La quinta de las celosías, de Amparo Dávila

Había anochecido y Gabriel Valle estaba listo para salir. Solía ponerse la primera corbata que encontraba sin preocuparse de que armonizara con el traje; pero esa tarde se había esforzado por estar bien vestido. Se miró al espejo para hacerse el nudo de la corbata, se vio flaco, algo encorvado, descolorido, con gruesos lentes de miope, pero tenía puesto un traje limpio y planchado y quedó satisfecho con su aspecto. Antes de salir leyó una vez más la esquela y se la guardó en el bolsillo del saco. En la escalera se encontró con varios compañeros. Todos comentaron su elegancia; recibió las bromas sin molestarse y se detuvo en la puerta para preguntar a la portera cómo iba su reuma.

—Está usted muy contento, joven —dijo la vieja, que estaba acostumbrada a que pasaran frente a ella y ni siquiera la vieran. En la mañana, cuando le llevó la carta, lo encontró tumbado sobre la cama, sin hablar, fumando y viendo el techo. Ella la había dejado sobre el buró y se había salido. Así eran esos muchachos, de un humor muy cambiante.

Gabriel Valle caminaba por las calles con pasos largos y seguros, se sentía ligero y contento. Quedaban aún restos de nubes coloreadas en el cielo. No había mucha gente. Los domingos las calles se encuentran casi solas. A él le había gustado siempre caminar por la ciudad al atardecer, o a la medianoche; caminaba hasta cansarse, después se metía en algún bar y se emborrachaba suavemente; entonces recordaba a Eliot… «vayamos pues, tú y yo, cuando la tarde se haya tendido contra el cielo como un paciente eterizado sobre una mesa; vayamos a través de ciertas calles semidesiertas… (a veces nadie lo oía, pero a él no le importaba) la niebla amarilla que frota su hocico sobre las vidrieras lamió los rincones del atardecer…. (otras veces venían los músicos negros y se sentaban a escucharlo, sin lograr entender nada, o improvisaban alguna música de fondo para acompañarlo) ¡y la tarde, la noche, duerme tan apacible! Alisada por largos dedos, dormida, fatigada… (el cantinero le obsequiaba copas) ¡No!, no soy el príncipe Hamlet ni nací para serlo; soy un señor cortesano, uno que servirá para llenar una pausa, iniciar una escena o dos… (‘¿Quién es ese tipo que recita tantos versos?’, preguntaban a veces los parroquianos), nos hemos quedado en las cámaras del mar al lado de muchachas marinas coronadas de algas marinas rojas y cafés hasta que nos despiertan voces humanas y nos ahogamos…»

Entonces se iba con la luz del día muy blanca y muy hiriente a ahogarse en el sueño.

Unas chicas que andaban en bicicleta por poco lo atropellaron, pero aquel incidente no le provocó el menor disgusto. Era tan feliz que no podía enojarse por la torpeza de unas muchachas. Se sentía generoso, comprensivo, también comunicativo. Le hubiera gustado saludar cortésmente a todos los que encontraba a su paso, aun sin conocerlos: «¡Buenas tardes, o buenas noches, señora!», «¡Adiós, señor, que la pase bien!», «Permítame que le ayude a llevar la canasta», hubiera querido decirle a una pobre vieja que llevaba un canastón de pan sobre la cabeza. Llegó a la esquina donde tenía que esperar el tranvía, empezaron a caer gotas de lluvia. Se levantó el cuello del saco y se refugió bajo el toldo de una tienda de abarrotes… ¡Qué mal se había sentido aquella vez que acompañó a Jana hasta su casa, después de insistirle mucho que se lo permitiera; ella siempre se negaba, aquella vez accedió con desgano. Lloviznaba cuando llegaron a la quinta, pensó que lo invitaría a entrar mientras la lluvia pasaba. «Será mejor que te vayas rápido, para que no te mojes», había dicho Jana mientras abría la reja y se alejaba hacia la casa sin volverse. Pensó tantas cosas en aquel momento. Nunca se había sentido tan humillado. Se quedó un rato contemplando la quinta, después se alejó caminando lentamente bajo la lluvia. Por el camino se tranquilizó y llegó a la conclusión de que todo había sido una mala interpretación de su parte. Jana no era capaz de ofender a nadie, mucho menos a él; tal vez le había parecido inconveniente invitarlo a pasar a esa hora, por vivir sola… El tranvía llegó y Gabriel Valle lo abordó de varias zancadas para no mojarse. Se acomodó al lado de una muchacha muy pálida y muy flaca, que apretaba nerviosamente entre las manos unos guantes sucios. «Esta mujer está muy angustiada», y sintió entonces un gran deseo de poder trasmitir a los demás siquiera un poco de aquella felicidad que ahora tenía. La muchacha flaca revolvía dentro del bolso buscando algo…

