Una pareja de escritores, De Raymond Chandler
1
Por muy borracho que hubiera estado la noche anterior, Hank Bruton siempre se levantaba muy temprano y caminaba descalzo por la casa, esperando a que estuviera hecho el café. Cerraba la puerta de la habitación de Marion, estirando un dedo para frenar el borde cuando este llegaba al marco y soltando el tirador con mucha delicadeza para que no hiciera ruido. Le parecía muy extraño poder hacer eso, y que las manos se mantuvieran perfectamente firmes cuando los músculos de las piernas y los muslos no paraban de temblar, y los dientes no dejaban de rechinar, y sentía aquella desagradable sensación en el hueco del estómago. Parecía no afectar en absoluto a sus manos, una idiosincrasia que resultaba curiosa y conveniente, así que, qué demonios.
Mientras se hacía el café y la casa permanecía en silencio, sin que afuera se oyera ningún ruido entre los árboles, con excepción del canto ocasional de algún pájaro lejano y el aún más lejano rumor del río, él salía y se quedaba junto a la puerta de rejilla mirando a Febo, el gatazo pelirrojo que se sentaba en el porche vigilando la puerta. Febo sabía que aún no era hora de comer y que Hank no le dejaría entrar, y probablemente sabía por qué: si entrara empezaría a maullar, y era capaz de maullar como la sirena de un tren, lo cual echaría a perder el sueño matutino de Marion. No es que a Hank Bruton le importara un pimiento su sueño matutino. Lo que le gustaba era disponer de las primeras horas de la mañana para él solo, en silencio, sin voces… en especial sin la voz de Marion.
Bajó la mirada hacia el gato y Febo bostezó, dejando escapar una nota triste, no demasiado fuerte, solo lo suficiente para dejar claro que a él no le engañaban.
—Cállate —dijo Hank.
Febo se volvió a sentar, levantó una de las patas traseras y se enfrascó en la limpieza de su piel. A mitad de la tarea se interrumpió, con la pata estirada hacia arriba, y miró a Hank de un modo deliberadamente insultante.
—Un truco muy visto —dijo Hank—. Los gatos llevan diez mil años haciéndolo.
Aun así, resultaba eficaz. Quizá tengas que ser absolutamente desvergonzado para ser un buen cómico. Era una idea. Quizá debería anotarla. ¿Y para qué? Si se le había ocurrido a Hank Bruton, algún otro ya lo habría pensado antes. Retiró la cafetera de la rejilla de amianto y esperó a que silbara. Luego se sirvió una taza y añadió un poco de agua fría antes de bebérsela. En la siguiente taza añadió nata y azúcar, y la sorbió poco a poco. La sensación nerviosa del estómago se alivió, pero los músculos de las piernas aún le seguían atormentando.
Puso al mínimo la llama bajo la rejilla de amianto y volvió a colocar encima la cafetera. Salió de la casa por la puerta delantera y caminó descalzo, bajando del porche de madera y andando de lado por la hierba mojada de rocío. Era una casa vieja, sin distinción, pero tenía mucha hierba alrededor que había que cortar, y un montón de pinos no muy grandes alrededor de la hierba, excepto por el lado que bajaba al río. No era gran cosa como casa y estaba condenadamente lejos de cualquier parte, pero por treinta y cinco dólares al mes era una ganga. Más valía que se aferraran a ella. Si alguna vez tenían que quedarse en algún sitio, mejor que fuera aquí.
Por encima de las copas de los pinos se veía el semicírculo de colinas bajas con niebla a mitad de las laderas. El sol se ocuparía de aquello enseguida. El aire era fresco, pero con un frescor suave, no penetrante. Era un sitio bastante bueno para vivir, pensó Hank. Estupendamente bueno para una pareja de pretendidos escritores que, en lo que a talento se refería, eran un par de muertos de hambre. Un hombre tendría que ser capaz de vivir allí sin emborracharse cada noche. Probablemente, un hombre sería capaz. Pero probablemente un hombre no estaría allí, para empezar. Durante la bajada al río intentó recordar algo anormal que había ocurrido anoche. No pudo acordarse, pero tenía la vaga sensación de que se había producido alguna especie de crisis. Seguramente habría dicho algo acerca del segundo acto de Marion, pero no podía recordar qué. No debió de ser halagador. Pero ¿de qué servía mostrarse hipócrita respecto a su maldita obra? Andarse por las ramas no la haría mejor. Decirle que era buena cuando no lo era no la ayudaría a avanzar. Los escritores tienen que mirarse directamente a los ojos y, si no ven nada, eso es lo que tienen que decir.
