Primer amor, de Samuel Beckett
Asocio, para bien o para mal, mi matrimonio con la muerte de mi padre, en el tiempo. Que existan otras uniones en otros aspectos, entre ambas cosas, es posible. Bastante difícil me resulta decir lo que creo saber.
Me acerqué no hace mucho a la tumba de mi padre, esto sí que lo sé, y me fijé en la fecha de su muerte, de su muerte tan sólo porque la del nacimiento me era indiferente aquel día. Salí por la mañana y regresé de noche, habiendo comido algo en el cementerio. Pero unos días más tarde, deseando saber a qué edad murió, tuve que volver a la tumba para fijarme en la fecha de nacimiento. Estas dos fechas límite las tengo anotadas en un pedazo de papel que conservo en mi poder. Y así es como estoy en condiciones de afirmar que debía de tener más o menos veinticinco años cuando me casé. Porque la fecha de mi nacimiento, eso he dicho, del nacimiento mío, no la he olvidado jamás, jamás me he visto obligado a apuntarla; ha quedado grabada en mi memoria por lo menos la milésima en cifras que la vida va a tener que sudar tinta para borrar. También el día, si hago un esfuerzo, lo encuentro y lo celebro a menudo, a mi manera, no diré siempre que viene, no, porque viene demasiado a menudo, pero sí a menudo.
Personalmente no tengo nada contra los cementerios, me paseo por ellos muy a gusto, más a gusto que en otros sitios, creo, cuando me veo obligado a salir. El olor de los cadáveres que percibo claramente bajo el de la hierba y el humus no me desagrada. Quizá demasiado azucarado, muy pertinaz, pero cuan preferible al de los vivos: sobacos, pies, culos, prepucios sebosos y óvulos contrariados. Y cuando los restos de mi padre colaboran tan modestamente como pueden, falta muy poco para que me salten las lágrimas. Ya pueden lavarse los vivos, ya pueden perfumarse, apestan. Sí, como sitio para pasear, cuando uno se ve obligado a salir, denme los cementerios y ya pueden irse a pasear ustedes a los jardines públicos, o al campo. Mi bocadillo, mi plátano, los como con más apetito sentado sobre una tumba, y si me vienen ganas de mear, y me vienen con frecuencia, puedo escoger. O bien me pierdo, las manos a la espalda, entre las losas, las rectas, las planas, las inclinadas, y mariposeo entre las inscripciones. Nunca me han decepcionado las inscripciones, siempre hay tres o cuatro tan divertidas que me tengo que agarrar a la cruz, o a la estela, o al ángel, para no caerme. La mía la compuse hace tiempo y sigo estando satisfecho, bastante satisfecho. Mis otros escritos todavía no se han secado y ya me asquean, pero mi epitafio me sigue gustando. Ilustra un tema gramatical. Pocas esperanzas hay desgraciadamente de que jamás se alce por encima del cráneo que lo concibió, a menos de que el Estado se encargue. Pero para poderme exhumar será preciso primero encontrarme, y temo mucho que al Estado le sea tan difícil encontrarme muerto como vivo. Por tal razón me apresuro a consignarlo en este lugar, antes de que sea demasiado tarde:
Yace aquí quien tanto huía
que también de esta escaparía.
Hay una sílaba de más en el segundo y último verso, pero no tiene importancia a mi modo de ver. Más que esto me perdonarán cuando deje de existir. Luego, con un poco de suerte se encuentra uno con un entierro de verdad, con vivos enlutados y a veces una viuda que quiere tirarse en la fosa, y casi siempre ese bonito cuento del polvo, aunque he podido comprobar que no hay nada menos polvoriento que esos agujeros, que son por lo general de tierra muy especiosa, y el difunto tampoco tiene nada especialmente polvoriento, a menos de haber muerto carbonizado. Es bonita de todos modos esa pequeña comedia con lo del polvo. Pero el cementerio de mi padre no era mi favorito especialmente. Estaba demasiado lejos, en medio del campo, en el flanco de una colina, y además era muy pequeño, excesivamente pequeño. Además estaba, por decirlo así, lleno, unas cuantas viudas más y estaría repleto. Prefería con mucho Ohlsdorf, sobre todo por la zona de Linne, en tierra prusiana, con sus cuatrocientas hectáreas de cadáveres bien amontonados, a pesar de que yo no conocía a ninguno de ellos, de no ser al domador Hagenbeck por su fama. Hay un león grabado sobre su losa, creo. La muerte debía tener cara de león para Hagenbeck. Los autocares van y vienen repletos de viudos, de viudas y huérfanos. Bosquecillos, grutas, estanques con cisnes, suministran consuelo a los afligidos. Era en el mes de diciembre, nunca he tenido tanto frío, no podía tragar la sopa de anguila; temí morir, me detuve para vomitar, les envidiaba.
Pero, para pasar ahora a un asunto menos triste, tras la muerte de mi padre tuve que dejar la casa. Él era quien me quería en casa. Un hombre extravagante. Un día dijo, «Déjenlo, no molesta a nadie». No sabía que yo le escuchaba. Tal pensamiento debía de expresarlo frecuentemente, pero las otras veces yo no estaba escuchando. Nunca quisieron enseñarme su testamento, me dijeron tan sólo que me había dejado tal dinero. En aquel momento pensé, y todavía lo creo hoy día, que había pedido en su testamento que me dejaran la habitación que yo ocupaba cuando él vivía, y que me llevaran algo de comer como antaño. Puede que incluso esa fuera la condición de la que dependía todo lo demás. Porque debía gustarle sentir que yo estaba en casa, de otro modo no se habría opuesto a que me echaran a la calle. A lo mejor sólo le daba pena. Pero no lo creo. Habría tenido que dejarme toda la casa, de ese modo me hubiese quedado tranquilo y también los demás por otra parte, ya que les habría dicho, «¡Pero quédense ustedes, están en su casa!». Era un caserón enorme. Sí, bien que le jodieron a mi pobre padre si pretendía seguir protegiéndome más allá de la tumba. En cuanto al dinero, seamos justos, me lo dieron enseguida, a la mañana siguiente a la inhumación. Es posible que les fuera materialmente imposible hacer otra cosa. Les dije, «Quédense ese dinero y déjenme continuar viviendo aquí en mi habitación, como cuando vivía papá». Y añadí, «Que Dios guarde su alma, con la esperanza de agradarles».