—Parece que ya no llueve —dijo él para iniciar una conversación.

—Pero lloverá más tarde —repuso ella en tono amargo—. No es ya suficiente que sea domingo, sino que llueva.

Lo miró entonces con una mirada fría, totalmente deshabitada. Él sintió que se había asomado al vacío.

—¿Le entristecen los domingos?

—Los domingos y todos los días, pero… —se puso a mirar por la ventanilla mientras sus manos seguían estrujando los viejos guantes. De pronto continuó—: los domingos son tan largos, uno tiene tantas cosas que hacer y sin embargo no se quiere hacer nada, da una pereza horrible tener que lavar y planchar la ropa para la semana… después se acaba el domingo y uno se acuesta sin poder recordar nada, sino que pasó un domingo más, igual que todos los otros…

¡Pobre muchacha! Lo que le pasaba era que debía sentirse muy sola, no había de tener quien la quisiera, y era bien fea; sería difícil que encontrara marido o novio así de flaca y desgarbada; el pelo seco y mal acomodado, los ojos inexpresivos, los labios contraídos, la pintura corrida, y tan mal vestida, tan amarga… Recordó entonces a Jana y la satisfacción asomó a su rostro.

—Y la lluvia —seguía diciendo la muchacha flaca— siempre la lluvia a toda hora, todos los días… ¿o es que a usted le gusta la lluvia?

—Muchas veces me molesta, claro está, sobre todo cuando hay que salir, pero es tan agradable oírla de noche, cuando ya no hay más ruido que el de ella misma, cayendo lenta, continuadamente, fuera y dentro del sueño…

La muchacha lo interrumpió:

—Me quedo en la próxima parada, que le vaya bien —y ella se fue toda flaca y toda amarga hasta la puerta de salida.

Se corrió entonces al asiento de la ventanilla. Le gustaría hacer un largo viaje en tren con Jana; ver pasar distintos paisajes, no tener que preocuparse por nada, conocer juntos muchas cosas, ciudades, gentes, tener dinero para gastar y gastarlo sin pensar; sería bueno poder hacer el equipaje y partir, ahora mismo, mañana… Subió una pareja de jóvenes, la muchacha se sentó al lado de Gabriel y él se quedó de pie junto a ella; se veían muy contentos, platicaban en voz baja, cogidos de la mano, reían… Los miraba con gusto. «También son felices». Le hubiera gustado tener esa confianza con Jana, esa sencilla intimidad, pero era tan tímida, tan delicada, que no se atrevía ni siquiera a tomarle una mano por temor a molestarla.

¡Cuánto trabajo le había costado comenzar a salir con ella!

—Siempre me ha parecido una muchacha hosca, huraña y hasta agresiva. Tal vez se siente muy superior a todos nosotros —le dijo un día Miguel.

—Estás muy equivocado, lo que sucede es que Jana es muy tímida, pero yo la entiendo bien. Además ha sufrido mucho, la forma como murieron sus padres fue terrible…

—No discuto eso, claro que fue una verdadera tragedia, pero…

—El dolor hace que las gentes se encierren en sí mismas y se muestren aparentemente hoscas; pero es sólo un mecanismo de defensa, una barrera inconsciente para protegerse de cualquier cosa que les pueda hacer daño nuevamente…

—Puede ser, pero también puede ser cosa propia de su temperamento alemán —dijo Miguel. No cabía duda de que a Miguel no le simpatizaba Jana, y no era de extrañar. Miguel tenía cierta torpeza interior que no le permitía penetrar en los demás, él entendería de fútbol, de rock and roll, de tonterías. ¡Qué superficial era!

