Una experiencia, de Banana Yoshimoto

En mi jardín, de madrugada, los árboles parecen brillar. Bañados por la luz de la calle, se dibujan con nitidez el reluciente color verde de las hojas y el castaño oscuro del tronco.

Lo he ido descubriendo en los últimos tiempos, desde que he empezado a beber más. Cada vez que miro este paisaje con ojos embriagados, su pureza, casi excesiva, me hace estremecer, y siento que nada importa, que da igual que lo haya perdido todo. No es abatimiento, tampoco desesperación; es una forma más natural de aceptar las cosas, un sentimiento suscitado por una emoción silenciosa y clara.

Cada noche, al dormirme, únicamente pienso en esto. Por supuesto, sé que bebo demasiado y que no debería hacerlo, y siempre, durante el día, decido que beberé menos por la noche, pero cuando esta llega, con el primer vaso de cerveza todo se acelera y ya me es imposible parar. «Si bebo un poco más, podré dormir bien», me digo, y acabo preparándome otro gin-tonic. Conforme avanza la noche, voy aumentando la proporción de ginebra, las bebidas son más fuertes. Y, mientras voy comiendo la mejor chuchería que ha dado la era Shōwa —las palomitas con mantequilla y salsa de soja—, pienso: «Ya volvemos a estar en las mismas. Esta noche ya he vuelto a beber». Jamás bebo tanto como para sentirme culpable, pero sí es cierto que, a veces, me da un vuelco el corazón al descubrir, de repente, la botella vacía.

Y cuando me desplomo en la cama completamente borracha puedo oír, sólo entonces, aquella agradable melodía. Al principio me pregunté si era mi almohada la que estaba cantando. Porque me parecía que la almohada, que con tanta dulzura acogía en cualquier circunstancia mi mejilla, debía de tener una voz tan límpida como aquella. Sólo oía ese canto cuando permanecía con los ojos cerrados, así que creía que se trataba, simplemente, de un sueño. Porque en momentos así nunca estoy lo bastante lúcida como para albergar pensamientos profundos.

La voz es grave, dulce, y posee una reverberación ondulante que masajea las partes más endurecidas de mi corazón y las va ablandando. Se parece al rumor de las olas, y a la risa de todas las personas que he conocido hasta hoy —en tantos lugares, con las que he trabado amistad y de las que luego me he separado—, y a las palabras cariñosas que estas me han dirigido, y al maullido de un gato que perdí, y al conjunto de sonidos de un lugar lejano, que ya no existe, al que añoro, y a la fresca fragancia de la vegetación que olí en algún lugar, cierto día, durante un viaje, acompañada del susurro de los árboles junto a mi oído… y es que la voz es una combinación de todo esto.

Esta noche he vuelto a oírla.

Una melodía tenue, más sensual que la de los ángeles, y más real. Intento atraparla y aguzo el oído desesperadamente con la poca conciencia que me queda. Caigo dormida y la feliz melodía se funde también en mis sueños.

Hace tiempo, me enamoré de un hombre extraño con el que acabé manteniendo una curiosa relación triangular. Él era amigo del que es ahora mi novio, y era de ese tipo de hombres que despiertan pasiones locas en las mujeres. Visto desde el presente, no era más que un chico lleno de vitalidad, un poco peculiar, pero en aquella época yo también era muy joven y, como era de esperar, me enamoré de él. Apenas guardo ningún recuerdo de aquel hombre. A pesar de que me acosté con él en muchas, muchísimas ocasiones, como jamás tuvimos una cita en la que pudiéramos hablar con calma, frente a frente, a duras penas logro recordar su rostro. A la que sí recuerdo, vete a saber por qué, es a una horrible mujer que se llamaba Haru.

Ella y yo, al parecer, nos enamoramos de aquel hombre por la misma época y, a fuerza de coincidir en su casa, nos fuimos conociendo; tanto que, al final, parecía que viviésemos los tres juntos. Haru era tres años mayor que yo y hacía trabajos de media jornada; yo estudiaba en la universidad.

Nosotras, claro, nos odiábamos, nos insultábamos e, incluso, alguna vez habíamos llegado a las manos. En toda mi vida había tenido un trato tan íntimo y crudo con alguien, jamás había aborrecido tanto a una persona. Haru era el único impedimento que había en mi camino. Posiblemente, deseé su muerte muchas veces. Claro que ella debía de sentir lo mismo.

Al final, cierto día, harto de esa vida, aquel hombre huyó lejos y su fuga puso fin a nuestro amor y, de rebote, a la relación que se había establecido entre Haru y yo. Yo me quedé en el barrio; Haru, según oí decir, se fue a París.

Esto fue lo último que supe de ella.

Ni siquiera yo entendía por qué me había acordado, así, de repente, de Haru. No tenía ningún deseo especial de verla, ni siquiera sentía un gran interés en saber qué había sido de ella. Aquella época había estado tan repleta de pasiones violentas que, por el contrario, había acabado convirtiéndose en un espacio en blanco, en un período que no había dejado impronta alguna en mi memoria.

Seguro que, en París, aquella mujer se había pegado como una lapa a algún grupo de artistas, ejerciendo de auténtica gorrona, o, si no, con un poco de suerte, habría encontrado a algún viejo protector que se hiciera cargo de ella y se estaría dando la gran vida. Era de ese tipo de mujeres. Delgada como un clavo, desabrida, la voz grave y desagradable, vestida siempre de negro. Tenía los labios delgados e iba siempre con el entrecejo fruncido quejándose de todo, pero, al sonreír, su rostro adquiría un aire un poco más infantil.

Al recordar su sonrisa, no sé por qué, me duele el corazón.

Por cierto, y como es lógico cuando se ha bebido tanto antes de acostarse, despertar por las mañanas era un auténtico calvario.

