a mí, una carta de mi amiga Winifred Czerwinska.

La caligrafía de Winifred me arrancó una sonrisa. Las letras eran finas y exiguas y no estaban en línea recta sino que se inclinaban en dirección descendente, como si hubiese traspasado parte de su ser mortal al papel de carta. Y supe que había escrito desde la panadería, porque había azúcar en polvo en los pliegues.

Se alegraba mucho de tener noticias mías y saber dónde paraba. Pensaba que me había olvidado de ella. Decía que me echaba de menos. Decía que se aburría en su trabajo. Había ahorrado e insinuaba que de buena gana lo gastaría en algo interesante, como un billete de tren. Sentí calor en las orejas al leerlo. En mi imaginación, vi a Winifred mirarme con los ojos entornados. Casi sentí que metía la mano bajo mi camisa para notar los latidos de mi corazón, como le gustaba hacer.

Pero en la segunda página decía que tal vez me interesase conocer las noticias del viejo barrio. Iban a iniciar otra investigación, tal vez reabrirían la misma.

Tardé un momento en comprender que hablaba del doctor, el marido de mamá en Chicago. La familia del doctor había pedido que se exhumara el cadáver. Winifred se había enterado por el agente que iba llamando de puerta en puerta. La policía intentaba averiguar adónde nos habíamos ido mamá y yo.

Como yo aún no había recibido tu carta, explicaba Winifred, no tuve que mentir y decir que no sabía dónde estabas.

Volví a casa a toda prisa. ¿Por qué pensaba Winifred que habría tenido que mentir? ¿Se creía todo lo que contaban de nosotros las malas lenguas? ¿Era ella igual que todos los demás? Yo la consideraba distinta. Me sentí decepcionado y, de pronto, me enfadé mucho con Winifred.

Mamá dio una interpretación distinta a la carta. Tu señorita Czerwinska es nuestra amiga, Earle. Eso es algo superior a una amante. Si en algún momento me preocupó que su párpado caído pudieran heredarlo los niños, ahora pienso que, si se da el caso, ya lo corregiremos con cirugía.

Qué niños, pregunté.

Los niños de tu santa unión con la señorita Czerwinska, dijo mamá.

No vayan a pensarse que mamá dijo esto únicamente por alejar de mí las preocupaciones sobre el problema de Chicago. Ella ve las cosas antes de que las vean los demás. Tiene planes que se extienden en todas las direcciones del universo, la suya no es una mente a piñón fijo, la de mi tía Dora. Me ilusioné con sus designios para mí, como si los hubiera concebido yo mismo. Quizá los había concebido yo mismo en secreto, pero ella había desentrañado ese secreto y ahora daba su beneplácito, porque, desde luego, a mí me gustaba Winifred Czerwinska, cuyos labios sabían a pastas horneadas y que gozaba muchísimo cuando me la follaba. Y ahora había salido todo a la luz y mamá no sólo conocía mis sentimientos, sino que además los expresaba por mí y ya sólo quedaba anunciarle a la damisela que estábamos comprometidos.

Pensé entonces que su visita sería apropiada, sobre todo teniendo en cuenta su buena disposición a pagarse el viaje, pero mamá me dijo que no todavía. En la casa todos estaban al corriente de vuestros toqueteos y, si ella abandonara su empleo en la panadería, hiciera la maleta y se fuera a la estación del tren, incluso la policía de Chicago, por estúpida que sea, ataría cabos.

No se lo discutí, claro está, aunque, en mi opinión, la policía terminaría descubriendo nuestro paradero. Había indicios por todas partes, nada tan fácil como seguir las pistas de transferencias bancarias, la nueva dirección para el reenvío de la correspondencia y demás. Caramba, pero si incluso el cochero que nos llevó a la estación podía haber oído algún comentario sobre nosotros y también el taquillero de Union Station podía acordarse de nosotros. Siendo mamá una mujer de aspecto tan fuera de lo común, muy llamativa y regia a ojos de los hombres, sin duda sería recordada por un taquillero, que no vería a otra igual que ella más que de año en año.