Pero no quisieron. Les propuse ponerme a su disposición algunas horas diarias para los pequeños trabajos de mantenimiento que tan necesarios son en cualquier casa, si se quiere evitar que caiga hecha polvo. Hacer chapuzas es algo que todavía es posible, no sé por qué. Les propuse especialmente ocuparme del invernadero. Allí me hubiese pasado muy a gusto tres o cuatro horas diarias, en medio de aquel calor, cuidando tomates, claveles, jacintos, los semilleros. En aquella casa sólo mi padre y yo entendíamos de tomates. Pero no quisieron. Un día, al volver del inodoro me encontré la puerta de mi cuarto cerrada con llave y todos mis trastos amontonados delante de la puerta. Debiera decirles a ustedes la clase de estreñimiento que tenía por esa época. Era la ansiedad lo que me estreñía, creo. ¿Pero era yo realmente un estreñido? No lo creo. Calma, calma. Y sin embargo debía serlo, porque ¿cómo explicar si no esas largas, esas atroces sesiones en los retretes, en el váter? No leía jamás, ni allí ni en otra parte, no soñaba ni reflexionaba; miraba vagamente un almanaque colgado de un clavo ante mis ojos, donde se veía la imagen en colores de un hombre joven y barbudo rodeado de corderos, debía tratarse de Jesús, separaba mis nalgas con las manos y empujaba. ¡Uno! ¡Ah! ¡Dos! ¡Ah!, con espasmos de remero, y sólo me quedaba un deseo, volver a mi cuarto y estirarme. Era estreñimiento, ¿verdad? ¿O lo confundo con la diarrea? Todo se mezcla en mi cabeza, cementerios, bodas y los distintos tipos de mierda. Mis cosas eran poco numerosas, las habían amontonado en el suelo, contra la puerta, todavía recuerdo el montoncito que formaban en la especie de cavidad oscura que separaba el pasillo de mi cuarto. Fue en ese pequeño espacio cerrado por tres costados donde me vi obligado a cambiarme, quiero decir a cambiar mi batín y mi camisón por la vestimenta de viaje, quiero decir calcetines, zapatos, pantalón, camisa, chaqueta, abrigo y sombrero, espero no haber olvidado nada. Probé otras puertas, girando el pomo y empujando antes de salir de casa, pero ninguna cedió. Si hubiese encontrado una habitación abierta creo que me habría atrincherado dentro, sólo con gases me hubieran hecho salir. Notaba la casa llena de gente, como siempre, pero no veía a nadie. Me parece que todo el mundo se había encerrado en su cubil con la oreja presta. Y luego todos rápidamente a las ventanas, un tanto retirados, bien escondidos por los cortinajes, tras el ruido de la puerta de la calle al cerrarse a mi espalda, debiera haberla dejado abierta. Y ya las puertas se abren y sale todo el mundo: hombres, mujeres, niños, cada uno de su habitación, y las voces, los suspiros, las sonrisas, las manos, las llaves en las manos, un gran uf, y luego rememorar las consignas, si esto entonces aquello, pero si aquello entonces esto, un auténtico ambiente de fiesta, todo el mundo ha entendido; a comer, a comer, la habitación puede esperar. Todo esto es pura imaginación, naturalmente, ya que yo no estaba allí. Las cosas sucedieron de modo muy distinto a lo mejor, pero ¿qué importa cómo sucedan las cosas desde el momento en que suceden? ¡Y todos aquellos labios que me habían besado, aquellos corazones que me habían amado (se ama con el corazón, ¿no?, ¿o lo confundo con otra cosa?), aquellas manos que habían jugado con las mías y aquellos espíritus que por poco me poseen! La gente es verdaderamente extraña. Pobre papá, debía de sentirse bien jodido aquel día, si podía verme, vernos, jodido por mi causa quiero decir. A menos que en su gran sabiduría de desencarnado viera más lejos que su hijo, cuyo cadáver no estaba todavía completamente a punto.
Para pasar ahora a un asunto más alegre, el nombre de la mujer a la que me uní al poco tiempo de lo de antes, el nombre de pila, era Lulú. Por lo menos así decía ella, y no veo qué interés podía tener en mentirme sobre aquello. Evidentemente, nunca se sabe. Como no era francesa, decía Loulou. También yo, como no era francés decía Loulou como ella. Ambos, decíamos Loulou. También me dijo su apellido, pero lo he olvidado. Debiera haberlo anotado en un trozo de papel, no me gusta olvidar los nombres propios. La conocí en un banco, al borde del canal, de uno de los canales, porque nuestra ciudad tiene dos, aunque nunca aprendí a distinguirlos. Era un banco muy bien situado, adosado a un montón de tierra y detritus endurecidos, de manera que mi trasero estaba cubierto. También mis flancos, parcialmente, gracias a dos árboles venerables, e incluso muertos, que flanqueaban el banco de un lado y otro.