Postrada por el alcohol, sentía como si tuviera el cuerpo entero, por dentro y por fuera, sumergido en un baño de vinazo caliente. Notaba la boca áspera y reseca y, por unos instantes, ni siquiera podía darme la vuelta.

Ponerme en pie y lavarme los dientes, o ducharme, era algo inimaginable. A duras penas creía que en el pasado hubiera sido capaz de hacerlo alguna vez sin esfuerzo.

Parecía que los lacerantes rayos del sol se me hincaran en la cabeza.

No soportaba enumerar todos aquellos síntomas; era tan larga la lista que me daban ganas de deshacerme en lágrimas. No sabía cómo iba a poder salvarme a mí misma.

Y eso sucedía todas las mañanas.

Aquel día, me decidí a escurrirme fuera de la cama y, asiéndome la cabeza para que no oscilara de derecha a izquierda, me preparé un té y me lo tomé.

¿Por qué me ocurrirá esto? Las noches se alargan como la goma y son infinitamente dulces. Y las mañanas son agudas y cortantes, inmisericordes. La luz del día parece apuntarme con algo. Algo duro, transparente, vigoroso. Lo detesto.

Todos mis pensamientos derivaban en desdicha y, como para rescatarme de ellos, sonó el teléfono. Un estrépito horrible. Su timbre me irritaba los oídos de tal forma que, mortificada, me esforcé en adoptar un tono lleno de vitalidad:

—¿Diga?

—¡Qué animada estás! —dijo Mizuo con voz alegre.

Mizuo es mi novio; él conocía al hombre del que he hablado antes, y también a Haru. Ellos se fueron; Mizuo y yo nos quedamos.

—¡Qué va! Tengo resaca y me duele la cabeza.

—¡Otra vez!

—Hoy no trabajas, ¿verdad? ¿Vendrás a verme?

—Sí, me paso dentro de un rato —contestó Mizuo, y cortó.

Mizuo posee una tienda de enseres domésticos, así que el día de fiesta lo tiene entre semana. Hasta hace poco, yo también trabajaba en una tienda parecida, pero el negocio quebró. Dentro de poco trabajaré en una filial que Mizuo abrirá en un barrio vecino; ahora estoy esperando que la inauguren. De esto ya hace seis meses.

A veces noto que Mizuo me mira como si observara un objeto. «Este floreado, mejor que no esté… Sin esto, quizá se le podría subir el precio… Esta raya es vulgar, pero capta el corazón de la gente», o algo parecido. En esos momentos su mirada es tan fría y penetrante que, cuando lo percibo, me quedo sin aliento, pero él parece estar observando incluso estas alteraciones que se producen en mi corazón como un único estampado.

Por la tarde, Mizuo me trajo un ramo de flores.

Comimos emparedados y ensalada en un ambiente plácido. Yo aún permanecía postrada en la cama y cada vez que le besaba me decía:

—¡Uf! ¡Qué peste a alcohol! No me extrañaría que me contagiaras tu resaca a través de las mucosas.

Y sonreía. Su sonrisa parecía exhalar un aroma a flores, en concreto a lirios blancos.

El invierno tocaba a su fin. A pesar de que en la habitación reinaba una atmósfera de felicidad, me daba la sensación de que, al otro lado de la ventana, era horriblemente seca. Como si el viento que cruzaba el cielo lo hiciera rechinar a su paso.

Pensé que debía de ser porque, dentro de la habitación, la atmósfera era demasiado dulce, demasiado cálida.

—¡Ah! Por cierto —dije yo. Fueron justamente aquella dulzura y aquella calidez las que me lo recordaron—. En los últimos tiempos, cuando estoy a punto de dormirme, siempre tengo el mismo sueño, y estoy un poco preocupada, quizá sea un principio de alucinaciones auditivas. Pero las alucinaciones no deben de ser tan agradables, supongo. ¿Crees que puedo haberme vuelto alcohólica, con lo que bebo? ¿El alcoholismo puede provocar esto?

—¡Qué dices! —se burló él—. Aun suponiendo que últimamente te sientas más dependiente, lo que pasa es que ahora tienes todo el día libre y acabas bebiendo sin darte cuenta. En cuanto vuelvas a trabajar, volverás a estar como antes. De todas formas, no te sentará mal hacer un poco el vago. Por cierto, ¿de qué tipo de sueño se trata?

—No sé si puede llamarse así. —Ya con nuevos ánimos, una vez hubieron amainado el dolor y las náuseas, intenté desesperadamente evocar aquella sensación de felicidad—: Pues… Borracha, me desplomo en la cama, ¿no? Y entonces siento como si algo fuera a absorberme, y me parece estar andando con los ojos cerrados por un lugar que me había sido muy querido y que echo de menos. Huele bien, me siento segura y, entonces, empieza a sonar débilmente siempre la misma canción. La voz es tan dulce que me hace saltar las lágrimas, aunque, de hecho, tal vez no sea una canción. Pero es una melodía tenue, lejana, un canto que da una felicidad absoluta. Siempre la misma melodía.

—¡Vaya! Esto es alarmante. Debes de ser alcohólica.

—¡¿Qué?!

Al ver cómo fruncía el entrecejo, asustada, Mizuo me dijo riendo:

—¡Es broma, mujer! En realidad, esta historia ya la había oído antes. Bueno, una que se le parecía. Esto significa que alguien quiere decirte algo.

—¿Alguien? ¿Y quién?

—¿Quién? Pues un muerto. ¿No se te ocurre quién podría ser? Algún conocido.

Reflexioné unos instantes, pero no se me ocurrió nadie. Negué con un movimiento de cabeza.

—Por lo visto, cuando los muertos quieren ponerse en contacto con alguien que les fue cercano en vida, lo hacen así. Cuando una persona está borracha o a punto de dormirse, es fácil sintonizar con ella de esta forma. Al menos, eso he oído decir.