Quizá pasó una semana hasta que mamá expresó una opinión sobre el problema. No puedes fiarte de nadie, dijo ella. Ha sido esa condenada hermana suya, que ni siquiera derramó una lágrima ante la tumba. Caray, pero si incluso me comentó lo afortunado que había sido el doctor de encontrarme en etapa tan tardía de su vida.

Me acuerdo, dije.

Y lo bien que yo había cuidado de él.

Cosa que era verdad, dije.

No hay rosa sin espina y la espina es siempre la familia, Earle.

El hecho de que mamá, más que preocuparse, se irritase significaba que teníamos más tiempo del que yo habría pensado. Nuestras plácidas vidas de invierno siguieron como hasta entonces, si bien, mientras yo observaba y aguardaba, ella sin duda cavilaba. Yo me contenté con aguardar, pese a lo atenta que ella se mostraba con Bent, invitándolo a cenar como si fuese no ya un empleado sino un vecino granjero. Y yo tenía que sentarme enfrente, junto a los niños, y desde allí lo veía forcejear con la cuchara de plata y sorber la sopa y lo compadecía por la patética manera en que se había alisado el pelo y remetido la camisa y por cómo escondía los dedos cuando de pronto veía la mugre bajo las uñas. Manduca buena la que se come aquí, decía en voz alta e incluso Fannie, al servir, dejaba escapar un leve gruñido, como si a pesar de no saber inglés entendiera con toda claridad lo fuera de lugar que estaba aquel hombre sentado a nuestra mesa.

En fin, el caso es que había circunstancias que yo desconocía; sin ir más lejos, que la niña, Sophie, había adoptado a Bent, o tal vez lo había convertido en una mascota como uno haría con una bestia estúpida, pero se habían hecho amigos o algo así y ella le había confiado comentarios que había oído en la casa. Tal vez si estaba convirtiendo a mamá en su mamá pensó que debía convertir en padre a ese miserable holgazán de empleado, no lo sé. Comoquiera que fuese, existía entre los dos esa alianza que me demostró que la pequeña nunca saldría de su ingrata vida en la calle como niña vagabunda. Parecía un ángel con su boquita abullonada y su cara pálida y sus ojos grises y su cabello recogido en una única y larga trenza que mamá le hacía todas las mañanas, pero tenía el oído de un murciélago y, desde el rellano de la primera planta, podía escuchar escalera abajo nuestras conversaciones privadas en el salón. Yo eso sólo lo supe más tarde, claro está. Fue mamá quien se enteró de que Bent andaba difundiendo entre sus compinches de borracheras del pueblo que madame Dora, a quien consideraban toda una dama, era su esclava amorosa y una mujer al margen de la ley en Chicago.

Mamá, dije, nunca me ha gustado ese necio, aunque me he reservado mis opiniones por el destino que tengo previsto para él, pero acepta nuestras pagas y se come nuestra comida, ¿y luego va y hace eso?

Calla, Earle, todavía no, todavía no, dijo, pero tú eres buen hijo para mí, y puedo enorgullecerme de que, aun siendo una mujer sola, he inculcado en ti el más alto sentido del honor familiar. Vio lo atribulado que estaba yo. Me abrazó. ¿No eres acaso mi caballero de la mesa redonda?, dijo. Pero no me sentí reconfortado. Me parecía que las fuerzas se concentraban lenta pero implacablemente contra nosotros del modo más amenazador. Eso no me gustaba. No me gustaba que siguiéramos adelante como si todo nos fuera de perlas, hasta el punto de ofrecer una gran fiesta de Nochebuena para las varias personas de La Ville a quienes mamá había conocido, ni que vinieran todos en sus coches bajo la luna —tan reluciente sobre las llanuras nevadas que parecía pleno día pero de color negro—: el banquero, los comerciantes, el párroco de la Primera Iglesia Metodista y otros dignatarios del mismo rango con sus esposas. El abeto en el salón se importó de Minnesota y estaba iluminado todo él con velas, y los tres niños, vestidos para la ocasión, iban de un lado a otro con tazas de ponche de huevo para los invitados allí reunidos. Yo sabía lo importante que era para mamá asentar su reputación como persona con clase que había halagado a la comunidad integrándose en ella, pero a mí toda esa gente me ponía nervioso. No me parecía prudente tener tantos coches aparcados en la era ni tantos pies pisando ruidosamente por la casa o saliendo al excusado. Todo se reducía a un problema de falta de seguridad en mí mismo, claro está, y no pocas veces mamá me había advertido de que nada había más peligroso que eso, porque se traslucía en la cara y en el aspecto físico como señal de una mala acción o, al menos, de indefensión, lo que equivalía a lo mismo, pero yo no podía evitarlo. Me acordé del reloj de bolsillo que el pequeño llorica de Joseph había encontrado y sostenido en alto ante mí, oscilando en el extremo de la leontina. A veces yo cometía errores, era humano, y a saber qué otros errores habrían quedado por ahí para que alguien los descubriera y esgrimiera contra mí.