—Y siempre huele a formol…

Gabriel se había ido sin contestarle. ¡Qué estúpido podía ser cuando se lo proponía! Si bien era cierto que al principio a él también le resultaba muy desagradable aquel olor que despedía Jana, parecía que estaba impregnada totalmente de él, y así tenía que ser, pues manejaba todos los días aquellas sustancias. Pronto se había acostumbrado y no le molestaba más. Cuando se casaran no le permitiría que siguiera en el anfiteatro, ¡y vaya que le iba a costar mucho disuadirla! Porque tomaba demasiado en serio aquel trabajo; le parecía sumamente interesante y estaba convencida de que llegaría a ser una magnífica embalsamadora; había estudiado los procedimientos de que se valían los egipcios para conservar sus muertos; conocía muchos métodos diversos y tenía fórmulas propias que estaba perfeccionando y que pensaba poner en práctica muy pronto; además estaba escribiendo un libro…, esto le había dicho aquella tarde en que él se había arriesgado a tocar el tema. ¡Sí que iba a resultar difícil! El Dr. Hoffman también protestaría; él la había llevado a trabajar al hospital y era su colaboradora. ¡Y qué mal genio tenía el viejo! Cuando algo le salía mal se restregaba las manos, escupía, se rascaba el mentón, mascaba algo imaginario… ¡pero qué extraordinario cirujano era! Aquella trepanación parietal que… Gabriel se dio cuenta que ya era su parada y apresuradamente se levantó.

Había dejado de llover; olía a tierra húmeda y a hierba mojada. Estaba fresco pero no hacía frío. Resultaba agradable caminar por aquella larga avenida de cipreses que conducía a la quinta. Miró el reloj, faltaban veinte minutos para las ocho. Llegaría a tiempo. La esquela decía que lo esperaba a las ocho.

Se debía de vivir muy tranquilo por allí; sin ningún ruido, con tanto aire puro, pero estaba muy retirado y muy solo. No le gustaba que Jana hiciera ese recorrido por las noches. Resultaba peligroso para cualquiera; había pocas casas y poca gente; si uno gritaba ni quién lo oyera. En los periódicos siempre aparecían noticias de asaltos y de… No le haría ningún reproche a Jana por aquel silencio, ¡pobrecita!, también ella debía haber sufrido. Más de un mes había pasado sin tener noticias. Le parecía inexplicable aquella actitud de Jana. Recordó aquellas noches que fue hasta la quinta tratando inútilmente de verla, o aquellas largas esperas en la puerta del anfiteatro… Sus dedos palparon el sobre y sintió un gran alivio; con esto había terminado la angustia. Lo mejor sería casarse pronto; una ceremonia sencilla, sin invitados; les avisaría a sus padres cuando ya estuvieran casados, así no podrían oponerse; los conocía bien, su madre era capaz de enfermar, de ponerse grave, tal vez hasta de morirse. ¿Pensaría Jana que vivieran en la quinta? No sabría qué decidir. No se atrevería a llevarla a la pensión: un cuarto solamente, una cama estrecha y dura, el baño compartido con veinte estudiantes, y la comida tan mala, que se quedaría siempre sin comer. Tendría que hacer a un lado su orgullo y venirse a la quinta. Por lo menos podría estudiar tranquilo, sin ruido de tranvías, sin gente molesta, solo él con Jana…

Cuando llegó, la quinta se hallaba como de costumbre a oscuras; las celosías no permitían que la luz del interior se filtrara. La reja estaba sin candado. Gabriel llegó a través del jardín hasta la puerta de la casa y tocó el timbre. Oyó el sonido de una campanilla, volvió a tocar. Por fin abrieron. Allí estaba Jana, con un vestido de seda gris, casi blanco, pegado al cuerpo; el pelo rubio suelto cayendo suavemente sobre los hombros. Lo saludó como si lo hubiera visto el día anterior. Muy desconcertado la siguió a través de un oscuro pasillo hasta el salón profusamente iluminado. Era una sala con muebles estilo Imperio, con muchos cuadros, la mayoría retratos, tibores, lámparas, gobelinos, bibelots, un piano alemán de media cola, estatuillas de mármol, una gran araña colgando en el centro del salón…

—Estos son los retratos de mis padres —dijo de pronto Jana, mostrándole dos retratos colocados sobre la chimenea.