Se detuvo y se frotó el hueco del estómago. Ahora podía ver entre los árboles el agua de color gris acerado, y le gustó verla así. Se estremeció un poco, sabiendo lo fría que iba a estar, y también que eso era lo que le gustaba. Era criminal durante unos pocos segundos, pero no te mataba, y luego te sentías de maravilla, aunque no por mucho tiempo.
Llegó a la orilla, dejó en el suelo la toalla y el par de zapatillas que llevaba, y se quitó la camisa. Allí abajo todo era soledad. El leve rumor del agua era el sonido más solitario del mundo. Como siempre, deseó tener un perro que correteara ladrando entre sus piernas y que se bañara con él, pero no se podía tener un perro estando Febo, que era demasiado viejo y demasiado duro para tolerar a uno. O bien se libraba del perro, o este le pillaba desprevenido y le rompía el cuello. En cualquier caso, tendría que ser un perro muy raro el que se metiera en aquella agua helada. Hank tendría que tirarlo. Y el perro se asustaría, y tendría problemas con la corriente, y Hank tendría que sacarlo. Había ocasiones en las que a él mismo le costaba salir.
Se quitó los pantalones y se metió de golpe en el agua, mirando corriente arriba. La mano de un gigante furioso le agarró el pecho y le hizo soltar todo el aire. Otra mano de gigante tiró de sus piernas hacia donde no debía, y se encontró nadando río abajo en lugar de río arriba, sin aliento y tratando de gritar, pero sin poder emitir ni un sonido. Moviéndose con furia, consiguió darse la vuelta, y al cabo de un momento se encontraba a la par con la corriente; y luego, poniendo en ello todas sus fuerzas, empezó a ganar un poco de terreno. Llegó a la orilla, aunque no consiguió alcanzar el sitio preciso por donde se había metido. Llevaba un año sin conseguirlo. Debía de ser por el whisky. En fin, no parecía un precio demasiado elevado. Y si alguna mañana fracasaba por completo y se dejaba arrastrar bajo el agua y se golpeaba con una piedra y se ahogaba…
—Mira —dijo en voz alta, todavía un poco jadeante—, no empecemos así el día. De ninguna manera.
Caminó con cuidado a lo largo de la accidentada orilla y recogió su toalla; se frotó la piel con violencia hasta que entró en calor y empezó a sentirse relajado. Los gusanos de las piernas habían desaparecido. El plexo solar estaba tan quieto como un flan.
Se vistió, se puso las zapatillas y emprendió el regreso cuesta arriba. A mitad del camino se puso a silbar un fragmento de alguna pieza sinfónica. Luego trató de recordar cuál era, y cuando se acordó se puso a pensar en el compositor, la vida que había llevado, las luchas, la miseria, y ahora estaba muerto y podrido, como tantos hombres que Hank Bruton había conocido en el ejército.
Típico de un mal escritor, pensó. En vez de la cosa en sí, la emoción barata que la acompaña.
2
Febo seguía en el porche trasero, pero ahora estaba maullando como un poseso, y eso significaba que Marion se había levantado. Estaba en la cocina, vestida de calle y con una bata de color cobrizo encima.
—¿Por qué no has esperado a que yo volviera? —dijo Hank—. Te habría subido el café.
Ella no le respondió ni le miró directamente. Se quedó mirando a un rincón, como si viera allí una telaraña.
—¿Ha estado bien el baño? —preguntó con aire ausente.
—Perfecto. Pero está la mar de frío el riachuelo este.
—Qué bien —dijo Marion—. Maravilloso. Perfecto. Asombrosa recuperación. Aunque al cabo de algún tiempo se hace bastante monótono. ¿Te gustaría darle de comer al maldito gato?