Pero en ese momento mamá me miró por encima de las cabezas de sus invitados. La institutriz de los niños había traído su armonio y nos reunimos todos alrededor de la chimenea para cantar unos villancicos. Animado por la mirada de mamá, fui yo quien cantó más alto. Tengo una buena voz de tenor y la elevé hacia las alturas para que las cabezas se volvieran hacia mí y los vecinos de La Ville sonrieran. Imaginé que adornaban los pasillos tantas ramas de acebo que habría yesca y broza suficientes para prender fuego a toda la casa.

Poco después de Año Nuevo apareció un hombre ante nuestra puerta, otro sueco, con su maletín Gladstone en la mano. No habíamos puesto el anuncio «Se busca» en todo el invierno y mamá no tenía intención de recibirlo, pero el individuo era hermano de uno de quienes habían respondido al anuncio el otoño anterior. Dio su nombre, Henry Lundgren, y dijo que no se tenía noticia de su hermano, Per Lundgren, desde que se marchó de Wisconsin para estudiar las perspectivas de aquí.

Mamá lo invitó a pasar y le ofreció asiento y pidió a Fannie que sirviera té. En cuanto lo miré, recordé al hermano. Per Lundgren había entrado directamente en materia. No se sonrojó ni mostró timidez alguna en presencia de mamá ni se la comió con los ojos. En lugar de eso, hizo preguntas sensatas. También había eludido la conversación acerca de sus propias circunstancias, sus lazos familiares y demás, asuntos que mamá sacaba a colación a fin de saber a quién habían dejado en casa y quién podía estar esperándolos. La mayoría de los inmigrantes, si tenían familia, la tenían aún en su país de origen, pero había que asegurarse. Per Lundgren era parco en palabras, pero sí reconoció que era soltero y, por tanto, decidimos seguir adelante.

Y ahora allí estaba Henry, el hermano a quien en ningún momento había mencionado, sentado rígidamente en el sillón de orejas, con los brazos cruzados y expresión de agravio en la cara. Los dos tenían la misma tez pálida rojiza, con una mandíbula alargada y el pelo rubio ralo, ojos muy claros de mirada triste con pestañas rubias. Yo habría dicho que Henry era un par de años más joven, pero resultó tan listo como Per, quizá más aún. No pareció tan convencido de la sinceridad de las manifestaciones de preocupación de mamá como a mí me habría gustado. Dijo que su hermano había iniciado el viaje a La Ville con la intención de realizar después más altos en el camino relacionados con otros posibles negocios, una granja a unos treinta kilómetros de la nuestra y otra en Indiana. Henry había viajado a dichos lugares y era así como había descubierto que su hermano no había llegado a esas citas. Dijo que Per había partido con algo más de dos mil dólares guardados en el cinturón portadinero.

Cielos, eso sí que es dinero, dijo mamá.

Los ahorros de los dos, dijo Henry. Viene aquí a ver su granja. Tengo el anuncio, dijo, sacando un recorte de periódico del bolsillo. Este es el primer sitio que vino a ver.

No sabría decirle si llegó aquí, dijo mamá. Hubo muchos interesados.