De repente sentí un escalofrío y me cubrí con el edredón hasta los hombros.

—Oye, ¿tiene que ser necesariamente un conocido? —pregunté.

Que un muerto a quien no conocía me cantara al oído, por más felicidad que me reportase, no me hacía ninguna gracia.

—Pues claro… Oye, ¿y si fuera Haru?

Mizuo es una persona muy intuitiva. «¡Sí, eso debe de ser!», pensé de inmediato con un sobresalto. Era plausible. Pese a desconocer su paradero, últimamente, sin más, me había acordado de ella.

—Tendrías que comprobarlo.

—Sí, tienes razón… Preguntaré a los amigos.

Él asintió.

Mizuo, le digan lo que le digan, jamás contesta con una negación categórica. Sus padres debieron de educarlo bien. En cambio, no resulta fácil adivinar por qué le pusieron «Mizuo» de nombre. En realidad, una vez, su madre, cuando era joven, se había visto obligada a abortar, y llamó así a Mizuo deseando que, aparte de la fortuna que le correspondía a él, disfrutara también de la parte de fortuna del «niño del agua».

¿Acaso es normal poner este nombre a un niño?

La habitación estaba llena del olor dulzón de las rosas blancas que me había traído. «Si esta noche aún huele así, podré dormir aunque no beba», pensé. Volvimos a besarnos y nos abrazamos.

—Haru ha muerto.

Habían pronunciado estas palabras con tanta naturalidad que, aunque lo presentía, me sorprendió.

Mizuo me había dicho que un viejo conocido de aquel hombre, de Haru y también mío trabajaba actualmente en una cafetería que permanecía abierta toda la noche y allí me dirigí de inmediato, a toda prisa, en taxi, con la esperanza de que me dijera algo, pero gasté mi energía en vano. Habría bastado con llamar por teléfono. Lo miré fijamente a los ojos y me convencí de que no estaba bromeando. Embutido en su uniforme de camarero, al otro lado de la barra de aquella cafetería repleta de gente, secaba los platos con mirada sombría.

—¿En el extranjero? ¿Y de qué ha muerto? ¿De sida? —pregunté.

—A causa de la bebida. Alcoholismo —musitó él.

Y yo me horroricé ambas veces, por partida doble. Por un instante tuve la sensación de que mi cuerpo también estaba maldito.

—Murió completamente alcoholizada, en casa de su protector. Al parecer estuvo internada varias veces en un centro de desintoxicación alcohólica y, al final, acabó mal. Me lo ha dicho un amigo que acaba de volver de París. Él se enteró por una persona muy amiga de Haru.

—Ya…

Me bebí el café de un trago e hice un pequeño gesto afirmativo con la cabeza, como si quisiera cerciorarme de su sabor.

—Pero vosotras siempre andabais a la greña, ¿no es verdad? ¿Cómo es que ahora…?

—No voy a salirte con eso de que «incluso el encuentro más casual está predestinado», pero no había sabido nada de ella desde entonces y, de repente, me he preguntado qué sería de ella. No sé, como yo ahora estoy con Mizuo y soy feliz…

—Sí, ya pasa.

En la época en que Haru, aquel hombre y yo vivíamos prácticamente juntos, este chico trabajaba de camarero en otro bar, y yo solía ir allí por las noches a desahogarme. Él siempre ha sido una persona a quien le traen sin cuidado los demás, de manera que es muy fácil hablar con él. Mientras mantenía los ojos clavados en su figura, que emergía de la sombría iluminación del local, recordé, como si formara un bloque, la atmósfera de aquellos días. Una atmósfera pesada, sin futuro, ardiente. No deseaba volver a experimentar jamás aquellas sensaciones, aunque lo cierto es que despertaron en mí una extraña nostalgia.

—En fin, que Haru ya no se encuentra en este mundo —dije.

Y mi viejo amigo, al otro lado de la barra, asintió.

Volví a mi casa y, sola, bebí a la memoria de Haru. Me daba la sensación de que aquella noche podía beber cuanto quisiera, así que empiné el codo sin perder el buen ánimo. Aquella noche incluso dejé de vislumbrar la torre Eiffel, que, cada vez que pensaba en Haru, emergía en mi memoria, borrosa, como si fuera una imagen de la televisión. En cambio, se me representó el corazón de Haru, el cual, una vez hubo perdido la vía de escape de la energía sobrante, se había ido sumergiendo en alcohol. Comprendía muy bien a Haru, quien, tras la marcha de aquel hombre, había sido incapaz de recuperarse. Porque nuestro amor por él era tan grande que le entregamos todo cuanto teníamos. Aquel hombre poseía un enorme atractivo, es verdad, aunque si las dos luchamos de aquella manera por él se debía, en el caso de Haru, a que yo estaba allí; y en mi caso, porque estaba allí Haru. No sé si a él todo eso lo divertía, o lo asfixiaba, pero tenía por costumbre llamar a una a su casa y luego dejarla allí para salir con la otra. Al final solía dejarnos a las dos, a Haru y a mí, en su casa y él no regresaba en toda la noche.

Soy torpe por naturaleza y, tanto en lo que se refiere a la cocina como a cualquier apaño o remiendo, a anudar un paquete con un cordel o a montar una caja de cartón, soy una nulidad. Haru, no obstante, era muy diestra, y siempre que nos encontrábamos en una de estas situaciones me insultaba: «¡Manazas!», «Ya me gustaría ver cómo son tus padres», me soltaba sin pensárselo un instante. Yo, por mi parte, observaba sin recato que Haru no tenía pecho, o que su gusto en el vestir era espantoso. Aquel hombre era una de esas personas que alaban lo que está bien, pero que, cuando algo está mal, lo dicen sin tapujos, y esto no hacía más que espolear nuestros complejos femeninos.