Fueron sin duda esos árboles los que habían sugerido, un día en que se mecían con todas sus hojas, la idea del banco a alguien. Delante, a algunos metros, el canal fluía, si es que los canales fluyen, yo no lo sé, lo que contribuía a que por aquel lado tampoco corriera el riesgo de ser sorprendido. Y sin embargo ella me sorprendió. Me había tumbado hacía buen tiempo, miraba a través de las ramas desnudas, cuyos dos árboles se sostenían por encima de mi cabeza, y a través de las nubes, que no eran continuas, ir y venir un rincón de cielo estrellado. «Hágame sitio», dijo ella. Mi primer impulso fue de marcharme, pero mi fatiga y el hecho de no saber adonde ir me impidieron seguirlo. De manera qué encogí un poco los pies bajo el culo y ella pudo sentarse. No pasó nada entre nosotros aquella noche y pronto se largó sin haberme dirigido la palabra. Sólo cantó como para ella, y sin las palabras afortunadamente, algunas viejas canciones de la región de un modo curiosamente fragmentario, saltando de una a otra y volviendo a la que acababa de interrumpir antes de acabar la que la había desbancado. Tenía una voz desafinada pero agradable. Intuí un alma que se aburre pronto de todo y no acaba nunca nada, que es entre todas posiblemente la menos cabreante. Incluso del banco, pronto tuvo bastante, y en cuanto a mí, con un vistazo ya tuvo suficiente. Era realmente una mujer en extremo tenaz. Volvió al día siguiente y al otro y las cosas sucedieron más o menos del mismo modo. Quizás intercambiamos algunas palabras. Al siguiente día llovió y me creía a salvo, pero me equivocaba. Le pregunté si estaba entre sus proyectos el de venir a molestarme todas las noches. «¿Le molesto?», dijo. Me miraba sin duda. No debía ver gran cosa. Los dos párpados quizás, y un trozo de la nariz y de la frente, oscuramente, a causa de la oscuridad. «Me parecía que estábamos a gusto», dijo. «Usted me molesta», dije, «no puedo estirarme cuando se sienta ahí». Hablaba desde el cuello de mi abrigo y sin embargo me oía. «¿Todo lo que quiere es estirarse?», dijo. Es una grave equivocación dirigirle la palabra a la gente. «Pues basta con que ponga sus pies sobre mis rodillas», dijo. No me lo hice repetir. Noté bajo mis pobres pantorrillas sus muslos rebosantes. Empezó a acariciarme los tobillos. ¿Y si le diera una patada en el coño?, me dije. Le dices a alguien algo sobre estirarse y enseguida ven un cuerpo extendido. Pero lo que a mí me interesaba, rey sin súbditos, aquello de lo que la disposición de mi osamenta no era sino el más lejano y fútil reflejo, era la supinación cerebral, el adormecimiento de la idea de yo y de la idea de ese pequeño residuo de bagatelas venenosas a las que llaman no yo, e incluso el mundo, por pereza. Pero a los veinticinco años se le empina todavía al hombre moderno, también físicamente, de vez en cuando, es el patrimonio de todos, yo mismo no lo podía evitar si es que a eso se le puede llamar empinarse. Ella lo notó como es natural, las mujeres huelen un falo al aire libre a más de diez kilómetros y se preguntan, «¿Cómo ha podido verme este?». Ya no se es uno mismo en tales condiciones, y es desgraciado no ser uno mismo, todavía más desgraciado que serlo, a pesar de lo que se dice. Porque mientras uno es se puede hacer algo, para serlo menos, pero cuando ya no se es se es cualquier cosa y ya no hay modo de atenuarse. Eso que llaman el amor es el exilio, con una postal del país de vez en cuando: he aquí mis sentimientos de esta noche. Cuando ella terminó, y mi yo mío, domesticado, se fue reconstruyendo con la ayuda de una breve inconsciencia, me encontré solo. Me pregunto si todo esto no es más que una invención, y si en realidad las cosas no sucedieron de un modo totalmente distinto, según un esquema que he debido olvidar. Y sin embargo la imagen de ella ha quedado unida a la del banco, para mí, no la del banco nocturno, sitio el de la tarde, de manera que hablar del banco, tal como se me presentaba por las tardes, es como hablar de ella, para mí. Esto no prueba nada, pero yo no quiero probar nada. En lo que respecta al banco diurno, no merece la pena hablar de ello; no estaba nunca, lo abandonaba muy temprano y no volvía hasta entrada la tarde. Sí, durante el día me dedicaba a buscar comida y localizar asilos. Si me preguntan ustedes, y desde luego lo están deseando, qué había hecho del dinero que mi padre me había dejado, les diré que no había hecho nada, lo llevaba en el bolsillo. Porque sabía que no sería siempre joven y que el verano no dura eternamente, ni incluso el otoño, mi alma burguesa me lo decía. Finalmente le dije que estaba harto. Me molestaba enormemente, incluso ausente. Y todavía me molesta por otra parte, pero sólo del mismo modo que todo lo demás. Además ya no me importa, en la actualidad, ser molestado, o muy poco, qué quiere decir, ser molestado, incluso es necesario que lo sea; he cambiado de sistema, sigo la martingala, voy por la novena o por la décima, y luego todo termina rápidamente, las molestias, los arreglos, pronto no hablaremos más ni de ella ni de los otros, ni de la mierda ni del cielo. «¿Entonces no quiere que vuelva?», dijo. Es increíble cómo la gente repite lo que uno acaba de decirles, como si temieran la hoguera si dan crédito a sus oídos. Le dije que viniese de vez en cuando. Conocía muy mal a las mujeres por aquel entonces. Sigo sin conocerlas por otra parte. Ni a los hombres. Ni a los animales. Lo que menos desconozco son mis sufrimientos. Los pienso todos, cada día, se hace rápido, el pensamiento es tan rápido, pero no todos vienen del pensamiento. Sí, hay algunas horas, al principio de la tarde sobre todo, en que me siento sincretista, a la manera de Reinhold. Vaya equilibrio. Y encima también los conozco mal, mis sufrimientos. Eso debe de ser que no soy sólo sufrimiento. He aquí la astucia. Entonces me alejo, hasta el asombro, hasta la admiración de otro planeta. Raramente, pero con eso basta. Ninguna bobada, la vida. No ser más que puro sufrimiento, ¡cómo simplificaría las cosas! ¡Ser doliente puro! Pero eso sería competencia, y desleal. Ya se los contaré a ustedes de todos modos, un día, si me acuerdo, y puedo, mis raros sufrimientos, detalladamente, y distinguiéndolos con cuidado para mayor claridad. Les contaré los del entendimiento, los del corazón o afectivos, los del alma (bellísimos, los del alma), y luego los del cuerpo, los internos u ocultos primero, luego los de la superficie, empezando por los cabellos y descendiendo metódicamente y sin apresurarme hasta los pies, centro de los callos, calambres, juanetes, uñeros, sabañones, hongos y otras extravagancias. Y a los que sean tan amables que me escuchen les diré al mismo tiempo, conforme a un sistema cuyo autor he olvidado, los instantes en que, sin estar drogado, ni borracho, ni en éxtasis, no se siente nada. Entonces naturalmente ella quería saber lo que yo entendía por de vez en cuando, vean a lo que uno se arriesga, abriendo la boca.