Llegó, afirmó Henry Lundgren. Llegó la noche anterior para ser puntual a la mañana siguiente. Así es mi hermano. Para él eso es importante, aunque cueste dinero. Durmió en el Hotel de La Ville.

¿Y eso usted cómo lo sabe?, preguntó mamá.

Lo sé por el registro de huéspedes del hotel de La Ville donde he visto su firma, dijo Henry Lundgren.

Mamá dijo: Bien, Earle, tenemos mucho más trabajo pendiente antes de marcharnos de aquí.

¿Nos vamos?

¿Hoy qué es? Lunes. Quiero estar en camino el jueves como muy tarde. En lo relativo al asunto de la investigación allá en Chicago, podemos estar tranquilos al menos hasta la primavera. Este asunto del hermano precipita un poco las cosas.

Yo ya estoy listo para marcharme.

Ya lo sé. No te ha gustado la vida de granjero, ¿verdad? Si ese sueco nos hubiera dicho que tenía un hermano, no estaría donde ahora está. Se pasó de listo. ¿Dónde está Bent?

Mamá salió a la era. Bent estaba en la esquina del granero abriendo un agujero en la nieve con su orina. Ella le ordenó que cogiera el coche y fuera a La Ville y cargara con media docena de latas de queroseno de cuatro litros en la tienda del pueblo. Debía dejarlas a cuenta.

Pensé que aún nos quedaba una cantidad considerable de nuestra provisión de queroseno para el invierno. No dije nada. Mamá se había puesto en acción y yo sabía por experiencia que todo se aclararía a su debido tiempo.

Y ya tarde, esa misma noche, cuando yo estaba en el sótano, me avisó desde lo alto de la escalera de que Bent iba a bajar para echar una mano.

No necesito ayuda, gracias, tía Dora, dije, tan atónito que se me secó la garganta.

Tras lo cual los dos bajaron ruidosamente por la escalera y se acercaron al cubo de las patatas, donde yo estaba trabajando. Bent, como siempre, me sonreía con aquella mueca dentona suya para recordarme que él tenía ciertos privilegios.

Enséñaselo, me dijo mamá. Adelante, no pasa nada, me aseguró.

Y eso hice, se lo enseñé. Le enseñé algo que tenía a mano. Abrí la boca del saco de arpillera y él miró dentro.

La sonrisa del necio se esfumó, la cara sin afeitar palideció y empezó a respirar por la boca. Jadeó, no podía respirar, un débil chillido escapó de él y me miró, allí, yo con mi delantal de goma, y las rodillas le flaquearon y se desplomó sin conocimiento.

Mamá y yo nos quedamos de pie junto a él. Ahora ya lo sabe, dije. Lo contará.

Es posible, dijo mamá, pero no lo creo. Ahora es uno de los nuestros. Acabamos de convertirlo en cómplice.

¿Cómplice?

Una vez consumado el hecho, pero será algo más que eso cuando yo acabe con él, dijo ella.

Le echamos agua encima y lo pusimos en pie. Mamá lo subió a la cocina y le dio un par de tragos rápidos. Bent estaba totalmente intimidado y, cuando subí y le dije que me siguiera, se levantó de un salto de la silla como si le hubieran pegado un tiro. Le entregué el saco de arpillera. Para alguien como él, tampoco pesaba tanto. Lo sostuvo con una sola mano, extendiendo el brazo al frente como si mordiera. Lo guie hasta el viejo pozo seco situado detrás de la casa, donde lo echó al lodo. Vertí la cal viva encima y después dejamos caer unas cuantas piedras grandes y volvimos a clavar la tapa del pozo y Bent no pronunció una sola palabra sino que se quedó allí tembloroso, esperando que yo le dijera qué hacer a continuación.

Mamá había pensado en todo. Había pagado la granja al contado pero en algún momento había conseguido que el banco de La Ville le concediera una hipoteca y, por tanto, cuando la casa ardió, el dinero era del banco. Había estado retirando cantidades de la cuenta todo el invierno y, ahora que cerrábamos el tenderete, me mencionó por primera vez la suma real a que ascendía nuestra fortuna. Me conmovió mucho su muestra de confianza, como si fuera su socio.