—¡Caramba!, ¡qué oigo! —dijo Hank—. ¿Cómo ha llegado el pobre Febo a ser un maldito gato? Creía que era el amo aquí. Teniendo en cuenta que no se entrompa.
—«Dijo él con una sonrisa triunfal» —se burló Marion.
Hank la miró pensativo. Tenía el cabello negro y corto, muy pegado a la cabeza. Sus ojos eran azules, pero de un azul mucho más oscuro que los de Hank. Tenía una boca pequeña y primorosa, que a Hank le había parecido provocativa antes de llegar a considerarla petulante. Era una muchacha muy bien formada y bien compuesta, tirando a frágil. La fragilidad de una cabra de montaña, pensó Hank. «Soy del tipo de Dorothy Parker, pero sin su ingenio», había dicho ella cuando se conocieron. A él, aquello le había parecido encantador. Ninguno de los dos se daba cuenta de que era verdad.
Hank abrió la puerta de rejilla y Febo entró haciendo trizas la atmósfera con sus aullidos selváticos. Hank abrió una lata de comida de gato, la vació en un plato y lo puso delante del fregadero. Sin decir una palabra, Marion dejó su taza de café, cogió el plato y quitó la mitad de la comida de gato. Abrió la puerta de rejilla y dejó el plato fuera. Febo se lanzó sobre el plato como un futbolista que recibe un pase adelantado. Marion dejó que la puerta se cerrara de golpe.
—Muy bien —dijo Hank—. Lo tendré presente la próxima vez.
—La próxima vez puedes darle de comer como quieras —replicó Marion—. Yo no estaré aquí.
—Ya veo —dijo Hank despacio—. ¿Tan mal estuve?
—No peor que de costumbre —respondió ella—. Y gracias por no decir «¿otra vez?». La última vez que me marché… —se interrumpió con la voz un poco temblorosa. Hank inició un movimiento hacia ella, pero ella se recuperó al instante—. Puedes prepararte algo de desayuno. Yo tengo que terminar el equipaje. Lo dejé casi todo listo anoche.
—Deberíamos hablar sobre esto —dijo Hank con suavidad.
Ella se dio la vuelta en el umbral de la puerta.
—Oh, claro. —Ahora su voz era tan dura como el tacón de una bota—. Podemos dedicarle al tema diez fascinantes minutos, si te das prisa.
Salió y sus pasos resonaron escaleras arriba.
—«Dijo ella, volviéndose en el umbral de la puerta» —murmuró Hank mirándola marchar.
Se dio la vuelta bruscamente y salió de la casa. Febo estaba husmeando en torno al borde del plato, en busca de la comida que había tirado. Hank se agachó y le ayudó a recoger la comida caída. Rascó la vieja y dura cabeza del gato, y Febo dejó de comer y esperó rígido a que Hank retirara la mano. Hasta que lo hizo no volvió a la comida.
Hank abrió de golpe las puertas plegables del garaje y revisó los neumáticos del Ford. Estaban gastados, pero aún les quedaba aire. El coche estaba bastante sucio. Soy un escritor, pensó Hank, no tengo tiempo para trabajos serviles. Rodeó la parte delantera del coche para pasar al rincón oscuro donde guardaban un montón de sacos. Debajo de los sacos había una damajuana de whisky de maíz. Hank aflojó el grueso corcho que tapaba el cuello y levantó el pesado recipiente con el antebrazo, al estilo clásico. Lo mantuvo en alto con la pose de un levantador de pesos. Luego bebió un largo trago, bajó la damajuana, le puso el corcho y la colocó de nuevo bajo los sacos.
No lo necesito para nada, se dijo, y casi llegó a creérselo. Pero para ella será una satisfacción notarme el olor. Marion es una chica que necesita tener razón.
Estaba de pie en medio del cuarto de estar cuando ella bajó las escaleras. Tenía un cigarrillo en la boca. Parecía muy tranquila. Parecía incluso competente, pero los muebles del cuarto de estar no se mostraron de acuerdo con este diagnóstico. Se quedaron de pie, mirándose el uno al otro, mientras Hank llenaba una pipa y la encendía.