¿Cada ocho días? ¿Cada diez días? ¿Cada quince días? Le dije que viniera menos veces, muchas menos veces, que no viniera en absoluto de ser posible, y que si eso no era posible que viniera las menos veces posibles. Por otra parte al día siguiente abandoné el banco, menos a causa de ella debo decirlo que a causa del banco, cuya situación ya no respondía a mis necesidades, tan modestas sin embargo, ya que los primeros fríos comenzaban a hacerse sentir, y por otras razones de las que sería ocioso hablar a gilipollas como ustedes, y me refugié en un establo de vacas abandonado que había localizado en el curso de mis paseos. Estaba situado en el ángulo de un campo que mostraba en su superficie más ortigas que hierba y más barro que ortigas, pero cuyo subsuelo poseía posiblemente propiedades remarcables. Fue en ese establo, lleno de boñigas secas y huecas que se hundían con un suspiro cuando las tocaba con el dedo, donde por primera vez en mi vida, y diría gustosamente por última si tuviese bastante morfina al alcance de mi mano, tuve que defenderme contra un sentimiento que se atribuía poco a poco en mi espíritu helado, el horroroso nombre de amor. Lo que hace encantador a nuestro país, aparte por supuesto del hecho de que esté medio despoblado, a pesar de la imposibilidad de procurarse el más mínimo preservativo, es que todo está abandonado menos las viejas deposiciones de la historia. Estas son recogidas encarnizadamente, son conservadas y paseadas en procesión. En cualquier lugar donde el tiempo haya producido una hermosa palomina repugnante ustedes encontrarán a nuestros patriotas, en cuclillas, resoplando, el rostro encendido. Es el paraíso de los desalojados. Esta es finalmente la explicación de mi felicidad. Todo invita a la prosternación. No veo relación alguna entre estas observaciones. Pero que hay una, e incluso varias, es algo que no puede dudarse, a mi entender. ¿Pero cuáles? Sí, la amaba, es el nombre que daba, que doy todavía por desgracia, a lo que hacía en aquella época. No tenía ninguna preparación para ello, no habiendo amado nunca anteriormente, pero había oído hablar de la cosa, naturalmente, en casa, en la escuela, en el burdel, en la iglesia, y había leído novelas, en prosa y en verso, bajo la dirección de mi tutor, en inglés, en francés, en italiano, en alemán, en las que se trataba ampliamente el tema. Por lo tanto estaba preparado por lo menos a darle un nombre a lo que hacía, cuando me veía a mí mismo repentinamente escribiendo el nombre de Lulú sobre una vieja boñiga de becerra, o cuando tumbado en el barro a la luz de la luna intentaba arrancar las ortigas sin romperles el tallo. Eran ortigas gigantes, algunas medían un metro de altura, las arrancaba, aquello me consolaba, y eso que no está en mi naturaleza arrancar las malas hierbas, al contrario, les echaría estiércol por toneladas si tuviera. Las flores, es otra cosa. El amor le vuelve a uno malo, es un hecho comprobado. ¿Pero de qué amor se trataba exactamente? ¿De un amor pasional? No lo creo. Porque el amor pasional es el de los sátiros, ¿no? ¿O lo confundo con otra variedad? Hay tantas, ¿verdad? A cuál más bella, ¿verdad? El amor platónico, he aquí otro del que me acuerdo repentinamente. Es desinteresado. ¿Es posible que la amara platónicamente? Me cuesta creerlo. ¿Acaso habría trazado su nombre sobre viejas mierdas de vaca si la hubiese amado con un amor puro y desinteresado? ¿Y encima con el dedo, que luego me chupaba? Veamos, veamos. Pensaba en Lulú, y si con eso no está todo dicho ya he dicho bastante, a mi entender. Además ya estoy harto de este nombre Lulú y le voy a dar otro, esta vez de una sola sílaba; Anne, por ejemplo, no es de una sílaba pero me da igual. De manera que pensaba en Anne, yo que había aprendido a no pensar en nada, de no ser en mis sufrimientos, muy rápido, luego en las medidas a tomar para no morir de hambre, o de frío, o de vergüenza, pero jamás y con ningún pretexto en los seres vivos en cuanto tales (me pregunto qué querrá decir esto), a pesar de todo lo que pueda haber dicho, o que pueda llegar a decir sobre este tema. Porque siempre he hablado, siempre hablaré de cosas que nunca han existido, o que han existido si ustedes lo prefieren, y que existirán siempre probablemente, pero sin la existencia que yo les concedo. Los quepis, por ejemplo, existen, y pocas esperanzas hay de que desaparezcan, pero yo nunca he llevado quepis. En algún sitio he escrito, «Me dieron… un sombrero». Sin embargo jamás me dieron un sombrero, siempre he conservado el mío, el que mi padre me dio, y nunca tuve otro sombrero más que este. Me acompañó en la muerte, además. Entonces pensaba en Anne, mucho, mucho, veinte minutos, veinticinco minutos, y hasta media hora al día. Llego a estas cifras sumando otras cifras más pequeñas. Esa debía de ser mi manera de amar. ¿Debo concluir que la amaba con ese amor intelectual que ya me ha hecho decir tantas memeces en otro lugar? No puedo creerlo. Ya que, de haberla amado de ese modo, ¿acaso me habría divertido trazar la palabra Anne sobre inmemoriales excrementos bovinos? ¿Arrancar ortigas a manos llenas? ¿Y habría sentido bajo mi cráneo palpitar sus muslos, como dos travesaños posesos? Para terminar, para intentar terminar con esta situación, fui una noche al lugar donde se encontraba el banco, a la hora que en otras ocasiones ella había acudido a reunirse conmigo. No estaba y esperé en vano. Era el mes de diciembre ya, de no ser el de enero, y el frío estaba en su estación, es decir muy bien, muy justo, perfecto, como todo lo que se da en su estación. Pero de regreso al establo no tardé en concebir una argumentación que me