Pero en realidad fueron los pequeños detalles los que demostraron su genialidad. Por ejemplo, se había fijado de inmediato en que el hermano inquisitivo, Henry, era de estatura no mucho mayor que la mía, del mismo modo que con Fanny el ama de llaves había contratado a una mujer de contornos similares a los suyos. Entre tanto, siguiendo sus instrucciones, yo me estaba dejando crecer la barba. Y, al final, antes de ordenar a Bent que subiera y bajara por la escalera derramando queroseno por todas las habitaciones, se aseguró de que estuviera bien borracho. Terminaría durmiendo en el establo y allí es donde lo encontraron abrazado a una lata vacía de queroseno como quien se abraza a un amante.

El plan era que yo me retrasara unos días sólo para saber qué ocurría. Hemos organizado algo prodigioso que pasará a los anales de la historia, dijo mamá. Pero eso significa que toda clase de gente acudirá aquí en tropel y nunca se sabe cuándo surgirá lo imprevisto. Todo irá bien, por supuesto, pero si hay algo más que hacer, tú ya te darás cuenta.

Sí, tía Dora.

Eso de tía Dora era sólo para aquí, Earle.

Sí, mamá.

Además, aunque no fuese necesario observar qué ocurre, igualmente tendrías que esperar a la señorita Czerwinska.

Ahí es donde no entendí su razonamiento. Lo único malo de todo esto es que Winifred leería la noticia en los diarios de Chicago. No había forma segura de ponerme en contacto con ella ahora que yo estaba muerto. Era el fin, pues, aquello se había acabado. Pero mamá había dicho que no era necesario ponerse en contacto con Winifred. Ese comentario me enfureció.

Dijiste que te caía bien, recordé.

Y es verdad, dijo mamá.

Según tú, era amiga nuestra, dije.

Y lo es.

Ya sé que no hay remedio, pero yo quería casarme con Winifred Czerwinska. Qué puede hacer ella ahora aparte de secarse las lágrimas y, quizá, poner una vela por mí y salir a buscar otro novio.

Ay, Earle, qué poco sabes del corazón de una mujer.

En todo caso, me atuve al plan de quedarme allí un tiempo, cosa que tampoco fue muy difícil con la oscura barba de varios días, un sombrero distinto y un abrigo largo. Había tal gentío que nadie se habría fijado en nada que no fuera lo que había ido a ver, tal era la fiebre que se había apoderado de aquellas almas. Todo el mundo recorría el camino en procesión para ver la tragedia. Iban andando, en sus coches de caballos y sobre carromatos —la gente pagaba por cualquier vehículo con ruedas que la llevara hasta allí desde el pueblo— y, después de salir la noticia en los periódicos, acudían no sólo de La Ville y las granjas vecinas sino también de fuera del estado con sus automóviles y en tren desde Indianápolis y Chicago. Y con el gentío llegaron los mercachifles para vender bocadillos y café caliente, buhoneros con globos y banderines y molinetes para los niños. Alguien había sacado fotos a los esqueletos tendidos en sus sacos de arpillera y las había impreso en forma de postales para enviar por correo que se vendían como rosquillas.

Inducida por los restos chamuscados aparecidos en el sótano, la policía decidió mirar en el pozo y luego excavar el gallinero y el suelo del establo. Habían llevado un bote de remos para dragar el abrevadero. Fueron francamente concienzudos. Hacían un descubrimiento tras otro y disponían lo que hallaban en ordenadas hileras dentro del granero. Habían llamado al sheriff del condado y sus hombres para que ayudaran a contener al gentío y así consiguieron cierto orden, obligando al público a ponerse en fila para que pasara por turno ante las puertas abiertas del granero. Fue la única solución que encontró la policía para evitar altercados, pero incluso así los mirones recorrían todo el camino hasta el final de la cola para incorporarse de nuevo a la procesión: fueron los dos cadáveres decapitados de Madame Dora y su sobrino los que más atención atrajeron, amén de, claro está, los bultos envueltos de los pequeños.