—¡Mira que cocinas requetemal! ¡Y no es broma! A la que vas más allá de meter algo en el microondas… ¡Ugh! ¡Qué pinta tan asquerosa tiene eso! —me dijo Haru una noche en que me vio cocinando happōsai.

Yo estaba de un mal humor espantoso porque, durante el día, aquel hombre se había citado con Haru a mis espaldas.

—Pues yo diría que una mujer que lleva encima unos trapos tan horrendos como esos no tiene derecho a decir nada. Y perdona, pero para ponerte este vestido negro de punto tendrías que tener un poco más de pecho, ¿sabes?

Haru empezó a golpearme fuertemente la espalda con los codos y yo, que estaba salteando las verduras, por poco acabo metiendo la mano dentro de la sartén.

—Pero ¡¿qué haces?! —le grité; y mi voz, alzándose entre el chisporroteo de las verduras y el vaho ardiente de la sartén, se convirtió en un alarido desgarrado.

—¿Y a ti qué más te da? —replicó Haru.

—Pues mira, en esto llevas razón —dije, y apagué el fuego.

Al quedarse la habitación en silencio, de pronto se hizo evidente el mutismo de ambas. Ya por entonces, ninguna de las dos tenía claro si era correcto, o normal, o anormal, que compartiésemos el único cuerpo de aquel hombre terrible, de aquel hombre un poco excéntrico que parecía menospreciar el mundo y vivía de un modo tan peculiar. Ni tampoco que, pese a no habérnoslo pedido jamás, estuviésemos siempre metidas en su casa y, encima, las dos juntas. Sólo que a mí me irritaba la voz fúnebre y la delgadez histérica de Haru. Me bastaba con verla vagar ante mis ojos para que me entraran ganas de retorcerle el pescuezo como a un pollo.

—¿Y por qué estamos actuando así? —dijo entonces Haru con un aire extrañamente abstraído—. No somos las únicas chicas a quienes les gusta él, pero sólo tú y yo nos comportamos así, y él ni siquiera está aquí.

—Así han ido las cosas.

—Me pones tan nerviosa que siento que voy a enloquecer.

—Mira, esto podría haberlo dicho yo. Pero, llegados a este punto, ya nada podemos hacer. —Tanto la manera de pensar de Haru, tan vulgar, como esa forma lúgubre que tenía de mirar las cosas… me asqueaban terriblemente, las odiaba—. ¿Y tú en qué estás pensando?

—¿De verdad quieres tenerlo a él? —dijo Haru como si me riñera.

—¡Sí! Lo quiero —contesté—. Por eso estoy aquí contigo. Con una imbécil de tu calibre…

¡Plas!

Al parecer, me había propasado, y, antes de que pudiera terminar, Haru me había soltado un bofetón que había sonado como un chasquido. Por unos instantes me quedé aturdida, sin comprender qué había sucedido, pero enseguida noté que mi mejilla derecha empezaba a arder.

—Me pones enferma. Yo me voy a casa. ¿Por qué no te acuestas tú con él? Si vuelve, claro —añadí, y me levanté.

Mientras cogía el bolso y me disponía a salir del recibidor, Haru mantuvo la vista clavada en mí. Sus ojos estaban muy abiertos y brillantes, y yo estaba segura de que iba a decir:

«¡Espera!».

Eso era lo que se leía en sus ojos. No un «perdón», sino un «no te vayas». Pero Haru no lo dijo, sin duda porque pensó que parecería raro que lo hiciera.

Su larga cabellera ocultaba a medias su cara pequeña y blanca, maquillada con mal gusto. Al contemplarla, así, desde lejos, me pareció que era una chica banal y bonita, y esto fue lo que estuve pensando mientras cerraba la puerta sin pronunciar palabra.

Sólo con imaginar que otras chicas a las que yo conocía pudieran acostarse con él, sentía ardores de estómago, y rabia, pero en el caso de Haru, exclusivamente en el caso de Haru, no me importaba tanto. En realidad, cuando dormíamos los tres juntos, había ocurrido alguna vez que ellos dos empezaran a hacerlo y yo no le había concedido mucha importancia. Si se hubiese tratado de otra chica, posiblemente la habría matado.

Y era porque, durante el tiempo que estuvimos jutas, acabé comprendiendo, más o menos, qué sentimientos despertaba ella en los hombres.

No me refiero a su interior.

Es muy posible que, como persona, Haru no fuera más que una neurótica, una mujer rara y desagradable, pero su apariencia tenía algo especial. Una difusa imagen de la feminidad… La suave sombra que se reflejaba en sus bragas, sus hombros estrechos asomando y ocultándose entre su larga cabellera, las extrañas cavidades de su clavícula, la remota, siempre inaccesible, curvatura del pecho; esta imagen, en conjunto, daba una sensación de vida y de movimiento inestables. Todo esto lo poseía Haru, sin duda.

Aquella noche, al otro lado de la ventana, se veía también el brillante susurro de los árboles del jardín. La hermosa escena aparecía afilada, recortada en extraños ángulos. Pero no eran filos inmisericordes: en los lugares bañados por la luz, ofrecían una sensación de dulzura.

Tal vez fuera porque estaba ebria.

Con la luz apagada, los objetos del interior de la habitación se perfilaban con mayor nitidez que cuando estaba encendida.

También podía oír claramente mi aliento y los latidos de mi corazón.

Luego, cuando me cubrí con el edredón y sepulté la cabeza en la almohada, lo oí, como era de esperar.

El eco de una voz clara, como la de los ángeles, una vaga melancolía: la música me llenaba desesperadamente el corazón de gozo. Fluía como el vaivén de las olas, ahora cerca, ahora lejos, llena de nostalgia… «Haru, ¿tienes algo que decirme?».

Intenté aguzar el oído en mi corazón, que, pese a estar cerrado, daba vueltas sin parar.