—¿Has tomado un trago de la garrafa? —preguntó Marion con suavidad.
Él asintió y encendió la pipa. Sus ojos volvieron a encontrarse en medio del espacio inmóvil. Marion se sentó despacio en el brazo de un banco de mimbre, que crujió un poco. Fuera de la casa se oyó una repentina algarabía de cantos de pájaros, y después un chirrido indignado que debía de ser obra de Febo, dándose una vuelta matutina alrededor de los nidos.
—El coche está bien —dijo Hank—. ¿Quieres coger el de las diez y cinco?
—Diez y once —corrigió Marion—. Sí, quiero coger ese. Sería tonto decir que lo siento. No lo siento. Cuanto más me aleje de aquí, mejor estaré. Cada kilómetro será una bendición.
Hank la miró con los ojos en blanco.
—No quiero nada de esta porquería —dijo Marion, mirando los muebles anticuados y de segunda mano que a duras penas habían podido pagar—. No quiero nada de esta casa. Excepto mi ropa. Mi ropa y me largo.
Sus ojos se dirigieron a la mesa de trabajo del rincón, un enorme armatoste de madera con estacas de cinco por diez centímetros como patas y una arpillera clavada sobre las tablas sin lijar que formaban el tablero. Miró la vieja Underwood, y los papeles sueltos, y los lápices, y la caja de color crema con letras rojas que contenía el resultado de los esfuerzos de Hank con su novela.
—Y, sobre todo, no quiero eso —dijo Marion señalando la mesa—. Estás colgado de eso. Cuando termines el libro, puedes poner una foto de ese elegante ejemplar de Chippendale Neandertal en la solapa, en lugar de tu foto. Porque para entonces no serás nada fotogénico, a menos que puedan fotografiar tu aliento. Si lo lograran, eso sí que tendría verdadera presencia. —Se pasó rápidamente la mano por la frente—. Otra vez vuelvo a hablar como un maldito escritor —murmuró, haciendo un gesto que podría haber indicado desesperación si no hubiera sido tan deliberado.
—Podría dejar de beber whisky —dijo Hank muy despacio, a través de una bocanada de humo.
Ella le miró con sonrisa tensa.
—¡Claro! Y después, ¿qué? No eres un hombre. Eres un ejemplar físicamente perfecto de eunuco alcohólico. Eres un zombi en plena forma. Eres un cadáver con la tensión arterial absolutamente normal.
—Deberías escribir eso —dijo Hank.
—No te preocupes, lo haré. —Ahora tenía la mirada dura y brillante. Ya no parecía quedar nada de azul en sus ojos—. Y por amor de Dios, no te preocupes por mí. Conseguiré trabajo. Publicidad, prensa, qué demonios, siempre encontraré un trabajo. Hasta puede que escriba esa obra que creí que podría escribir aquí, en estos hermosos bosques, en un entorno maravillosamente tranquilo, sin nada que te distraiga salvo el suave y constante gorgoteo de una botella de whisky.
—Es una mierda —dijo Hank.
Ella le miró con los ojos en llamas.
—¿El qué?
—El diálogo. Y además es demasiado largo —dijo Hank—. Y los actores ya no hablan al público. Hablan entre ellos.
—Te estoy hablando a ti —replicó Marion.
—En realidad, no —dijo Hank—. En realidad, no.
Ella se encogió de hombros. Hank no estaba muy seguro de que ella entendiera lo que le estaba diciendo, de que entendiera que le estaba diciendo indirectamente, como tantas otras veces, que las parrafadas literarias ya no sirven para el teatro. Al menos, para el teatro que se lleva a escena.
—Nadie podría escribir una obra aquí —dijo Marion—. Ni siquiera Eugene O’Neill. Ni siquiera Tennessee Williams. Ni siquiera Sardou. Nómbrame alguien capaz de escribir una obra aquí. El que sea. Dime el nombre y te demostraré que mientes.
Hank miró su reloj de pulsera.