Esta multitud emanaba tal calor que la nieve del camino se fundió y, en la era y detrás de la casa, también en los campos donde las furgonetas y automóviles estaban aparcados, todo se había convertido en barro, de modo que parecía que hasta la estación se hubiese transformado. Yo me limité a quedarme allí mirando y tomando nota de todo y fue asombroso ver a tanta gente con ese feliz sentimiento de primavera, como si una población de criaturas se hubiese formado a partir del barro especialmente para la ocasión. Eso no mejoró el olor, pero daba la impresión de que nadie lo advertía. La visión de la casa me apenó, una estructura en ruinas, humeante, a través de la cual se veía el cielo. Yo le había cogido apego a esa casa. Un fragmento del suelo colgaba de la segunda planta, allí donde antes estaba mi habitación. No vi con buenos ojos que la gente desprendiera ladrillos sueltos para llevárselos de recuerdo. Todo eran risas y griterío, pero yo no dije nada, claro está. De hecho, pude hurgar entre los escombros sin llamar la atención y encontré algo: la jeringuilla… Y mamá, yo lo sabía, me agradecería que la hubiese recuperado.

Oí a hurtadillas alguna que otra conversación sobre mamá. En esencia decían: ¡Qué final tan atroz para dama tan refinada y cariñosa con los niños! Pensé que, con el paso del tiempo, en la historia de nuestra vida en La Ville yo no sería recordado con gran claridad. Mamá alcanzaría fama en la prensa como víctima trágica llorada por sus buenas obras, en tanto que yo constaría sólo como un sobrino muerto. Aun si el pasado al final podía más que su reputación y la difamaban como viuda sospechosa de varios maridos con seguros de vida, yo quedaría igualmente en la sombra. A mí esto se me antojaba un desenlace injusto teniendo en cuenta mi aportación y, por un momento, no pude evitar cierto resentimiento. Quién iba yo a ser en la vida ahora que estaba muerto y ni siquiera tenía allí a Winifred Czerwinska para abrirse de piernas ante mí.

Por la noche, en el pueblo, rodeé la cárcel hasta la ventana de la celda que ocupaba Bent y me subí a una caja y lo llamé en voz baja y, cuando su cara legañosa asomó, me agaché a un lado donde no me viera y susurré estas palabras: «Ahora lo has visto todo, Bent. Ahora lo has visto todo».

Me quedé en el pueblo para esperar todos los trenes que llegaban de Chicago. Podía hacerlo sin temor, tal era allí el denso tráfico, tales los remolinos de gente que, en su excitación y entusiasmo, no reparaba en alguien que permanecía de pie en silencio en un portal o sentado en el bordillo de la callejuela que había detrás de la estación. Y, como mamá me dijo, yo no sabía nada del corazón de una mujer, porque de repente allí estaba Winifred Czerwinska apeándose del vagón, maleta en mano. Por un momento la perdí de vista en medio del vapor que la locomotora expulsaba sobre el andén, pero allí reapareció después, con su abrigo oscuro y un sombrerito y la expresión más melancólica que he visto jamás en un ser humano. No me acerqué hasta que todos los demás se habían dispersado. Dios mío, qué apenada se la veía allí sola en el andén, con su maleta y unas grandes lágrimas resbalándole por la cara. Era obvio que no sabía qué hacer a continuación, ni adónde ir ni a quién dirigirse. Así que no había podido contenerse al oír la horrenda noticia… ¿y acaso no se desprendía de eso que, si se sentía atraída por mí en la muerte, me amaba de verdad en la vida? Viéndola allí, tan menuda y corriente en su apariencia, me maravilló que sólo yo supiera que bajo aquella ropa y dentro de su pequeña caja torácica latía el corazón de una gran amante.

La cosa es que hubo uno o dos malos momentos. Tuve que ayudarla a sentarse. Estoy aquí, Winifred. No pasa nada, le repetí una y otra vez y rodeé con mis brazos su cuerpo trémulo, sollozante y convulso.

Quería que los dos siguiéramos a mamá a California, compréndanlo. Pensé que, una vez dadas todas las explicaciones, Winifred aceptaría el papel de cómplice.