No había indicios de Haru, sólo aquella hermosa melodía lacerando mi pecho. Quizá más allá de estas bellas notas se encuentre la sonrisa de Haru. No, tal vez me esté gritando, con una voz llena de odio y desprecio, que mi felicidad y su muerte son lo mismo. En ambos casos, yo me moría por escucharlo.

Quería saber lo que ella quería decirme. Me concentré hasta que el entrecejo empezó a dolerme y, pronto, el cansancio se fundió con las olas de sueño que venían del más allá de la música. Le susurré unas palabras de renuncia a mi corazón. Como si fueran una plegaria:

«Lo siento, Haru. Pero no te entiendo. Lo siento. Buenas noches».

—Pues sí. Haru está muerta —dije.

Mizuo se limitó a abrir un poco más los ojos.

—¡Vaya! Así que era eso —comentó y dirigió una mirada al otro lado del ventanal.

El panorama nocturno era impresionante.

Notable, pues estábamos sólo en un decimocuarto piso.

Se me había ocurrido sugerirle que fuéramos a cenar a un lugar alto. «¿Lo alto tiene que ser el precio o el emplazamiento?», me había preguntado Mizuo. «Ambas cosas», había respondido yo riendo. Y habíamos acabado allí.

Al otro lado de la ventana estaba lleno de perlas que brillaban en la oscuridad: me sentí sobrecogida. La ristra de coches era un collar que bordeaba la noche.

—Mizuo, ¿por qué crees que se trata de Haru? —pregunté.

—Porque vosotras os llevabais bien —contestó Mizuo con naturalidad, y cortó un trozo de carne y se lo llevó a la boca.

Mi mano se detuvo un instante. Me habían entrado ganas de llorar.

—¿Qué crees tú que quiere decirme?

—Eso no lo sé.

—Ya, claro.

Volví los ojos a la comida. Quizá se tratara de algo sin importancia. O, quizá, de que las diversas imágenes del pesar que me mostraban mis días sumergidos en alcohol y a punto de caer en el siguiente estadio habían tomado, de pronto, la forma de Haru. También aquella noche llevaba vaciadas dos botellas de vino (a medias con Mizuo) y mi visión había empezado ya a emborronarse.

Si pudiera estar disfrutando —hasta que llegue la mañana y todo vuelva a empezar de nuevo— de la belleza de esta sensación que rezuma la escena nocturna que se proyecta hasta el infinito, aunque toda esa escena no sea más que un simple colorido…, entonces, de verdad que me sería indiferente este pesar que se esconde, siempre, en el corazón de las personas.

—¿Te gustaría ver a Haru ahora? —dijo Mizuo de repente.

—¿Qué estás diciendo? —pregunté con una voz un poco extraña.

Su pregunta me había sorprendido lo suficiente como para que las personas que había en el local se percataran y me echaran una ojeada rápida.

—Conozco a un hombre que puede hacer estas cosas —anunció Mizuo sonriendo.

—¡Uf! ¡Qué turbio es esto! —dije yo sonriendo a mi vez.

—¡Qué va! Es muy interesante, de verdad. Se trata de un enano. Lo conocí hace tiempo, cuando yo trabajaba en algo mucho más peligroso que lo de ahora. Este hombre consigue que hables con los muertos. Es una especie de hipnotismo, pero real.

—¿Y tú lo has hecho alguna vez? —le pregunté.

—Sí. Es que yo, una vez, maté a un hombre por equivocación.

El hecho de que Mizuo mencionara eso sin darle mayor importancia me indicó lo muy arrepentido que estaba.

—¿Fue en una pelea, o algo por el estilo?

—No, le presté un coche averiado. —Luego se desvió un poco del tema. Al parecer, no deseaba añadir nada más—. La cuestión es que me dejó muy mal sabor de boca, ¿sabes?, y se lo pedí… Nos encontramos, hablamos. No sé si sería una tomadura de pelo, pero sentí un gran alivio. Por cierto, hace un rato te lo decía en serio, lo de que Haru y tú os llevabais bien. Aquel hombre se interponía entre vosotras, seguro que por eso no acabasteis de congeniar. Ese tipo es ahora un mediocre que lleva una vida de inútil, pero en aquella época tenía su atractivo. Y las dos reaccionasteis igual, a las dos os deslumbró de la misma manera. Esto demuestra que os parecíais, ¿no crees? Al menos eso pensaba yo.

Mizuo, constaté una vez más, era frío como el agua helada, lo cual casaba con su nombre. Debía de soplar el viento. Debajo del ventanal, veía oscilar los árboles y otros objetos, que sin duda estaban inmóviles. Las luces de los coches discurrían por las calles, hundiéndose en un suave declive.

—Claro que a mí siempre me han gustado más las mujeres como tú. Chatillas, un poco torpes.

Había empleado el mismo tono que si hubiera dicho que un jarrón descascarillado también posee su atractivo, y eso a mí me gustó. A mí me gustaba su manera de decir las cosas, y es que, sí, en efecto, a mí me gustaba él.

—Pues vayamos a verle —dije—. Puede ser divertido.

—Claro —aseguró Mizuo bebiendo un sorbo de vino.

El lugar a donde me condujo Mizuo estaba en un sótano, era un bar con una simple barra, de esos que se encuentran en cualquier parte.

El hombre que se hallaba detrás de la barra era, efectivamente, un enano. Dejando aparte la desproporción de sus miembros, no producía ninguna impresión extraña. Me dirigió una mirada firme.

—¿Es tu novia? —le preguntó de repente a Mizuo.

—Sí, se llama Fumi-chan.

—Mucho gusto —dije con una ligera inclinación de cabeza.

—Este es mi amigo, Tanaka-kun «el Enano» —me dijo Mizuo.

Al oír estas palabras, el enano sonrió.

—Vamos, que si fuera extranjero me llamaría Smith —añadió.