aseguró una noche excelente y que se basaba en el hecho de que la hora oficial tiene tantos modos de inscribirse, en el aire y en el cielo, también en el corazón, como días tiene el año. Al día siguiente pues me dirigí al banco mucho antes, mucho más temprano, justo en el inicio de la noche propiamente dicha, pero de todos modos demasiado tarde, porque ella ya estaba allí, en el banco, bajo las ramas crujientes de hielo, ante el agua glacial. Ya les dije que se trataba de una mujer excesivamente tenaz. El túmulo estaba blanco de escarcha. No sentí nada. ¿Qué interés podía inducirla a perseguirme de aquel modo? Se lo pregunté sin sentarme, yendo y viniendo y golpeando los pies. El frío había abollado el camino. Ella dijo que no lo sabía. ¿Qué podía ver en mí? Le pedí que me respondiera, si podía. Respondió que no podía. Parecía cálidamente abrigada. Tenía las manos metidas en un manguito. Recuerdo que a la vista del manguito me puse a llorar. Y sin embargo he olvidado el color. Aquello iba mal. Siempre he llorado fácilmente, sin conseguir jamás el menor beneficio, hasta hace muy poco. En la actualidad si me viera obligado a llorar ya podría joderme vivo que no conseguiría sacar ni una miserable gota, lo creo de verdad. Sienta mal. Eran las cosas lo que me hacía llorar. Y eso que no tenía ninguna preocupación. Y cuando me sorprendía a mí mismo llorando sin causa aparente, era porque había visto algo sin darme cuenta. De manera que me pregunto si era verdaderamente el manguito lo que me hacía llorar aquella noche, o si no sería el sendero, cuya dureza y cuyas abolladuras me habrían recordado los pavimentos, o cualquier otra cosa, una cosa cualquiera que habría visto sin darme cuenta. La veía por así decirlo por primera vez. Estaba completamente acurrucada y arropada, la cabeza inclinada, el manguito con las manos en el regazo, las piernas juntas la una contra la otra, los talones en el aire. Era informe, sin edad, casi sin vida, podía ser una anciana o una niña. Y ese modo de responder, «No sé, no puedo». Sólo yo no sabía ni podía. «¿Es por mí por quien ha venido usted?», dije. «Sí», dijo ella. «Bueno, pues ya estoy aquí», dije. ¿Y yo, no era por ella por lo que había ido? Aquí estoy, aquí estoy, me dije. Me senté a su lado pero volví a levantarme inmediatamente, de un salto, como bajo el efecto de un hierro candente. Tenía ganas de irme para saber si ya se había terminado aquello. Pero para mayor seguridad, antes de irme le pedí que me cantara una canción. Al principio creí que ella rehusaría, quiero decir simplemente que no cantaría, pero no, tras un momento se puso a cantar, y cantó un buen rato, siempre la misma canción creo, sin cambiar de postura. Yo no conocía la canción, nunca la había oído y nunca más volvería a oírla. Sólo recuerdo que trataba de limoneros o naranjos, no sé muy bien, y para mí ya es un éxito haber retenido que trataba de limoneros o naranjos, porque de otras canciones que he oído a lo largo de mi vida, y he oído montones, porque es materialmente imposible se diría hasta vivir, incluso tal y como yo vivía, sin oír cantar a menos de ser sordo; no he retenido nada, ni una palabra, ni una nota, o tan pocas palabras, tan pocas notas, que, que qué, que nada, esta frase ya ha durado bastante. Luego me fui y mientras me alejaba oí que cantaba otra canción, o quizá la continuación de la misma, con una voz débil y que se debilitaba cada vez más a medida que me alejaba, y que finalmente cesó, sea porque dejó de cantar, sea porque yo estaba demasiado lejos como para oírla. No me gustaba quedar en esa incertidumbre, por aquella época yo vivía en la incertidumbre naturalmente, de la incertidumbre, pero aquellas pequeñas incertidumbres, de orden físico como se dice, prefería sacármelas de encima inmediatamente, podían atormentarme como tábanos durante semanas. De modo que di unos pasos atrás y me detuve. Al principio no oía nada, luego oí la voz, a duras penas, tan débil me llegaba. No la oía, y luego la oía, por lo tanto debí empezar a oírla en un momento determinado, y sin embargo no, no hubo comienzo, hasta tal punto había salido suavemente del silencio y hasta tal punto se le parecía. Cuando la voz calló por fin di algunos pasos hacia ella, para estar seguro de que había terminado y no simplemente bajado de tono. Luego desesperándome, diciéndome, «Cómo saber a menos de estar a su lado, inclinado sobre ella», di media vuelta y me fui, de veras lleno de incertidumbre. Pero unas semanas más tarde, más muerto que vivo, todavía volví al banco, era la cuarta o la quinta vez desde que la había abandonado, a la misma hora más o menos, quiero decir más o menos bajo el mismo cielo; no, tampoco es eso, porque siempre es el mismo cielo y nunca es el mismo cielo, cómo explicar esto, no lo explicaré, se acabó. Ella no estaba. Pero de golpe allí estaba, no sé cómo, no la vi venir, ni la oí venir, y eso que estaba alerta. Digamos que llovía, eso nos cambiará un poco. Se cobijaba bajo un paraguas, naturalmente, debía tener un vestuario fabuloso. Le pregunté si venía todas las tardes. «No», dijo, «sólo de vez en cuando». El banco estaba demasiado húmedo para osar sentarse. Caminábamos de arriba abajo, la tomé del brazo, por curiosidad, para ver si me daba gusto, pero no me daba ningún gusto, de manera que la dejé. ¿Y por qué estos detalles? Para retardar el desenlace. Veía un poco mejor su rostro. La encontré normal, su cara, una cara como hay millones. Bizqueaba, pero esto no lo supe hasta más tarde. No parecía ni joven ni vieja, su cara estaba como suspendida entre la frescura y el marchitamiento. Yo soportaba mal en esa época este tipo de ambigüedad. En cuanto