—No te casaste conmigo para escribir una obra de teatro —dijo con suavidad—. Ni yo contigo para escribir una novela. Y por entonces tú también empinabas el codo de lo lindo, ¿recuerdas? Hubo una noche en que perdiste el conocimiento y tuve que desnudarte y meterte en la cama.
—¿Tuviste que hacerlo?
—Está bien —dijo Hank—. Quise hacerlo.
—Entonces me parecías un buen camarada, ¿no es cierto? —El recuerdo romántico, si es que se trataba de eso, no la había impresionado más de lo que una pisada impresiona al suelo—. Tenías ingenio, e imaginación, y una especie de alegría aventurera. Pero entonces no tenía que contemplarte sumiéndote en el estupor, ni quedarme despierta toda la noche escuchándote roncar hasta tirar la casa. —Casi se quedó sin aliento en la voz—. Y lo peor de todo, o casi lo peor…
—Somos escritores, tenemos que calificarlo todo —murmuró Hank para su pipa.
—… es que ni siquiera estás irritable por las mañanas. No te despiertas con los ojos vidriosos y la cabeza como un tambor. Te limitas a sonreír y continúas la tarea donde la habías dejado, lo cual te identifica como el perfecto borracho perenne, nacido para los vapores del alcohol, que vive entre ellos como la salamandra vive en el fuego.
—Quizá deberías escribir tú la novela y yo la obra teatral —dijo Hank.
La voz de ella adquirió tonos de histeria.
—¿Sabes lo que les ocurre a los hombres como tú? Un buen día se caen en pedazos, como si les hubiera acertado un obús. Durante años y años no se advierte prácticamente ninguna señal de degeneración. Se emborrachan todas las noches y por la mañana empiezan otra vez a emborracharse. Se sienten de maravilla. No les afecta. Y de pronto llega ese día en el que ocurre de golpe todo lo que a una persona normal le va ocurriendo poco a poco, a lo largo de meses y años, en pasos razonables y plazos razonables. En un momento dado pareces un hombre saludable y, al minuto siguiente, pareces un horror consumido que rezuma whisky. ¿Crees que voy a esperar hasta entonces?
Él se encogió de hombros, pero no respondió. Lo que ella le decía no parecía significar nada para él, como si no se lo hubieran dicho. Era como un rumor monótono en la oscuridad, al otro lado de los árboles, pronunciado por un desconocido invisible al que nunca llegaría a ver. Volvió a consultar el reloj de pulsera, mientras ella aplastaba su cigarrillo y se ponía en pie.
—Sacaré el coche —dijo Hank, y salió de la habitación.
Ella ya había dicho todo su parlamento, que era lo principal. Se había quedado despierta toda la noche inventándolo, poniéndolo en palabras, ensayándolo y probándolo en silencio, y ahora lo había pronunciado y la escena había concluido. Le pareció que podría haber quedado un poco mejor si hubiera sido más corto, pero qué demonios, no eran más que una pareja de escritores.
3
Le pegó otro viaje a la damajuana antes de sacar el Ford marcha atrás. Cuando lo llevó a la puerta de la casa, Marion se encontraba en una esquina del porche mirando por encima de los árboles. El sol daba en las laderas de las colinas y la niebla había desaparecido. Pero en aquellas alturas todavía hacía un poco de frío. Marion llevaba sobre sus oscuros cabellos un sombrerito que le sentaba mal y sus labios aferraban un cigarrillo, como unos alicates sujetando un tornillo. Hank entró en la casa sin dirigirle la palabra. En el piso de arriba estaban las dos maletas, el neceser, la sombrerera y el baulito verde con esquinas redondeadas de latón. Lo bajó todo y lo amontonó en la trasera del coche. Marion ya había ocupado el asiento.
Hank se sentó junto a ella, puso el motor en marcha y descendieron por el camino de grava hasta la sucia carretera que seguía las curvas del río durante nueve kilómetros para luego desviarse ladera abajo hasta el pueblecito por el que pasaba el ferrocarril. Marion miró con atención el río y dijo:
—Te gusta pelear con ese río, ¿verdad? ¿Es peligroso?
—No, si tienes el corazón en forma.
—¿Por qué no luchas por algo que valga la pena?
—Oh, Dios mío —dijo Hank.