Lo envolvía un aire sospechoso, pero su inteligencia me hizo sentir que podía confiar en él. Abrió una pequeña puerta que había en la barra, salió y, a continuación, se dirigió a la entrada y cerró la pesada puerta con llave.

—Supongo que habréis venido a encontraros con un muerto —dijo Tanaka-kun.

—Sí. A ver si, para variar, trabajas un ratito —replicó Mizuo sonriendo.

—Últimamente no lo hago. Para eso se necesita fuerza física. Resulta caro —dijo Tanaka-kun y me miró—. ¿Cuánto tiempo hace que no os veis?

—Poco. Es una chica a quien no veo desde hace unos dos años. Luchábamos por el mismo hombre —contesté nerviosa—. ¿Podría beber algo?

—Sí, a mí también me apetece. Ponme una botella.

—Entonces esta noche reservo el bar para vosotros —dijo Tanaka-kun.

Se encaramó a una escalerilla de mano y cogió una botella de la estantería de arriba. Y con mano diestra empezó a preparar unos whiskies con agua.

—Ella, últimamente, bebe más de la cuenta —dijo Mizuo sonriendo—. Prepárale uno bien cargado.

—¡Vale!

Tanaka-kun sonrió, yo le devolví la sonrisa. Siempre lo pienso. Mizuo confía en mí y me trata como a una persona adulta. Esto me produce una seguridad extraordinaria. Tengan los años que tengan, siempre he pensado que las personas, en realidad, cambian según el modo como las tratan. Mizuo siempre ha sido muy hábil tratando a la gente. Brindamos.

—¿Y cómo es que quieres ver ahora a la mujer esa, con quien luchaste por un hombre? —dijo Tanaka-kun inclinando la cabeza.

Con la boca dormida debido a aquel whisky con agua demasiado cargado, contesté con franqueza:

—Porque, en el fondo, al parecer las dos nos caíamos bien. Por lo visto, las dos éramos medio lesbianas.

Tanaka-kun se rio a carcajadas y dijo:

—¡Qué simpática eres!

Mientras miraba distraídamente sus pequeños zapatos y la forma de sus manos diminutas, me pregunté qué le diría a Haru si pudiera verla. Pero no se me ocurría nada.

—Bueno, ¿empezamos? —propuso Tanaka-kun cuando hubimos acabado de tomar la copa.

Mizuo apenas hablaba. Seguramente debía de acordarse de cuando había estado allí la otra vez.

—¿Empezar, dices? —pregunté.

—Es fácil. No hace falta ninguna droga ni contar números. Si te estás callada con los ojos cerrados, llegarás a una habitación. Allí te entrevistarás con alguien. Pero debo advertirte algo: aunque te lo propongan, no debes atravesar jamás la puerta. Ya sabes lo que le sucedió a Mimi-nashi Hōichi. Muchas personas han atravesado la puerta y no han conseguido volver. Así que, ¡ten cuidado!

Aterrada, enmudecí.

—Tranquila, mujer. Que tú eres muy capaz de controlar la situación —me dijo Mizuo, y se rio.

Yo asentí y cerré los ojos. Comprendí que Tanaka-kun había vuelto detrás de la barra. Y, en ese preciso instante, noté cómo todo mi cuerpo se helaba.

Me encontraba ya en aquella estancia.

Era una habitación extraña, muy angosta, con ventanucos de cristales esmerilados. Me senté en un viejo sofá rojo y, justo enfrente, sin mesa que mediara entre ambos, vi otro pequeño sofá de idéntica forma. Aquella estancia se parecía mucho a una de esas «casas del terror» que solía haber antes en los parques de atracciones. Aquellas salas en las que las paredes daban vueltas y, aunque tú no te movieras, ofrecían la ilusión óptica de que toda la casa estaba girando. También aquí la iluminación era oscura y yo me sentí deprimida. Había una puerta de madera.

«Sólo por tocarla, no me pasará nada», pensé, y alargué la mano hacia el pomo. Este era de un opaco color dorado, pequeño, frío al tacto. Al rodearlo con la palma de la mano, me transmitió una especie de vibración. Podría decirse que allí detrás había algo, una estancia silenciosa en el centro de una energía frenética que se retorcía en remolinos, o el ojo de un tifón, o un espacio sagrado a salvo del diablo, y que la puerta lo contenía. Todo mi cuerpo fue presa de una terrible agitación y comprendí que yo tenía un miedo instintivo al mundo que se hallaba detrás de aquella puerta.

Y comprendí a la perfección por qué algunas personas sentían deseos de abrirla. Y que, con toda probabilidad, Mizuo se había contado entre estas. Y que muchísimas personas habían salido de allí, perdiéndose para siempre…

¡Claro!

Me aparté de la puerta y volví a sentarme en el sofá. Ahora tenía la cabeza muy clara. Golpeé el suelo de madera con los pies, toqué la rugosa pared de color beis. Parecían muy reales. En aquella habitación reinaba una sensación opresiva, falta de naturalidad, como en la sala de espera desierta de una estación rural.

Y entonces sucedió.

La puerta se abrió de golpe y Haru entró, como si se deslizara, en la habitación.

Me sorprendí tanto que fui incapaz de articular palabra. Por un instante, vislumbré a sus espaldas una superficie uniforme de un pesado color gris y oí unos rugidos similares a los de una tormenta. Estos me asustaron mil veces más que la aparición de Haru, a quien, de hecho, esperaba.

—¡Cuánto tiempo sin vernos! —dijo Haru, y tensó los labios esbozando una pálida sonrisa.

Sentí miedo al pensar que aquella sonrisa podía verse succionada, de un momento a otro, por el pavoroso cuadro gris del otro lado de la habitación.