a saber si era bella, su cara, o si había sido bella, o si tenía probabilidades de volverse bella, confieso que me vi incapaz. He visto caras en algunas fotos que quizás hubiera podido calificarlas de bellas, de haber tenido algunas nociones sobre la belleza. Y el rostro de mi padre, en el lecho de muerte, me había hecho entrever la posibilidad de una estética de lo humano. Pero los rostros de los vivos, siempre haciendo muecas, con la sangre a flor de piel, ¿podían considerarse objetos? Yo admiraba, a pesar de la oscuridad, a pesar de mi turbación, el modo que tiene el agua inmóvil o que se desliza suavemente, de levantarse hacia la que cae, como sedienta. Me preguntó si quería que me cantara alguna cosa. Respondí que no, que prefería que me dijera alguna cosa. Creí que me diría que no tenía nada que decirme, eso hubiera concordado con su carácter. Por lo tanto me sorprendió agradablemente oírle decir que tenía un cuarto, me sorprendió muy agradablemente. Por otra parte ya me lo sospechaba. ¿Quién no tiene un cuarto? ¡Ah, oigo el clamor! «Tengo dos habitaciones», dijo. «¿Cuántas habitaciones tiene, exactamente?», dije. Dijo que tenía dos habitaciones y una cocina. Aquello aumentaba cada vez. Acabaría por recordar un baño. «¿Son dos las habitaciones que ha mencionado?», dije. «Sí», dijo. «¿Una al lado de la otra?», dije. Por fin un tema de conversación digno de tal nombre. «La cocina está en medio», dijo. Le pregunté que por qué no me lo había dicho antes. Créanme que estaba fuera de mí en esa época. No estaba a gusto a su lado, salvo que me sentía libre de pensar en cualquier otra cosa que no fuera ella, y eso ya era extraordinario, en las viejas cosas ya experimentadas, una tras otra, y así poco a poco en nada, como por escalones descendentes hacia un agua profunda. Y sabía que abandonándola perdería esta libertad.
Eran en efecto dos habitaciones separadas por una cocina, no me había mentido. Dijo que yo debía haber ido a buscar mis cosas. Le expliqué que no tenía cosas. Estábamos en lo alto de una casa vieja y desde las ventanas se podía ver la montaña, los que quisieran. Encendió una lámpara de petróleo. «¿No tiene electricidad?», dije. «No», dijo, «pero tengo agua corriente y gas». «Mira por dónde», dije, «tiene usted gas». Empezó a desnudarse. Cuando no saben qué hacer se desnudan, y sin duda es lo mejor que pueden hacer. Se lo quitó todo con una lentitud capaz de impacientar a un elefante, excepto las medias, destinadas sin duda a llevar hasta el máximo mi excitación. Entonces fue cuando me di cuenta de que bizqueaba. Afortunadamente no era la primera vez que veía una mujer desnuda, de modo que pude quedarme, sabía que ella no iba a explotar. Le dije que tenía ganas de ver la otra habitación, porque todavía no la había visto. De haberla visto le habría dicho que tenía ganas de volverla a ver. «¿No se desnuda?», dijo. «Oh, sabe usted», dije, «no suelo desnudarme con frecuencia». Era verdad, nunca he sido un hombre dispuesto a desnudarme a la menor ocasión. Solía quitarme los zapatos cuando me acostaba, quiero decir cuando me disponía (¡disponía!) a dormir, y luego la ropa exterior según la temperatura. Se vio por tanto obligada, bajo pena de mostrarse poco acogedora, a cubrirse con una bata y acompañarme con la lámpara en la mano. Pasamos por la cocina. También habríamos podido pasar por el corredor, me di cuenta luego, pero pasamos por la cocina. No sé por qué. Quizá fuera el camino más rápido. Miré la habitación horrorizado. Una tal densidad de muebles sobrepasa cualquier imaginación. Y era que ya la había visto yo en alguna parte, aquella habitación. ¿Qué habitación es esta? «Es el salón», dijo. El salón. Empecé a sacar muebles por la puerta que daba al corredor. Ella me miraba. Estaba triste, por lo menos así lo supongo, porque en el fondo no lo sé. Me preguntó qué hacía, pero sin esperar una respuesta creo. Los saqué uno tras otro, e incluso de dos en dos y los amontoné en el pasillo, contra la pared del fondo. Había centenares, grandes y pequeños. Al final llegaban hasta la puerta, de manera que no se podía salir de la habitación, ni con mayor razón entrar en ella por allí. Se podía abrir la puerta y volver a cerrarla, dado que se abría hacia el interior, pero se había vuelto infranqueable. Una hermosísima palabra, infranqueable. «Quítese el sombrero por lo menos», dijo. Ya les hablaré de mi sombrero en otra ocasión, quizá. Ya no quedaba en la habitación finalmente más que una especie de sofá y algunas estanterías clavadas en la pared. El sofá lo arrastré hasta el fondo de la pieza, cerca de la puerta, y las estanterías las arranqué al día siguiente y las puse fuera, en el pasillo con el resto. Al arrancarlas, extraño recuerdo, oí la palabra fibroma o fibrona, no sé cuál, nunca lo he sabido, no sabía lo que quería decir y nunca tuve la curiosidad de averiguarlo. ¡De lo que se acuerda uno! ¡Y lo que uno cuenta! Cuando todo estuvo en orden me dejé caer en el sofá. Ella no había levantado un dedo para ayudarme. «Le traigo mantas y sábanas», dijo. Pero sábanas no quise ni una. «¿Querrá usted cerrar las cortinas?», dije. La ventana estaba cubierta de escarcha. No es que diese mucha claridad, a causa de la noche, pero resultaba un poco luminoso de todos modos. Ya podía yo acostarme con los pies hacia la puerta, que aquello me molestaba, aquella débil y fría claridad. De pronto me levanté y cambié la disposición del sofá, es decir que el respaldo largo, que antes había puesto pegado a la pared, lo saqué hacia el exterior. Era el lado abierto, el embarcadero, lo que ahora daba a la pared. Luego salté en su interior, como un perro en su canasta. «Le