—Muy bien parecidos —repuso cortésmente Gabriel.

—Sí, eran realmente hermosos… los retratos por otra parte son bastante buenos. Los hizo un pintor austríaco desterrado, a quien mi padre protegía. Me encanta el color y la pureza del tratamiento: observa la frescura de la tez, la humedad de los labios, parece como si estuvieran…

El sonido de unos pasos en el corredor interrumpió a Jana, quien se volvió y miró hacia la entrada; también Gabriel pensó que alguien iba a aparecer.

—Mira qué bello piano —dijo Jana, a tiempo que lo abría y acariciaba las teclas—, mamá tocaba maravillosamente.

—¿Tú también tocas? —preguntó Gabriel interrumpiéndola.

—Me gustaba oírla tocar —continuó ella como si no hubiera oído la pregunta de Gabriel—. Por las noches interpretaba a Mozart, a Brahms, mi padre leía los periódicos, yo la escuchaba embelesada… sus manos eran finas, los dedos largos, ágiles, tocaba dulcemente, casi con sordina, nos decía tantas cosas cuando tocaba…

Otra vez los pasos llegaron hasta la puerta. Gabriel se quedó esperando… pero nadie entró. Jana subió una ceja como solía hacerlo cuando algo le desagradaba y cerró el piano bruscamente. Le ofreció un cigarrillo a Gabriel y lo invitó a sentarse. Ella se acomodó en una butaca grande, tapizada con terciopelo verde oscuro, distinta de los demás muebles. Gabriel se encontraba muy incómodo en aquella elegante sala tan llena de cosas valiosas, tan cargada de recuerdos. Quería hablar con Jana, había estudiado el diálogo palabra por palabra y ahora no sabía cómo empezar. Se encontraba torpe, molesto, y comenzaba a sentirse nervioso. Le hubiera gustado que estuvieran en algún café, o en el parque, en cualquier sitio menos allí… Se acomodó en una silla cerca de ella.

—Pasaron tantos días sin saber de ti —dijo tratando de iniciar su conversación.

—Aquí se sentaba siempre papá, a veces se quedaba dormido, ¡me enternecía tanto!, vivía cansado, trabajaba mucho para que nada nos faltara a mamá y a mí, decía siempre cuando le reprochábamos. ¡Pobre papá!… a veces jugaba ajedrez con el Dr. Hoffman, los domingos en la tarde; mamá servía el té y las pastas, después cogía su bordado, siempre bordaba flores y mariposas, flores de durazno y violetas; de cuando en cuando dejaba la costura y observaba a papá jugando con el Dr. Hoffman, lo miraba con gran ternura como si hubiera sido un niño, su niño. Papá sentía aquella mirada, buscaba sus ojos y sonreían; «esos novios», solía decir el viejo Hoffman…

Alguien había llegado hasta la puerta y Gabriel podía escuchar una respiración acelerada; Jana calló bruscamente y su cara se endureció. Nunca había visto Gabriel aquella expresión tan dura, tan fría, tan distinta de la que él amaba, de la que él guardaba dentro de sí… Seguía escuchando la respiración cerca de la puerta, tan fuerte, tan agitada como la de una fiera en celo… se sentía mal, cada vez más disgustado con todo y con él mismo, aquella atmósfera le resultaba asfixiante, aquellos pasos, aquella respiración, aquella mujer tan lejana, tan desconocida para él. Había hecho tantos proyectos, había planeado lo que iba a decirle, lo que ella contestaría, todo, y ahora lo había olvidado, no sabía ya qué decir ni de qué hablar. Recorría con la vista los cuadros, los retratos, las estatuillas, el gobelino lleno de figuras que danzaban en el campo sobre la hierba, la gran araña que iluminaba el salón, todo parecía rígido allí y con ojos, miles de ojos que observaban, que lo cercaban poco a poco, y la respiración, detrás de la puerta, aquella respiración que empezaba a crisparle los nervios.

—¡Basta ya, Walter!— gritó de pronto Jana—. ¡Basta, te digo!