—¡Qué bien que hayamos podido vernos otra vez! —dije. Ahora mis palabras brotaban con fluidez—. Me alegro de que hayas comprendido que quería verte. Y es que a mí, en realidad, tú me gustabas mucho, ¿sabes? Y aquellos días estuvieron llenos de una tensión muy especial, y fueron muy divertidos. Y era porque tú estabas conmigo. Tú significabas mucho para mí, ¿sabes? Aprendí muchas cosas a tu lado. Había muchas cosas de las que hubiera querido hablarte y es una lástima que no pudiéramos hacerlo.

Por mi parte, no fui completamente sincera. Aquello era una especie de confesión. Como si le gritara mi amor a un barco que se estaba perdiendo en la distancia.

Pero Haru hizo un movimiento afirmativo de cabeza, el cuello tan delgado como de costumbre, siempre vestida de negro.

—Yo también —dijo—. ¡Mira! Es sólo un momento. ¡Mira!

Haru se levantó. Su larga cabellera me rozó la mano. Por un instante, su pelo me hizo cosquillas.

Mientras yo me cercioraba de que aquel tacto era real, Haru entreabrió la puerta.

Me puse a la defensiva.

«Aunque te lo propongan, no debes atravesar jamás la puerta».

Haru soltó una risita, lavando con dulzura las sospechas de mi corazón.

—¡Boba! Si sólo te he dicho que mires. ¡Mira! ¡Atención! Voy a sacar la cabeza, ¿ves?

Haru introdujo la cabeza en aquel mundo gris. Al instante, pese a no hacer el menor ruido, su cabellera empezó a flamear con una energía extraordinaria, en completo desorden. Haru habló mirando hacia arriba.

—Una vez, aquel día en que hubo una tormenta como esta, estábamos las dos juntas en su casa, ¿no lo recuerdas? La sensación era idéntica. Yo, ¿sabes?, he atravesado esta tormenta con los ojos cerrados. Sólo para verte un instante. Por él no habría venido. Porque es algo atroz llegar hasta aquí, ¿sabes?

—También lo ha sido para mí —dije—. Pero me daba la impresión de que tenía que verte.

—Eso era porque yo te había llamado. Llevaba ya cierto tiempo rondando cerca de ti.

Aquella Haru era mucho más adulta que la Haru que yo había conocido.

—¿Y por qué? —quise saber.

—No lo sé. Quizá porque, cuando estaba contigo, no me sentía sola. Entiéndeme, no es que en otros momentos lo hubiera estado, pero, cuando pensaba en ti, me daba la sensación de que a tu lado era donde menos sola me había encontrado jamás. Y también me daba la sensación de que, aquel día de tormenta, me habría gustado besarte.

Haru hablaba con el rostro carente de expresión.

—Me hace feliz que digas eso —dije.

Me embargaba una tristeza insoportable. El gris del exterior era demasiado pesado y, mientras miraba cómo la cabellera de Haru flameaba al viento sumida en un terrible caos, comprendí, de súbito, que el pasado quedaba muy lejos. Más lejos que la muerte, más lejos aún que la distancia insalvable que hay entre una persona y otra.

—¡Haru! —la llamé.

Haru esbozó una sonrisa, se atusó los cabellos, apoyó una mano en la puerta con gesto natural y, acto seguido, me dijo: «¡Hasta luego!». Me tocó la mano y desapareció tras la puerta. Y yo pensé en aquello. Pensé que era cierto que, ahora que lo mencionaba, aquel día de tormenta había sido el único día en que ella y yo nos habíamos hablado de aquel modo.

El batir de la puerta al cerrarse y la frialdad de las manos seguían allí, indelebles.

—¡Bienvenida! —dijo Tanaka-kun a voz en grito.

Lancé una mirada circular, insegura, y comprendí que había vuelto al bar.

—¡Oh! ¡Ha sido increíble! ¿Cuál es el truco? —dije.

—¡Vaya grosería! ¡Pero si todo ha sido real! —exclamó Tanaka-kun un poco ofendido.

—Es que este tipo es como un baku, ¿sabes? Un devorador de pesadillas, eso es lo que es —explicó Mizuo.

—Pues sí, justo. Has dado en el clavo —aseguró Tanaka-kun.

—Eso parece, en efecto. Me ha hecho muy feliz verla, ¿sabes? No sé, me siento como si me hubieran sacado una espina que tuviera clavada en el corazón.

Por unos instantes, me estuve cerciorando de que mi cuerpo y mi mente habían ido volviendo gradualmente a la realidad. Mi vista y mi respiración se habían vuelto claras, diáfanas, como si se hubiera disipado la niebla.

—Debes de sentirte como si hubieras hecho un tremendo esfuerzo físico. —Tanaka-kun depositó un vaso de agua con hielo sobre la barra, frente a mí—. Es porque acabas de volver de muy lejos.

Sí, aquel día de tormenta.

Estábamos a principios de otoño y se acercaba un tifón.

En aquella época, las relaciones entre Haru y yo habían llegado a un punto crítico y llevábamos una semana peleándonos sin cesar. Por aquel entonces, nuestro amor por él estaba a punto de acabar y las dos asistíamos impotentes a este hecho, lo que nos hacía sentir irritables e inseguras. Aquel hombre apenas aparecía por casa, pero ni siquiera eso nos importaba ya demasiado.

—Fuera hay unos truenos horrorosos —comenté.

Incapaz de volver a mi casa, no me quedaba otro remedio que hablar con Haru y acabé dirigiéndole la palabra sin pensar. Pero, inesperadamente, Haru replicó en un tono normal:

—¡Qué horror! Odio las tormentas.

Frunció el entrecejo. A mí aquella expresión de su rostro me parecía muy erótica, triste, y cuando la veía, me quedaba embelesada mirándola por un instante.

—¡Fumi-chan! ¡Ayúdame!