Marion le miró un momento y después se quedó mirando hacia delante, a través del polvoriento parabrisas.
—En un año habré olvidado que existías —dijo—. Es un poco triste. Pero ¿cuánta vida pretenden chuparles a las mujeres los hombres que son como tú?
Se atragantó. Hank estiró el brazo y le palmeó el hombro.
—Tómatelo con calma —dijo—. Algún día lo pondrás todo en un libro.
—Ni siquiera sé adónde ir —sollozó ella.
Él volvió a palmearle el hombro y esta vez no dijo nada. Ninguno de los dos habló hasta que llegaron a la estación. Hank descargó el equipaje y lo colocó junto a las vías. Quiso facturar el baúl, pero Marion dijo que lo haría ella misma.
—Bueno, me sentaré en el coche hasta que te vayas —dijo Hank.
Le dio un apretón en el brazo y ella dio media vuelta y se alejó de él. Se quedó bastante tiempo sentado en el coche hasta que llegó el tren. Empezó a tener ganas de echar un trago. Pensó que Marion lo miraría y, por lo menos, le diría adiós con la mano al subir al tren. Pero no lo hizo. No tenía que haber esperado. Podría haber vuelto a casa y cogido la garrafa hacía un buen rato. Era un gesto vacío, aquello de esperar. Peor aún, ni siquiera tenía estilo. Contempló sin mover un músculo cómo el tren se perdía de vista. También aquello resultaba inútil y sin estilo.
4
Cuando regresó a la casa, el sol ya calentaba y la débil brisa que agitaba la hierba también era cálida. Los árboles susurraban, hablándole a él, diciéndole que era un hermoso día. Entró despacio en la casa y se quedó de pie, esperando que el silencio lo abrumara. Pero la casa no parecía más vacía que antes. Una mosca zumbó y un pájaro hizo ruido en un árbol. Miró por la ventana para ver qué clase de pájaro era. Era escritor y tenía que enterarse, pero ni vio al pájaro ni le importó un pepino.
—Si al menos tuviera un perro —dijo en voz alta, aguardando a que resonara el lúgubre eco.
Se acercó a la maciza mesa de trabajo, destapó la caja y leyó la hoja de encima de su manuscrito, sin sacarlo de la caja.
—Pastiche —dijo en tono fúnebre—. Todo lo que escribo suena como algo desechado por un auténtico escritor.
Salió de la casa para meter de nuevo el coche en el garaje, por la única razón de que allí estaba la garrafa de whisky. Llevó la damajuana a la casa y la colocó sobre la mesa de trabajo. Buscó un vaso y lo puso junto a la garrafa. Luego se sentó y se quedó mirando la garrafa. Estaba a su disposición, y quizá por eso no le apetecía en aquel preciso instante. Se sentía vacío, pero no con la clase de vacío que la bebida puede llenar.
Ni siquiera estoy enamorado de ella, pensó. Ni ella de mí. No hay tragedia, ni verdadera pena, solo un vacío plano. El vacío de un escritor al que no se le ocurre nada que escribir, y se trata de uno bien doloroso, pero por alguna razón no llega a ser como la tragedia. Jesús, somos la gente más inútil del mundo. Y debemos de ser un buen montón, todos solitarios, todos vacíos, todos pobres, todos afligidos por pequeñas y mezquinas preocupaciones sin dignidad. Todos esforzándonos, como si estuviéramos atrapados en arenas movedizas, por alcanzar un terreno firme donde apoyar los pies, y sabiendo en todo momento que no tiene la menor importancia que lo consigamos o no. Deberíamos celebrar un congreso en alguna parte, en un sitio como Aspen, Colorado, un sitio donde el aire sea tan claro, fresco y estimulante, y donde podamos lanzar nuestras desviadas inteligencias contra la dura mollera de los demás. Quizá así nos sentiríamos durante un rato como si de verdad tuviéramos talento. Todos los aspirantes a escritores del mundo, los chicos y chicas que poseen educación, voluntad, deseo, esperanza y nada más. Saben todo lo que hay que saber acerca de cómo se hace, pero son incapaces de hacerlo. Han estudiado a fondo e imitado a conciencia a todo aquel que alguna vez dio en el clavo.