Gabriel se levantó y fue a sentarse junto a ella. Tomó su mano, estaba fría y húmeda…

—Jana, querida, salgamos de aquí; vamos a caminar un poco, a platicar, vamos a… —Ella retiró la mano y lo miró fijamente. Entonces él vio de cerca sus ojos, por primera vez esa noche, estaban increíblemente brillantes, las pupilas dilatadas, inmensas y lagrimeantes. Sintió que un escalofrío le corría por la espalda mientras la sangre le golpeaba las sienes. Jana se levantó y fue a tocar un timbre. Nadie apareció. Volvió a tocar, no hubo respuesta.

—¡Quiero el té bien caliente! —gritó Jana.

Gabriel quería salir de allí, respirar aire puro, no ver más los retratos, ni el piano, salir de aquella sala agobiante, de aquel mundo de objetos, de tantos recuerdos, de aquella noche desquiciante, de aquel aturdimiento. El gran candil con sus cien luces calentaba demasiado. Necesitaba aire y el aire no alcanzaba a penetrar a través de las celosías, la puerta de cristales que comunicaba con el jardín se encontraba cerrada… El reloj de la chimenea dio la media, la noche se había eternizado para Gabriel y el tiempo era una línea infinitamente alargada. Jana regresó a sentarse en la misma butaca y encendió un cigarrillo.

—¿Qué ha sucedido, Jana? Dímelo.

—Así era yo entonces —dijo ella señalando el retrato de una jovencita.

«No está conmigo», pensó dolorosamente Gabriel.

—El día que me hicieron el retrato, cumplía dieciséis años; mamá me había hecho el vestido, era de organza azul. «Es del mismo color que los ojos», dijo papá. Por la tarde fuimos a tomar helados y después al teatro, mamá comentó que la obra era un poco atrevida para una niña. «Ya es una joven», agregó papá con una sonrisa. «Está bien que vaya sabiendo algunas cosas». El doctor Hoffman me regaló el collar que tengo en el retrato, ¿no es lindo? Era de cristal de roca color turquesa, el color azul siempre ha sido mi predilecto, ¿a ti te gusta?

—Es el color de tus ojos, pero… ¿por qué no hablamos de nosotros?

Se escuchó el ruido de una mesa de té que alguien arrastraba. Jana se levantó precipitadamente y salió de la sala; regresó con la mesa. Gabriel recordó en ese momento la primera vez que la vio en el hospital, conduciendo aquella camilla…

—Le mandé decir que no había terminado de prepararlo —le dijo Jana al doctor Hoffman.

—Está bien, Jana, no estorbe ahora.

Ella se hizo a un lado sin decir más y se sentó en una banca; desde allí observaba con gran atención las manos del doctor Hoffman trabajando hábilmente en aquel cuerpo muerto…

Jana servía el té.

—¿Con crema o solo?

—Prefiero solo.

Cuando le dio la taza Gabriel volvió a mirar de cerca aquellas pupilas enormemente dilatadas y lagrimosas y sintió algo extraño, casi parecido al miedo. «Ojos que no me atrevo a mirar de frente cuando sueño». Estos ojos no podría él guardarlos para su soledad, para aquellas noches en que vagaba por la ciudad y no tenía más refugio que meterse en algún bar y beber, beber hasta que la luz del día lo obligaba a hundirse en las sábanas percudidas de su cama de estudiante.

—¿Está bien de azúcar?

—Sí, gracias —contestó él. Qué importancia podía tener ahora el azúcar, las palabras, si todo estaba roto, perdido en el vacío, en el sueño tal vez, o en el fondo del mar, en el capricho de ella, o en su propia terquedad que lo había hecho creer, concebir lo imposible, aquellos meses… todo falso, fingido, planeado, actuado tal vez. Sintió de pronto un enorme disgusto de sí mismo y el dolor de haber sido tan torpe, tan ciego, tan iluso; dolor de su pobre amor tan niño. La miró con rencor, casi con furia, con furia, sí, desatada, de pronto desenfrenada y terrible. Ella sonreía con aquella sonrisa que bien conocía, aquella sonrisa inocente que tanto lo había conmovido y…

—¿No está muy caliente el té? —preguntó Jana. No le contestó, la seguía mirando sonreír, las pupilas dilatadas, los dientes blancos, agudos; detrás de ella los retratos también lo miraban sonrientes… Los pasos llegaron nuevamente hasta la puerta—. Te dije que no molestaras, que no molestaras.