Brilló la cegadora luz de un relámpago y, acto seguido, se oyó retumbar un trueno, tan fuerte como si se hubiese estrellado contra algo. Era la primera vez que Haru me decía algo parecido y, cuando la miré, sorprendida, vi que me sonreía como si fuera una niña pequeña. Y lo comprendí. Que Haru también lo sabía. Que ahora que nuestro amor por aquel hombre estaba a punto de entrar en la última etapa, ella y yo pronto dejaríamos de vernos. Ella lo sabía.

—Está muy cerca —dije.

Y Haru repitió:

—¡Qué horror!

Y se apartó de la ventana, me rodeó e hizo amago de esconderse detrás de mi espalda.

«Debe de sentirse insegura por culpa de la tormenta», pensé.

—¡No me tomes el pelo! ¡Pero si tú no tienes miedo! —exclamé, incrédula, y me volví hacia ella.

—La verdad es que un poco de miedo sí que tengo —confesó Haru, y se rio.

Su risa se me contagió y me reí a mi vez. Entonces Haru dijo con la sorpresa pintándose en su rostro:

—Oye, oye. Parece que nos vamos compenetrando, vamos, aunque sólo sea un poco.

—Pues sí, tal vez —asentí.

La habitación parecía replegada sobre sí misma, y el retumbar de los truenos nos llegaba, una vez tras otra, desde la distancia. La atmósfera era densa y compacta, podía pensarse que incluso el aliento contenido estropeaba la perfección de aquel pequeño mundo. Algo precioso brillaba allí, en silencio. Enseguida llegaría a su fin. Se marchitaría, desaparecería. Y nosotros nos separaríamos. Esta certeza era lo único que volvía, una y otra vez.

—Supongo que él estará bien.

El perfil de Haru, iluminado por los destellos de los relámpagos, se veía pequeño y hermoso.

—Esperemos que sí.

Por eso quería que llegara la paz. Permanecer las dos en silencio, tranquilas.

—¿Crees que lleva paraguas?

—Lloviendo así, de poco le va a servir. Espero que no le caiga un rayo encima.

—Le cuadra, ¿verdad?, morir de esta forma.

—Espero que vuelva pronto.

—Ay, sí.

Estábamos sentadas la una al lado de la otra, apoyadas en la pared, abrazándonos las rodillas. Fue la primera y la última vez que hablamos así. El rugido de la lluvia interrumpía sin cesar nuestros pensamientos. Daba la sensación de que habíamos estado siempre así, la una junto a la otra, amigablemente, en aquella habitación. Que sólo habíamos fingido que nos llevábamos mal.

—Suena como si lloviera a mares, ¿verdad?

—Sí, hacía tiempo que no llovía tanto.

—¿Dónde debe de estar?

—¡Y qué más da! Mientras esté bien…

—Debe de estarlo.

—Sí, seguro que sí.

Haru, con su delgado mentón apoyado sobre las rodillas, asintió con un enérgico y elegante movimiento de cabeza.

Ya casi amanecía cuando Mizuo y yo salimos del bar de Tanaka-kun. Mientras caminábamos, le pregunté:

—Oye, ¿cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Pues casi dos horas. Mientras te esperaba, no he parado de beber y ahora estoy más borracho que una cuba. —La voz de Mizuo resonaba con fuerza en el callejón, donde no había ni un alma.

—¿Ah, sí? ¿Tanto tiempo? —me sorprendí.

Porque sólo había estado unos instantes junto a Haru. Pese a ello, sentía un gran alivio. La luz de la luna y las estrellas era brillante, y nítida, como no la había visto en años, y parecía que acabaran de lavarlas. Sólo el hecho de estar caminando ya me hacía feliz y, sin darme cuenta, apreté el paso. Haru, la melodía celestial, el médium enano, Haru…

—¡Y qué más da! Si te encuentras mejor… —dijo Mizuo y, de repente, me rodeó los hombros con un brazo—. Y ahora no pienses más.

Asentí en silencio.

¿Había sido fruto de la casualidad que empezara a beber tanto por las noches?

¿Se debía a que Haru se encontraba entonces, siempre, cerca de mí?

Aquella hermosa melodía, ¿era una llamada de Haru?

¿Adónde había ido yo hacía un rato?

¿Quién era aquel enano? ¿Cómo podía hacer aquello?

¿Era aquella, realmente, la Haru muerta?

¿O había sido una pura sugestión de mi mente?

Entonces, Haru se ha ido y yo me he quedado.

Más allá de todos los enigmas, la agradable brisa nocturna dragaba mi corazón.

—No sé por qué, pero me da la sensación de que a partir de mañana beberé menos. O quizás exagere… Pero no, lo creo de verdad.

—Seguro que ha llegado el momento —dijo Mizuo, y se rio.

Para él, ¿todo son «momentos»? Yo, estar conmigo…

Su extrema dulzura, ¿no será producto de su extrema frialdad?

No sé lo que me deparará el futuro. Y si, encima, lo amo todavía más, ¿no acabaré volviéndome transparente?

¿Qué será de nosotros en la nueva vida que empezaremos juntos?

Sin embargo…

Tenía la sensación de que la sonrisa de Mizuo me atravesaba el corazón, exactamente igual que esa noche hermosa y fría. No importaba que esa noche que estábamos pasando juntos —y también todo lo demás— acabase; me parecía que la noche y todo lo demás brillaban en la palma de mi mano con todo su valor. Como cuando estaba con Haru.

En cualquier caso, estaba segura de que no volvería a escuchar aquella melodía. Tan bella que me hacía estremecer. Lo comprendí. Y eso era lo único que me causaba una gran tristeza.

Aquella sensación de seguridad, aquella dulzura, aquella desesperación, aquella ternura… Cada vez que mire el verdor de los árboles del jardín iluminados por la luz de la calle, recordaré fugazmente aquella suave melodía y la perseguiré olfateando su aroma.

Y llegará un momento en que apenas la recordaré y, al final, la olvidaré.

Lo comprendí mientras caminaba junto a Mizuo, con su brazo alrededor de mis hombros.