Qué encantadora colección de nulidades formaríamos, pensó. Seríamos tan afilados como navajas de afeitar. Resonarían en el aire los chasquidos de nuestros sueños. La pena es que no duraría mucho. Pronto terminaría el congreso y tendríamos que regresar a nuestras casas a sentarnos frente a este maldito trasto metálico que escribe las palabras en el papel. Sí, a sentarnos aquí a esperar… como quien espera en la galería de los condenados a muerte.
Levantó la damajuana y, olvidándose del vaso, bebió directamente con la técnica tradicional del levanta pesos. Estaba caliente y agrio, pero esta vez no le sirvió de mucho. Siguió pensando en lo de ser un escritor sin talento. Al cabo de un buen rato, volvió a llevar la damajuana al garaje y la metió bajo el montón de sacos. Febo apareció por la esquina con un enorme saltamontes de aspecto asqueroso en la boca. Hacía un ruido muy desagradable. Hank se agachó, obligó al gato a abrir las mandíbulas y dejó libre al saltamontes, con una pata menos pero aún rebosante de espíritu viajero. Febo miró a Hank fingiéndose hambriento. Así que Hank lo dejó entrar en la cocina.
—Siéntate donde quieras —le dijo al gato—. Estás en tu casa.
Le ofreció algo de comida, pero sabía que Febo no la querría, y así fue. De manera que se sentó ante la mesa de trabajo e introdujo un folio en la máquina de escribir. Al cabo de un rato, Febo se subió a la mesa junto a él y se puso a mirar por la ventana.
—Uno no debería trabajar el día en que su mujer lo abandona, ¿no crees, Febo? Debería tomarse el día libre.
Febo bostezó. Hank le rascó la cabeza junto a la oreja y Febo ronroneó concienzudamente. Hank pasó los dedos por el lomo del gato, y Febo arqueó su cuerpo hacia la mano con una fuerza sorprendente.
—Eres un viejo gato hijoputa, ¿eh, Febo? Tendría que escribir algo sobre ti.
La tarde transcurrió con lentitud. Por fin fue cediendo paso al crepúsculo, y el vacío aún seguía allí. Febo ya había comido y se había echado a dormir en el banco de mimbre. Hank se sentó en el porche, contemplando a los insectos que bailaban en un tardío rayo de sol. Justo antes de que salieran los mosquitos oyó el coche que se acercaba. Hacía mucho ruido. Sonaba como el Chevy del viejo Simpson. Luego lo vio a lo lejos, avanzando por la polvorienta carretera, y supo que era él. Se notaba por el parabrisas roto. Apenas se sorprendió cuando el coche se desvió por el sendero y rodeó torpemente los escalones. El viejo Simpson se quedó inmóvil, con sus nudosas manos sobre el volante y sus ojos acuosos mirando al frente. Sus mandíbulas se movieron para escupir. No dijo nada. Ni siquiera volvió la cabeza cuando Marion salió del Chevy.
—Le he pagado al señor Simpson —dijo Marion.
Hank sacó el equipaje del coche sin que el viejo Simpson hiciera ademán de ayudarle. Cuando todo estuvo fuera, el viejo Simpson metió el embrague y se marchó sin haber pronunciado una palabra ni haber mirado a ninguno de los dos.
—¿Por qué está molesto? —preguntó Hank.
—No está molesto. Simplemente, no le gustamos. Siento haber malgastado el dinero, Hank. —Tenía cara de derrotada—. Parece que no te sorprende que haya vuelto.
—No estaba seguro. —Meneó la cabeza en un gesto ambiguo.
Ella se echó a llorar estrepitosamente y Hank le pasó el brazo por los hombros.
—No se me ocurrió ningún maldito sitio adónde ir —balbuceó ella—. Todo parecía tan absurdo… —Se arrancó el sombrero de la cabeza y se soltó el pelo—. Tan completa y absolutamente sin sentido. Ni puntos altos ni puntos bajos, solamente una terrible sensación de cosa rancia.