Gabriel advirtió que su frente y sus manos estaban empapadas en sudor, y comenzó a sentir el cuerpo pesado y un extraño hormigueo que poco a poco lo iba invadiendo; estaba completamente mareado y temía, de un momento a otro, caer de pronto en un pozo hondo; se aflojó la corbata, se enjugó el sudor; necesitaba aire, respirar; caminó hasta una ventana, había olvidado las celosías. «Aquí todo es recuerdo, hasta el aire». Se tumbó de nuevo en la silla, pesadamente. Encendió un cigarrillo y miró a Jana como se mira una cosa que no dice nada.

—Tú querías conocer mi casa, mi vida… estás aquí…

El rostro sonriente de Jana se iba y regresaba, se borraba, aparecía, los dientes blancos que descubrían los labios al sonreír, las pupilas dilatadas, se perdía, regresaba otra vez, ahora riendo, riendo cada vez más fuerte, sin parar; él se pasó la mano por los ojos, se restregó los ojos, todo le daba vueltas, aquel extraño gusto en el té, todo giraba en torno de él, los retratos, el gobelino, las estatuillas, los bibelots. Jana se iba y volvía, riéndose; la araña con sus mil luces lo cegaba, el piano negro, los pasos en el pasillo, las ventanas con celosías blancas, la respiración, el rostro de Jana blanco, muy blanco, entre una niebla perdiéndose, regresando, acercándose, los dientes, la risa, los pasos nuevamente, la respiración detrás de la puerta, las figuras danzando sobre la hierba en el gobelino, saliéndose de allí, bailando sobre el piano, en la chimenea, aquel sabor, aquel gusto tan raro del té… Jana decía algo, la vio levantarse y abrir la puerta de cristales que daba al jardín y salir.

Gabriel se incorporó dando traspiés; cuando alcanzó la puerta y respiró el aire fresco de la noche, sintió que se recobraba un poco, lo suficiente para caminar. Jana caminaba por un sendero hacia el fondo del jardín, él la seguía torpemente, tambaleándose; cada vez sentía que era el último paso, su último paso en aquella húmeda noche de otoño; todo fallaba en él, su cuerpo no le obedecía, sólo su voluntad lo llevaba, era ella la que arrastraba al cuerpo; oyó los pasos que venían detrás de él, duros, sordos, pesados; no intentó ni siquiera darse la vuelta, era inútil ya, no podría hacer nada, todo estaba perdido, ya no había esperanza ni deseo de buscarla, quería apresurar el final y caer en el olvido como una piedra en un pozo; perderse en la noche, en lo oscuro, olvidar todo, hasta su propio nombre y el sonido de su voz… y los pasos cada vez más cerca, una sombra se proyectaba adelante y él ya no sabía cuál de las dos sombras era la suya; los pasos estaban ahora junto a él y aquella respiración jadeante…

Jana había llegado hasta una puerta al fondo del jardín y por allí entró. Cuando Gabriel logró llegar, las dos sombras se habían juntado. Un golpe de aire dulzón y nauseabundo le azotó la cara; el estómago se le contrajo, trató de salir al jardín nuevamente y respirar. Ya habían cerrado la puerta… estaba oscuro y sólo una débil claridad de luna se filtraba a través de las celosías; distinguió a Jana hacia el centro del salón, desde allí lo miraba desafiante, en medio de dos féretros de hierro… aquel aire pesado, dulce, fétido le penetraba hasta la misma sangre, un sudor frío le corría por todo el cuerpo, quiso buscar un apoyo y tropezó con algo, cayendo al suelo; algo muy pesado, grande, cayó entonces sobre él; rodaron por el suelo a oscuras, entre golpes, gritos, carcajadas, olor a cadáver, a éter y formol, entre golpes sordos, brutales, de bestia enloquecida, resoplando, cada vez más… Y los ojos claros de Jana eran como los ojos de una fiera brillando en la noche, maligna y sombría…

Sobre Gabriel caía una lluvia de golpes mezclados con terribles carcajadas.

—Sheeesss, no tanto ruido, que puedes despertarlos —decía Jana.