dejo la lámpara», dijo, pero le rogué que se la llevara. «¿Y si necesita algo por la noche?», dijo. Iba a empezar a discutillear, me lo temía. «¿Sabe dónde está el retrete?», dijo. Tenía razón, no me había dado cuenta. Aliviarse en la cama es una delicia en los primeros momentos, pero luego empiezan las incomodidades. «Deme un orinal», dije. He amado mucho, bueno amado bastante, durante largo tiempo; la palabra orinal me recordaba a Racine o a Baudelaire, ya no sé cuál de los dos, o a los dos quizá, sí, lo lamento, tenía mis lecturas, y por ellas llegaba donde el verbo toma asiento, esto parece Dante. Pero ella no tenía orinal. «Tengo una especie de silla perforada», dijo. Yo imaginaba a la abuela sentada allí encima, rígida como una estaca y orgullosa, acababa de comprarla, perdón, de adquirirla, en una fiesta benéfica, en una tómbola quizás, era una pieza de época, la estrenaba, o más bien lo intentaba, casi hubiera deseado que la vieran. Retardemos, retardemos. «Pues deme un simple recipiente», dije, «no tengo disentería». Volvió con una especie de cacerola, no era una cacerola de verdad porque no tenía mango, era oval y tenía dos asas y una tapa. «Es el puchero», dijo. «No necesito la tapa», dije. «¿No necesita la tapa?», dijo. Si hubiera dicho que necesitaba la tapa ella hubiera dicho, «¿Necesita la tapa?». Puse el utensilio bajo las mantas, me gusta tener algo a mano cuando duermo, así tengo menos miedo, mi sombrero todavía estaba empapado. Me volví hacia la pared. Tomó la lámpara de encima de la chimenea donde la había dejado, precisemos, precisemos, por encima de mí gesticulaba su sombra, creí que iba a dejarme, pero no, vino a inclinarse sobre mí, por encima del respaldo. «Todo esto son recuerdos de familia», dijo. En su lugar yo me habría ido de puntillas. Pero ella no se movió. Lo esencial es que ya empezaba a dejarla de amar. Sí, ya me sentía mejor, casi presto al ataque de los lentos descensos hacia las largas inmersiones de las que me había visto privado tanto tiempo por su culpa. Y acababa de llegar. Pero antes que nada dormir. «Intente ahora echarme a la calle», dije. Me pareció que el significado de estas palabras, e incluso el ruidito que hicieron, no se me hacía consciente hasta al cabo de algunos segundos después de pronunciarlas. Tenía tan poca costumbre de hablar que de vez en cuando ocurría que se me escapaban, por la boca, una serie de frases impecables desde el punto de vista gramatical pero enteramente desprovistas, no diré de significado, porque bien examinadas sí tenían alguno, y a veces varios, pero de fundamento. Pero el ruido, siempre lo oía, a medida que lo iba haciendo. Aquella vez era la primera en que mi voz me llegaba tan lentamente. Me volví de espaldas para ver lo que pasaba. Ella sonreía. Al poco rato se fue, llevándose la lámpara. La oí atravesar la cocina y cerrar tras ella la puerta de su cuarto. Estaba solo al fin, en la oscuridad al fin. No diré nada más. Me creí dirigido hacia una noche maravillosa, a pesar de la extravagancia del lugar, pero no, mi noche fue extremadamente agitada. Me desperté por la mañana extenuado, mis ropas en desorden, las mantas también, y Anne a mi lado, desnuda naturalmente. ¡Lo que se habría esforzado! Yo seguía con el puchero en la mano. Miré en su interior. No lo había utilizado. Me miré el sexo. Ojalá hubiera podido hablar. No diré nada más. Fue mi noche de amor.
Poco a poco mi vida se organizó en aquella casa. Me traía la comida a las horas que yo le había indicado, venía de vez en cuando a comprobar que estaba bien y que no necesitaba nada, vaciaba el puchero una vez al día y hacía la habitación una vez al mes. No siempre resistía la tentación de hablarme, pero de un modo general no tenía por qué quejarme de ella. La oía de vez en cuando cantar en su cuarto, la canción atravesaba la puerta de su cuarto, luego la cocina, luego la puerta de mi cuarto y llegaba hasta mí débil pero indiscutible. A menos de que pasara por el pasillo. No me molestaba demasiado oír cantar de vez en cuando. Un día le pedí que me trajera un jacinto vivo en un tiesto. Me lo trajo y lo puso sobre la chimenea. Ya no había otro lugar en mi habitación más que la chimenea para poner objetos, a menos de ponerlos en el suelo. Lo miraba todos los días, mi jacinto. Era rosado. Yo lo hubiera preferido azul. Al principio iba muy bien, incluso tuvo algunas flores, luego capituló, y pronto no fue más que un tallo fláccido entre hojas llorosas. El bulbo, medio salido de la tierra, como para buscar oxígeno, olía mal. Anne quería arrancarlo, pero le dije que lo dejara. Quería comprarme otro pero le dije que no quería otro. Lo que más me molestaba eran unos ruiditos, unas risitas y gemidos que llenaban el piso sordamente a determinadas horas, tanto de día como de noche. Ya no pensaba en Anne, nada en absoluto, pero tenía de todos modos necesidad de silencio para poder vivir mi vida. Ya podía yo razonar, decirme que el aire está hecho para acarrear ruidos del mundo, y que las risas y los gemidos entraban forzosamente en ese traslado, no me calmaba lo más mínimo. No llegaba nunca a determinar si se trataba siempre del mismo tipo o si había varios. ¡Las risitas y gemidos se parecen tanto entre sí! Tenía tal horror en esta época a esas perplejidades miserables que cada vez me engañaba, quiero decir que intentaba tener la conciencia tranquila. He tardado mucho tiempo, toda la vida por así decirlo, en comprender que el color de un ojo entrevisto, o la procedencia de un ruidito lejano, están más cerca de Giudecca, en el infierno de las ignorancias, que la existencia de Dios, o la génesis del protoplasma, o la existencia del