Hank asintió y la miró mientras ella se secaba los ojos y se esforzaba por dibujar una ligera y avergonzada sonrisa.
—Hemingway habría sabido adónde ir —dijo ella.
—Claro. Habría ido a África a cazar un león.
—O a Pamplona a cazar un toro.
—O a Venecia a tirar al blanco —dijo Hank, y los dos sonrieron.
Hank levantó las dos maletas y empezó a subir los escalones.
—¿Dónde está Febo? —preguntó ella desde abajo.
—En mi mesa de trabajo —respondió Hank—. Está escribiendo un cuento. Una cosa cortita… para pagar el alquiler.
Ella subió corriendo los escalones y le hizo apartar el brazo de la puerta. Hank dejó las maletas con un suspiro y se encaró con ella. Quería ser amable, pero sabía que nada de lo que habían dicho en el pasado o de lo que dijeran ahora o en el futuro significaba nada. No eran más que ecos.
—Hank —dijo ella, desesperada—, me siento fatal. ¿Qué va a ser de nosotros?
—No gran cosa —respondió Hank—. ¿Por qué habría de pasarnos nada? Aún podemos aguantar seis meses.
—No me refiero al dinero. Tu novela… mi obra teatral… ¿Qué va a pasar con ellas, Hank?
Sintió un vuelco en el estómago, porque conocía la respuesta, y Marion también, y no tenía ningún sentido fingir que se trataba de un problema sin resolver. El problema no consistía en lograr algo que sabes que no está a tu alcance, sino en dejar de comportarse como si lo tuvieras a la vuelta de la esquina, aguardando a que tú des con ello, oculto tras un matorral o bajo un montón de hojas secas, pero real y verdadero. No estaba allí y nunca lo estaría. ¿Por qué seguir aparentando que sí que estaba?
—Mi novela es una mierda —dijo muy tranquilo—. Y tú obra, lo mismo.
Ella le pegó en la cara con toda su fuerza y entró corriendo en la casa. Estuvo a punto de caerse al subir las escaleras. Dentro de un instante, si escuchaba con atención, la oiría llorar. No quería oírlo, así que bajó del porche, se dirigió al garaje y sacó la garrafa de debajo de los sacos. Bebió un buen trago, bajó con cuidado la garrafa, la tapó y la metió de nuevo bajo los sacos.
Cerró las puertas del garaje y puso en su sitio la clavija de madera. Estaba anocheciendo, y los huecos entre los árboles se veían negros y profundos.
—Ojalá tuviera un perro —le dijo a la noche—. ¿Por qué sigo deseándolo? Supongo que necesito alguien que me admire.
Una vez en la casa, escuchó, pero no oyó ningún llanto. Subió hasta la mitad de las escaleras y vio la luz encendida, lo cual indicaba que ella se encontraba bien. Cuando se quedó parado en el umbral de la habitación, ella estaba sacando las cosas del neceser. Mientras lo hacía, silbaba muy bajito entre dientes.
—Ya te has tomado un trago, ¿no? —dijo ella sin levantar la mirada.
—Solo uno. Era un brindis. En homenaje a un Corazón Destrozado.
Ella se enderezó bruscamente y le miró con fijeza por entre los cabellos despeinados.
—Qué agradable —dijo con frialdad—. ¿Tu corazón o el mío?
—Ninguno de los dos —contestó Hank—. Es solo un título que se me ocurrió.
—¿Un título para qué? ¿Para un cuento?
—Para la novela que no voy a escribir —dijo Hank.
—Estás borracho —replicó Marion.
—No he comido nada.
—Lamento haberte abofeteado, Hank.
—No tiene importancia —dijo Hank—. Lo habría hecho yo mismo si se me hubiera ocurrido.
Dio media vuelta y empezó a bajar las escaleras, caminando con delicadeza, paso a paso, sin tocar la barandilla; luego cruzó el vestíbulo y salió por la puerta, dejando que la rejilla se cerrara con suavidad, bajó los escalones uno a uno, con cuidado y con decisión, y después dio la vuelta a la esquina de la casa, pisando firmemente la grava, en su interminable y predestinado viaje de regreso a la garrafa escondida bajo el montón de sacos.