ser, y exigen mucha más sabiduría de la que devuelven. Es un poco abusivo, toda una vida para llegar a esta consoladora conclusión, no le queda a uno tiempo de aprovecharla. Estaba por lo tanto muy avanzado, tras interrogarla, cuando me dijo que se trataba de clientes que recibía por turno. Podría naturalmente haberme levantado e ir a mirar por la cerradura, suponiendo que no estuviese obturada, ¿pero qué puede verse por esos agujeros? «¿Entonces, usted vive de la prostitución?», dije. «Vivimos de la prostitución», respondió. «¿No podría pedirles que hicieran un poco menos de ruido?», dije, como si creyera lo que acababa de decirme. Añadí, «¿O bien otro tipo de ruido?». «Tienen que jadear», dijo. «Me veré obligado a irme», dije. Buscó lienzos espesos en la leonera familiar y los clavó delante de nuestras puertas, la mía y la suya. Le pregunté si no habría modo, de vez en cuando, de comer un boniato. «¡Un boniato!», exclamó, como si hubiera expresado deseos de comer recién nacidos hebreos. Le dije que la estación de los boniatos estaba acabando y que si, de aquí a entonces, podía hacer que no comiese otra cosa que boniatos se lo agradecería de corazón. «¡Nada más que boniatos!», exclamó. Los boniatos tienen un gusto a violetas para mí. Me gustan los boniatos porque tienen gusto de violetas y las violetas porque tienen el perfume de los boniatos. Si no hubiera boniatos sobre la tierra no me gustarían las violetas y si no existiesen violetas los boniatos me serían tan indiferentes como los nabos o los rábanos. E incluso, dado el actual estado de la flora, quiero decir en este mundo en que boniatos y violetas encuentran el modo de coexistir, podría pasarme fácilmente, muy fácilmente, de unos y de otras. Un día tuvo los cojones de decirme que estaba encinta, y además de cuatro o cinco meses por obra mía. Se puso de perfil y me invitó a mirar su vientre. Se desnudó incluso, sin duda para probarme que no escondía un cojín bajo la falda, y también evidentemente por el puro placer de desnudarse. «Puede ser una simple hinchazón», dije para reconfortarla. Me miraba con sus grandes ojos de los que olvido el color, con su gran ojo mejor dicho, porque el otro estaba dirigido aparentemente hacia los restos del jacinto. Cuanto más desnuda estaba, más estrábica era. «Mire», dijo curvándose sobre sus senos, «la areola ya se oscurece». Reuní mis últimas fuerzas y le dije, «Aborte, aborte, de ese modo ya no se oscurecerá más». Había abierto las cortinas para no dejar que se perdiera nada de sus diversas redondeces. Vi la montaña, impasible, cavernosa, secreta, en la que de la mañana a la noche no oiría más que el viento, los chorlitos y los lejanos golpecitos metálicos de los martillos de los talladores de granito. Saldría durante el día a la cálida maleza, a la retama perfumada y salvaje, y por la noche vería las luces distantes de la ciudad, si quería, y las otras luces, las de los faros y los barcos piloto que mi padre me había enseñado cuando yo era pequeño, y cuyos nombres recobraría en mi memoria, si quería, lo sabía. A partir de ese día las cosas anduvieron mal en aquella casa, para mí cada vez peor, no porque ella me descuidara, nunca hubiera podido descuidarme lo suficiente, sino en el sentido de que venía a asesinarme con nuestro niño, enseñándome su vientre y sus senos y diciéndome que iba a nacer de un momento a otro, que ya notaba las patadas. «Si da patadas», dije, «es que no es mío». No es que hubiese estado mal en aquella casa, eso es cierto, no era el ideal evidentemente, pero no subestimaba las ventajas. Dudaba si partir o no, las hojas empezaban a caer, tenía miedo del invierno. No hay que temer al invierno, también él tiene sus ventajas, su nieve mantiene cálido y ensordecido el tumulto y sus días cárdenos acaban pronto. Pero yo no sabía todavía en aquella época hasta qué punto la tierra puede ser amable para los que no tienen otra cosa, y cuántas sepulturas pueden allí encontrarse, vivo. Lo que acabó conmigo fue el nacimiento. Fui despertado. ¡Qué podía pasarle al niño! Creo que había otra mujer con ella, me parecía oír de vez en cuando unos pasos en la cocina. Me daba remordimientos abandonar una casa sin que me expulsaran. Me encaramé por encima del respaldo del sofá, me puse la chaqueta, el abrigo y el sombrero, no olvidé nada, anudé mis cordones y abrí la puerta que daba al pasillo. Un montón de trastos me cerraba el camino, pero pasé de todos modos, escalando, rompiendo con estruendo. Antes hablé de matrimonio, fue por lo menos una especie de unión. No tuve por qué preocuparme, los berridos desafiaban toda competencia. Debía ser su primer parto. Me persiguieron hasta la calle. Me detuve ante la puerta de la casa y presté oído. Seguía oyéndolos. Si no hubiese sabido que en la casa alguien chillaba quizá no los hubiese oído. Pero sabiéndolo los oía perfectamente. No sabía muy bien dónde estaba. Busqué entre las estrellas y constelaciones los carros, pero no los pude hallar. Y sin embargo por allí debían estar. Mi padre fue el primero en mostrármelos. También me enseñó otras, pero solo y sin él únicamente he sabido encontrar los carros. Me puse a jugar con los gritos un poco como había jugado con la canción, avanzando, deteniéndome, avanzando, deteniéndome, si es que a eso se le puede llamar juego. Mientras caminaba no los oía gracias al ruido de mis pasos. Pero en cuanto me detenía los volvía a oír, cada vez más débiles ciertamente, ¿pero qué importa que un grito sea fuerte o flojo? Lo importante es que pare. Durante años creí que iban a parar. Ahora ya no lo creo. Me hubieran hecho falta otros amores, quizá. Pero el amor, eso no se hace por encargo.